MUERTE DE S. S. PIO XII
CAPÍTULO VIII
La Fuga de los Últimos Novicios
Cuando
uno miraba al hermano Pánfilo se decía: “Ya lo he visto otra vez”, aunque no lo
hubiera visto nunca.
Porque
aquel cráneo pelado, aquellas mejillas descarnadas y cetrinas, aquellos ojos
sonámbulos que fosforecían entre las cejas hirsutas como dos luciérnagas enredadas
en un matorral, los labios apretados y exangües, el haz de tendones de su pescuezo,
las manos extáticas, la barba cenicienta nunca bien rasurada, y la cogulla y las
sandalias, eran cosas muy vistas en algún famoso cuadro de Zurbarán o de
Ribera;
y uno,
al hallarse con el lego de cuerpo presente, se creía delante de un viejo conocido.
Había
ingresado de monago para ayudar a la misa de los frailes cuando tenía diez años,
y hacía ya sesenta que vivía en el convento absorto en sus modestísimos quehaceres,
que cada día le pesaban más por ser menos los que le ayudaban y más flacas sus
fuerzas.
Cuando
entró en el año 1920, huérfano de padre y madre y abandonado de sus parientes,
propusiéronle estudiar la carrera eclesiástica; mas por modestia prefirió profesar
de hermano lego.
Satisfechas
sus ambiciones terrenas y puesta en el cielo su suprema esperanza, había sido
enteramente feliz, de no tener ante los ojos la lenta agonía de la orden a la que
amaba como a su propia madre.
Recordaba
los tiempos en que él y otros cuatro o cinco motilones no daban abasto para
ayudar a las misas de los quince o veinte sacerdotes de la comunidad, y tenían que
llamar a los coristas, estudiantes de filosofía y aun de teología.
Llegó
la hora satánica, y sobre la humanidad cayó una nube de cenizas estériles que
sofocó la mayoría de las vocaciones religiosas. Treinta años, cuarenta años.
Unos tras otros fueron cerrándose los conventos.
En
1978, cuando los espíritus fuertes celebraban el segundo centenario de la muerte
de Voltaire —apoteosis que el desventurado presenció con macabra risa desde el
fondo de la eternidad— tuvo lugar la fiesta en que los gregorianos consagraron siete
sacerdotes.
Pues
bien, de los siete no quedaba en 1990 más que uno, fray Simón de Samaria.
Los
otros seis se habían hecho clérigos constitucionales —según se llamaba a los que
salían de una orden para atender una parroquia por una pingüe mesada oficial— haciéndose
la ilusión de servir a Dios al mismo tiempo que al Gobierno.
Atendían
las parroquias que la persecución contra los sacerdotes seculares y las órdenes
religiosas dejaba desiertas, oficiaban misas e impartían sacramentos, aunque la
Santa Sede había censurado aquel culto, que se realizaba a espaldas de los
obispos, y había excomulgado a los sacerdotes constitucionales.
Ahora
el hermano Pánfilo, echando las cuentas, no hallaba en su convento más que dos
frailes de misa y cuatro coristas próximos a ordenarse, amén de una media docena
de sirvientes, de los cuales sólo dos eran legos profesos.
El
hermano Pánfilo quería a sus cuatro coristas como a hijos, los mimaba en cuanto
la severa regla se lo permitía y hacía la vista gorda a sus pequeñas infracciones.
¡Con
qué impaciencia aguardaba el día de la ordenación, que los ataría para siempre
a la Iglesia!
El
hermano Pánfilo pasaba largas horas rezando ante el Santísimo para que no permitiera
la extinción de su orden, pero el Señor, en sus inescrutables designios, no parecía
dispuesto a escucharlo.
Una
noche se levantó a las once y media como de costumbre, y fue al rincón de la campana
con que despertaba a la comunidad.
No la
halló. El resplandor del cielo alumbraba muy bien el sitio, permitiéndole ver en
el techo el agujero por donde antes pasaba la cuerda. Al anochecer del día
anterior él mismo había tañido esa campana, dando al convento la señal de
reposo. Si la cuerda se hubiera cortado sola, la encontraría allí, sobre los
ladrillos de la galería enroscada como una víbora.
Al no
ver señales de ella, presumió que uno de los motilones, por jugarle una mala pasada,
la hubiera cercenado y llevándosela. No valía la pena perder tiempo buscándola.
Comenzó,
pues, a recorrer las celdas para llamar de viva voz a los coristas.
ELECCION DE JUAN XXIII
En la
primera no tuvo que despertar a nadie: halló la puerta de par en par y ausente su
dueño. La tabla del camastro estaba fría.
Mas
dado que fray Palemón, el joven teólogo de la primera celda, era el mejor estudiante
del convento y gustaba de levantarse antes de la hora para irse a la rica y silenciosa
biblioteca a proseguir sus estudios, el hermano Pánfilo no se alarmó.
La
segunda correspondía a fray Nilamón, el dormilón más intrépido que el sacristán
hubiese conocido.
Casi
siempre, después de haberlo llamado a la puerta, tenía que volver una o dos veces
a sacudirlo por los hombros.
Esa
vez, empero, no tuvo necesidad de despertarlo. También su celda estaba abierta
y frío el camastro.
— ¡Santísima
Virgen de Pompeya! —exclamó el lego, santiguándose—. ¿Qué significa esto?
En la
tercera celda la misma historia, y en la cuarta no hay para qué decirlo.
Desesperado,
recelando que los cuatro coristas hubiesen hecho lo que hicieron otros, que
colgaron los hábitos y se largaron sin decir adiós, corrió a avisar del tristísimo
asunto, no al superior, con quien no tenía tanta confianza, sino a fray
Plácido.
Descubrió
entonces, arrimada a la pared que daba a la calle, una escalera de mano.
Se
aproximó y divisó atada al último barrote la punta de la cuerda de su campana, colgando
hacia una callejuela del profano mundo.
— ¡Por
aquí se han largado! ¡Palemón, Filemón, Nilamón, Pantaleón! ¿Adónde vais,
desventurados jóvenes?
Traspasado
el corazón de pena, despertó a fray Plácido y le dio la amarga noticia.
El viejo
examinó los rastros de los fugitivos y comprendió que no podía pensarse otra
cosa. Encomendó al lego que lo dijera al superior y se encerró en su celda. Se desnudó,
cogió las feroces disciplinas de tres cuerdecillas con bolitas de plomo en las puntas
y las hizo zumbar sobre sus flacas espaldas de noventa años, para que Dios tuviera
piedad de aquellos ilusos en quienes se cumplía la dolorida queja de Jehová:
“Dejáronme
a mí, que soy fuente de agua viva, para cavar para sí cisternas rotas que no
detienen las aguas.”
Acabó
acezante la primera tanda de zurriagazos, descansó un par de minutos y reanudó
la carnicería, esta vez a fin de que el Señor se apiadara de él mismo y de los que,
investidos de autoridad, no habían sabido custodiar la viña que les confió la
Providencia:
“Pusiéronme guarda de viñas; mi viña no guardé”, conforme al lamento de la
Esposa en el Cantar de los cantares.
Terminó,
besó las disciplinas ensangrentadas y las colgó detrás del postigo; se echó el
hábito sobre las carnes molidas, y cuidando que ninguna gota de sangre manchara
su blancura, ciñóse el cinturón de oro y fuese adonde lo aguardaba el desolado
sacristán para ayudarle a celebrar misa. Se revistió con los sagrados ornamentos,
y al aproximarse al altar vio el confesionario del superior bloqueado de penitentes,
y entre ellos a Juana Tabor con su cinta roja en la frente.
¿Qué
hacía de nuevo allí, pues no era católica? A lo menos fray Plácido no tenía noticias
de su conversión, como antes la tuvo de sus primeros coloquios.
Dijo
su misa, rogando por aquellos cuatro locos: Palemón, Filemón, Nilamón y Pantaleón,
que más fatuos que el hijo del asno montés, habían abandonado el santo pesebre
para correr al desierto.
Después
de la acción de gracias pidió al sacristán que le avisara cuando Fray Simón se
dispusiera a recibirle, se fue a su celda donde tenía un receptor de radio, y sintonizó
la onda latina del Vaticano.
Ése
era su único medio de información acerca de lo que sucedía en el mundo, ya que
las otras emisoras solo transmitían en esperanto.
Escuchó
un rato. Su imaginación se iba detrás de los fugitivos, siguiéndoles en el camino
de la apostasía.
De
repente se puso a atender las noticias. La humanidad parecía tocar los umbrales
del Apocalipsis. El mundo era una inmensa marmita donde las brujas de Macbeth
estaban cocinando la más espantosa mezcolanza de horrores.
En los
últimos cuatro o cinco años las naciones habían hecho febriles preparativos para
la próxima guerra, que a la menor chispa podía estallar y que sería no sólo universal
—porque ni la fría Groenlandia ni la ardiente Liberia se salvarían de ella—sino
la última guerra, que aniquilaría toda cultura, toda belleza y todo
sentimiento.
Por
eso las gentes vivían espiando los signos anunciadores de la definitiva catástrofe.
Esa
noche dos noticias fijaron la atención de fray Plácido. Primeramente la Vaticana
que dijo que el papa estaba enfermo. Era el Pastor Angélico.
Cualquier
flaqueza en la salud de aquel anciano más que centenario tenía que alarmar a
los fieles.
La
vacancia de la silla pontificia presentábase llena de peligros, por la
tendencia de los emperadores y reyes a inmiscuirse en la elección del sucesor.
La
otra noticia que le alarmó fue la de que en el Cáucaso había aparecido un joven
príncipe que se hacía pasar por descendiente de David y se decía destinado a
restaurar el templo y el trono de Israel.
Ya no
era uno de tantos impostores como en los veinte siglos del cristianismo han explotado
la credulidad del pueblo, desde Bar-Kosibá hasta Sabbatai-Ceví.
El
nuevo Mesías presentábase con caracteres tan extraordinarios de inteligencia y de
hermosura que en pocos años había soliviantado regiones enteras del Asia.
Realizaba
curaciones portentosas, resucitaba muertos, hablaba a aquellas poblaciones primitivas
en su idioma local y les prometía el paraíso en la tierra si lo adoraban.
Millares
y millares de hombres y mujeres aguardaban días y meses de rodillas al borde de
los caminos, esperándole.
Fray
Plácido, vencido por la fatiga y el sueño, se durmió en su sillón de vaqueta.
A eso
de las cuatro de la mañana, según la hora antigua, el hermano Pánfilo le avisó
que el superior se encontraba ya en su celda.
Era el
mes de tischri. En las alquerías de la campaña cantaban los gallos al alba fresca
que venía salpicando de diamantes las arboledas y los sembrados.
Fray
Plácido golpeó con los nudillos la secular puerta de algarrobo, que armonizaba
con las gruesas paredes de adobe y la pesada estructura del convento.
Nadie
le contestó. Golpeó más fuerte y aguardó unos instantes. Bien distraído debía
de hallarse el de adentro para no sentir aquel llamado.
Por la
memoria del viejo pasó el amoroso reproche del Señor: “He aquí, yo estoy a la
puerta y llamo.”
Pero
¿cómo podía escuchar ningún llamado aquel para quien todos los rumores del
mundo, aun la voz de la conciencia, se apagaban bajo la pequeñísima voz de su radio
que le hablaba a él solo? Fray Simón de Samaria había introducido en la ranura
del aparato un film rojo, y escuchaba el alado mensaje.
Dos
días antes había estado en la quinta de Martínez y comentado con Juana Tabor el
capítulo XXI del Evangelio de San Juan, donde el Señor pregunta a su discípulo:
“Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”, y él responde: “Señor, vos sabéis que yo os
amo.”
Al
atardecer de ese mismo día un mensajero trajo al superior no un film sino una carta
que olía a rosas de Estambul, con esta sola pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me
amas?”
Era la
letra de Juana Tabor, firme y exótica tal como ella. En ese tiempo, personas de
su posición ni leían ni escribían, pero ella era instruida y amaba el estudio y
los libros.
Fray
Simón sintió como un vahído. Aquella impetuosa pregunta exigía respuesta inmediata.
El
mensajero aguardaba a la puerta, en su avión marcado con el emblema de Juana Tabor
sobre la cifra de moda: 666.
Fray
Simón se fue a su celda y en el mismo papel, abajo de la pregunta, escribió nervioso
esta palabra:
“El
hijo de Juan respondió: ‘Señor, tú sabes que sí te amo.’ En cambio yo no respondo
nada. Pero sí yo le respondo: Si usted intentara hacerse católica, no por el solo
amor de Dios, sino por otro amor, yo la despreciaría.”
UN ASPECTO DEL CONCILIO VATICANO II
Al ir
a cerrar el sobre se detuvo, y lentamente agregó estas líneas para endulzar la dureza
de la contestación: “Si usted no ha comprendido mis palabras, jamás comprenderá
mi angustia.”
Ensobró
de nuevo el papel y fue en persona a entregarlo al mensajero.
Ignorando
qué impresión habría producido su respuesta, pasó el día siguiente en una cruel
incertidumbre.
Dos o
tres veces se encontró con los cuatro coristas que andaban desazonados y ansiosos
de hablarle, pero no los atendió. Su pobre corazón lo torturaba. Ya se encogía
al temor de algo que podría sobrevenir; ya se dilataba con una esperanza loca sin
nombre, sin definición, sin substancia.
Quiso
rezar y pasó una hora ante el Santísimo. Pero su imaginación voló hasta la arboleda
de la antigua quinta de los jesuitas.
Se
encerró después en su celda y escribió en su diario:
“Me
siento más unido a esta alma en las cosas religiosas que al alma de muchos católicos
cuya intransigencia me repugna ¡Cómo asimila ella las lecciones del Evangelio!
Y sin embargo, ni siquiera es bautizada.
“Ayer
le he hecho llegar una palabra de la que casi me arrepiento. Pero no podía ser
de otro modo.
“¡Oh,
mujer misteriosa y milagrosa, de quien está escrito que mi mano te bautizará!
Vuelvo a pensar que nuestra amistad es un milagro que muestra la desaparición
de los afectos impuros.
“Tengo
la conciencia de que llevo conmigo un principio suficiente para vivificar razas
enteras, para transformar la Iglesia y la humanidad. ¡Todas las energías de una
Iglesia nueva! La renovación del viejo catolicismo existe ya en este germen.”
Esa
misma noche, mientras él escribía eso, colgaron sus hábitos los cuatro últimos coristas
gregorianos; y cuando al alba, después de una noche de abrumadoras visiones, en
vez de leer su breviario se puso a hojear un libro que ella le diera, halló adentro
un film.
Puso
la pequeña lámina de baquelita en la ranura de su radio y escuchó la voz que acallaba
todas las voces de la tierra y del cielo. Decíale así:
“El
otro día, cuando usted almorzó conmigo, hablamos de una profecía de un monje
del siglo XII, Joaquín Flora, que anunciaba tres Iglesias. La primera, la de San
Pedro o de la Autoridad (Edad Media). La segunda, la de San Pablo o de la Libertad
(Reforma). La tercera, la de San Juan o de la Caridad (los últimos tiempos).
Yo
pienso que el apóstol de la Iglesia de San Juan será usted. Acuérdese de esta profecía
que le hago: Usted será el próximo pontífice de la Iglesia Romana. Y usted realizará,
por fin, la unión de las almas en la tierra. Eso es la Iglesia de Jesucristo.
“La
Iglesia está en usted y en mí.”
Fray
Simón detuvo un momento la máquina, ahogado por la emoción.
Luego
la puso otra vez en movimiento y escuchó estas palabras exquisitas:
“El otro
día, bajo los árboles de mi parque, hablábamos del nombre nuevo que será dado
al vencedor según este pasaje del Apocalipsis: ‘Al que venciere le daré una piedrita
blanca y en ella esculpido un nombre nuevo, que nadie lo sabe sino el que lo recibe.’
Y yo le dije a usted, padre mío y mi amigo: ‘He tenido la idea de que yo todavía
no he recibido mi verdadero nombre.’ Y usted me contestó: ‘Algún día yo la bautizaré
y la llamaré Estrella de la Mañana.’ Y por ese espíritu de contradicción que a
veces me mueve, le repliqué: ‘Si me bautizara, perdería el derecho de usar mi
cifra de platino (666) Nunca me bautizará.’ A lo que usted, que ha aprendido de
ese viejo fray Plácido todos los profetas, me contestó con un versículo de uno
de ellos, Oseas:
‘Yo la
conduciré al desierto y le hablaré al corazón.’ “¡Bueno, sí! Condúzcame al
desierto y hábleme al corazón; bautíceme y llámeme Estrella de la Mañana.
“Yo no
sabía lo que era un amor virginal y cristiano antes de haber conocido su alma.
Y ahora yo le pregunto si de veras piensa usted que algún día nuestras oraciones
se elevarán perfectamente unidas en el templo de la naturaleza —donde yo rezo—
o en el templo más santo de la Iglesia —donde reza usted—.”
Con
esto cesó la voz. Fray Simón quedó como en éxtasis, y ése fue el momento del
primer llamado de fray Plácido, que iba a conversarle sobre la fuga de los coristas,
Sólo al tercer golpe lo oyó y lo hizo pasar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario