Capítulo VII. Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma
sucedió según el estilo de la guerra, y lo que de clemencia provino del poder
del nombre de Cristo
Todo
cuanto acaeció en este último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de
edificios, robos, incendios, lamentos y aflicción, procedía del estilo
ordinario de la guerra; pero lo que se experimentó y debió tenerse por un caso
extraordinario, fue que la crueldad bárbara del vencedor se mostrase tan mansa
y benigna, que eligiese y señalase unas iglesias sumamente capaces para que se
acogiese y salvase en ellas el pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni
fuese extraído; adonde los enemigos que fuesen piadosos pudiesen conducir a
muchos para librarlos de la muerte, y de donde los que fuesen crueles no
pudiesen sacar a ninguno para reducirle a esclavitud; éstos son, ciertamente,
efectos de la misericordia divina. Pero si hay alguno tan procaz de no advertir
que esta particular gracia debe atribuirse a nombre de Cristo y a los tiempos
cristianos, sin duda está ciego; o no lo ve y no lo celebra es ingrato, y de
que se opone a los que celebran con júbilo y gratitud este sin beneficio es un
insensato. No permita Dios que ningún cuerdo quiera imputar esta maravilla a la
fuerza de los bárbaros. El que puso terror en los ánimos fieros, el que los
refrenó, el que milagrosamente los templó, fue Aquel mismo que mucho antes
habla dicho por su Profeta: <Tomaré enmienda de ellos
castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre y
peste; pero no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del
cumplimiento de la palabra que les tengo dada>.
Capítulo VIII. De los
bienes y males, que por la mayor parte, son comunes a los buenos y malos
No
obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a
los impíos e ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de
ella con nosotros. ¿Y quién es tan benigno para con todos? <El mismo que hace que cada día salga el
sol para los buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los
pecadores>. Porque aunque es cierto que algunos, meditando
atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán de su pecado, otros,
como dice el Apóstol, <no haciendo caso del inmenso tesoro de la divina
bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación
incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les
manifestará en aquel tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez,
el cual compensará a cada uno, según las obras que hubiere hecho>.
Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios respecto de los malos es
para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su conversión; y el
azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener
sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio. Además de esto, la
misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos después y
conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia
usa de rigor con los malos para castigarlos como merecen, pues es innegable que
el Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los
que no gozarán los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que
no serán molestados los buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y
males temporales de la vida mortal fuesen comunes a los unos y a los otros,
para que ni apeteciésemos con demasiada codicia los bienes de que vemos gozan
también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e infortunios que
observamos envía también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una
diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que
llaman prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se
ensoberbece con los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al
pecador le envía Dios adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se
estraga con las pasiones, separándose de las verdaderas sendas de la virtud.
Sin embargo, en muchas ocasiones muestra Dios también en la distribución de
prosperidad y calamidades con más evidencia su alto poder; porque, si de
presente castigase severamente todos los pecados, podría creerse que nada
reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no
diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales
que no había Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las
felicidades terrenas, las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano
liberal a algunos que se las piden con humillación, diríamos que esta
particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia de un Dios tan grande,
tan justo y compasivo, y, por consiguiente, si fuese tan franco que las
concediese a cuantos las exigen de su bondad, entenderla nuestra fragilidad y
limitado entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la
esperanza de iguales premios, y semejantes gracias no nos harían piadosos y
religiosos, sino codiciosos y avarientos. Siendo tan cierta esta doctrina,
aunque los buenos y malos juntamente hayan sido afligidos con tribulaciones y.
gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no sean distintos
los males que unos y otros han padecido; pues se compadece muy bien la
diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y, a pesar
de que sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el
vicio; porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus
quilates, y la paja humea, y con un mismo trillo se quebranta la arista, y el
grano se limpia; y asimismo, aunque se expriman con un mismo peso y husillo el
aceite y el alpechín, no por eso se confunden entre sí; así también una misma
adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los reprueba,
destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores
abominan
y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia;
consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal
que se padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un
mismo modo, exhala el cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia
suavísima.
Capítulo IX. De las causas por qué castiga Dios juntamente a los
buenos y a los malos
¿Qué
han padecido los cristianos en aquella común calamidad, que, considerado con
imparcialidad, no les haya valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero,
porque reflexionando con humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha
enviado al mundo tantas calamidades, aunque ellos estén distantes de ser
pecaminosos, viciosos e impíos, con todo, no se tienen por tan exentos de toda
culpa que puedan persuadirse no merecen la pena de las calamidades temporales.
Además de esto, cada uno, por más ajustado que viva, a veces se deja arrastrar
de la carnal concupiscencia, y aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo del
pecado, al golfo de los vicios y a la impiedad más abominable, sin embargo,
degeneran en pecados, o raros, o tanto más ordinarios cuanto son más ligeros.
Exceptuados éstos, ¿dónde hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya
horrenda soberbia, lujuria y avaricia, y por cuyos abominables pecados e
impiedades, Dios, según que nos lo tiene amenazado repetidas veces por los
Profetas, envía tribulaciones a la tierra) les trate del modo que
merecen y viva con ellos de la manera que con semejantes debe vivirse? Pues de
ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni advertirlos de su fatal estado, y
a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea porque nos molesta esa fatiga tan
interesante al bien de las almas, ya porque nos causa pudor ofenderles, cara a
cara, reprendiéndoles sus demasías, ya porque deseamos excusar enemistades que
acaso nos impidan y perjudiquen en nuestros intereses temporales o en, los que
pretende nuestra ambición o en, los que teme perder nuestra flaqueza; de modo
que, aunque a los justos ofenda y desagrade la vida de los pecadores, y por
este motivo no incurran al fin en el terrible anatema que a los malos les está
prevenido en el estado futuro, con todo, porque perdonan y no reprenden los
pecados graves de los impíos, temerosos de los suyos, aunque ligeros y
veniales, con justa razón les alcanza juntamente con ellos el azote temporal de
las desdichas, aunque no el castigo eterno y las horribles penas del infierno.
Así pues, con justa causa gustan de las amarguras de esta vida, cuando Dios los
aflige juntamente con los malos, porque, deleitándose en las dulzuras del
estado presente, no quisieron mostrarles la errada senda que seguían cuando
pecaban, y siempre que cualquiera deja de reprender y corregir a los que obran
mal, porque espera ocasión más' oportuna, o porque recela que los pecadores
pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o porque no impidan a los
débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan ajustadamente, o los
persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que es ocasión de
codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que viven bien y
aborrecen los vicios de los malos, disimulan los pecados de aquellos a quienes
debieran reprender, procurando no ofenderlos porque no les acusen de las
acciones que, los inocentes usan lícitamente; aunque este saludable ejercicio
deberían practicarlo con aquel anhelo y santo celo del que deben estar
internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos en este mundo y
únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria. En esta
suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y tienen
sucesión o procuran tenerla y poseen casa y familias (con quienes habla el Apóstol, enseñándoles
y amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus maridos y éstos con aquéllas,
los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los criados con sus
señores y los señores con sus criados) procuran adquirir las cosas
temporales y terrenas, perdiendo su dominio contra su voluntad, por cuyo
respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida escandalosa y abominable
les da en rostro, sino también los que están ya en estado de mayor perfección,
libres del vinculo y obligaciones del matrimonio, pasando su vida con una
humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando a su fama y
bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias de los impíos, dejan de
reprenderlos; y aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo que
ellos se rindan a sus amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en que no
tienen comunicación unos con otros, por lo común no los quieren reprender,
pudiendo, quizá, con su corrección lograr la
enmienda
de algunos, y, cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción,
llena de caridad, corra peligro su crédito y Vida; no porque consideren que su
fama y vida es necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque
se apodera de su corazón flaco la falsa idea de que son dignas, de aprecio las
lisonjeras razones con que los tratan los pecadores, y que, por otra parte,
apetecen vivir en concordia entre los hombres durante la breve época de su
existencia; y, si alguna vez temen la crítica del vulgo y el tormento de la
carne o de la muerte, esto es por algunos efectos que produce la codicia en los
corazones, y no por lo que se debe a la caridad. Esta, en mi sentir, es una
grave causa, porque juntamente con los malos atribula Dios a los buenos cuando
quiere castigar las corrompidas costumbres con la aflicción de las penas
temporales. A un mismo tiempo derrama sobre unos y otros las calamidades y los
infortunios, no porque juntamente viven mal, sino porque aman la vida temporal
como ellos, y estas molestias que sufren son comunes a los justos y a los
pecadores, aunque no las padecen de un mismo modo; por esta causa los buenos
deben despreciar esta vida caduca y de tan corta duración, para que los
pecadores, reprendidos con sus saludables consejos, consigan la eterna y
siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas máximas ni asociarse
con los buenos para obtener el último galardón, los 'debemos sufrir y amar de
corazón, porque mientras existen en esta vida mortal, es siempre problemático y
dudoso si mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y Criador. En lo cual no
sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a su condenación aquellos
de quienes dice Dios por su Profeta: <El otro morirá, sin duda, justamente por su pecado,
pero a los centinelas yo los castigaré como a sus homicidas>,
porque para este fin están puestas las atalayas o centinelas, esto es, los
Propósitos y Prelados eclesiásticos, para que no dejen de reprender los pecados
y procurar la salvación de las almas; mas no por eso estará totalmente exento
de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las personas con
quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo hace por no
chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes que posee
lícitamente, en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón. En
cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por qué
Dios los aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada
atentamente, conocerá que el Altísimo opera con admirable, probidad y por un
medio tan esencial a nuestra salud, para que de este modo se conozca el hombre
a sí mismo y aprenda a amar a Dios con virtud y sin interés. Examinadas
atentamente estas razones, veamos si acaso ha sucedido algún trabajo a los
fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en bien, a no ser que
pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice. <Que es
infalible que a los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como
adversas, les son ayudas de costa para su mayor bien.>
Capítulo X. Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las
cosas temporales
Si
dicen que perdieron cuanto poseían, pregunto: ¿Perdieron la fe? ¿Perdieron la
religión? ¿Perdieron los bienes del hombre interior, que es el rico en los ojos
de Dios? Estas son las riquezas y el caudal de los cristianos, a quienes el
esclarecido Apóstol de las gentes decía: <Grande riqueza es vivir en el
servicio de Dios, y contentarse con lo suficiente y necesario, porque así como
al nacer no metimos con nosotros cosa alguna en este mundo, así tampoco, al
morir, la podremos llevar. Teniendo, pues, que comer y vestir, contentémonos
con eso; porque los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones y
lazos, en muchos deseos, no sólo necios, sino perniciosos, que anegan a los
hombres en la muerte y condenación eterna; porque la avaricia es la raíz de
todos los males, y cebados en ella algunos, y siguiéndola perdieron la fe y se
enredaron en muchos do lores. Aquellos que en el saqueo de Roma perdieron los
bienes de la tierra, si los poseían del modo que lo habían oído a este pobre en
lo exterior, y rico en lo interior, esto es, si usaban del mundo como si no
usaran de él, pudieron decir lo que Job, gravemente tentado y nunca vencido: <Desnudo salí
del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio, el
Señor me lo quitó; como al Señor le agradó, así se ha hecho; sea el nombre del
Señor bendito>, para que, en efecto, como buen siervo estimase
por rica y crecida hacienda la voluntad y gracia de su Señor; enriqueciese,
sirviéndole con el espíritu, y no se entristeciese ni le causase pena el dejar
en vida lo que había de dejar bien presto muriendo. Pero los más débiles y
flacos, que estaban adheridos con todo su corazón a estos bienes temporales,
aunque no lo antepusiesen al amor de Jesucristo, vieron con dolor,
perdiéndolos, cuánto pecaron estimándolos con demasiado afecto; pues tan grande
fue su sentimiento en este infortunio como los dolores que padecieron, según
afirma el Apóstol, y dejo referido, y así convenía que se les enseñase también
con la doctrina la experiencia a los que por tanto tiempo no hicieron caso de
la disciplina de la palabra, pues cuando dijo el Apóstol Pablo <que los que
procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones>, sin duda que
en las riquezas no reprende la hacienda, sino la codicia. El mismo Santo
Apóstol ordena en otro lugar a su discípulo Timoteo el siguiente reglamento
para que anuncie entre las gentes, y le dice: <Que mande a los que son ricos
en este mundo que no se ensoberbezcan ni confíen y pongan su esperanza en la
inestabilidad e incertidumbre de sus riquezas, sino en Dios vivo, que es el que
nos ha dado todo lo necesario para nuestro sustento y consuelo con grande
abundancia; que hagan bien, y sean ricos de buenas obras y fáciles en repartir
con los necesitados, y humanos en el comunicarse, atesorando para lo sucesivo
un fundamento sólido para alcanzar la vida eterna. Los que así dispusieron de
sus haberes recibieron un extraordinario consuelo, reparando sus pequeñas
quiebras con un excesivo interés y ganancia, pues dando con espontánea voluntad
lo pusieron en mejor cobro, formándose un tesoro inagotable en el cielo, sin
entristecerse por la privación de la posesión de unos bienes que, retenidos,
más fácilmente se hubieran menoscabado y consumido. Estos bienes pudieron muy
bien haber perecido en esta vida mortal por los fatales accidentes que
ordinariamente acaecen, los cuales, en vida, pudieron poner en las manos del
Señor. Los que no se separaron de los divinos consejos de Jesucristo, que por
boca de San Mateo nos dice: <No
queráis congregar tesoros en la tierra, adonde la polilla y el moho los corrompen, y adonde los ladrones los desentierran y
hurtan, sino atesoraos los tesoros en el cielo, adonde no llega el ladrón ni la
polilla lo corrompe, porque adonde estuviere vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón.> En el tiempo de la tribulación y de las
calamidades experimentaron con cuánta discreción obraron en no haber desechado
el consejo del Divino Maestro, fidelísimo y segurísimo custodio. Pero si
algunos se lisonjearon de haber tenido guardadas sus riquezas adonde por acaso
sucedió que no llegase el enemigo, ¿con cuánta más certidumbre y seguridad
pudieron alegrarse los que, por consejo de su Dios, transfirieron sus haberes
al lugar donde de ningún modo podía penetrar todo el poder del vencedor? Y así
nuestro Paulino, Obispo de Nola, que, de hombre poderoso se hizo
voluntariamente pobre cuando los godos destruyeron la ciudad de Nola, una vez
ya en su poder (según que luego lo supimos por él mismo) hacía oración a Dios
con el mayor fervor, implorando su piedad por estas enérgicas expresiones: <Señor, no
padezca yo vejaciones por el oro ni por la plata, porque Vos sabéis dónde está
toda mi hacienda.> Y estas palabras manifestaban evidentemente
que todos sus haberes los había depositado en donde le había aconsejado aquel
gran Dios; el cual había dicho, previendo los males futuro:, que estas
calamidades habían de venir al mundo, y por eso los que obedecieron a las
persuasiones del Redentor, formando su tesoro principal donde y como debían,
cuando los bárbaros saquearon las casas y talaron los campos no per dieron ni
aun las mismas riquezas terrenas; mas aquellos a quienes pesó por no haber
asentido al consejo divino dudoso del fin que tendrían sus haberes, echaron de
ver ciertamente, si no ya con la ciencia del vaticinio, a lo menos con la
experiencia, lo que debían haber dispuesto para asegurar perpetuamente sus
bienes. Dirán que hubo también algunos cristianos buenos que fueron
atormentados por los godos sólo porque les pusiesen de manifiesto sus riquezas;
con todo, éstos no pudieron entregar ni perder aquel mismo bien con que ellos
eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer ultrajes y tormentos que
manifestar y dar sus fortunas; haberes, seguramente, que no eran buenos; pero a
éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro; era necesario advertirles
cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen a amar, especialmente
al que se enriquece y padece por Dios, esperando la bienaventuranza, y no a la
plata ni al oro, pues en apesadumbrarse por la pérdida de estos metales fuera
una acción pecaminosa, ya los ocultasen mintiendo, ya los manifestasen y
entregasen diciendo la verdad; porque en la fuerza de los mayores tormentos
nadie perdió a Cristo ni su protección, confesando, y ninguno conservó el oro
sino negando, y por eso las mismas afrentas que les daban instrucciones seguras
para creer debían amar el bien incorruptible y eterno eran, quizá, de más provecho
que los bienes por cuya adhesión y sin ningún fruto eran atormentados sus
dueños; y si hubo algunos que, aunque nada tenían que poseer patente, cómo no
los daban crédito, los molestaron con injurias y malos tratamientos, también
éstos, acaso, desearían gozar grandes haberes, por cuyo afecto no eran pobres
con una voluntad santa y sincera, y éste es el motivo porque era necesario
persuadirles que no era la hacienda, sino la codicia de ella la que merecía
semejantes aflicciones; pero si por profesar una vida perfecta e intachable no
tenían atesorado oro ni plata, no sé ciertamente si aconteció acaso a alguno de
éstos que le atormentasen creyendo que tenía bienes; y, dado el caso de que así
sucediese, sin duda, el que en los tormentos confesaba su pobreza, a Cristo
confesaba; pero aun cuando no mereciese ser creído de los enemigos, con todo,
el confesor de tan loable pobreza no pudo ser afligido sin la esperanza del
premio y remuneración que le estaba preparada en el Cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario