Lo que
acabamos de exponer es verdad en todos los tiempos, pero la cuestión de la vida
interior se plantea hoy de una manera más urgente que en otras épocas menos
turbias que la nuestra.
La
razón es que muchos hombres se han alejado de Dios , y han intentado organizar
la vida intelectual y la vida social sin él. En consecuencia, los grandes
problemas que siempre han preocupado a la humanidad han tomado un nuevo giro, trágico
a .veces. Querer prescindir de Dios, causa primera y último fin, conduce al
abismo; y no solamente conduce al abismo, sino también a la miseria física y
moral que es peor que la nada. En consecuencia, los grandes problemas se agravan
hasta la exasperación; y no podemos menos de comprender que es imprescindible
plantear de nuevo el problema religioso y plantearlo desde su raíz. Y una de
dos: o se pronuncia uno por Dios o contra Dios; éste es el problema de la vida
interior en su misma esencia. "Qui non est mecum, contra me est",
dice el Salvador (Mat., XII, 30), Así es como las grandes tendencias modernas,
científicas o sociales, á pesar de los conflictos surgidos entre ellas, v a pesar
de los opuestos designios de sus representantes, convergen, quiérase o no,
hacia la cuestión fundamental de las relaciones íntimas del hombre con Dios.
A este
resultado se llega a través de múltiples desvíos.
Cuando
el hombre no quiere someterse a sus graves deberes religiosos hacia aquel que
lo creó y es su último fin, y siéndole, por otra parte, imposible prescindir de
la religión, ge crea una religión a su antojo; pone, por ejemplo, su religión en
la ciencia, o en el culto de la justicia social o en cualquier ideal humano que
acaba por considerar como una religión o una mística que reemplaza al ideal
superior que ha abandonado.
Vuelve
de esta manera la espalda a la Realidad suprema, y se plantea una multitud de
problemas a los que no es posible encontrar solución si no es volviendo al
problema fundamental de las relaciones íntimas del alma con Dios.
Cualquiera
ha oído muchas veces hablar de esto: en nuestros días, la ciencia pretende
pasar por ser una religión', a su vez el socialismo y el comunismo quieren ser
una moral científica y se presentan como un culto apasionado de la justicia. Y por
ese camino se esfuerzan en cautivar los espíritus y los corazones.
Es un
hecho, en la hora actual, que*el sabio moderno rinde culto escrupuloso al
método científico, en tal forma que parece más interesado por el método que por
la verdad misma; si dedicase parecida vigilancia a su vida interior, pronto
llegaría a ser un santo. Pero con frecuencia esta religión de la ciencia se
ordena más bien a la apoteosis del hombre que al amor de Dios. Otro tanto hay
que decir de la actividad social, particularmente tal como se manifiesta en el
socialismo y en el comunismo; ya que se inspira en una mística que pretende
aspirar a una transfiguración del hombre, negando a veces, de la manera más
absoluta, los derechos de Dios.
Esto
equivale a decir que en el fondo de todo gran problema se encuentra esa gran
cuestión de las relaciones del hombre con Dios. Y no hay término medio; hay que
decidirse en pro o en contra. Nuestra época es un ejemplo palpable.
La
crisis económica mundial' de la hora actual nos da a entender lo que los
hombres pueden cuando han querido prescindir de Dios.
Cuando
pretenden prescindir.de Dios, lo serio de la vida se desplaza. Si la religión
no es cosa seria y digna de tenerse en cuenta, hay que buscar en otra parte
algo que sea serio y fundamental. Y se lo encuentra, o se pretende encontrarlo,
en la ciencia o en la actividad social. Se pretende realizar actividades de
tipo y sentido religioso en la investigación de la verdad científica o en el
establecimiento de la justicia entre las clases y los pueblos. Y después de
algunos tanteos se viene a caer en la cuenta de que se ha desembocado en una inmensa
catástrofe; y que las relaciones entre los individuos y los pueblos son cada
día más difíciles, si no imposibles.
Es
cosa evidente, como lo dicen San Agustín y Santo Tomás (1), que idénticos
bienes materiales, a diferencia de los espirituales, no -pueden pertenecer
integramente a muchos a la vez. Una casa, un campo no pueden simultáneamente
pertenecer en su totalidad a muchos hombres, ni el mismo territorio a
diferentes pueblos. De ahí el terrible conflicto de intereses cuando los
hombres ponen, apasionadamente, su último fin en estos bienes inferiores.
Por el
contrario, se complace en repetir San Agustín, idénticos bienes espirituales
pueden pertenecer simultánea e integramente^ todos y cada uno. Sin limitarnos
mutuamente, podemos poseer en su totalidad la misma verdad, la misma virtud y
al mismo Dios. Por eso nos dice Nuestro Señor: Buscad el reino de Dios y todo
lo demás se os dará por añadidura (Mat., vi, 33).
El no
dar oídos a esta lección es trabajar en la propia
ruina;
Así se verifica una vez más la palabra del Salmo CXXVI, 1: "Nisi Dominus
aedificaverit domum, in vanum laboraverunt qui aedificant eam; nisi Dominus
custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam, si Dios no edifica la
casa, en vano trabajan los que la levantan; si Dios no guarda la ciudad, en
vano está alerta el centinela."
Si lo
que hay de serio en la vida se desplaza, si deja de influir en nuestros deberes
para con Dios y sólo nos empuja a la actividad científica o social; si el
hombre se busca constantemente a sí mismo en vez de buscar a Dios que es su fin
último, entonces los hechos no tardan en demostrarle que se ha metido en un
camino imposible que conduce no solamente a la nada, sino a un desbarajuste
insoportable y a la miseria. Preciso es volver a esta palabra del Salvador: El
que no está conmigo está contra mi; el que no recoge conmigo, dispersa (Mat.,
xu, 20). Los hechos lo confirman.
Se
sigue de aquí que la religión no puede dar respuesta (Cf. SANTO TOMÁS, I, II,
q. 28, a. 4, ad 2; ni, q. 23, a. 1, ad J.) eficaz, verdaderamente realista, a
Jos grandes problemas actuales, mientras no sea una religión profundamente
vivida; lo cual no puede hacer una religión superficial y barata, consistente
en algunas oraciones vocales y en algunas ceremonias en las que el arte
religioso tendría más lugar que la piedad verdadera. Ahora bien, no hay
religión profundamente vivida si está privada de vida interior o de esa
conversación íntima y frecuente, no sólo consigo mismo, sino con Dios. Esto es
lo que enseñan las últimas Encíclicas de S. S. Pío XI.
Para
responder a las aspiraciones generales de los pueblos, en lo que tienen de
bueno; a las aspiraciones a la justicia y a la caridad entre los individuos,
las clases y los pueblos, el , Pastor supremo ha escrito sus Encíclicas sobre
Cristo Rey, sobre su influencia santificadora en todo su cuerpo místico, sobre
la familia, sobre la santidad del matrimonio cristiano, sobre las cuestiones sociales,
sobre la necesidad de la reparación, sobre las misiones. En todas ellas se
trata del reinado de Cristo en la humanidad. De lo dicho se sigue claramente que
para que conserve la preeminencia que debe guardar sobre la actividad
científica y sobre la actividad social, la religión, la vida interior, debe ser
profunda, debe ser una verdadera unión con Dios. Esto es absolutamente
necesario.
¿Cómo
trataremos aquí de la vida interior? No pensamos ocuparnos en forma técnica de
muchas cuestiones que largamente exponen los teólogos sobre la gracia
santificante y las virtudes infusas. Las damos pues por supuestas y sólo
haremos de ellas mención en la medida necesária para comprender lo que es la
vida espiritual.
Nuestro
objeto es invitar a las almas a hacerse más interiores y recogidas y a aspirar
a la unión con Dios. Para conseguir esto es preciso evitar dos escollos.
Con
frecuencia el espíritu que anima la investigación, aun en, estas materias, se
demora en detalles en forma tai que el pensamiento queda alejado de la
contemplación de las cosas divinas. La mayor parte de las almas interiores no tienen
necesidad de muchas de esas investigaciones indispensables al teólogo; para
comprenderlas les sería precisa la iniciación filosófica que no poseen, y que
en cierto sentido les embarazaría, ya que instintivamente y por otra vía vuelan
ellas más alto, como San Francisco de Asís que se extrañaba de ver que, en los
cursos de filosofía de sus religiosos, se ocupasen éstos en demostrar la
existencia de Dios. Hoy la especialización a veces exagerada de los estudios
hace que muchas inteligencias queden privadas de la visión de conjunto necesaria
para juzgar rectamente de las cosas, aun de aquellas que caen dentro de su
especialidad, y que no capten en ellas las relaciones que guardan con las
demás. El culto del detalle no debe hacer perder de vista el conjunto. En lugar
de espiritualizarse, el qoe así procediera se materializaría, y con pretexto de
ciencia exacta y minuciosa, se alejaría de la verdadera vida interior y de la
alta sabiduría cristiana.
Por
otra parte, muchas obras de vulgarización en materia religiosa y no pocos
libros de piedad carecen de sólido fundamento doctrinal. La vulgarización, en
razón de la simplificación un poco material a que está sometida, evita con frecuencia
el examen de ciertos problemas fundamentales y difíciles de donde precisamente
brotaría la luz, tal vez la luz esencial.
A fin
de evitar estos dos escollos extremos, seguiremos nosotros el camino indicado
por Santo Tomás que no fue un vulgarizador y que es y será el gran clásico de
la teología. Acertó a elevarse de la sabia complejidad de sus primeras obras, y
de las Cuestiones disputadas a la excelsa simplicidad de los más hermosos
artículos de la Suma teológica.
Y tan
bien supo elevarse que, al fin de su existencia, absorto en la alta
contemplación, no pudo dictar el final de la Suma, porque no le era posible
descender a la complejidad de cuestiones y de artículos que aun deseaba componer.
La
demora en los detalles y la simplificación superficial alejan,
cada una a su manera, de la contemplación cristiana, que se eleva por encima de
estas desviaciones como una alta cima hacia la cual tienden todas las almas de
oración.
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