S. S. LEÓN XIII
Venerables
Hermanos: Salud y bendición apostólica.
EL
apostolado supremo que Nos está confiado y las circunstancias difíciles por que
atravesamos. Nos advierten á cada momento ó imperiosamente Nos empujan á velar
con tanto más cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores son las
calamidades que la afligen.
Por
esta razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto es posible en defender por todos
los medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que
la amenazan y asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia
de los divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen resultado
Nuestros afanes y cuidados.
Y
creemos que nada puede conducir más eficazmente a este fin como hacernos
propicia con la práctica de la religión v la piedad á la gran Madre de Dios, la
Virgen Mana, que es la que puede alcanzarnos la p a z y dispensarnos la gracia,
colocada como está por su Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder,
para ayudar con el socorro de su protección á los hombres que en medio de
fatigas y peligros se encaminan á la Ciudad Eterna.
Por
esto, y próximo ya el solemne aniversario que recuerda los innumerables y
cuantiosos beneficios que va reportado al pueblo cristiano la devoción del
Santo Rosario de María, Nos queremos que en el corriente año esta devoción sea
objeto de particular atención en el mundo católico á fin de que por la
intercesión de la Virgen Madre obtengamos de su Divino Hijo venturoso alivio y
término á nuestros males.
Por lo
mismo hemos pensado, Venerables Hermanos, dirigiros estas letras, á fin de que,
conocido Nuestro propósito exaltéis con vuestra autoridad y con vuestro celo la
piedad de los pueblos para que cumplan con él esmeradamente.
En
tiempos críticos y angustiosos ha sido siempre el principal y solemne cuidado
de los católicos refugiarse bajo la égida de María y ampararse a su maternal
bondad; lo cual demuestra que la Iglesia católica ha puesto siempre y con razón
en la Madre de Dios toda su confianza. En efecto, la Virgen, exenta de la
mancha original, escogida para ser Madre de Dios y asociada por lo mismo á la
obra de la salvación del género humano, goza cerca de su Hijo de un favor y
goza de un poder tan grande que nunca han podido ni podrán obtenerlo igual ni
los hombres ni los Ángeles. Así, pues, ya que les es sobremanera dulce y
agradable conceder su socorro y asistencia á cuantos la pidan, desde luego es
de esperar que acogerá cariñosa las preces que le dirija la Iglesia universal.
Mas
esta piedad, tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los Cielos,
nunca ha brillado con más resplandor que cuando la violencia de los errores, el
desbordamiento de los costumbres, ó los ataques de adversarios poderosos, han parecido
poner en peligro la Iglesia de Dios.
La
historia, antigua y moderna y los fastos más memorables de la Iglesia recuerdan
las preces públicas y privadas dirigidas á la Virgen Santísima, como los auxilios
concedidos por Ella; e igualmente en muchas circunstancias la paz y
tranquilidad pública, obtenidas por su intercesión. De ahí esos excelentes
títulos de Auxiliadora, Bienhechora y Consoladora de los cristianos; Reina de
los ejércitos y Dispensadora de la Vitoria y de la paz, con que se la ha
saludado.
Entre
todos títulos es muy especialmente digno de mención el del Santísimo Rosario,
por el cual han sido consagrados perpetuamente los insignes beneficios que le
debe la cristiandad.
Ninguno
do vosotros ignora, Venerables Hermanos, cuántos sinsabores y amarguras
causaron á la Santa Iglesia de Dios á fines del siglo XII los heréticos
Albigenses, que, nacidos de la secta de los últimos Maniqueos, llenaron de sus perniciosos
errores el Mediodía de Francia, y todos los demás países del mundo latino, y
llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por doquiera su
dominio con el exterminio y la muerte.
Contra
tan terribles enemigos, Dios suscitó en su misericordia al insigne Padre y
fundador de la Orden de los Dominicos.
Este
héroe, grande por la integridad de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes
y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear contra los enemigos de la
Iglesia católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la más acendrada
fe en la devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar, y que
sus hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo preveía, en efecto, por
inspiración divina, que esa devoción pondría en fuga, como poderosa máquina de
guerra, a los enemigos, y confundiría su audacia y su loca impiedad. Así lo
justificaron los hechos. Gracias a este modo de orar, aceptado, regularizado y
puesto en práctica por la Orden de Santo Domingo, principiaron a arraigarse la
piedad, la fe y la concordia, y quedaron destruidos los proyectos y artificios
de los herejes; muchos extraviados volvieron al recto camino y el furor de los
impíos fue refrenado por las armas católicas empuñadas para resistirles.
BATALLA DE LEPANTO
La
eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando
los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo
de la superstición Y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo el
Soberano Pontífice Pió V, después de reanimar en todos los Príncipes cristianos
el sentimiento de la común defensa, trató en cuanto estaba a su alcance de
hacer propicia a los cristianos a la Todopoderosa Madre de Dios y de atraer
sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo Rosario. Este noble
ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo, unió todos los ánimos
y persuadió a todos los corazones; de suerte que los fieles cristianos
decídalos a derramar su sangre y a sacrificar su vida para salvar a la religión
y a la patria, marchaban sin tener en cuenta su número al encuentro do las
fuerzas enemigas reunidas no lejos del golfo de Corinto: mientras los que no
eran aptos para empuñar las armas, cual piadoso ejercito de suplicación,
imploraban y saludaban a María, repitiendo las formulas del Rosario y pedían el
triunfo de los combatientes La Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus
preces, pues que, empeñado el combate naval en las islas Echinadas, la escalada
de los cristianos, reportó, sin experimentar grandes bajas, una insigne
victoria y aniquiló a las fuerzas enemigas.
Por
este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado
beneficio, quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las
Victorias el recuerdo de ese memorable combate, y después Gregorio XIII sancionó
dicha festividad con el nombre de Santo Rosario.
Asimismo
en el siglo último alcanzáronse importantes victorias sobre los turcos en
Temesvar, Hungría y Corfú, las cuales se obtuvieron en días consagrados á la
Santísima Virgen, y terminadas las preces públicas del Santísimo Rosario. Esto
inclinó á Nuestro predecesor Clemente XI a decretar para
la Iglesia universal la festividad del Santísimo Rosario.
Así,
pues, una vez demostrado que esta fórmula do orar es agradable a la Santísima
Virgen y tan propia para la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano, como
para atraer toda suerte de beneficios públicos y particulares, no es de admirar
que varios de Nuestros predecesores se hayan dedicado a fomentarla y
recomendarla con especiales elogios.
Urbano
IV aseguró que el Rosario proporcionaba todos los días ventajas al pueblo
cristiano; Sixto V dijo que este modo de orar cede en mayor honra y gloria de
Dios, y que es muy conveniente para conjurarlos peligros que, amenazan al
mundo; León X declaró que se habla instituido contra los heresiarcas y las
perniciosas herejías, y Julio III le apellidó loor de la Iglesia. San Pío V
dijo también del Rosario: “que con la propagación de estas preces los fieles
principiaron a enfervorizarse en la oración y que llegaron a ser hombres
distintos de lo que antes eran; que las tinieblas de la herejía, se disiparon,
y que la luz de la fe brilló en su esplendor”. Por último, Gregorio XIII
declaró: “que Santo Domingo había instituido el Rosario para apaciguar la
cólera de Dios e implorar la intercesión de la bienaventurada Virgen María”.
Inspirado
Nos en este pensamiento y en los ejemplos de Nuestros predecesores liemos
creído oportuno establecer preces solemnes, elevándolas a la Santísima Virgen
en su Santo Rosario, para obtener de Jesucristo igual socorro contra los
peligros que nos amenazan. Ya veis, Venerables Hermanos, las difíciles pruebas a que todos los días está expuesta la Iglesia; la piedad cristiana, la
moralidad pública, la fe misma, que es el bien supremo y el principio de todas
las virtudes, todo está amenazado cada día de los mayores peligros.
No
sólo sabéis cuán difícil es esta situación y cuánto sufrimos por ella, sino que
también vuestra piedad os hace experimentar con Nos amarguras; pues es muy
doloroso y lamentable ver a tantas almas rescatadas por Jesucristo, arrancadas a la salvación por el torbellino de un siglo extraviado y precipitadas en el
abismo y en la muerte eterna.
En
nuestros tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en
que el gran Domingo levantó el estandarte del Rosario de María, á fin de curar
los males de su época. Ese gran Santo, iluminado por la luz celestial, entrevió
claramente que, para curar á su siglo, ningún remedio podía ser tan eficaz como
el atraer á los hombres a Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida,
impulsándoles á dirigirse á la Virgen, á quien está concedido el poder de
destruir todas las herejías.
La
fórmula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella
concuerdan por su orden sucesivo los misterios de nuestra salvación, y en este
asunto la meditación está mezclada y como entrelazada con la Salutación angélica
una oración jaculatoria a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Nos, que
buscamos un remedio a males parecidos, tenemos derecho a creer que, viéndonos
de la misma oración que sirvió a Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos
ver desaparecer asimismo las calamidades que afligen a nuestra época.
Por lo
cual no sólo excitamos vivamente» todos los cristianos a dedicarse pública o privadamente y en enseño do sus familias a recitar el Santo Rosario y a
perseverar en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de octubre de
este año se consagre enteramente a la Reina del Rosario
Decretamos
por lo mismo y ordenamos que en todo el orbe católico se celebre solemnemente
en el año corriente con esplendor y con pompa la festividad del Rosario, y que desde
el primer día del mes de Octubre próximo hasta el segundo día del mes de
noviembre siguiente, se rece en todas las Iglesias curiales, y si los
ordinarios lo juzgan oportuno, en otras Iglesias y capillas dedicadas a la Santísima
Virgen, al menos cinco decenas del Rosario, añadiendo la letanías Lauretanas. Deseamos
así mismo que el pueblo concurra a este ejercicio piadoso, y que, o se celebre
en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la adoración de los fieles, y se dé luego la bendición con el mismo. Será
también de Nuestro adrado que las cofradías del Santísimo Rosario de María lo
canten procesionalmente por las calles conforme a la antigua costumbre.
Y
donde por razón de las circunstancias esto no fuere posible, procúrese substituir
con la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de las virtudes
cristianas.
En
gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto, y p a r a animar á todos,
abrimos los tesoros de la Iglesia, y a cuantos asistieren en el tiempo antes
designado a la recitación pública del Rosario y las Letanías, y oraren conforme a nuestra intención, concedemos siete altos y siete cuarentenas de indulgencias
por cada vez. Y de la misma gracia queremos que gocen los que legítimamente
impedidos de hacer en público dichas preces, los hicieren privadamente.
Y a aquellos
que en el tiempo prefijado practicaren al menos diez veces en público, o en
secreto si públicamente por justa causa, no pudieren, las indicadas preces, y
purificada debidamente su alma, se acercaren a la Sagrada Comunión, les dejamos
libres de toda expiación y de toda pena en forma de indulgencia plenaria.
Concedemos
también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de la
fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su
alma por medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Mesa y rogaren en
algún templo, según nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen, por las
necesidades de la Iglesia.
¡Obrad,
pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar a María y por
salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros á alentar la piedad de los
fieles hacía la Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella.
Nos
consideramos que entra en los designios providenciales el que en estos tiempos
de prueba para la Iglesia florezca más que nunca en la inmensa mayoría del
pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.
Quiera
Dios que excitadas por nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros
llamamientos las naciones cristianas, busquen, con ardor cada día mayor, la
protección de María: que se acostumbren cada vez más al rezo del Rosario, a ese
culto que nuestros antepasados tenían el hábito de practicar, no sólo como
remedio ¡siempre presente a sus males sino como adorno de la piedad cristiana celestial
Patrona del género humano escuchará osas preces
y
concederá fácilmente á los buenos el favor de ver acrecentarse sus virtudes, y
á los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el camino de
salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose a la
clemencia y á la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la sociedad,
después de desviado para lo sucesivo todo peligro, el tan apetecible sosiego.
Alentado
por esta esperanza Nos suplicamos á Dios por la intercesión de Aquella en quien
ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas nuestras fuerzas,
que derrame abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus celestiales
favores. Y como prenda de nuestra benevolencia,
os
damos de todo corazón, á vosotros, a vuestro clero y a los pueblos confiados á
vuestros cuidados la bendición apostólica.
Dado
en San Pedro de Roma, el 1° de Septiembre de 1883, año sexto de Nuestro
Pontificado.
LEÓN PAPA XIII
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