PRÓLOGO
Al
ilustre señor Aimeric, Cardenal diácono y Canciller de la Iglesia de Roma,
Bernardo, abad de Claraval, le desea vivir y morir en el Señor.
Hasta
ahora siempre me has pedido oraciones, nunca me has apremiado a que te explique
ninguna cuestión. Reconozco que me siento incapaz de satisfacerte en lo uno y
en lo otro. Lo primero me lo exige mi profesión, pero no lo cumplo en mi vivir
monástico. Para lo segundo, si te digo la verdad, me encuentro sin lo más
indispensable, que es habilidad e ingenio.
Sin
embargo, me agrada muchísimo que me pidas cosas espirituales a cambio de las
materiales que no tengo. Aunque deberías haber recurrido a otro más rico que
yo. En semejantes circunstancias, sabios e ignorantes acostumbran presentar sus
excusas. Y no suele ser fácil distinguir entre los pretextos de la ignorancia y
los de la sencillez de espíritu. Suele quedar manifiesto en el sencillo hecho
de obedecer a lo que uno le mandan.
Acoge,
pues, lo que te presenta mi pobreza, pues no quiero que me tomen por filósofo
al darte la callada por respuesta. Tampoco te prometo responder a todas tus
preguntas, sino solamente a lo que me consultas sobre el amor a Dios. Y lo haré
conforme él me inspire. Esto es lo más sabroso, lo más fácil de explicar y lo
más edificante para quien lo lea. Para el resto acude a otros más competentes.
I.1.
Quieres que te diga por qué y cómo debemos amar a Dios. En una palabra: el motivo de amar a Dios es
Dios. ¿Cuánto? Amarle sin medida. ¿Así de sencillo? Sí, para el sabio.
Pero como estoy en deuda también con los ignorantes debo satisfacerles. Y en
atención a los menos dotados desarrollaré gustosamente el tema con más amplitud
y profundidad.
Diría
que hay dos razones por las que Dios debe ser amado por sí mismo. Una,
porque no hay nada más justo; otra, porque nada se puede amar con más provecho.
Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea dos cuestiones, pues podemos
dudar radicalmente de dos cosas fundamentales: qué
razones presenta Dios para que le amemos y qué ganamos nosotros con amarle.
A estos dos planteamientos no encuentro otra respuesta más digna que la
siguiente: la razón para
amar a Dios es él mismo.
Fijémonos,
primeramente, en las razones para amarle.
DIOS DEBE SER AMADO POR SÍ MISMO
Mucho
merece de nosotros quien se nos dio sin que le mereciéramos. ¿Nos pudo dar algo
mejor que a sí mismo? Por eso, cuando nos preguntamos qué razones nos presenta
Dios para que le amemos, ésta es la principal: Porque él nos amó primero.
Bien
merece que le devolvamos el amor, si pensamos quién, a quiénes y cuánto ama.
¿Pues
quién es él? Aquel a quien todo ser dice: Tú eres mi Dios y ninguna necesidad tienes de mis bienes.
¡Qué
amor tan perfecto el de su Majestad, que no busca sus propios intereses! ¿Y en
quién se vuelca este amor tan puro? Cuando éramos enemigos nos reconcilió con
Dios. Luego quien ama
gratuitamente es Dios, y además, a sus enemigos. ¿Cuánto? Nos lo dice Juan:
Tanto amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo único. Y
Pablo:
No perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por
nosotros. Y lo afirma él mismo: Nadie tiene amor
más grande que quien da la vida por sus amigos. Por eso mereció el Justo
que le amen los impíos y el Omnipotente que le amen los más débiles. Podría
objetarse: “se comportó así con los hombre, mas no con los ángeles”. Es cierto;
pero porque no fue necesario. Por lo demás, el mismo que socorrió a los hombres
en tan apretada situación libró a los ángeles de ella. Y el que, por amor a los
hombres, los salvó del estado en que se hallaban, por ese mismo amor libró a
los ángeles de caer en él.
II. 2.
Los que tienen claro esto, comprenderán con la misma claridad por qué debe
amarse a Dios, esto es, por qué se merece nuestro amor. Si los incrédulos se
empeñan en serlo, es justo que Dios los confunda por ingratos a los dones son
que abruma al hombre para bien suyo y los tiene tan a su alcance.
¿De quién, sino de Él, recibimos el
alimento que comemos, la luz que contemplamos y el aire que respiramos? Sería de necios pretender hacer una lista completa de
lo que es incontable, como acabo de decir. Baste con haber citado los más
imprescindibles: el pan, la luz y el aire. Los más imprescindibles, no porque
sean los más trascendentes, sino los más necesarios al cuerpo.
El
hombre maneja una escala de valores más decisiva para ese plano superior de su
ser, que es su alma: su dignidad, su ciencia, su virtud. Su dignidad radica en su libre albedrío, distintivo por el
que se destaca sobre las demás criaturas y domina a los simples animales. Su
inteligencia le permite, a su vez, reconocer su dignidad, no como algo propio,
sino como don recibido. Finalmente, la virtud le impulsa a buscar con afán a su
Creador y adherirse estrechamente a Él cuando lo ha encontrado.
3.
Cada uno de estos tres valores contiene una doble realidad. La dignidad se
manifiesta en sí misma y en la capacidad de dominar y atemorizar a todos los
animales de la tierra. La inteligencia humana asimismo en aceptar esta dignidad
y cualquier otra como algo que radica en nosotros, pero que no nace de nosotros. La virtud,
por su parte, se abre en dos direcciones: la búsqueda del Creador y la adhesión apasionada a Él una
vez hallado. En consecuencia, la dignidad sin la inteligencia no sirve
para nada; la inteligencia sin la virtud es más bien un obstáculo. Ambas cosas
quedan al descubierto cuando ponemos la razón a nuestro servicio. ¿Qué gloria
puede aportarte poseer algo sin saber que lo posees? Saber que posees una cosa,
ignorando que no la tienes por ti mismo, implica por supuesto su gloria, pero
no delante de Dios. Dirigiéndose a los que se glorían en sí mismo, dice el
Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si
de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo como si
nadie te lo hubiera dado? No pregunta solamente: ¿De qué te glorías?,
sino que añade: Como si
nadie te lo hubiera dado. Con lo cual aclara que es reprensible, no el
que se gloría de lo que tiene, sino el que no reconoce que lo ha recibido de
otro. Con razón se la
llama a eso vanagloria, porque no se basa en el sólido cimiento de la verdad.
La auténtica gloria es de otro signo: El que esté
orgulloso, que esté orgulloso en el Señor, es decir, en la verdad. Y la verdad
es el Señor.
4. Debes recordar siempre
dos cosas: qué eres y qué no eres por ti mismo. Así no serás nunca orgulloso; y si te enorgulleces, no lo
harás por vanagloria. Dice la Escritura que si no te conoces a ti mismo,
sigas tras las huellas de las ovejas, tus compañeras. Y de hecho es
así. El hombre ha sido creado como la criatura más digna. Cuando no reconoce su
propia dignidad, se asemeja por su ignorancia a los
animales y se degrada hasta ser con ellos partícipe de su corrupción y de su
mortalidad. El que no vive como noble criatura, dotada de inteligencia,
se identifica con los brutos animales. Olvida la grandeza que lleva dentro de
sí, para configurarse con las cosas sensibles de fuera y terminar por
convertirse en una de ellas, por ignorar que todo lo ha recibido por encima de
los demás seres.
Evitemos,
por tanto, esa doble ignorancia de la que podemos ser víctimas. Una nos incita a buscar nuestra gloria a niveles más bajos que los
nuestros. Y por la otra pretendemos atribuirnos cosas que superan nuestra
capacidad; podemos encontrarlas en nosotros, pero no debemos pensar
que son exclusivamente nuestras. Y con mayor cautela todavía tienes que huir de
esa presunción execrable, por consciente y deliberada, que te invita a buscar
la gloria propia en bienes que no son tuyos; de los que estás plenamente cierto
que no te corresponden y, sin embargo, tienes el valor de usurpar la gloria
ajena. La primera ignorancia carece de gloria; la segunda sí que
la tiene, pero no según Dios. Y la presunción, que es un vicio plenamente consciente, se apropia de
la gloria del mismo Dios. Arrogancia mucho más grave y perniciosa
que las anteriores; porque en ellas no se reconoce a Dios, pero en ésta se le
desprecia. Es peor y más detestable, porque, además de rebajarnos a nivel de
los brutos animales, nos equiparamos a los mismos demonios. Pecado enorme la
soberbia: se apropia de la gloria de su bienhechor en los dones que recibe y
los considera como connaturales a sí mismo.
5. En
consecuencia, a la dignidad y a la inteligencia debe acompañarle la virtud, que
es su fruto. Por ellas se busca y se posee al que, como dueño y distribuidor de
todo bien, merece ser glorificado en todo. El que sabe y no hace lo que debe,
recibirá muchos palos. ¿Por qué? Pues porque no quiso conocer el bien y
practicarlo, sino al contrario, acostado, planeó el crimen. Como siervo infiel, intenta apropiarse e incluso arrebatarle la gloria
de su Señor en aquellos bienes que sabe perfectamente que no son suyos.
Son, por tanto, evidentes dos cosas: que la dignidad
propia es inútil si no se reconoce, y que su conocimiento sólo servirá de
castigo si no le acompaña la virtud. Es verdaderamente virtuoso aquel a
quien ni su propio conocimiento le hace daño, ni su dignidad personal le
adormece, y por eso confiesa sencillamente delante del Señor: No a nosotros,
Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Como si dijera: Señor, no
nos pertenece a nosotros mismos absolutamente nada; ni nuestro propio
conocimiento, ni nuestra propia dignidad; todo lo atribuimos a ti, de quien
todo procede.
6.
Pero con esta digresión hemos ido demasiado lejos. Queríamos explicar cómo aun
los que desconocen a Cristo saben por ley natural que deben amar a Dios por sí
mismos, a través de los dones naturales que poseen en su cuerpo y en su alma.
Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho: ¿quién ignora, aunque carezca de
fe, que hemos recibido de él todo lo necesario para nuestra vida corporal?
El alimento, la respiración, la vista, todo procede del que sustenta a todo
viviente, haciendo salir el sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia a
justos y pecadores.
¿Quién,
por impío que sea, podrá siquiera concebir que la dignidad humana, tan
refulgente en el alma, haya podido ser creada por otro ser distinto al que dice
en el Génesis: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza? ¿Quién puede
pensar que el hombre pudiera haber recibido la sabiduría de otro que no sea
justamente el mismo que se la enseña?, de quién, sino del Señor de las
virtudes, ha podido recibir el don de la virtud que le ha dado o está dispuesto
a darle?
Con razón, pues, merece Dios ser amado
por sí mismo, incluso por el que no tiene fe. Desconoce a Cristo, pero se
conoce a sí mismo. Por eso nadie, ni el mismo infiel, tiene excusa si no ama al
Señor su Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza. Clama en su interior una justicia innata y no
desconocida por la razón. Ésta le impulsa interiormente a amar con todo su ser
a quien reconoce como autor de todo cuanto ha recibido. Pero es difícil, por no
decir imposible, que el hombre sólo por sus propias fuerzas o por su libre
voluntad sea capaz de atribuir a Dios plenamente todo lo que de Él ha recibido.
Más fácil es que se lo atribuya a sí mismo y lo retenga como suyo. Así lo
confirma la Escritura: Todos sin excepción buscan sus
intereses. Y también: Los deseos del corazón humano tienden al mal.
III.
7. En cambio, los verdaderos creyentes saben por experiencia cuán vinculados
están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado. Admiran y se abrazan a su
amor, que supera todo conocimiento, y se siente contrariados si no le entregan
lo poquísimo que son a cambio de tanto amor y condescendencia. Los que se creen
más amados son los más inclinados a amar; y al que menos se le da, menos ama.
El judío y el pagano no vibran tanto ante el estímulo del amor como la Iglesia,
que exclama: Estoy herida de amor. Y en otro lugar: Dadme fuerzas con
pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!
Ve al
divino Salomón con la diadema con que le coronó su madre; al Único del Padre,
cargado con la cruz; cubierto de llagas y salivazos al Señor de la majestad; al
autor de la vida y de la gloria, traspasado con clavos, harto de oprobios y
dando la vida por sus amigos. Al contemplar este cuadro, se le clava en lo más
hondo de su alma el dardo del amor y exclama: Dadme fuerzas con pasas
y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!
DÓNDE NACEN LAS GRANADAS
Estas
son las granadas que la esposa, introducida en el huerto del amado, coge del
árbol de la vida. Han cambiado su sabor, que ahora saben a pan celestial, y
tiene el color de la sangre de Cristo. Contempla a la
muerte vencida y el triunfo del que acaba de morir. Contempla a los cautivos
cómo suben del infierno a la tierra y de la tierra hasta los cielos, para que
cuanto existe en los cielos, en la tierra y en los abismos, doble su rodilla
ante el nombre de Jesús. Advierte cómo la tierra, condenada a dar cardos
y abrojos, vuelve a florecer con la gracia de la nueva bendición. Recuerda
aquellas palabras: Mi carne ha vuelto a florecer;
le alabaré con toda mi alma.
Y le
gustaría hacer un ramo con las manzanas de la pasión que tomó del árbol de la
cruz y con las flores de la resurrección, cuya exquisita fragancia invita a su
esposo a frecuentar sus visitas.
8. Y
al final exclama: ¡Qué hermoso eres, amado mío, qué agraciado!
Nuestro lecho está cubierto de flores. Quien muestra el lecho indica
claramente lo que desea. Y al decir que está cubierto de flores, insinúa
suficientemente cómo espera conseguir su deseo: no por sus méritos propios,
sino por las flores del campo que bendijo el Señor.
A Cristo le encantan las flores. Por eso eligió Nazaret para ser
concebido y criarse allí. Al esposo celestial le deleitan esos aromas y se
adentra gustosamente, siempre que puede, en el tálamo de nuestro corazón si lo
encuentra cubierto de flores y cuajado de frutos. Donde ve un alma entregada a
la meditación continua de la gracia de su pasión o de su gloriosa resurrección,
allí acude presurosamente.
Los
tesoros de la pasión son de la cosecha del año anterior, de los siglos
transcurridos bajo el imperio del pecado y de la muerte, sazonados en la
plenitud de los tiempos. Las señales de la resurrección son las flores de la
nueva primavera, maduradas por la gracia del nuevo verano, cuya espléndida
cosecha será la resurrección universal al final de los tiempos. Ya ha pasado el
invierno, dice, las lluvias han cesado y se han ido, brotan las flores en la
vega. Quiere decir que llegaron los calores estivales con aquel que deshizo el
hielo de la muerte y lo cambió por la templada bonanza de una vida nueva. Todo
lo hago nuevo, dice. Siembra su carne en la muerte y florece en la
resurrección. Con su fragancia reverdece en nuestros campos y valles la aridez,
se templan las escarchas y revive la muerte.
9.
Bellas son estas nuevas flores y frutos, y ante la hermosura de los campos, que
exhalan tan dignas fragancias, el Padre se deleita en el Hijo que todo lo
renueva, y dice: Aroma de un campo lleno de flores, que bendijo el Señor, es el
aroma de mi Hijo. Y repleto de verdad, pues todos nosotros recibimos de su
plenitud. Pero la esposa escoge libremente las flores que prefiere y tomar las
manzanas. Purifica con ellas la intimidad de su propia conciencia y convierte
su corazón en un cómodo lecho perfumado para acostar al esposo.
Si
deseamos acoger con frecuencia a Cristo como huésped, debemos tener siempre en
nuestros corazones la garantía de nuestra fidelidad a la misericordia de su
muerte y a la fuerza de su resurrección. Así lo decía David: Dios ha dicho una
cosa, y dos cosas he escuchado: que tú, Dios, tienes el poder; tú, Señor, la
lealtad. De ambas poseemos un testimonio irrefutable: Cristo, que murió por
nuestros pecados, resucitó para justificación nuestra, ascendió para ser
nuestro intercesor, envió al Espíritu Santo como consolador nuestro y volverá
para ser nuestra plenitud. Dio a conocer su misericordia en la muerte y
manifestó su poder en la resurrección; y ambas a la vez en el resto de sus
obras.
10.
Estas son las manzanas y las flores que la esposa pide para alimentarse y
confortarse. Pienso que ella teme se enfríe y languidezca fácilmente el ímpetu
de su amor si no le reaniman con estos estímulos, hasta que, introducida ya en
la alcoba pueda recibir los abrazos tan añorados, y diga: Su izquierda reposa
bajo mi cabeza y con su diestra me abraza amoroso. Entonces percibirá y
experimentará por sí misma cómo todas la pruebas de amor, recibidas en la
primera venida, son de su mano izquierda. Pero comparadas con la dulzura
inefable de los abrazos de su derecha, apenas son perceptibles. Y tendrá así
experiencia de lo que tantas veces ha leído: La carne no sirve de nada, sólo el espíritu da vida,
como de aquello otro: Mi espíritu es más dulce que la
miel; poseerme, más sabroso que un panal de miel.
La
frase siguiente: Mi
recuerdo perdurará en la serie de los siglos, quiere decir que mientras
dura este mundo con generaciones que vienen y van, siempre serán consolados los
elegidos con la experiencia prolongada de su recuerdo, ya que no pueden
saciarse con su presencia. Por eso quedó escrito: Saborean el recuerdo de tus inmensas bondades.
¿Quiénes? Los mismos que son mencionados un poco antes: Una generación pondera
tus obras a la otra. El recuerdo corresponde al
tiempo presente; la presencia, en cambio, al
reino de los cielos. La presencia es la gloria de los elegidos, recibidos ya en
la eternidad; el recuerdo sirve de consuelo para los que todavía peregrinan en
este mundo.
IV.
11. Ahora nos interesa saber quiénes pueden consolarse con el recuerdo de Dios.
Por supuesto no los rebeldes y contumaces, a quienes van dirigidas estas palabras:
¡Ay de vosotros, los
ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo!, sino esos otros que pueden
decir de verdad: Rehusó consolarse mi alma, añadiendo también: Pero me acordé
de Dios y me deleité. Justo es que, por no gozar de su presencia, se recreen
con el recuerdo de sus bienes futuros; y que cuantos rechazan el consuelo de lo
transitorio se sientan compensados con el recuerdo de la eternidad. Estos son
los que buscan al Señor; no los que buscan sus intereses, sino el rostro del
Dios de Jacob. Los que buscan a Dios y anhelan su presencia, gozan de su
continuo y dulce recuerdo, no para saciarse, sino para suspirar por la saciedad
plena. Precisamente el que es nuestro verdadero alimento lo dice de sí mismo: El que me come siempre quedara con hambre de mí. Y uno
que se alimentó de Él, exclama: Me saciaré cuando aparezca tu gloria.
Dichosos
ya desde ahora los que tienen hambre y sed de justicia, porque llegará un día
en que ellos, y no otros, se verán saciados. ¡Ay de ti, generación malvada y
perversa! ¡Ay de ti, pueblo necio e insensato, que sientes náuseas con su
recuerdo y te horrorizas con su presencia! Es justo, porque no quieres
liberarte ahora de la trampa del cazador; los que apetecen hacerse ricos en este mundo, caen en los
lazos del diablo; tampoco podrás evadirte un día de aquella espantosa
palabra. Duras y terribles palabras: Id, malditos, al fuego eterno. Son mucho más tremendas que
aquellas otras que escuchamos al celebrar todos los días el memorial de su pasión
en la liturgia: El que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene la vida eterna. Es decir, el que recuerda mi muerte y, siguiendo
mi ejemplo, mortifica los miembros de su cuerpo, tiene la vida eterna. En otras
palabras: si sufrís conmigo, reinaréis conmigo. A pesar de ello, son muchos los que hoy no aceptan
estas palabras, y se marchan diciendo, no con la lengua, pero sí con los hechos: Este modo de hablar es intolerante, ¿quién puede admitir eso? La gente de corazón rebelde
y de espíritu infiel a Dios, por confiar más en las falaces riquezas, sufre al
oír la palabra de la cruz y le resulta insoportable el recuerdo de la pasión.
Entonces, ¿cómo podrá soportar en su presencia el peso de esta otra palabra: Apartaos de mí, malditos, al
fuego eterno, preparado por el diablo y sus ángeles?
Aquel
sobre quien caiga esta losa quedará aplastado.
En
cambio, la descendencia de los justo será bendita, porque con el Apóstol,
presentes o ausentes, se esfuerzan para agradar a Dios. Y al final escucharán:
Venid, benditos de mi Padre, etc. Será entonces cuando comprendan los rebeldes
de corazón, pero ya demasiado tarde, que el yugo de Cristo es muy suave y su
carga llevadera, comparada con sus tormentos; por pura soberbia se rebelaron,
porque les pareció pesado y duro. Desgraciados vosotros, esclavos del dinero, que no podéis gloriaros en
la cruz de nuestro Señor Jesucristo, y al mismo tiempo poner en las riquezas
todas vuestras ilusiones. No podéis alocaros tras el oro y saborear las
dulzuras del Señor. Si ahora no sentís paz al recordarle, lo encontraréis
terrible cuando lleguéis a su presencia.
12. El
alma que le es fiel anhela su presencia, y con su recuerdo siente un dulce
descanso. Hasta que no sea digna de contemplar cara a cara la gloria de su
Dios, encuentra hasta encanto en la ignominia de la cruz. Así, así es cómo la
esposa y paloma de Cristo descansa en este ínterin y duerme tranquila en su
parcela. Por el recuerdo de tu inagotable dulzura, Señor Jesús, tiene ya desde
ahora cubiertas sus alas con la plata de la inocencia y de la castidad; espera
embriagarse de gozo con tu presencia, cubierta de plumas de oro, cuando la
lleven con alegría entre esplendores sagrados, para verse inmersa en el fulgor
de la sabiduría.
Por
eso exulta gozosa ya ahora y dice: Su izquierda reposa bajo mi cabeza y con su derecha me abraza amoroso.
Su mano izquierda le evoca amor incomparable, capaz de dar la vida por sus
amigos; en su derecha se le anticipa la venturosa visión prometida a esos
amigos y el goza de estar en presencia de la Majestad. Con razón se atribuye a
la mano derecha la visión divina deificante y el gozo infinito de su divina
presencia. Lo expresa en aquel tierno cantar: Delicias
eternas junto a tu derecha. Y a la mano izquierda se le asigna con acierto
ese recordado amor presente para siempre, porque,
mientras pasa la maldad, en él reposa y descansa la esposa.
13. La
mano izquierda del esposo sostiene la cabeza de la esposa, para que se recline
y se apoye en él; esto es, para que las tendencias de su espíritu no se
encorven, inclinándose, hacia los deseos carnales; porque el cuerpo moral es
lastre del alma y la tienda terrestre abruma la mente pensativa.
Pero
llegará a dominarlo mediante la meditación de la
misericordia de Dios, tan inmensa y gratuita; de
su amor tan evidente y generoso; de su clemencia
tan inconcebible; de su mansedumbre tan
inigualable; de su dulzura tan maravillosa. La
consideración asidua de estas realidades inflamará su espíritu, purificándolo
de todo amor perverso y lo conmoverá profundamente; le impulsará a despreciar
todo lo que sólo se puede apetecer cuando no se comprenden estas realidades.
Por
eso corre ligera la esposa al buen olor de estos perfumes y ama enardecida. Y
aunque llegue a devorarle un incendio de amor, cree amar muy poco, por sentirse
tan amada. Y es verdad. ¿Qué tiene de extraño que este puñado de polvo se
entregue por entero a amar y corresponder a un amor tan inmenso y sublime? ¿No
se le adelantó en el amor la Majestad divina, volcándose por salvarla? Tanto amó
Dios al mundo, que le dio a su único Hijo. Aquí se habla del Padre. Al Hijo se
refiere en otro lugar: Se entregó a la muerte. Y del Espíritu Santo nos dice el
Hijo: El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo
y os irá recordando lo que yo os he dicho. Dios ama, y nos ama con todo su ser,
porque nos ama toda la Trinidad, si podemos expresarnos así tratándose del
infinito, incomprensible y esencialmente simple.
V.14. Quien considere todo esto, creo que comprenderá por qué se debe amar a Dios, es decir, por qué merece ser
amado.
El incrédulo que rechaza al Hijo, tampoco pose al Padre ni al Espíritu
Santo. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le envió ni al Espíritu
Santo su enviado. No es extraño que quien menos conoce menos ame. De todos
modos, no ignora que se debe por entero a quien conoce como creador suyo.
¿Y qué
puedo hacer yo, si acepto a mi Dios como gracioso dueño de mi vida, generoso
administrador, consolador compasivo, guía solícito y redentor incomparable, salvador
eterno que me enriquece y glorifica? Escuchemos las Escrituras: De él viene la
redención copiosa. Entró una vez en el santuario, realizada la redención
eterna.
Hablando
de su protección, dice el salmista: No desampara a sus santos, los guardará por
toda la eternidad. Y con relación a su generosidad: Una medida buena, apretada,
colmada, rebosante, será derramada en vuestro seno. En otro lugar: Lo que ojo
nunca vio, ni oreja oyó, ni hombre alguno ha imaginado, Dios lo ha preparado
para los que le aman. Respecto a la gloria: Esperamos al Salvador y Señor
Jesucristo, que transformará la bajeza de nuestro ser, reproduciendo en
nosotros el esplendor del suyo. Los padecimientos del tiempo presente no son
nada comparados con la gloria que va a revelarse, reflejada en nosotros.
Nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una
gloria que las sobrepasa desmesuradamente; y nosotros no ponemos la mira en lo
que se ve, sino en lo que no se ve.
15.
¿Cómo podré corresponder yo con el Señor por todos los beneficios? La razón y
la justicia natural obligan a entregarse sin reservas a aquel de quien todo lo
hemos recibido, amándole con todo nuestro ser. Pero la fe me intima a amarle
mucho más porque me hace ver claramente que debo amarle más que a mí mismo. No
sólo me ha dado todo lo que soy, sino que se me ha entregado a sí mismo. No
había llegado aún el tiempo de la fe, ni se había manifestado Dios en la carne,
ni había muerto en la cruz, ni había resucitado del sepulcro, ni había vuelto al
Padre; no nos había entregado todavía su gran amor, ese gran amor del que tanto
hemos hablado y ya habíamos recibido el mandamiento de amar al Señor nuestro
Dios, para amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas
nuestras fuerzas. Es decir, con todo lo que somos, sabemos y podemos.
No es
injusto Dios al pedirnos esto, ya que en último término nos reclama lo que ha
hecho en nosotros y lo que nos ha dado. Si pudiera hacerlo, ¿no amaría el
artista la obra de sus manos, y con todas sus fuerzas, puesto que todo se lo
debe a él? Pero, en nuestro caso, Dios, además, nos sacó de la nada y nos
regaló gratuitamente nuestra dignidad humana. Esto aumenta nuestra deuda de
amor y prueba cuán justamente nos lo pide. ¿No elevó al infinito sus favores y
derrochó su misericordia cuando salvó a hombres y animales? Si me debo a él por
entero al haberme creado, ¿qué no haré por haberme creado de nuevo y de un modo
tan admirable? La reparación no fue tan fácil como la creación. Lo mandó y
fueron creados, el hombre y todo cuanto existe.
Pero
el que hizo en mí tantas maravillas con una sola palabra, para restaurarme tuvo
que hablar mucho, hacer muchos milagroso y padecer en duros trabajos, no sólo
duros, sino hasta indignos. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
En su primera obra me dio mi propio ser, en la segunda el suyo. Y al dárseme a
mí, me devolvió lo que yo era. Si me había dado el ser y me lo ha devuelto, me
debo a él por mí, y por doble motivo. ¿Qué puedo ofrecerle a Dios por Dios mismo?
Aunque me ofrezca mil veces, ¿qué soy yo comparado con Él?
CÓMO DEBE SER AMADO DIOS
VI.
16. Al llegar a este punto, fíjate en qué medida, más aún, cómo merece Dios ser
amado por encima de toda medida. Vuelvo a resumir brevemente lo que ya he
dicho. El nos amó primero. Él, tan excelso, tan extraordinaria y gratuitamente,
a nosotros, tan ruines y pobres como somos. Dije también que la medida del amor
a Dios es amarle sin medida. Por otra parte, el objeto de nuestro amor a Dios
es él mismo, un ser inmenso e infinito. ¿Cuál será la meta y medida de nuestro
amor? ¿Y si nuestro amor no puede ser algo que se ofrece gratuitamente, sino
una deuda a la que se responde? Nos ama la Inmensidad, la Eternidad y el Amor,
que supera toda comprensión. Ama Dios, cuya grandeza es infinita, cuya
sabiduría es ilimitada, cuya paz supera todo entendimiento. Y nosotros, ¿le
responderemos con medida? ¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza, mi alcázar, mi
libertador! Eres lo más deseable y amable que puede imaginarse. ¡Dios mío,
ayuda mía! Te amaré según tú me lo concedas y yo pueda, mucho menos de lo
debido, pero no menos de lo que puedo. No puedo amar como debo ni me obliga a
más de lo que puedo. Podré más si aumentas mi capacidad, mas nunca llegaré a lo
que te mereces. Tus ojos veían mi insuficiencia, pero en tu libro están todos
registrados: los que hacen todo cuando pueden, aunque no pueden hacer cuanto
deben.
Con
esto queda bien explicado, a mi parecer, cómo debemos amar a Dios, y qué
méritos tiene para ello. Hablo de los méritos que tiene, y no de cuán
excelentes sean. Porque nadie es capaz de comprenderlos, sentirlos y
expresarlos.
VII.
17. Veamos ahora cuánto nos beneficia este amor. Pero ¿existe comparación
posible entre lo que vemos y al realidad? A pesar de ello, no vamos a dejar de
considerarlo, aunque no sea exactamente como lo vemos. Cuando nos
preguntábamos, hace unos momentos, por qué y cómo debe ser amado Dios, dije que
la pregunta abarca dos aspectos distintos. ¿Por qué? Es decir, por qué razones
debemos amarle y cuáles son las consecuencias que se derivan en favor nuestro.
Ya he hablado antes de los derechos de Dios, no como se lo merece, sino como yo
fui capaz de expresarme. Ahora debo decir algo sobre el premio que Dios
otorgará a los que le aman.
PREMIOS AL AMOR DE DIOS
Quien
ama a Dios no queda sin recompensa, aunque debamos amarle sin tener en cuenta
ese premio. El amor verdadero no es indiferente al premio, pero tampoco debe
ser mercenario, pues no es interesado. Es un afecto del corazón, no un
contrato. No es fruto de un pacto, ni busca nada análogo. Brota espontáneo y se
manifiesta libremente. Encuentra en sí mismo su satisfacción. Su premio es el
mismo objeto amado. Si quieres una cosa por amor de otra, amas sin duda aquello
que busca tu amor, pero no amas los medios que utilizas para conseguirlo. Pablo
no predica para comer: come para predicar; porque el objeto de su amor no es
comer, sino anunciar el Evangelio. El auténtico amor no busca recompensa, pero
la merece. Al que todavía no ama, se le estimula con un premio; al que ya ama,
se le debe; y al que persevera en el amor, se le da.
En la
vida ordinaria atraemos con promesas y premios a los que se resisten, no a los
que se deciden espontáneamente. ¿Se nos ocurre ofrecer una recompensa a los que
están deseando realizar una cosa? Nadie, por ejemplo, da dinero al hambriento
para que coma, ni al sediento para que beba, ni menos aún a una madre para que
dé de mamar al hijo de sus entrañas. ¿Estimulamos con ruegos o salarios a una
persona para que cerque su viña, cave la tierra de sus árboles o construya su
propia casa? Con mayor razón, quien ame a Dios no buscará otra recompensa para
su amor que no sea el mismo Dios. Si espera otra cosa, no ama a Dios, sino
aquello que espera conseguir.
18.
Todos los seres dotados de razón, por tendencia natural, aspiran siempre a lo
que les parece mejor, y no están satisfechos si les falta algo que consideran
mejor. Por ejemplo, quien tiene una esposa bella, se le van los ojos y el
corazón tras otras más hermosas; quien viste buenas ropas, quiere otras
mejores; el rico envidia a otro más rico; el que posee grandes fincas y
herencias, sigue adquiriendo campos y más campos, aumentando su hacienda con
increíble avidez; los que viven en mansiones regias y grandes palacios, no
cesan de ampliar los edificios, y llevados de su capricho, derriban, construyen
y los cambian de forma. ¿Qué diremos de los hombres encumbrados en el honor?
¿No los vemos insaciables de ambición y ávidos de los más altos puestos?
Resulta que nunca consiguen lo que desean, porque en estas cosas nunca existe
lo absolutamente bueno y perfecto. Lo
cual
no es nada extraño. Es imposible que encuentre felicidad en las realidades
imperfectas y vanas quien no la halla en lo más perfecto y absoluto. Por eso es
una gran necedad y locura anhelar continuamente lo que no puede saciar ni
aquietar el apetito.
Poseas
lo que poseas, codiciarás lo que no tienes, y siempre estarás inquieto por lo
que te falta. El corazón se extravía y vuela inútilmente tras
Los
engañosos halagos del mundo. Se cansa y no se sacia, porque todo lo devora con
ansiedad, y le parece nada en comparación con lo que quiere conseguir. Se
atormenta sin cesar por lo que no tiene y no disfruta con paz de lo que posee.
¿Hay alguien capaz de conseguirlo todo? Lo poco que se puede alcanzar, y a
fuerza de trabajo, se posee con temor; se desconoce cuándo se perderá con gran
dolor; y es seguro que un día se tendrá que dejar. Ved qué camino tan recto
toma la voluntad extraviada para conseguir lo mejor y cómo corre a lo único que
puede saciarla. En estos rodeos, la vanidad juega consigo misma, la maldad se
engaña a sí misma. Si quieres alcanzar así tus deseos, esto es, si pretendes
lograr lo que te sacie plenamente, ¿qué necesidad tienes de intentar otras
cosas? Corres a ciegas y encontrarás la muerte perdido en ese laberinto, y
totalmente defraudado.
19.
Así se enredan los malvados. Quieren satisfacer sus apetitos naturales, y
rechazan neciamente los medios que les conducen a ese fin: no al fin en el
sentido de extinción y agotamiento, sino como plenitud consumada. No consiguen
un fin dichoso, sino que se agotan en vanos esfuerzos. Se deleitan más en la
hermosura de las criaturas que en su creador. Mariposean de una en otra y
quieren probarlas todas; no se les ocurre acercarse al Señor de todas ellas.
Estoy cierto que llegarían a él si pudieran realizar su deseo, es decir, poseer
todas las cosas, menos al que es origen de todas. La fuerza misma de la
ambición le impulsa a preferir lo que no posee por encima de lo que tiene y
despreciar lo que posee en aras de lo que no tiene. Una vez alcanzado y
despreciado todo lo del cielo y de la tierra, se lanzaría impetuoso al único
que le falta, al Dios del universo. Aquí sí descansaría, libre de los halagos
del presente y de las inquietudes del futuro. Y exclamaría: Para mí lo bueno es
estar junto a Dios. ¿A quién tengo yo en el cielo? Contigo, ¿qué me importa la
tierra? Dios es la roca de mi espíritu y mi lote perpetuo. De este modo, como
hemos explicado, todos los ambiciosos llegarían al bien supremo, si pudieran
gozar antes de todos los bienes inferiores.
20.
Pero es imposible por la brevedad de la vida, por nuestras pocas fuerzas y
porque son muchos los que lo apetece. ¡Qué camino tan escabroso y qué esfuerzo
tan agotador espera a los que quieren satisfacer sus apetitos! Nunca alcanzan
la meta de sus deseos. ¡Si al menos se contentaran con desearlos en su
espíritu, y no querer experimentarlos! Les sería más fácil y provechoso. El
espíritu del hombre es mucho más rápido y perspicaz que los sentidos
corporales; su misión es adelantarse a éstos en todo, para que los sentidos
sólo se detengan en lo que el espíritu les dice que es útil. Por eso creo que
se ha dicho: Probadlo todo y quedaos con lo bueno, es decir, el espíritu cuide
de los sentidos y éstos no cedan a sus deseos sin la probación del espíritu.
En
caso contrario no subirás al monte del Señor, ni habitarás en su santuario,
porque prescindes de tu alma, un alma racional. Sigues tras los instintos como
los animales, y la razón permanece inactiva, sin oponer resistencia. Aquellos,
pues, cuyos pasos no están iluminados por la luz de la razón, corren, es
cierto, pero sin rumbo y a la deriva; desprecian el consejo del Apóstol y no
corren de modo que puedan alcanzar el premio. ¿Cómo lo van a conseguir si antes
quieren poseer todo lo demás? Sendero tortuoso y lleno de rodeos, querer gozar
primero de todo lo que se les ofrece.
21. El
justo no piensa así. Percibe las tribulaciones de tantos descaminados; pues son
muchos los que eligen el camino ancho que lleva a la muerte. Pero escoge para
sí otro camino más seguro sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Así lo
atestigua el Profeta: La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del
justo. Toman un atajo muy práctico y evitan la molestia de tantos rodeos
inútiles. Se rigen por un criterio simple y claro: no desear todo lo que ven,
sino vender lo que poseen, y dárselo a los pobres. ¡Dichosos los que eligen ser
pobres, porque de ellos es el reino de los cielos!
Todos
corren, pero hay mucha diferencia de unos a otros. El Señor conoce el camino de
los justos, pero la senda de los pecadores acaba mal. Mejor es ser honrado con
poco que ser malvado en la opulencia, porque, como dice el sabio y experimenta
el necio, el codicioso no se harta de dinero; en cambio, los que tienen hambre
y sed de justicia serán hartos. La justicia es un auténtico manjar, vital y
natural, del espíritu que se guía por la razón. Por el contrario, el dinero
alimenta tanto al alma como el viento al
cuerpo.
Si vieras a un hombre famélico con la boca abierta y los carrillos hinchados,
tragando aire para saciar el hambre, ¿no lo tendrías por loco? Mayor locura es
creer que el espíritu humano puede saciarse con bienes materiales. Lo único que
hace es inflarse.
¿Existe
proporción entre lo corporal y lo espiritual? Ni el cuerpo puede alimentarse
del espíritu ni éste de lo corporal. Bendice, alma mía, al Señor. El sacia de
bienes tus anhelos. Te llena de bienes, te sostiene y te llena. Él hace que
desees, y él es lo que deseas.
22.
Dije más arriba que el motivo de amar a Dios es Dios. Y dije bien, porque es la
causa eficiente y final. Él crea la ocasión, suscita el afecto y consuma el
deseo. Él hace que le amemos, mejor dicho, se hizo para ser amado. A Él es a
quien esperamos, Él a quien se ama con más gozo y a quien nunca se le ama en
vano. Su amor provoca y premia el nuestro. Lo precede con su bondad, lo reclama
con justicia y lo espera con dulzura. Es rico para todos los que le invocan,
pero su mayor riqueza es él mismo. Se dio para mérito nuestro, se promete como
premio, se entrega como alimento de las almas santas y redención de los
cautivos.
¡Señor,
qué bueno eres para el que te busca! Y ¿para el que te encuentra? Lo
maravilloso es que nadie puede buscarte sin haberte encontrado antes. Quieres
ser hallado para que te busquemos, y ser buscado para que te encontremos.
Podemos buscarte y encontrarte, mas no adelantarnos a ti. Pues, aunque decimos:
Por la mañana irá a tu encuentro mi súplica, nuestra plegaria es tibia si no la
inspiras tú.
Y
ahora, después de haber hablado de la perfección de nuestro amor, expliquemos
su origen.
VIII.
23. El amor es uno de los cuatro afectos naturales. Los conocemos muy bien, y
no hay por qué nombrarlos. Si proceden de la naturaleza, lo más razonable es
que sirvan, antes de todo, al autor de la naturaleza. Por eso el mandamiento
primero y más importante es: Amarás al Señor tu Dios, etc.
PRIMER GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE SE AMA POR SÍ
MISMO
Como
la naturaleza es tan frágil y enfermiza, la propia necesidad le impulsa a
amarse, en primer lugar a sí misma. Es el amor carnal, por el cual el hombre se
ama a sí mismo antes que a ninguna otra cosa. Solamente se preocupa de sí
mismo, como dice la Escritura: Primero es lo animal, después lo espiritual.
Este amor no se intima con ningún precepto: es innato.
¿Quién
aborrece su propia carne? Pero este amor suele deslizarse y derramarse en
exceso, y no contento con seguir el cauce materno, se desborda e inunda los
campos del placer. Inmediatamente le sale al paso, como fuerte dique, aquel
otro precepto: Amarás al prójimo como a ti mismo. Es muy justo que quien
participa de la misma naturaleza, participe también de la gracia, sobre todo de
aquella gracia que viene con la naturaleza. Y si le resulta gravoso atender a
las necesidades de los demás e incluso complacer sus caprichos, corríjase
primero de los suyos propios, y así quedará libre de toda culpa.
Compadézcase
de sí mismo, todo lo que quiera, pero no se olvide de compadecer igualmente al
prójimo. La ley de la vida y de la disciplina te impone el freno de la
templanza, para que no corras tras la concupiscencia, y te
pierdas;
no sea que sirvas con los bienes naturales al enemigo del alma, que es el
placer. Es mucho mejor y más honesto compartir estos bienes con el prójimo que
con el enemigo. Si atiendes al consejo del sabio, y te apartas de las pasiones;
si escuchas al Apóstol, y te contentas con tener lo necesario para comer y
vestir; si no te pesa apartar tu amor, un poco al menos, de los deseos de la
carne que combaten contra el alma: estoy convencido de que eso que niegas a tu
enemigo, lo compartirás sin dificultad con quien comparte su naturaleza
contigo. Tu amor, entonces, será puro y bueno: lo que niegas a tus propios
gustos, lo vuelcas en las necesidades de los hermanos. Y de este modo, el amor
carnal se convierte en social, porque se extiende al bien común.
24.
Pero ¿qué puedes hacer si, por compartir con el prójimo, vas a carecer tú hasta
de lo necesario? Pedírselo, con plena confianza, al que da a todos con
abundancia, al que abre su mano y colma de favores a todo viviente. Es
imposible que no dé gustoso lo necesario el que tantas veces nos concede vivir
en la abundancia. Además lo dice Él mismo: Buscad ante todo el reino de Dios, y
todo eso se os dará por añadidura. Promete dar lo necesario al que se priva de
lo superfluo por amor al prójimo. Buscar el reino de Dios e invocarle contra el
dominio del pecado implica llevar el yugo de la sobriedad y de la templanza y
no permitir que el pecado reine en tu cuerpo mortal. Y es de justicia compartir
los bienes de la naturaleza con el que tiene tu misma naturaleza.
25.
Mas para que el amor al prójimo sea perfecto, es menester que nazca de Dios, y
que Él sea su causa. De otra suerte, ¿cómo podrá amar limpiamente al prójimo
quien no le ame en Dios? Y no podrá amarle en Dios si no ama a Dios. Conviene,
pues, amar primeramente a Dios, para amar al prójimo en Él. Dios se hace amar,
y hace amables todas las cosas. Porque creó la naturaleza y la conserva. La
creó de tal modo, que necesita continuamente ser atendida por su mismo Creador.
Sin Él no pudo existir, ni puede subsistir. Para que la criatura lo sepa, y no
se atribuya con soberbia los beneficios recibidos, el mismo Creador prueba al
hombre con el saludable misterio de la tribulación. Esa prueba le hace
desfallecer, pero Dios le auxilia y le libera: así Dios es glorificado, como
merece, por el hombre. Porque lo vemos escrito: Invócame en el día de la
angustia, yo te libraré, y tú cantarás mi gloria. De esta manera, el hombre
carnal y animal, que sólo sabía amarse a sí mismo, comienza a amar también a
Dios por su propio interés: experimenta con frecuencia que en Él puede todo lo
que es bueno, y sin Él no puede nada.
SEGUNDO
GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE AMA A DIOS POR SI MISMO
IX.
26. El hombre ama ya a Dios, pero todavía por sí mismo, no por Él. Es una gran
prudencia comprender lo que uno puede por sí mismo, y lo que puede con la ayuda
de Dios, y tratar de no ofender al que te mantiene íntegro. Mas cuando las
tribulaciones son numerosas, acudimos sin cesar a Dios, y recibimos
continuamente de Él la salvación. ¿Cómo no va a enternecer esa gracia salvadora
al pecho y corazón más duro, y hacer que el hombre ame a Dios, no ya por sí
mismo, sino también por Él?
TERCER
GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE AMA A Dios POR ÉL MISMO
La
continua indigencia obliga al hombre a recurrir a Dios con súplicas incesantes.
Esta costumbre crea una satisfacción. Y la satisfacción permite experimentar
cuán suave es el Señor. De este modo, la experiencia de su bondad, mucho más
que el propio interés, le impulsa a amar limpiamente a Dios. Como decían los
samaritanos a la mujer que les había anunciado la llegada del Señor: Ya no
creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es
verdaderamente el Salvador del mundo. Digamos también nosotros a nuestra carne:
“Ya no amamos a Dios por tus necesidades, sino porque nosotros mismos hemos
probado y sabemos qué dulce es el Señor”. La carne habla, en cierta manera, a
través de sus necesidades, y confiesa llena de gozo los favores que experimenta
en sí misma. Quien así se siente afectado cumple sin dificultad el precepto de
amar al prójimo.
Ama a
Dios de verdad y, en consecuencia, todo lo que es de Dios. Ama con pureza, y no
le pesa cumplir un mandamiento puro, porque la obediencia del amor purifica su
corazón. Ama justamente, y se adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con
razón es grato este amor, pues es gratuito. Es puro, porque no se cumple sólo
de palabra y de lengua, sino con las obras y de verdad. Es justo, pues da tanto
como recibe. El que así ama, ama como él es amado. Y no busca sus intereses,
sino los de Jesucristo, como él mismo buscó los nuestros. Mejor aún, nos buscó
a nosotros mismos. Así ama el que dice: Alabad al Señor porque es bueno. Quien
alaba al Señor no porque sea bueno para él, sino porque es bueno, ése ama
verdaderamente a Dios por Dios, y no por sí. En cambio, no ama de esta manera
aquel de quien se dice: Te alabará cuando le hagas bien. Este es el tercer
grado del amor: amar a Dios por Él mismo.
CUARTO
GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE SE AMA A SÍ MISMO POR DIOS
X. 27.
Dichoso quien ha merecido llegar hasta el cuarto grado, en el que el hombre
sólo se ama a sí mismo por Dios: Tu justicia es como los montes de Dios. Este
amor es un monte elevado, un monte excelso. En verdad: Monte macizo e
inagotable. ¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién me diera alas como de
paloma, volaría a un lugar de reposo? Tiene su tabernáculo en la paz, y su
morada en Sión. ¡Ay de mí, que se ha prolongado mi destierro! ¿Puede conseguir
esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrera? ¿Cuándo
experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de
sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios y,
uniéndose al Señor, sea un espíritu con Él, y diga: Desfallece mi carne y mi
corazón, Dios de mi vida y mi herencia para siempre? Dichoso, repito, y santo
quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy
pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un
relámpago. Perderse, en cierto modo, a sí mismo, como si ya uno no existiera,
no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida
celeste que de la condición humana. Y si se le concede esto a un hombre alguna
vez y por un instante, como hemos dicho, pronto le envidia este siglo perverso,
le turban los negocios mundanos, le abate el cuerpo mortal, le reclaman las
necesidades de la carne, se lamenta de la debilidad natural. Y lo que es más
violento, le reclama la caridad fraterna. ¡Ay! Tiene que volver en sí, atender
a sus propias miserias y gritar desconsolado: Señor, padezco violencia,
responde por mí. Y aquello: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo
mortal?
28. Si
la Escritura dice que Dios lo hizo todo para sí mismo, llegará un momento en
que la criatura esté plenamente conforme y concorde con su Hacedor. Es
menester, pues, que participemos en sus mismos sentimientos. Y si Dios todo lo
quiso para él, procuremos también de nuestra parte que tanto nosotros como todo
lo nuestro sea para él, es decir, para su voluntad. Que nuestro gozo no
consista en haber acallado nuestra necesidad, ni en haber apagado la sed de la
felicidad. Que nuestro gozo sea su misma voluntad realizada en nosotros y por
nosotros. Cada día le pedimos en la oración: Hágase tu voluntad en la tierra
como en el cielo.
¡Oh
amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ¡Oh pura y limpia intención de la
voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio;
y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es
estar ya divinizado. Como la gotita de agua caída en el vino pierde su
naturaleza y toma el color y el sabor del vino; como el hierro candente y al
rojo parece trocarse en fuego vivo olvidado de su propia y primera naturaleza;
o como el aire, bañado en los rayos del sol, se transforma en luz, y más que
iluminado parece ser él mismo luz. Así les sucede a los santos. Todos los
afectos humanos se funden de modo inefable, y se confunden con la voluntad de
Dios. ¿Sería Dios todo en todos si quedase todavía algo del hombre en el
hombre? Permanecerá, sin duda, la sustancia; pero en otra forma, en otra gloria,
en otro poder.
¿Cuándo
será esto? ¿Quién lo verá? ¿Quién lo poseerá? ¿Cuándo vendré y veré el rostro
de Dios? Señor, Dios mío, mi corazón te dice: mi rostro te busca a ti. Señor,
busco tu rostro. ¿Cuándo contemplaré tu santuario?
29. Yo
creo que no es posible amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todas tus fuerzas, mientras el corazón no se vea libre de los
cuidados del cuerpo, el alma no cese de conservarlo y vivificarlo, y sus
fuerzas, desligadas de todas la dificultades, no se vigoricen con el poder,
contemple continuamente su rostro, mientras viva ocupada y distraída, sirviendo
a este cuerpo frágil y cargado de miserias.
Este
cuarto grado de amor no espere el alma conseguirlo, o, mejor dicho, verse
agraciada con él, sino en el cuerpo espiritual e inmortal, en el cuerpo
íntegro, plácido y sosegado y sumiso por entero al espíritu. Es una gracia que
procede del poder divino y no del esfuerzo humano. Entonces
–repito-
obtendrá fácilmente el sumo grado. Cuando corra de buena voluntad y con gran
deseo al gozo de su Señor, sin que le frenen los atractivos de la carne ni le
turben sus molestias. ¿Podemos pensar que los santos mártires alcanzaron esta
gracia, al menos en parte, mientras vivían en sus cuerpos gloriosos? Una gran fuerza
arrebataba interiormente sus almas, y les hacía capaces de entregar sus cuerpos
y despreciar los tormentos. Por eso los atroces dolores pudieron turbar su
serenidad pero no se la hicieron perder.
XI.
30. ¿Y qué pensar de las almas que ya están libres de sus cuerpos? Creemos que
están totalmente sumergidas en aquel piélago inmenso de la eterna luz y
luminosa eternidad.
ANTES
DE LA RESURRECCION ES IMPOSIBLE
Pero
si los muertos aspiran todavía a reunirse con sus cuerpos, como no puede
negarse, o desean y esperan recibirlos, es evidente que no se han transformado
del todo y que todavía les queda algo de sí mismo, por poco que sea, que
distrae su atención.
Mientras
la muerte no queda absorbida por la victoria, y la luz perenne no invada los
dominios todos de la noche, y la gloria no resplandezca en los cuerpos, las
almas no pueden salir de sí mismas y lanzarse a Dios. Todavía están ligadas al
cuerpo, no por la vida y los sentidos, sino por el afecto natural, Y sin él no
quieren ni pueden poseer la perfección.
Así,
pues, antes de la restauración de los cuerpos no se dará ese desfallecer del
alma, que es su estado sumo y más perfecto; si el alma alcanzara su plenitud
sin el cuerpo, no desearía ya jamás su compañía. De este modo, el alma siempre
sale beneficiada: cuando deja el cuerpo y cuando lo vuelve a tomar. Por eso es
cosa preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus justos. Si la muerte es
preciosa, ¿qué será la vida, y tal vida? No hay que maravillarse que el cuerpo
glorioso aumente la dicha del alma, si recordamos que cuando era frágil y
mortal le ayudaba tanto. ¡Qué verdad más grande pronunció el que dijo: Que Dios
hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman! Al alma que ama
a Dios le sirve de mucho su cuerpo: cuando es débil, cuando está muerto y
cuando descansa. Lo primero, para hacer frutos de penitencia; lo segundo, para
su descanso; y lo tercero, para su consumación. Con razón no se considera
perfecta sin él, pues en todos los estados colabora para su bien.
31.
Bueno y fiel compañero es el cuerpo para el espíritu bueno: cuando le pesa, le
ayuda. Si no le ayuda, le deja libre; o le ayuda y no le sirve de carga. El
primer estado es ingrato, pero fecundo. El segundo es ocioso, pero nada penoso.
Y el tercero es todo glorioso. Escucha cómo invita el esposo en el Cantar a
subir por estos grados: Comed, amigos míos, y bebed, embriagaos, carísimos. A
los que trabajan con el cuerpo les llama a comer; a los que descansan, privados
del cuerpo, les invita a beber; y a los que vuelve a tomar el cuerpo les anima
a que se embriaguen y les llama carísimos, es decir, llenísimos de caridad. A
los otros les da solamente el nombre de amigos, porque gimen todavía oprimidos
por el peso del cuerpo y son amados por la caridad que tienen. Y si están
libres de los lazos de la carne, son tanto más amados cuanto más prontos y
desembarazados
están
para amar. Con mucho mayor motivo que éstos, merecen llamarse y ser amadísimos
los que han recibido la segunda estola, tomando de nuevo los cuerpos gloriosos.
Se lanzan libres y ardientes a amar a Dios, porque nada tienen en sí mismos que
les solicite o los demore. Esto no lo disfrutan los otros estados. En el
primero se lleva el cuerpo con trabajo, y en el segundo se espera al mismo
cuerpo con cierto deseo.
32. En
el primero el alma fiel come su pan, pero con el sudor de su rostro. Permanece
todavía en la carne y vive de la fe, que debe ser fecunda por la caridad, ya
que la fe sin obras está muerta. Las mismas obras le sirven de alimento, como
dice el Señor: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre. Después, despojado
de la carne, no come el pan del dolor, sino que se le permite beber en
abundancia el vino del amor, como suele hacerse después de las comidas. Pero no
lo bebe puro, sino como dice la esposa del Cantar: He bebido de mi vino y de mi
leche. El vino del amor está aún mezclado con el deleite de Dios. Es imposible
que le alma se recoja toda en Dios y del afecto natural, que le impulsa a tomar
nuevamente su cuerpo glorificado. El vino de la sana caridad la llena de calor,
pero todavía no la embriaga, porque la fuerza del vino se rebaja con la mixtura
de la leche. La embriaguez, además, suele perturbar el juicio y quitar la
memoria. Y la que todavía piensa en la resurrección del cuerpo no está
enteramente olvidada de sí. Cuando éste aparezca resucitado –lo único que le
falta-,
¿qué
le impedirá salir de sí misma, lanzase toda hacia Dios y hacerse completamente
desemejante de sí, porque se le concederá asemejase a Dios? Se le permite beber
en la copa de la sabiduría, de la que se ha dicho: ¡Qué maravilloso es el cáliz
que embriaga!
¿Cómo
no va a saciarse de la abundancia de la casa de Dios, si está libre de todo
cuidado y bebe con Cristo el vino puro y nuevo en la casa del Padre?
33.
Este triple banquete lo brinda la sabiduría con el plato único de la caridad:
alimenta a los que trabajan, da de beber a los que descansan y embriaga a los
que reinan. Y así como en el banquete corporal se sirve antes la comida que la
bebida, porque así lo pide el instinto, lo mismo sucede aquí. Antes de morir
comemos del trabajo de nuestras manos, con esta carne mortal, teniendo que
masticar lo que tomamos. Después de la muerte gozamos de la vida espiritual y
comenzamos ya a beber, asimilando fácil y gustosamente lo que recibimos.
Finalmente, resucitado ya el cuerpo, nos embriagamos de la vida inmortal y
rebosamos de incalculable plenitud. Esto quiere decir el esposo en los
Cantares; Comed, amigos míos, y bebed; embriagaos, carísimos. Comed antes de la
muerte, bebed cuando ha llegado la muerte y embriagaos después de la
resurrección.
Con
razón llama carísimos a los ebrios de caridad, y ebrios a los que merecen ser
introducidos en las bodas del Cordero, para que coman y beban en la mesa de su
reino cuando presente a su Iglesia gloriosa, limpia de mancha y arruga y demás
imperfecciones. Entonces embriaga a sus amigos y les da a beber en el torrente
de sus delicias. Es aquel abrazo tan apretado y tan casto del esposo y de la
esposa, cuyas aguas caudalosas alegran la ciudad de Dios. Lo cual, a mi parecer,
no es otra cosa que el Hijo de Dios que pasa y sirve, como él mismo prometió,
para que los justos se alegren, gocen y salten de júbilo ante Dios. Es saciedad
que no cansa, curiosidad insaciable y tranquila, deseo eterno que nunca se
calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se anega en vino ni
destila alcohol, sino que arde en Dios. Ahora es cuando posee para siempre el
cuarto grado del amor, en el que se ama solamente a Dios de modo sumo. Ya no
nos amamos a nosotros mismo sino por Él, y Él será el premio de los que le
aman, el premio eterno de los que le aman eternamente.
PRÓLOGO
A LA CARTA SIGUIENTE
XII.
34. Recuerdo que escribí hace tiempo una carta a los santos hermanos de la
Cartuja, en la que les hablaba de estos mismo grados. Quizá hacía allí otras
reflexiones sobre la caridad, pero todas eran sobre el mismo tema. Por eso me
parece útil añadir a este trabajo alguna de ellas, sobre todo porque me resulta
más fácil copiar lo que ya está dictado que componerlo de nuevo.
COMIENZA
LA CARTA SOBRE LA CARIDAD A LOS SANTOS HERMANOS DE LA CARTUJA
La
caridad auténtica y verdadera, la que procede de un corazón puro, de una
conciencia buena y de una fe sincera, es aquella por la que amamos el bien del
prójimo como el nuestro. Porque quien sólo ama lo suyo, o lo ama más que a los
demás, es evidente que no ama el bien por el bien, sino por su propio provecho.
No atiende al profeta, que dice: Dad gracias al Señor, porque es bueno. Le
glorifica, sin duda, porque es bueno para él, no porque es bueno en sí mismo. Y
merece aquel reproche del salmo: Te alabará cuando le hagas beneficios. Hay
quienes alaban a Dios porque es poderoso, otros porque es bueno con ellos, y
otros porque es bueno en sí mismo. Los primeros son esclavos y están llenos de
temor. Los segundos son asalariados y les domina la codicia. Los terceros son
hijos y honran a su padre. Los que teman y codician sólo se miran a sí mismos.
El amor del hijo, en cambio, no busca su propio interés.
Pienso
que a éste se refiere la Escritura: La ley del Señor es perfecta, y convierte
las almas. Porque es la única capaz de arrancar al alma del amor de sí misma y
del mundo, y volverla hacia Dios. Ni el temor ni el amor de sí mismo son
capaces de convertir al alma. A veces cambian la expresión del rostro o la
conducta exterior, mas nunca los sentimientos. Los esclavos hacen algunas veces
obras de Dios, pero no las realizan espontáneamente y les cuesta mucho. También
los asalariados, pero no lo hacen gratuitamente, y se dejan arrastrar por la
codicia. Donde hay amor propio allí hay individualismo. Y donde hay
individualismo hay rincones. Y donde hay rincones hay basura e inmundicia. La
ley del siervo es el temor que le invade. La del asalariado es la codicia que
le domina, le atrae y le distrae. Ninguna de estas leyes es pura y capaz de
convertir las almas. La caridad, en cambio, convierte las almas y las hace
también libres.
35. La
llamo además inmaculada, porque no acostumbra retener nada de lo suyo. Ahora
bien, cuando el nombre no tiene nada propio,todo lo que tiene es de Dios. Y lo
que es de Dios no puede ser impuro. Por tanto, la ley inmaculada del Señor es
la caridad, que no busca su propio provecho, sino el de los demás. Se llama ley
del Señor, porque Él mismo vive de ella, o porque nadie la posee si no la
recibe gratuitamente de Él. No es absurdo decir que Dios también vive según una
ley, ya que esta ley es la caridad. ¿Qué es lo que conserva la soberana e
inefable unidad de la beatísima y suma Trinidad sino la caridad? Ley es, en
efecto, y ley del Señor la caridad, porque mantiene a la Trinidad en la unidad,
y la enlaza con el vínculo de la paz.
Pero
ninguno piense que hablo aquí de la caridad como de una cualidad o accidente
–lo cual sería decir que en Dios hay algo que no es Dios-, sino de la misma sustancia
divina. Este modo de hablar no es nuevo ni insólito, pues Juan dice: Dios es
caridad. Se llama, pues, caridad a Dios y al don de Dios. La caridad da
caridad, la caridad sustantiva de la accidental. Cuando se refiere al que da,
es el nombre de la sustancia. Cuando significa el don, es la cualidad. Esta es
la ley eterna, que todo lo crea y todo lo gobierna. Ella hace todo con peso,
número y medida. Nada está libre de la ley, ni siquiera el que es la ley de
todos. Y esta ley es esencialmente ley, que no tiene poder creador, pero que se
rige a sí misma.
XIII.
36. Por lo demás, los esclavos y asalariados tienen también su ley; que no es
la del Señor, sino la que ellos mismos se han impuesto. Los primeros no aman a
Dios, los otros aman otras cosas más que a Él. Tienen, repito, no la ley del
Señor, sino la suya propia; aunque, de hecho, está supeditada a la divina. Han
podido hacer su propia ley, pero no han podido sustraerse al orden inmutable de
la ley eterna. Yo diría que cada uno se fabrica su ley cuando prefiere su
propia voluntad a la ley eterna y común, queriendo imitar perversamente a su
Creador. Porque así como Él es la ley de sí mismo y no depende de nadie,
también éstos quieren regirse a sí mismo y no tener otra ley que su propia
voluntad. ¡Qué yugo tan pesado e insoportable el de todos los hijos de Adán,
que aplasta y encorva nuestra cerviz y pone nuestra vida al borde del
sepulcro!.
¡Desdichado
de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte, que me abruma y casi me
aplasta? Si el
Señor
no me hubiera ayudado, ya habitaría mi alma en el sepulcro. Este peso oprimía
al que sollozaba y decía: ¿Por qué me haces blanco tuyo, cuando ni a mí mismo
puedo soportarme? Al decir: ni a mí mismo puedo soportarme, indica que se ha
convertido en ley de sí mismo y en autor de su propia ley. Y al decir a Dios:
me haces blanco tuyo, muestra que no puede sustraerse a la ley de Dios. Porque
es propio de la ley santa y eterna de Dios que quien no quiere guiarse por el
amor, se obedezca a sí mismo con dolor. Y quien desecha el yugo suave y la
carga ligera de la caridad, se ve forzado a aguantar el peso intolerable de la
propia voluntad. De este modo tan admirable y justo, la ley eterna convierte en
enemigos suyos a quienes le rechazan, y además los mantiene bajo su dominio.
No
trascienden con su vida la ley de la justicia, ni permanecen con Dios en su
luz, en su reposo y en su gloria. Están sometidos a su poder y excluidos de su
felicidad.
Señor,
Dios mío, ¿por qué no perdonas mi pecado y borras mi culpa? Haz que arroje de
mí el peso abrumador de la voluntad propia y respire con la carga ligera de la
caridad.
Que no
me obligue el temor servil ni me consuma la codicia del mercenario, sino que
sea tu espíritu quien me mueva. El espíritu de libertad que mueve a tus hijos,
dé testimonio a mi espíritu que soy uno de ellos, que tengo la misma ley que tú
y que soy en este mundo un imitador tuyo. Los que cumplen el consejo del
Apóstol: No tengáis otra deuda con nadie que la del amor mutuo, imitan a Dios
en este mundo y no son esclavos ni mercenarios, sino hijos.
XIV.
37. Así, pues, tampoco los hijos están sin ley, a no ser que alguien piense
otra cosa por aquello de la Escritura: La ley no es para los justos. Tengamos
en cuenta que una es la ley promulgada por el espíritu de
servidumbre
en el temor, y otra la ley dada por el espíritu de libertad en el amor. Los
hijos no están sometidos a aquélla, ni privados de ésta. ¿Quieres oír que los
justos no tienen ley? No habéis recibido el espíritu de siervos, para recaer en
el temor. ¿Y quieres oír que no están exentos de la ley de la caridad?: Habéis
recibido el espíritu de hijos adoptivos. Escucha por fin al justo, que confiese
lo uno y lo otro. No está sometido a la ley, ni privado de ella: Con los que
viven bajo la ley, me hago como si yo estuviera sometido a ella, no estándolo.
Con los que están fuera de la ley, me hago como si estuviera fuera de la ley,
no estando yo fuera de la ley, sino bajo la ley de Cristo. Por eso no se dice:
“Los justos no tienen ley”, o “los justos están sin ley”, sino; la ley no es
para los justos. Es decir, no se les ha impuesto a la fuerza, sino que la
reciben voluntariamente y les estimula dulcemente. Por eso dice tan
hermosamente el Señor: Tomad mi yugo sobre vosotros. Como si dijera: “No os lo
impongo a la fuerza, tomadlo vosotros si queréis; porque de otro modo no
hallaréis descanso, sino fatiga en vuestras almas”.
38.
Buena, pues, y dulce es la ley de la caridad. No sólo es agradable y ligera,
sino que además hace ligeras y fáciles las leyes de los siervos y asalariados.
No las suprime, es cierto, pero ayuda a cumplirlas, como dice el Señor: No he
venido a abrogar la ley, sino a cumplirla. Modera la de unos, ordena la de
otros y suaviza la de todos. Jamás irá la caridad sin temor, pero éste será
casto. Jamás le faltarán deseos, pero estarán ordenados. La caridad perfecciona
la ley del siervo inspirándole devoción. Y perfecciona la del mercenario
ordenando sus deseos. La devoción unida al temor no lo anula, lo purifica. Le
quita solamente la pena que siempre acompaña al temor servil. Pero el temor
permanece siempre puro y filial. Porque aquello que leemos: La caridad perfecta
echa fuera el temor, se refiere a la pena, que, como dijimos, va siempre unida
al temor. Es una figura retórica en la que se toma la causa por el efecto. La
codicia, por su parte, se ordena rectamente cuando se le une la caridad. Se
rechaza todo lo mal, a lo bueno se prefiere lo mejor, y sólo se apetece lo que
es bueno en vistas a un bien mejor. Cuando, con la gracia de Dios, se consigue
esto, se ama el cuerpo; todos los bienes del cuerpo se aman por el alma, el
alma por Dios, y a Dios por sí mismo.
XV.
39. Pero como somos carnales y nacemos de la concupiscencia de la carne, es
necesario que nuestros deseos o nuestro amor comience por la carne. Bien
dirigida, avanza de grado en grado bajo la guía de la gracia, hasta ser
absorbida por el espíritu, porque no es primero lo espiritual, sino lo animal,
y después lo espiritual. Debemos llevar primero la imagen del hombre terrestre
y después la del celeste. El hombre comienza por amarse a sí mismo: es carne, y
no comprende otra cosa fuera de sí mismo. Cuando ve que no puede subsistir por
sí mismo, comienza a buscar a Dios por la fe y amarle porque lo necesita. En el
segundo grado ama a Dios,
pero
por sí mismo, no por él. Sus miserias y necesidades le impulsan a acudir con
frecuencia a él en la meditación, la lectura, la oración y la obediencia. Dios
se le va revelando de un modo sencillo y humano, y se le hace amable.
Y
cuando experimenta cuán suave es el Señor, pasa al grado tercero, en el que ama
a Dios no por sí mismo, sino por Él. Aquí permanece mucho tiempo, y no sé si en
esta vida puede hombre alguno elevarse al cuarto grado, que consiste en amarse
solamente por Dios. Díganlo quienes lo hayan experimentado: yo lo creo
imposible. Sucederá, sin duda, cuando el siervo bueno y fiel sea introducido en
el gozo de su Señor y se sacie de la abundancia de la casa de Dios. Olvidado
por completo de sí, y totalmente perdido, se lanza sin reservas hacia Dios, y
estrechándose con Él se hace un espíritu con él. Pienso que esto es lo que
sentía el Profeta cuando decía: Entraré en las maravillas del Señor.
Señor,
recordaré sólo tu justicia. Sabía muy bien que, cuando entrara en las grandezas
espirituales del Señor, se vería libre de todas las miserias de la carne y no
tendría que pensar más en ella. Totalmente espiritualizado, recordará
únicamente la justicia de Dios.
40.
Entonces todos los miembros de Cristo podrán decir de sí mismos lo que Pablo
decía de la cabeza: A Cristo lo conocimos según la carne, pero ahora ya no es
así. Allí nadie se conocerá según la carne, porque la carne y la sangre no
pueden poseer el reino de Dios. No porque deje de existir allí nuestra carne,
sino porque se verá libre de todo apetito. El amor carnal será absorbido por el
amor del espíritu, y nuestros débiles afectos humanos quedarán, en cierto modo,
divinizados. La red de la caridad que ahora sondea en este mar espacioso y
profundo, y recoge en su seno toda clase de peces, se adapta a todos y se hace
solidaria de su buena o mala fortuna. Se alegra con los que están alegres y
llora con los que están tristes. Mas cuando llegue a la playa, separará como
peces malos todo lo triste, y tomará solamente lo agradable y gozoso.
¿Podremos
ver acaso a Pablo hacerse débil con los débiles, consumirse con los que se
escandalizan, si allí no hay ya flaquezas ni escándalos? ¿Y llorará por los que
no hacen penitencia, si allí no existen ya el pecador ni el penitente? En
aquella ciudad no hay tampoco lágrimas ni lamentos por los condenados al fuego
eterno con el diablo y sus ángeles. En sus calles corre un río caudaloso de
alegría, y el Señor ama sus puertas más que las tiendas de Jacob. Porque en las
tiendas se disfruta el triunfo de la victoria, pero también se siente el fragor
de la lucha y el peligro de la muerte. En aquella patria no hay lugar para el
dolor y la tristeza, y así lo cantamos: Están llenos de gozo todos los que
habitan en ti. Y en otra parte: Su alegría será eterna. Imposible recordar la misericordia
donde sólo reina la justicia. Por eso, si ya no existe la miseria ni el tiempo
de la misericordia, tampoco se dará el sentimiento de la compasión.
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