san Celestino Papa
Y día
llegó en que los perseguidores del Santo fueron los más empeñados, según su
predicción, impedir el fin del cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de sus
maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de decepciones y de remordimientos!
Tratándose
de la santificación individual, Dios sigue los mismos caminos siempre austeros
y a veces desconcertantes.
Nuestro
Padre San Bernardo ama con pasión su soledad llena por completo de Dios, «su
bienaventurada soledad es su única beatitud». Sólo una cosa pide al Señor: la
gracia de pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le arranca
una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro, lánzale en medio de un
mundo que aborrece, en el trabajo de mil asuntos ajenos a su perfección, contrarios
a sus gustos de reposo en Dios.
No
puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus hermanos, y por eso, se
inquieta. «Mi vida -dice- es monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy
la quimera del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje por el
hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal.
¡Ah,
Señor! Más valdría morir, pero entre mis hermanos.»
Dios
no le escucha, por lo menos en este sentido, y es preciso bendecirle por ello.
Porque el santo «aconseja a los Papas, pacifica a los reyes, convierte a los
pueblos, pone fin al cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en medio
de tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse una soledad
interior, conserva todas las virtudes de perfecto monje y no vuelve a su
claustro sino acompañado de multitud de discípulos. Es, no la quimera, sino la
maravilla de su siglo.
Abrumado
por el peso de los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y
abdica al Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, más en forma
del todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en prisión.
«Pedro -decíase a sí mismo entonces-, tienes lo que tanto tiempo deseaste, la
soledad, el silencio, la celda, la clausura, las tinieblas en esta estrecha y bienaventurada
prisión. Bendice a Dios sin cesar, pues ha satisfecho los deseos de tu alma de
una manera más segura y agradable a sus ojos que la que tú proyectabas. Quiere
Dios ser servido a su modo, no al tuyo.» El caballero de Loyola, herido ante
los muros de Pamplona, podía considerar hundido su porvenir, mas allí le
esperaba Dios para conducirle por este accidente mil veces feliz a la
maravillosa conversión de la que había de nacer la Compañía de Jesús.
¿No es
así como día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte deja
claros en nuestras filas y nos arrebata las personas con las que contábamos;
relaciones inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y nuestros actos;
se nos quita por este medio, al menos en parte, la confianza de nuestros
superiores, abundan las penas interiores, desaparece nuestra salud, las
dificultades se multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre suspendida
sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y hacemos bien. Quizá le pedimos que
aparte la prueba; y a semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente
más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de escuchar nuestras
súplicas si las halla en desacuerdo con nuestros verdaderos intereses,
prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por completo a
nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de abandono;
de verdadera santidad.
En
resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios para con nosotros. Creamos sin
titubear en la sabiduría, en el poder de nuestro Padre que está en los cielos.
Por numerosas que sean las dificultades, por amenazadores que puedan presentarse
los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la Providencia exige, aceptemos de
antemano la prueba si Dios la quiere, abandonémonos confiados a nuestro buen
Maestro, y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se convertirá en bien de
nuestra alma. El obstáculo de los obstáculos, el único que puede hacer fracasar
los amorosos designios de Dios sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza
y de sumisión, porque El no quiere violentar nuestra voluntad. Si nosotros por nuestra
resistencia hacemos fracasar sus planes de misericordia, suya será en todo caso
la última palabra en el tiempo de su justicia, y finalmente hallará su gloria.
En cuanto a nosotros, habremos perdido ese acrecentamiento de bien que El
deseaba hacernos.
4. AMOR DE DIOS
Siendo
el Santo Abandono la conformidad perfecta, amorosa y filial, no puede ser
efecto sino de la caridad; es su fruto natural, de suerte que un alma que ha
llegado a vivir del amor, vivirá también del abandono. Propio es del amor, en efecto,
unir al hombre estrechamente con Dios, la voluntad humana al beneplácito
divino. Por otra parte, esta perfección de conformidad supone una plenitud de desprendimiento,
de fe, de confianza, y sólo el Santo Abandono nos eleva a tales alturas y nos
lleva a ella como naturalmente.
El
amor dispone al abandono por un perfecto desasimiento.
El
ejercicio habitual del abandono requiere una verdadera muerte a nosotros
mismos. Podrán comenzarlo otras causas, pero no tendrán la delicadeza ni
fuerzas necesarias para llevarlo a término; para lo cual será necesario «un
amor fuerte como la muerte». Mas el amor lo conseguirá, porque le es propio
olvidarlo todo, darse sin reserva, y no admite división: ni quiere ver sino al
Amado, no busca sino al Amado, ama todo cuanto agrada al Amado. «El amor de
Jesucristo -dice San Alfonso- nos pone en una indiferencia total; lo dulce, lo amargo,
todo viene a ser igual; no se quiere nada de lo que agrada a sí mismo, se
quiere todo lo que agrada a Dios; empléase con la misma satisfacción en las
cosas pequeñas como en las grandes, en lo que es agradable y en lo que no lo es;
pues con tal que agrade a Dios, todo es bueno. Tal es la fuerza del amor cuando
es perfecto -dice Santa Teresa-; llega a olvidar toda ventaja y todo placer
personal, para no pensar sino en satisfacer a Aquel que se ama.» Y San
Francisco de Sales añade, con su gracioso lenguaje: «Si es únicamente a mi
Salvador a quien amo, ¿por qué no he de amar tanto el
Calvario
como el Tabor, puesto que se halla tan realmente en uno como en otro? Amo al
Salvador en Egipto, sin amar el Egipto. ¿Por qué no lo amaré en el convite de
Simón el leproso sin amar el convite? Y si le amo entre las blasfemias que
lanzaron sobre El, sin amar tales blasfemias, ¿por qué no le amaré perfumado
con el ungüento precioso de la Magdalena, sin amar ni el ungüento ni el
perfume?» Y como lo decía, así lo practicaba.
El
amor dispone al abandono haciendo la fe más viva y la confianza inquebrantable.
Ciertamente la fe se esclarece y el corazón se abre a la esperanza, a medida
que la niebla de las pasiones se disipa y la virtud crece. Mas cuando llega a
la vía unitiva, las convicciones tórnanse más luminosas, las relaciones con
Dios se convierten en cordial comunicación llena de confianza e intimidad,
sobre todo cuando un alma ha experimentado repetidas veces que es ardientemente
amante, y al revés, aún más amada de Dios cuando la ha purificado y afinado en
el rudo y saludable crisol de las purificaciones pasivas. Como un niño en
brazos de su madre reposa sin inquietud y se abandona con confianza, porque instintivamente
siente que su madre le ha dado todo su corazón, así el alma se entrega a la
Providencia con entera tranquilidad de espíritu, cuando ha podido llegar a
decirse: «Es mi Padre del cielo, es mi Esposo adorado, el Dios de mi corazón
que tiene en sus manos mi vida, mi muerte, mi eternidad; no me sucederá sino lo
que El quiera, y no quiere sino mi mayor bien para el otro mundo y aun para
éste.» Así es como terminando de romper nuestras ligaduras, y dando a nuestra
confianza y a nuestra fe su última perfección, el santo amor completa nuestra
preparación al abandono. Nos queda por manifestar cómo lo produce directamente.
El amor perfecto es el padre del perfecto abandono. « El amor es lazo que une
al amante con el amado, y hace de los dos uno, como el odio separa a los que la
amistad había unido. La unión que produce el amor, es sobre todo la unión de
las voluntades. El amor hace que los que se aman tengan un mismo querer y no querer
para todas las cosas que se ofrezcan y no hieran la virtud; lo mismo que el
odio llena el corazón de sentimientos diametralmente opuestos a la persona a la
que se tiene aversión, de lo cual hemos de concluir que la unión y la conformidad
con la voluntad de Dios se miden por el amor; que poco amor da poca
conformidad, y un amor mediano una mediana conformidad, finalmente, un amor
completo, una completa conformidad.» Por esto, los principiantes generalmente
no pasan de la simple resignación, los proficientes se elevan a una conformidad
ya superior; no consiguiéndose la perfecta conformidad sin un amor perfecto, con
el cual se llega con seguridad a ella. Insistamos más para declarar mejor
nuestro pensamiento.
Nadie
ignora que el término a donde tiende el amor es la unión; y según San Juan: «El
que permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él.» La experiencia
nos lo dice al igual que la fe. El movimiento propio del amor es entregarse la criatura
a Dios y Dios a la criatura, los lanza el uno hacia el otro; no hay amor de
amistad en donde no exista este movimiento de unión. Cuando Dios nos estrecha
contra su corazón en amoroso abrazo, nos unimos a Él con todas nuestras
fuerzas; se le querría estrechar mil veces más, hasta confundirnos con El y
formar un solo ser. Cuando Dios se oculta por amoroso artificio, como pala
hacerse buscar con más avidez, la pobre alma, temiendo haberle perdido, va preguntando
por El por todas parte con amorosa ansiedad; es una necesidad dolorosa, es un
hambre insaciable, una sed inextinguible. Siente el vacío de Dios y no podría
pasar sin El; nada le puede consolar en ausencia suya, a no ser el pensar que
ella le agrada cumpliendo su adorable voluntad, y la esperanza de volverlo a
encontrar más perfectamente. Querría poseerle, por decirlo así, infinitamente
en el otro mundo para amarle, para alabarle, para unirse a El en la medida de
sus deseos. Entre tanto lo busca aquí abajo sin descanso, aspira a una unión de
amor cada vez más estrecha, dada por el sentimiento de una posesión sabrosa si
Dios quiere, unión en la que dominará con frecuencia la necesidad y el deseo y
el esfuerzo laborioso. En el primer caso, el alma está unida a Dios y en el
otro, trata de unirse; en ambos es idéntico el movimiento de amor que nos saca
fuera de nosotros para lanzarnos en Dios con ardiente deseo de poseerle. Esta
unión de corazones produce la unión de voluntades. Desde que está poseído de un
profundo afecto hacia Dios y se ha entregado a El sin reserva ni división,
poseyendo nuestro corazón, se adueña también de nuestra voluntad, tanto que
nada podríamos negarle.
En el
cielo se gusta la unión con Dios en las alegrías del amor beatifico. Aquí abajo
se le encuentra más frecuentemente sobre el Calvario que sobre el Tabor;
respecto a la unión de gozo, es rara y fugaz, y generalmente el sufrimiento la
precede y la sigue. Dios mostró en un éxtasis a Santa Juana de Chantal que
«padecer por Él es pasto de su amor en la tierra, como gozar de Él lo es en el
cielo».
Concuerdan
con las de su fundadora estas expresiones de Santa Margarita María: «Tanto vale
el amor cuanto es lo que se atreve a sufrir. No vive a gusto el amor, si no
sufre. Querer amar a Dios sin sufrimiento es ilusión.» Ya que el sufrimiento es
necesario para purificar, desprender, y adornar las almas y preparar así su
unión a Dios. Es también preciso para alimentar esta unión, para impedir que se
debilite y hacerla crecer, pues no bastarían los ardores del amor.
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