SANTA TERESITA DEL NIÑO JESUS
Santa
Teresita del Niño Jesús preconiza un camino de infancia espiritual todo amor y
confianza, tomando, como no podía menos, por
base la humildad. Su práctica y sus lecciones pueden resumirse en estas
palabras: amar a
Dios y ofrecerle muchos pequeños sacrificios, abandonarse en sus brazos como un
niño, y en este obedecer como un niño ser humilde como un niño. Se
hace con este fin la sirvienta de sus hermanas, se esfuerza por obedecer a
todas sin distinción, y no abriga otro temor que el de conservar su voluntad.
Se propone no elevarse por el orgullo, sino permanecer siempre pequeña por la
humildad, tan pequeña que nadie piense en ella, que todas la puedan poner bajo
los pies y que el divino Niño la trate como a juguete sin valor. ¡Qué muerte a
si misma, qué humildad, sobre todo, se necesita para llegar a esto! No es de
extrañar que Dios glorifique a un alma tan humilde y tan generosa, haciéndola
la gran taumaturga de nuestros días.
Monseñor
Gay, hablando de esta infancia espiritual había dicho: « ¡Qué perfecta es! Lo
es más que el amor de los sufrimientos, pues nada inmola tanto al hombre como
ser sincera y tranquilamente pequeño. El orgullo es el primero de los pecados
capitales: es el fondo de toda concupiscencia y la esencia del veneno que la
antigua serpiente ha inoculado en el mundo. El espíritu de infancia lo mata más
eficazmente que el espíritu de penitencia. El hombre vuelve a hallarse a si
mismo fácilmente cuando lucha con el dolor, pudiendo creerse allí grande y
admirarse a sí mismo; si es verdadera mente niño el amor propio se desespera...
Prensad este
fruto de la santa infancia, no extraeréis otra cosa que el abandono. Un niño se
entrega sin defensa y se abandona sin oponer resistencia.
¿Qué
sabe? ¿Qué puede? ¿Qué entiende? ¿Qué pretende saber, entender o poder? Es un
ser al que se domina por completo; por eso, ¡con qué precaución se le trata y
cuántas y qué caricias se le hacen! ¿Obramos de esta suerte con los que se
guían por sus propias luces?»
2. LA FE EN LA PROVIDENCIA
«El
justo vive de la fe», y para elevarse hasta el Santo Abandono, es necesario que
esté penetrado de una fe viva y arraigada. Ahora bien, la fe se clarifica en la
medida que el hombre se purifica y crece en virtud. Mas sólo al elevarse el
alma a la vida unitiva, a aquel grado de adelantamiento en que, bien limpia y
rica ya en virtudes, vive principalmente del amor y de la intimidad con Dios,
es cuando llega a ser especialmente luminosa y penetrante. Se hacen entonces
las sombras menos densas y a través del velo se transparentan sus claridades;
Dios oculto siempre, deja, sin embargo, adivinar su presencia haciendo a las
veces sentir con mucha viveza su amor y sus ternuras; y cual otro Moisés, trata
con el Invisible como si le viese cara a cara. Por medio de esta fe viva, el
abandono se toma fácil; sin ella no es posible elevarse a él de un modo
habitual.
Nada sucede en este mundo sin
orden o permisión de Dios; todo cuanto existe ha sido creado por El, y todo lo
creado lo conserva y gobierna enderezándolo hacia su fin. En tanto que rige los astros y preside las revoluciones
de la tierra, concurre a los trabajos de la hormiga, al menor movimiento de los
insectos que pululan en el aire y al de los millones de átomos contenidos en la
gota de agua. Ni la hoja del árbol se agita, ni la brizna de hierba muere, ni
el grano de arena es transportado por el viento sin su beneplácito. Vela con
solicitud sobre las aves del cielo y sobre los lirios del campo, y pues
nosotros valemos más que una bandada de pájaros, menos podrá olvidar a sus hijos
de la tierra. Al padre de familia, a la vigilante solicitud de las madres
pasarán inadvertidos mil detalles; Dios, empero, por su inteligencia infinita,
posee el secreto de ordenar los incidentes de poca monta como los
acontecimientos de mayor importancia. Y tanto es así, que todos nuestros
cabellos están contados y ni uno solo cae de nuestra cabeza sin el permiso de
Nuestro Padre que está en los cielos. ¿Cabe imaginar cosa más insignificante
que la caída de uno de nuestros cabellos? Dios, sin embargo, piensa en ello.
Con cuánta más razón pensará Dios en mí y proveerá a todo, «si tengo hambre, si tengo sed, si emprendo un
trabajo, si he de elegir un estado de vida, si en este estado se ofrecen
ciertas dificultades, si para resistir a tal tentación o cumplir tal deber
necesito su gracia, si en mi camino hacia la eternidad tengo necesidad del pan
cotidiano del alma y del cuerpo, si en los últimos momentos me es necesario un
acrecentamiento de gracias; si postrado en el lecho de muerte, a punto de
exhalar el postrer suspiro y abandonado de todos, me veo perdido.»
De suerte que yo, que no soy sino un átomo insignificante del mundo, ocupo día
y noche, sin cesar y en todas partes, el pensamiento y el corazón de mi Padre
que está en los cielos. ¡Qué verdad más conmovedora y llena de consuelo!
Mas si la Providencia combina por si misma sus designios sobre mí, confía su
ejecución, por lo me nos en gran parte, a las causas segundas. Emplea el sol,
el viento, la lluvia; pone en movimiento el cielo y la tierra, los elementos
insensibles y las causas inteligentes. Pero como las criaturas no tienen acción
sobre mí, sino en cuanto la reciben de Él, he de Ver en cada una de ellas un
receptáculo de la Providencia y el instrumento de sus designios. Por
consiguiente, «en
el frío que me encoge yo descubriré la Providencia; en el calor que me dilata,
la Providencia; en el viento que sopla y empuja mi navío lejos o cerca del
puerto, la Providencia; en el éxito que me anima, la Providencia; en la prueba
de la adversidad, la Providencia; en este hombre que me aflige, la Providencia;
en este otro que me causa placer, la Providencia; en esta enfermedad, en esta
curación, en este curso que toman los negocios públicos, en estas
persecuciones, en estos triunfos, la Providencia, siempre la Providencia».
Nada más justo que ver así a Dios en todas las cosas, y ¡qué tranquila y
santificante es esta manera de pensar y obrar! Nuestro Padre celestial es en
verdad un Dios escondido. Al modo que ha velado su palabra bajo la letra de las
Sagradas Escrituras y que Jesucristo oculta su presencia bajo las especies
eucarísticas, así Dios, queriendo permanecer invisible para proporcionarnos el
mérito de creer, nos oculta su acción bajo las criaturas. «He aquí una
enfermedad que nos invade. ¿Cuál es su causa? En apariencia es un capricho del
aire, es el rigor de la estación; en realidad es Dios quien ha ordenado a estos
elementos que nos pongan enfermos. Aun así Dios persiste entre sombras y
nosotros no hemos visto su rostro. Sin embargo, la enfermedad seguirá su curso,
unas veces se agravará y otras cederá a los remedios. ¿Quién es el autor de
esta agravación o de esta curación? Nosotros decimos que el médico, su
habilidad o su imprudencia. ¡Tal vez! Mas lo cierto es que Dios está por encima
de las causas segundas, y que El es, en definitiva, el que causa la curación o
la muerte. Si, mas nosotros no lo vemos, y ese nuestro Dios continúa sin
mostrarse... Y más difícil nos es descubrir al Agente supremo cuanto es mayor
la claridad con que se muestran las causas segundas.
Mediante
una fe viva, se miran las criaturas no en sí mismas, sino en la causa primera
de la que reciben toda su acción; se adivina cómo «Dios las ordena, las mezcla, las reúne, las
pone, las empuja hacia el mismo fin por opuestos caminos». Se entrevé
al Espíritu Santo sirviéndose de los hombres y de las cosas para escribir en
las almas un Evangelio viviente. Este libro no será del todo comprendido sino
en el gran día de la eternidad, lo que nos parece tan confuso, tan
ininteligible, nos maravillará entonces; ahora con la firme persuasión de que «todo tiene sus
movimientos, sus medidas, sus relaciones en esta divina obra», hemos
de inclinarnos con respeto, a la manera que ante la Sagrada Escritura adoramos
al Dios oculto y nos abandonamos a su Providencia. Más si es débil nuestra fe,
¿cómo ver a Dios en las desgracias que nos hieren y principalmente a través de
la malicia de los hombres? Todo se atribuye al acaso, a la mala fortuna, y se
rechaza.
EL SANTO JOB
El
acaso no es sino una palabra vacía de sentido, o mejor aún es «la Providencia
de incógnito», pero para los corazones maleados que quisieran
prescindir de la sumisión de la oración y del reconocimiento, es la laicización
de la Providencia.
«Nada sucede en nuestra vida por
movimientos al acaso, sabedlo bien, todo cuanto acontece contra nuestra
voluntad no sucede sino en conformidad con la voluntad de Dios, según su
Providencia y el orden que El tenía determinado, el consentimiento que El da y
las leyes que ha establecido.» Así
habla San Agustín.
«Hay
algunos casos fortuitos, accidentes inesperados; mas son fortuitos e
inesperados solamente para nosotros..., en realidad son un designio de la
Providencia soberana, que ordena y reduce todas las cosas a su servicio.» «Dios, al guiar a
sus criaturas, no les manifiesta sus designios; ellas van y vienen cada cual en
su camino. La fatalidad quiere que unos encuentren en su camino la ocasión de
hacer fortuna y otros causas de pérdidas y de minas; fatalidad es ciertamente
para el hombre que no ha visto todas las combinaciones, mas para Dios, que ha
determinado hasta ese punto las circunstancias, todo ha sido providencial.»
En las
desgracias que nos hieren es preciso ver a Dios.
«Yo soy el Señor, nos dice por
boca de Isaías, yo soy el Señor y no hay otro; yo soy el que formó la luz y
creó las tinieblas, que hago la paz y creo los males». «Yo soy, había dicho
antes por Moisés, yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que hiere y el
que sane» «El Señor quita y
da la vida, se dice también en el cántico de Ana, madre de Samuel; conduce a la
tumba y saca de ella; el Señor hace al pobre y al rico, abate y levanta».
¿Sucederá algún mal -dice Amós- que no venga del Señor?». «Los bienes y los males, asegura el Sabio, la vida y la
muerte, la pobreza y las riquezas vienen de Dios» Yo, podrá decir
alguno, admito esto en cuanto a la enfermedad y a la muerte, al frío y al calor
y mil parecidos accidentes producidos por causas desprovistas de libertad, pues
estas causas obedecen siempre a Dios. El hombre, por el contrario, le resiste; cuando alguien habla
mal de mí, me arrebata los bienes, me hiere, me persigue, ¿cómo podré yo ver en
ese mal proceder la mano de Dios, puesto que, muy lejos de aprobarlo, lo
prohíbe? No puedo, pues, atribuirlo sino a voluntad del hombre, a su ignorancia
o a su malicia. En vano se atrincheran tras este razonamiento para
no abandonarse a la Providencia, ya que Dios mismo se ha explicado acerca del
particular y hemos de creer, fiados de su palabra infalible, que El obra en
esta clase de acontecimientos no menos que en los otros; nada sucede en ellos
sino por su voluntad.
Cuando
quiere castigar a los culpables, escoge los instrumentos que bien le parecen,
los hombres o los demonios.
Peca
David, y en la casa del príncipe y entre sus hijos es donde Dios suscitará los
instrumentos de su justicia. Cada vez que los israelitas se endurecían en el
mal, el Señor les manifestaba que había escogido a los pueblos vecinos, ya al
uno, ya al otro, para reducirlos al deber mediante un terrible castigo. Asur,
en particular, será la vara del furor divino y su mano el instrumento de la
indignación de Dios. Nuestro Señor predice la destrucción de Jerusalén deicida e
impenitente: Tito será indudablemente el brazo de Dios para derribarla de
arriba abajo y no dejar en ella piedra sobre piedra. Más tarde,
Atila podrá llamarse con razón el azote de Dios. Saúl peca con obstinación, el
Espíritu de Dios se retira de él y un espíritu malo, enviado por el Señor, le
domina y agita.
Para
probar a los justos y a los santos, Dios emplea la malicia del demonio y la
perversidad de los malvados. Job pierde hijos y bienes, cae de la opulencia en
la miseria y dice:
« El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; se ha hecho lo que le era
agradable; ¡bendito sea el nombre del Señor! ». No dijo -según
acertadamente observa San Agustín-: «El Señor me lo dio y el diablo me lo
quitó, sino el Señor me lo dio y el Señor me lo quitó; todo se ha hecho como
agrada al Señor y no al demonio. Referid, pues, a Dios todos los golpes que os
hieran, porque el diablo mismo nada os puede hacer sin la permisión de Dios»
Los hermanos de José, al venderle, cometen la más negra iniquidad; mas él lo
atribuye todo a la Providencia, y así lo manifiesta repetidas veces: «Por vuestra salud
me ha enviado el Señor ante vosotros a Egipto... Vosotros formasteis malos
designios contra mí, mas no me encuentro aquí por vuestra voluntad, sino por la
de Dios, a la que no podemos resistir».
Cuando
Semeí perseguía con sus maldiciones a David fugitivo y le tiraba piedras, el
santo Rey sólo quiso ver en esto la acción de la Providencia, y calma la
indignación de sus siervos diciéndoles: «Dejadle; Dios le ha mandado
maldecirme», es decir, le ha elegido para castigarme.
En la
Pasión del Salvador, los judíos que le acusan, Judas que le entrega, Pilatos
que le condena, los verdugos que le atormentan, los demonios que excitan a
todos estos desgraciados, son desde luego la causa inmediata de este terrible
crimen. Mas, sin ellos sospecharlo, es Dios quien ha combinado todo, no siendo
ellos sino los ejecutores de sus designios. Nuestro Señor lo declara
formalmente: «
Ese cáliz lo ha preparado mi Padre; Pilato no tendría poder alguno si no lo
hubiera recibido de lo alto. Mas ha llegado la hora de la Pasión, la hora dada
por el cielo al poder de las tinieblas».
San
Pedro lo afirma con su Maestro: «Herodes y Pilato, los gentiles y el pueblo de Israel se ha
coligado en esta ciudad contra Jesús, vuestro santísimo Hijo; mas todo para dar
cumplimiento a los decretos de vuestra Sabiduría». Así, pues, la
Pasión es obra de Dios y aun su obra maestra. «Imposible dudar; allí está la
voluntad de Dios, esa voluntad tan luminosa que se oculta en esta noche
profunda; esta voluntad invencible es el alma de esta total derrota; esta
voluntad tan justa, tan buena, tan amante, no deja de ser reina y señora en
este castigo sin medida y del todo inmerecido por aquel a quien se inflige; en
una palabra, esta voluntad tres veces santa permanece en el fondo de este
prodigio de iniquidad.
Vivimos en esta creencia..., y
después nos parece un exceso reconocer la voluntad de Dios, no digo en los
males de la Santa Iglesia o en las calamidades públicas, sino en las pérdidas
particulares, en esas humillaciones, esas decepciones, esos contratiempos, esos
pequeños males, esas nonadas que llamamos nuestras cruces y que son nuestras
pruebas habituales.»
Y,
¿por qué la mano de Dios no andará en todo esto? En el pecado hay dos
elementos: material y formal. Lo material no es sino el ejercicio natural de
nuestras facultades y Dios concurre a él como a todos nuestros actos. Este
concurso es de toda necesidad, pues si Dios nos lo negara, quedaríamos
reducidos a la impotencia, y habiéndolo juzgado conveniente otorgarnos la
libertad prácticamente nos la quitaría. Empero el mérito o la falta es lo
formal del acto; y en el pecado, lo formal es el defecto voluntario de
conformidad del acto con la voluntad de Dios. Este defecto no es un acto, es
más bien su ausencia. Dios no concurre a él, al contrario, ha señalado
preceptos, hecho promesas y amenazas. Ofrece su gracia, solicita al alma para
conducirla a su deber; ha hecho, pues, todo para impedir el pecado, pero no
quiere llegar al extremo de violentar la libertad. A pesar de todo lo hecho por
Dios, el hombre, abusando de su libre albedrío, no ha adaptado su voluntad a la
de Dios; Dios, por tanto, no ha prestado su concurso sino a lo material del
acto. No hay cooperación al pecado, considerado como tal; lo ha permitido en
cuanto que no lo ha impedido por medio de la violencia, sin que esta permisión
sea una autorización, pues El detesta la falta y se reserva el castigarla en
tiempo oportuno. Más entretanto, cabe en sus designios hacer servir el mal para
el bien de sus elegidos, utilizando para esto la debilidad y la malicia de los
hombres, sus faltas hasta las más repugnantes. No de otra suerte se muestra un
padre que, queriendo corregir a su hijo, toma la primera vara que le viene a
mano y después la arroja al fuego; otro tanto hace un médico que prescribe
sanguijuelas a su enfermo, aquéllas tan sólo pretenden hartarse de sangre y,
sin embargo, las sufre con confianza el paciente enfermo, porque el médico ha
sabido limitar su número y localizar su acción.
Así,
pues, la fe en la Providencia exige que en cualquier ocasión el alma se remonte
hacia Dios. «Si el justo es perseguido es porque Dios lo quiere; si un
cristiano por seguir su religión empobrece, es porque Dios lo quiere también;
si el impío se enriquece en su irreligiosidad, es por permisión divina. ¿Qué me
sucederá si soy fiel a mi deber? Lo que Dios quiera.» Nuestras pérdidas,
nuestras aflicciones, nuestras humillaciones jamás debemos atribuirlas al
demonio ni a los hombres, sino a Dios, como a su verdadero origen. Los hombres
pueden ser su causa inmediata, y aunque tal suceda por una falta inexcusable,
Dios aborrece la falta, pero quiere la prueba que de ella resulta para
nosotros.
«
Convengamos que si en medio de tantos accidentes de todo género de que está
llena la vida humana, supiéramos reconocer esa voluntad de Dios, no
obligaríamos a nuestros ángeles a ver en nosotros tantas admiraciones poco
respetuosas, tantos escándalos sin fundamento, tantas iras injustas, tantos
descorazonamientos injuriosos a Dios, y desgraciadamente, tantas
desesperaciones que a veces nos exponen a perdernos.»
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