PÍO XII
CAPÍTULO X
El Nuevo Santo Imperio
Desde
hacía medio siglo el káiser de la Gran Alemania había ido redondeando su mapa.
Su poder se extendió desde el mar Báltico hasta el Adriático, y alcanzó al mar Negro.
Y
cuando murió el rey de Suecia y Noruega sin herederos, los escandinavos ofrecieron
la corona del doble reino al káiser, quien la entregó a su nieto, el joven Otón.
Para
rehacer el imperio de su lejano antecesor Otón I, emperador de Alemania en el
siglo X, faltábanle algunos pedazos del mapa europeo; Italia y su imperio.
Tentación
vana y peligrosa que el viejo monarca ahuyentó de sus noches de insomnio,
porque hubiera sido exponerse a traicionar al emperador romano Carlos Alberto,
cuya amistad le había servido en sus planes.
Tenía,
en cambio, otra ambición que acariciaba como la idea de un desquite contra el
más pequeño de los reyes de la tierra, desde el punto de vista de la extensión
de sus dominios: el papa.
El
Pastor Angelicus seguía reinando en la Roma Vaticana, y la supervivencia de su
minúsculo reino era un milagro en medio de tan grandes naciones y de los trascendentales
cambios que había sufrido el mundo político.
Alfredo
Enrique no quería morir sin ser consagrado emperador por la mano misma del
papa, a fin de justificar sus conquistas ante los ojos del universo; porque el
vicario de Cristo en la tierra era la mayor autoridad moral que reconocían los
hombres.
Y una
vez consagrado por el papa, ambicionaba extender su imperio sobre las almas de
sus súbditos, reasumiendo las atribuciones de los Otones y Enriques de la Edad
Media, que se inmiscuyeron en el gobierno de la Iglesia hasta que los contuvo la
mano enérgica de Gregorio VII, el famoso monje Hildebrando.
El
actual señor de la Alemania osaba renovar así, en el siglo XX, la antiquísima querella
denominada “de las investiduras”, que tuvo por actores principales a Enrique IV
de Alemania y a Gregorio VII, el cual obligó al emperador a ir en pleno
invierno, descalzo, a pedirle perdón a la pequeña ciudad italiana de Canossa.
El
Papa perdonó al emperador, mas no duró mucho la paz. Enrique era joven y orgulloso,
y rebelóse de nuevo; y como no pudiese doblegar la voluntad indomable de
Gregorio, lo hizo deponer del trono pontificio por un conciliábulo de obispos alemanes
e italianos que eligieron un antipapa, el monje Guiberto, quien adoptó el nombre
de Clemente III y se instaló en Roma, donde coronó emperador a Enrique IV.
A mil
años de distancia, el nuevo señor del Sacro Imperio Germánico había repasado
los dramáticos capítulos de aquella historia vieja y releído el discurso con que
Gregorio VII acogió al mensajero que le llevó la noticia de que lo habían despojado
de la tiara.
Hay en
ese discurso un párrafo misterioso y terrible que dice así: “Ahora, cuando el
precursor del Anticristo se ha levantado contra la Iglesia, debemos ser dulces
y prudentes.”
¿Tuvo
entonces el papa una visión profética y vaticinó algo que no era para cumplirse
inmediatamente sino mil años después? Dios lo sabía. Pero Alfredo Enrique I
sentía a través de diez siglos el ardor de fuego de aquella expresión:
Precursor del Anticristo, intolerable afrenta que deseaba borrar, obteniendo
que otro papa lo consagrase en Roma, desmintiendo así la profecía de Gregorio.
EL PASTOR ANGELICUS
Hasta
entonces el Pastor Angelicus se había negado dulce y tenazmente, sin dar pretexto
a ruptura, y no le quedó al emperador más esperanza de lograr su propósito que
la muerte del viejísimo rey de la Roma Vaticana y la elección de otro papa que
se dejara manejar por él.
Pero
él mismo era tan viejo que ya no podían quedarle muchas ilusiones de sobrevivirle.
Un día no lejano también él moriría dejando su enorme imperio a su heredero.
Otón,
su nieto nacido en Vilna —antigua capital lituana— mozo de veintitrés años, era
un lobezno arisco al cual había hecho coronar rey de Escandinavia para adiestrarlo
en el arte de gobernar.
Aquel
mancebo disoluto a los dieciocho años se había casado con una princesa polaca;
a los veinte la había abandonado y vivía a su antojo, sin ley ni rey.
De
atezado color, alto, membrudo y flaco, de barba roja que le invadía las sienes
y las orejas; de perspicaces ojuelos emboscados detrás de las cejas hirsutas y
amarillas; bravo, fortísimo e insaciable, Otón inspiraba miedo a cuantos lo
trataban, desde su indefensa mujer que temblaba oculta en algún rincón del
palacio hasta su poderoso abuelo.
El día
en que el emperador muriese y él quedase dueño de veinte naciones, con dos
millones de kilómetros y treinta millones de soldados ¿qué pasaría en el mundo?
Otón, efectivamente, creía ser un soberano destinado a hazañas portentosas.
Cierto
monje griego se le presentó un día con las Sagradas Escrituras en la mano y le
dijo que el profeta Isaías, en el capítulo XLI, anunciaba sus futuras
victorias, y le leyó estos versículos que llenaron de furia las venas del mozo:
“Que las islas se callen delante de mí... Las islas han visto y han temido y
los extremos de la tierra han temblado... Del norte despertó uno y vendrá; del
nacimiento del sol llamará en mi nombre, y hollará príncipes como lodo y como
pisa el barro el alfarero...”
Y así,
el joven rey de Escandinavia aguardaba la hora de su estrella maldiciendo el tiempo
que perdía.
En la
primavera de 1993 el viejo emperador volvió a montar su caballo de guerra.
Los
pobres príncipes modernos están condenados a no ser nunca originales, porque no
hay locura ambiciosa que no haya sido cometida veinte veces por sus antepasados
en la historia.
Acababa
de morir Juan IV, rey de España, hijo del tercero que llevó ese nombre, en
quien se restauró la monarquía española después de la guerra civil más
sangrienta y gloriosa que haya presenciado la humanidad.
Juan
IV murió sin sucesión y surgieron multitud de pretendientes, entre ellos uno que
a la vez pretendía la corona de Francia como descendiente de Carlos de Berwick,
duque de Alba y conde de Chambord.
El
gobierno francés intentó la repetición de una historia vieja, la de Felipe de Anjou
—impuesto rey de España por su omnipotente abuelo Luis XIV, bajo el nombre de
Felipe V— y ofreció al conde de Chambord aquel trono vacante, para que dejara
en paz a la agitada República Francesa.
Enrique
de Berwick aceptó la propuesta, renunció al problemático trono de San Luis y
marchó a Madrid precedido por veinte divisiones francesas, que afianzarían en sus
sienes la corona de San Fernando.
El
viejo káiser, aburrido de pasearse por las enarenadas callejas de sus jardines
de Postdam mientras la primavera llenaba de pimpollos sus rosales, al recibir
aquella noticia pensó que no debía permitir que la península ibérica quedase
bajo otra influencia que la suya. Sobre su escritorio había un tablero con ocho
botones que marcaban ocho caminos hacia todos los rumbos de la rosa de los
vientos.
Bastábale
apretar uno de esos botones para que al instante la previsora y ordenada máquina
de guerra del Santo Imperio se moviese en determinada dirección.
Oprimió
sin titubear el botón que decía Francia, y esa misma noche veinte mil tanques
alemanes cruzaron el Mosa y ocuparon sus principales cabezas de puente.
Francia
no tuvo tiempo de pedir ayuda a sus aliados, que tampoco estaban como para prestársela.
Inglaterra
hallábase en plena revolución.
Su rey
Jorge VII agonizaba, y su heredero, un niño de doce años apoyado por el Parlamento,
tropezaba con la oposición de la alta banca.
Los
financieros le oponían un rival, el joven duque de Kensington, nacido en Palestina,
nieto de aquel que abdicara el trono en 1966 y se casó en Oriente con una opulenta
muchacha judía. Sostenían los de este partido que el acta de abdicación presentada
al Parlamento fue falsificada; y por lo tanto era nula. Si el entonces rey no adujo
esa nulidad para conservar su trono, fue debido al romántico amor que lo enajenaba,
pero aquella falsedad no podía destruir el derecho de sus sucesores.
La
discordia entre el Parlamento y los financieros se transformó en guerra civil.
Tanto
el País de Gales como Escocia se pronunciaron por el príncipe niño nacido en Londres,
pero una parte de Inglaterra, especialmente las grandes ciudades y regiones comerciales,
reconocieron al de Kensington.
Rusia,
o mejor dicho Satanía, no se hallaba en mejor situación como para auxiliar a
nadie.
Su
emperador, nieto de aquel Yagoda a quien Stalin fusiló en 1938, acababa de perder
las tres cuartas partes de su imperio, los 16 millones y medio de kilómetros que
constituían la Rusia asiática.
Kriss,
un tártaro analfabeto y bárbaro, ex acróbata que había trabajado en los circos
del mundo entero, encabezó en Asia una revuelta, y después de asesinar a todos
los funcionarios europeos residentes en los dominios asiáticos de Satanía, seguido
por una horda de centenares de miles de jinetes se proclamó gran khan de la Siberia
independiente, cuya capital fijó en Tomsk.
La
ansiedad de Yagoda fue impedir que el incendio cruzara los montes Urales e invadiera
la Rusia europea, donde él afirmaba los restos de su poder envenenando a 99
sospechosos cada día.
En
esta situación la República Francesa no tuvo más remedio que renunciar a sus propósitos
y consentir que se coronase rey de España a Manuel V, rey de Portugal, que unió
bajo un solo cetro la península ibérica como en los tiempos de Felipe II, con una
doble capital en Madrid y en Lisboa.
Alfredo
Enrique anunció que deseaba vivir en paz sus últimos años, y que para ello era
indispensable restablecer la monarquía de Francia. Apoyó al conde de Chambord y
logró sentarlo en el trono de San Luis. El único que hubiera podido resentirse
habría sido el emperador romano Carlos Alberto, pero sopló a su oído palabras
ambiciosas: “Tu, que disfrutas las conquistas de tus antepasados ¿quieres pasar
a la historia con las manos vacías? ¿Qué has ganado por tu parte? ¿Qué tierras nuevas
legarás a tus sucesores?”
Ahora
al káiser le interesa que su aliado el emperador Carlos Alberto agrande sus dominios,
porque ha encontrado una forma romántica de incorporarlos a los suyos. Es la
siguiente: Carlos
Alberto no tiene hijos varones y sólo tres hijas mujeres, a quienes las leyes del
Imperio Romano vedan el acceso al trono.
Clotilde
de Saboya, la mayor, es a los dieciocho años un portento de gracia y de virtudes.
En
ella ha puesto los ojos el káiser, y piensa presentar el negocio a Carlos
Alberto de esta manera:
—Dame
la mano de Clotilde, tu hija mayor, para Otón, rey de Escandinavia, mi único
heredero, y toma tú mismo todas las tierras que desees, inclusive lo que queda de
Francia. Yo estaré contigo.
Seguramente
estas palabras conmoverán al joven emperador, mas el káiser adivina que su
respuesta será así:
—Tu
nieto Otón es casado... No puede tener otra esposa.
Y él
replicará:
—El
papa anulará ese primer matrimonio.
Ya
descuenta que su nieto no vacilará en abandonar a su legítima esposa, que no le
ha dado descendencia, y también que vencerá la resistencia del papa.
¿Y si
a pesar de todo el Pastor Angelicus hallara en su viejo corazón la misma indomable
energía de todos los papas que se han opuesto al divorcio de los reyes, desde
Hikmar en tiempos de Lotario, hasta Pío VII en tiempos de Napoleón I? —Sería
un obstáculo —piensa el káiser— mas no por muchos años, Pío XII tiene más de
cien y no tardará en morir, y entonces él hará que se repita la vieja historia
de otro emperador alemán (Otón III) que designó él mismo a Bruno, hijo del
duque de Carinthia, quien tomó el nombre de Gregorio V y fue el primer alemán
que haya sido consagrado papa. En aquellos siglos, en la elección de los papas
intervenían el pueblo y los príncipes. Él haría que volvieran esas costumbres abolidas
sabiamente por la Iglesia.
Si Pío
XII muriese haría elegir a un cardenal alemán, y del nuevo papa obtendría la
anulación del primer matrimonio de su nieto.
Una
vez instalado éste en Roma como esposo de la futura emperatriz romana ¿quién lo
expulsará? ¿Qué fuerza ni humana ni sobrehumana podrá impedir a la muerte de
Carlos Alberto la restauración del Imperio Romano Germánico bajo el cetro de
Otón V? Carlos Alberto era joven y emprendedor, y antes de que el káiser le
sugiriese la conquista de los territorios donde se pone el sol de Italia, había
sentido la ambición de arrojar sus 50.000 aviones sobre las tierras donde nace:
¡Sofía, Belgrado, Atenas! Desde
el Adriático hasta el mar de Azov; desde el Danubio hasta el mar Egeo, todo el
Oriente cayó en su poder sin que los que allí gobernaban pudieran resistirle.
Carlos
Alberto en pocos meses volvió a su capital con la triple corona de Bulgaria, Rumania
y Grecia, regiones que muchos siglos antes pertenecieron al Imperio Romano.
Carlos
Alberto tenía otra ambición que le tocaba más de cerca.
¿De
qué valía su imperio si dentro de Roma, su propia capital, había otro rey también
con triple corona?
— ¿No
seré yo nunca rey de las almas como ese viejo indefenso y moribundo?
Era
tiempo de contar cuántos cardenales respondían al emperador de Alemania y al de
Roma para elegir un papa cortado a su gusto, sin esperar que la muerte los liberara
de aquel eterno Pío XII.
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