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viernes, 24 de noviembre de 2017

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


san Celestino Papa
Y día llegó en que los perseguidores del Santo fueron los más empeñados, según su predicción, impedir el fin del cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de sus maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de decepciones y de remordimientos!
Tratándose de la santificación individual, Dios sigue los mismos caminos siempre austeros y a veces desconcertantes.
Nuestro Padre San Bernardo ama con pasión su soledad llena por completo de Dios, «su bienaventurada soledad es su única beatitud». Sólo una cosa pide al Señor: la gracia de pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le arranca una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro, lánzale en medio de un mundo que aborrece, en el trabajo de mil asuntos ajenos a su perfección, contrarios a sus gustos de reposo en Dios.
No puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus hermanos, y por eso, se inquieta. «Mi vida -dice- es monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy la quimera del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje por el hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal.
¡Ah, Señor! Más valdría morir, pero entre mis hermanos.»
Dios no le escucha, por lo menos en este sentido, y es preciso bendecirle por ello. Porque el santo «aconseja a los Papas, pacifica a los reyes, convierte a los pueblos, pone fin al cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en medio de tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse una soledad interior, conserva todas las virtudes de perfecto monje y no vuelve a su claustro sino acompañado de multitud de discípulos. Es, no la quimera, sino la maravilla de su siglo.
Abrumado por el peso de los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y abdica al Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, más en forma del todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en prisión. «Pedro -decíase a sí mismo entonces-, tienes lo que tanto tiempo deseaste, la soledad, el silencio, la celda, la clausura, las tinieblas en esta estrecha y bienaventurada prisión. Bendice a Dios sin cesar, pues ha satisfecho los deseos de tu alma de una manera más segura y agradable a sus ojos que la que tú proyectabas. Quiere Dios ser servido a su modo, no al tuyo.» El caballero de Loyola, herido ante los muros de Pamplona, podía considerar hundido su porvenir, mas allí le esperaba Dios para conducirle por este accidente mil veces feliz a la maravillosa conversión de la que había de nacer la Compañía de Jesús.
¿No es así como día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte deja claros en nuestras filas y nos arrebata las personas con las que contábamos; relaciones inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y nuestros actos; se nos quita por este medio, al menos en parte, la confianza de nuestros superiores, abundan las penas interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de escuchar nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por completo a nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de abandono; de verdadera santidad.
En resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios para con nosotros. Creamos sin titubear en la sabiduría, en el poder de nuestro Padre que está en los cielos. Por numerosas que sean las dificultades, por amenazadores que puedan presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la Providencia exige, aceptemos de antemano la prueba si Dios la quiere, abandonémonos confiados a nuestro buen Maestro, y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se convertirá en bien de nuestra alma. El obstáculo de los obstáculos, el único que puede hacer fracasar los amorosos designios de Dios sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza y de sumisión, porque El no quiere violentar nuestra voluntad. Si nosotros por nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de misericordia, suya será en todo caso la última palabra en el tiempo de su justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto a nosotros, habremos perdido ese acrecentamiento de bien que El deseaba hacernos.
4. AMOR DE DIOS
Siendo el Santo Abandono la conformidad perfecta, amorosa y filial, no puede ser efecto sino de la caridad; es su fruto natural, de suerte que un alma que ha llegado a vivir del amor, vivirá también del abandono. Propio es del amor, en efecto, unir al hombre estrechamente con Dios, la voluntad humana al beneplácito divino. Por otra parte, esta perfección de conformidad supone una plenitud de desprendimiento, de fe, de confianza, y sólo el Santo Abandono nos eleva a tales alturas y nos lleva a ella como naturalmente.
El amor dispone al abandono por un perfecto desasimiento.
El ejercicio habitual del abandono requiere una verdadera muerte a nosotros mismos. Podrán comenzarlo otras causas, pero no tendrán la delicadeza ni fuerzas necesarias para llevarlo a término; para lo cual será necesario «un amor fuerte como la muerte». Mas el amor lo conseguirá, porque le es propio olvidarlo todo, darse sin reserva, y no admite división: ni quiere ver sino al Amado, no busca sino al Amado, ama todo cuanto agrada al Amado. «El amor de Jesucristo -dice San Alfonso- nos pone en una indiferencia total; lo dulce, lo amargo, todo viene a ser igual; no se quiere nada de lo que agrada a sí mismo, se quiere todo lo que agrada a Dios; empléase con la misma satisfacción en las cosas pequeñas como en las grandes, en lo que es agradable y en lo que no lo es; pues con tal que agrade a Dios, todo es bueno. Tal es la fuerza del amor cuando es perfecto -dice Santa Teresa-; llega a olvidar toda ventaja y todo placer personal, para no pensar sino en satisfacer a Aquel que se ama.» Y San Francisco de Sales añade, con su gracioso lenguaje: «Si es únicamente a mi Salvador a quien amo, ¿por qué no he de amar tanto el
Calvario como el Tabor, puesto que se halla tan realmente en uno como en otro? Amo al Salvador en Egipto, sin amar el Egipto. ¿Por qué no lo amaré en el convite de Simón el leproso sin amar el convite? Y si le amo entre las blasfemias que lanzaron sobre El, sin amar tales blasfemias, ¿por qué no le amaré perfumado con el ungüento precioso de la Magdalena, sin amar ni el ungüento ni el perfume?» Y como lo decía, así lo practicaba.
El amor dispone al abandono haciendo la fe más viva y la confianza inquebrantable. Ciertamente la fe se esclarece y el corazón se abre a la esperanza, a medida que la niebla de las pasiones se disipa y la virtud crece. Mas cuando llega a la vía unitiva, las convicciones tórnanse más luminosas, las relaciones con Dios se convierten en cordial comunicación llena de confianza e intimidad, sobre todo cuando un alma ha experimentado repetidas veces que es ardientemente amante, y al revés, aún más amada de Dios cuando la ha purificado y afinado en el rudo y saludable crisol de las purificaciones pasivas. Como un niño en brazos de su madre reposa sin inquietud y se abandona con confianza, porque instintivamente siente que su madre le ha dado todo su corazón, así el alma se entrega a la Providencia con entera tranquilidad de espíritu, cuando ha podido llegar a decirse: «Es mi Padre del cielo, es mi Esposo adorado, el Dios de mi corazón que tiene en sus manos mi vida, mi muerte, mi eternidad; no me sucederá sino lo que El quiera, y no quiere sino mi mayor bien para el otro mundo y aun para éste.» Así es como terminando de romper nuestras ligaduras, y dando a nuestra confianza y a nuestra fe su última perfección, el santo amor completa nuestra preparación al abandono. Nos queda por manifestar cómo lo produce directamente. El amor perfecto es el padre del perfecto abandono. « El amor es lazo que une al amante con el amado, y hace de los dos uno, como el odio separa a los que la amistad había unido. La unión que produce el amor, es sobre todo la unión de las voluntades. El amor hace que los que se aman tengan un mismo querer y no querer para todas las cosas que se ofrezcan y no hieran la virtud; lo mismo que el odio llena el corazón de sentimientos diametralmente opuestos a la persona a la que se tiene aversión, de lo cual hemos de concluir que la unión y la conformidad con la voluntad de Dios se miden por el amor; que poco amor da poca conformidad, y un amor mediano una mediana conformidad, finalmente, un amor completo, una completa conformidad.» Por esto, los principiantes generalmente no pasan de la simple resignación, los proficientes se elevan a una conformidad ya superior; no consiguiéndose la perfecta conformidad sin un amor perfecto, con el cual se llega con seguridad a ella. Insistamos más para declarar mejor nuestro pensamiento.
Nadie ignora que el término a donde tiende el amor es la unión; y según San Juan: «El que permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él.» La experiencia nos lo dice al igual que la fe. El movimiento propio del amor es entregarse la criatura a Dios y Dios a la criatura, los lanza el uno hacia el otro; no hay amor de amistad en donde no exista este movimiento de unión. Cuando Dios nos estrecha contra su corazón en amoroso abrazo, nos unimos a Él con todas nuestras fuerzas; se le querría estrechar mil veces más, hasta confundirnos con El y formar un solo ser. Cuando Dios se oculta por amoroso artificio, como pala hacerse buscar con más avidez, la pobre alma, temiendo haberle perdido, va preguntando por El por todas parte con amorosa ansiedad; es una necesidad dolorosa, es un hambre insaciable, una sed inextinguible. Siente el vacío de Dios y no podría pasar sin El; nada le puede consolar en ausencia suya, a no ser el pensar que ella le agrada cumpliendo su adorable voluntad, y la esperanza de volverlo a encontrar más perfectamente. Querría poseerle, por decirlo así, infinitamente en el otro mundo para amarle, para alabarle, para unirse a El en la medida de sus deseos. Entre tanto lo busca aquí abajo sin descanso, aspira a una unión de amor cada vez más estrecha, dada por el sentimiento de una posesión sabrosa si Dios quiere, unión en la que dominará con frecuencia la necesidad y el deseo y el esfuerzo laborioso. En el primer caso, el alma está unida a Dios y en el otro, trata de unirse; en ambos es idéntico el movimiento de amor que nos saca fuera de nosotros para lanzarnos en Dios con ardiente deseo de poseerle. Esta unión de corazones produce la unión de voluntades. Desde que está poseído de un profundo afecto hacia Dios y se ha entregado a El sin reserva ni división, poseyendo nuestro corazón, se adueña también de nuestra voluntad, tanto que nada podríamos negarle.
En el cielo se gusta la unión con Dios en las alegrías del amor beatifico. Aquí abajo se le encuentra más frecuentemente sobre el Calvario que sobre el Tabor; respecto a la unión de gozo, es rara y fugaz, y generalmente el sufrimiento la precede y la sigue. Dios mostró en un éxtasis a Santa Juana de Chantal que «padecer por Él es pasto de su amor en la tierra, como gozar de Él lo es en el cielo».
Concuerdan con las de su fundadora estas expresiones de Santa Margarita María: «Tanto vale el amor cuanto es lo que se atreve a sufrir. No vive a gusto el amor, si no sufre. Querer amar a Dios sin sufrimiento es ilusión.» Ya que el sufrimiento es necesario para purificar, desprender, y adornar las almas y preparar así su unión a Dios. Es también preciso para alimentar esta unión, para impedir que se debilite y hacerla crecer, pues no bastarían los ardores del amor.


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