Continúa la introducción.
Obra
de circunstancias, como casi todas las suyas, La Ciudad de Dios es un
gigantesco drama teándrico en veintidós libros, síntesis de la historia
universal y divina, sin duda la obra más extraordinaria que haya podido
suscitar el largo conflicto que, desde el siglo I al siglo VI, colocó frente a
frente al mundo antiguo agonizante con el cristianismo naciente.
Obra
imperfecta, ciertamente, repleta de digresiones, de episodios, de demoras, de
prolongaciones, en la que no todo es del mismo trigo puro. La proyección, en el
más allá del espacio y del tiempo, de lo que el Santo sabe por haberlo
experimentado él mismo, en un presente cargado de su propio pasado y de su
propio porvenir, le, llevó a consideraciones aventuradas, discutibles o
francamente erróneas. Pero la obra resulta de una excepcional calidad por el
plan que la inspira, y de un inmenso alcance por las perspectivas que abrió a
la humanidad.
En las
Retractaciones resume así el autor el plan que ha seguido al escribir el De
Civitate Dei: "Los cinco primeros libros refutan
la tesis de los que hacen depender la prosperidad terrestre del culto dedicado
por los paganos a los falsos dioses y pretenden que, si surgieron tantos males
que nos abaten, es porque ese culto fue proscrito. Los cinco libros siguientes
se alzan contra los que aseguran que estas desgracias no han sido ni serán
perdonadas jamás a los mortales, que unas veces, terribles y otras soportables,
se diversifican según los lugares, los tiempos, las personas, pero que
sostienen por otra parte, que el culto de una multitud de dioses con los
sacrificios que se les ofrecen, son útiles para la vida futura después de la
muerte. Estos diez primeros libros son, por tanto, la refutación de las
opiniones erróneas y hostiles a la religión cristiana.
Pero para no exponerme al reproche de haber refutado únicamente las
ideas ajenas sin establecer las nuestras, consagramos a esta última tarea la
segunda parte de la obra, que comprende doce libros. Por lo demás, incluso en
los diez primeros, no hemos dejado de exponer nuestros puntos de vista, allí
donde era necesario, al igual que en los doce últimos hemos tenido que refutar
también las opiniones adversas. Por consiguiente, de estos doce libros, los
primeros tratan del origen de las dos Ciudades, la de Dios y la, del mundo; los
cuatro siguientes explican su desenvolvimiento o su progreso, y los cuatro
últimos los, fines que les son asignados. El conjunto de estos veintidós libros
tiene por objeto las dos Ciudades. Sin embargo, recibieron su título de la
mejor de las dos; por eso preferí titularlos La Ciudad de Dios." En carta dirigida a los monjes Pedro y Abraham, escrita
entre 417 y 419, es decir, cuando aún faltaba mucho para dar remate a la obra,
pero cuando ya había avanzado el trabajo lo suficiente como para que fuese
posible prever la continuación, el obispo de Hipona da los siguientes informes
sobre las ideas directrices que ha seguido: "He terminado ya diez
volúmenes bastante extensos. Los cinco primeros refutan a aquellos que
defienden como necesario el culto de muchos dioses y no el de uno solo, sumo y
verdadero, para alcanzar o retener esta felicidad terrena y temporal. Los otros
cinco van contra aquellos que rechazan con hinchazón y orgullo la doctrina de
la salud y creen llegar a la felicidad que se espera después de esta vida,
mediante el culto de los demonios y de muchos dioses. En los tres últimos de
estos cinco libros refuto a sus filósofos más famosos. De los que faltan, a
partir del undécimo, sea cual fuere su número, ya he terminado tres, y traigo
entre manos el cuarto. Contendrán lo que nosotros sostenemos y creemos acerca
de la Ciudad de Dios. No sea que parezca que, en esta obra, sólo he querido
refutar las opiniones ajenas y no proclamar las nuestras." La Ciudad de
Dios, pues, divídese en dos partes: la una negativa, de carácter polémico
contra los paganos (libros IX), subdividida, a su vez, en dos secciones: los
dioses no aseguran a sus adoradores los bienes materiales (IV); menos todavía
les aseguran la prosperidad espiritual (VIX); la otra positiva, que suministra
la explicación cristiana de la historia (libros XI XXII), subdividida asimismo
en tres secciones: origen de la Ciudad de Dios, de la creación del mundo al
pecado original (XI XIV); historia de las dos ciudades; que progresan la una
contra la otra y, por así decirlo, la una en la otra (XVXVIII); los fines
últimos de las dos ciudades (XIXXXII) Y es obvio que
San
Agustín se propuso desde un principio tratar en su conjunto la historia de las
dos ciudades, desde su origen a su consumación final; la sola mención de la
Ciudad de Dios en la primera línea de la obra, bastaría para confirmarlo.
Cuando comenzó su trabajo sabía ya muy bien el Santo lo que quería hacer y que
no se proponía tan solo, ni siquiera principalmente, tomar la defensa de la
religión cristiana contra: sus acusadores más o menos malévolos, sino que
quería recordar en su conjunto la maravillosa historia de la Ciudad de Dios. En
el año 412 hacía ya mucho tiempo que el autor venia meditando acerca de la
oposición de las dos ciudades; la toma de Roma y el recrudecimiento de la
oposición solamente le empujaron a no retardar más una obra de cuyo contenido
estaba bien compenetrado.
No
cabe la menor duda de que fue el propio Agustín quien dividió su obra en
veintidós libros. En todo momento habla, indicando la cifra, de los libros que
constituyen La Ciudad de Dios, y sus divisiones son exactamente las que nos ha
transmitido la tradición manuscrita. Por lo demás, al obrar así no hizo más que
conformarse a un uso tradicional que correspondía a exigencias de orden material.
Un libro basta para llenar un papiro de dimensión corriente; cuando se llena el
papiro se acaba el libro. Una obra poco extensa no lleva, pues, más que un solo
libro; una obra importante cuenta con varios. Así es como Agustín declara, al
fin de las Retractaciones, que ha compuesto hasta la fecha noventa y tres
obras, o sea doscientos treinta y dos libros. El libro es así, por la fuerza de
las cosas, la unidad fundamental, y debe leerse, si no de un tirón, al menos
como formando un todo cuyas partes son inseparables una de otra.
Más
difícil es determinar si fue también él quien dividió los libros en capítulos.
Y más todavía si fue el autor de los títulos que preceden a cada uno de los
capítulos. Lo cierto es que están muy lejos de ser recientes esos títulos y su
uso se fue imponiendo progresivamente.
Vamos
a dar a continuación el contenido sumario de la obra, tal como lo resume M.
Bendiscioli.
Las
devastaciones y estragos efectuados por los godos no han dañado lo que
verdaderamente vale; a lo más han constituido una prueba saludable y una
advertencia elocuente para los cristianos demasiado apegados a los bienes
terrenales (libro I). Los males morales y los males físicos afligieron también
a la humanidad cuando el culto de los dioses estaba en pleno vigor y aun no
existía el cristianismo. La prosperidad y el incremento del Imperio romano no
pueden haber sido obra de los dioses venerados por los romanos: basta examinar
la mitología para comprobar su incoherencia y puerilidad. No son los falsos
dioses, sino el Dios único y verdadero quien distribuye los reinos según sus
designios, que no por estar ocultos para nosotros son menos verdaderos. Es la
Providencia divina, no el azar epicúreo, ni el hado estoico, quien ha otorgado
a Roma su imperio en premio a sus virtudes, naturales y como indemnización por
la felicidad eterna que nunca hubiera conseguido. El celebrado celo de los
romanos por su patria terrena ha de ser aviso y ejemplo para los cristianos al
aspirar a la patria celestial (IIV) Esta primera sección va enderezada contra
los qué opinan que se debe adorar a los dioses con miras a alcanzar los bienes
materiales, es decir, contra el vulgo. En la segunda sección de la primera
parte consagrada a la polémica anti pagana pasa a refutar a los que afirman que
se debe practicar el culto de los dioses para obtener la felicidad
ultraterrena. Estos son filósofos y por eso la polémica va dirigida
principalmente contra ellos; y, sobre todo, contra su tentativa de justificar
de algún modo el núcleo de la religión popular. El más autorizado de estos
defensores es Varrón. San Agustín piensa que basta con refutar las
justificaciones de este eminente teólogo pagano para dar por demolida la
pretensión pagana de asegurar con el politeísmo la felicidad ultraterrena
(VIVII).
Pero los
filósofos no se han limitado a esto; han intentado, además, elaborar una teoría
de los dioses, diversa de la de los poetas, y de las instituciones públicas.
Una "teología natural" que Agustín reconstruye y pulveriza, siguiendo
la trayectoria del pensamiento griego, desde los milesios a Platón y 195
neoplatónicos (VIIIX). El motivo fundamental de la polémica es: para los
presocráticos, la incomprensión de la inmaterialidad de Dios y de su cualidad
de Creador; para Platón, la ignorancia del hecho de la Redención y de todo el
contenido de la Revelación cristiana; para los neoplatónicos, la imposibilidad
de conciliar su demonología con la omnipotencia y la perfección divinas.
LIBRO PRIMERO. LA DEVASTACIÓN DE ROMA NO FUE CASTIGO DE
LOS DIOSES DEBIDO AL CRISTIANISMO
Capítulo
primero. De los enemigos del nombre cristiano, y de cómo éstos fueron perdonados
por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos en
el saqueo y destrucción de la ciudad.
Hijos
de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la
Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos
ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz,
mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del
Redentor, que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes
lenguas si cuando huían el cuello de la segur vengadora de su contrario no
hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por
ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes por
respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros?
Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los
Apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron dentro de sí a los que
precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus
esperanzas, en cuyo número se comprendieron no sólo los gentiles, sino también
los cristianos. Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando su furor el
enemigo, pero allí mismo se amortiguaba o apagaba el furor del encarnizado
asesino, y, al fin, a estos sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a
los que, hallados fuera de los santos asilos, hablan perdonado las vidas, para
que no cayesen en las manos de los que no usaban ejercitar semejante piedad,
por lo que es muy digno de notar que una nación tan feroz, que en todas partes
se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se
aproximó a los templos y capillas, donde la estaba prohibida su profanación,
así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por
derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada
desprendiéndose igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una
gran presa en ciudad tan rica y abastecida. De esta manera libertaron su, vidas
muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos cristianos, imputando
a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y, no atribuyendo a este
gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo
nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno,
respectivamente, hacía depender este feliz suceso de la influencia benéfica del
hado, o de su buena suerte, cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían
atribuir las molestias y penalidades que sufrieron por la mano vengadora de sus
enemigos a los inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la Providencia
divina, que acostumbra a corregir y aniquilar con los funestos efectos que
presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de los
hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a
veces, ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para
proporcionarles la aureola de su mérito; y cuando ya tiene probada su
conformidad, dispone transferir los trabajos a otro lugar, o detenerlos todavía
en esta vida para otros designios que nuestra limitada trascendencia no puede
penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores atribuir a los
tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles
hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la
guerra, sin otro respeto que por indicar su sumisión y reverencia a Jesucristo,
concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los hallaban, y con
especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos dedicados al
augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente espaciosos y capaces de
una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen superabundantemente
los rasgos de su misericordia y piedad. De esta constante doctrina podrían
aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a Dios, acudiendo
verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de
librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del fuego eterno,
así como de su presente destrucción; porque muchos de estos que veis que con
tanta libertad y desacato hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no
hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen que eran católicos; y ahora
su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia, con dañado corazón se
opone a aquel santo nombre, que en el tiempo de sus infortunios le sirvió de
antemural, irritando de este modo la divina, justicia y, dando motivo a que su
ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores que están preparados
perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia y gratitud fue no de
corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades
momentáneas y caducas de esta vida.
Capítulo
II. Que jamás ha habido guerra en que los vencedores perdonasen a los vencidos
por respeto y amor a los dioses de éstos.
Y
supuesto que están escritas en los anales del mundo y en los fastos de los
antiguos tantas guerras acaecidas antes y después de la fundación y
restablecimiento de Roma y su Imperio, lean y manifiesten estos insensatos un
solo pasaje, una sola línea, donde se diga que los gentiles hayan tomado alguna
ciudad en que los vencedores perdonasen a los que se habían acogido (como lugar
de refugio) a los templos de sus dioses. Pongan patente un solo lugar donde se
refiera que en alguna ocasión mandó un capitán bárbaro, entrando por asalto y a
fuerza de armas en una plaza, que no molestasen ni hiciesen mal a todos
aquellos que se hallasen en tal o tal templo. ¿Por ventura, no vio Eneas a
Príamo violando con su sangre las arras que él mismo había consagrado? Diómedes
y Ulises, degollando las guardias del alcázar y torre del homenaje, ¿no
arrebataron el sagrado Paladión, atreviéndose a profanar con sus sangrientas
manos las virginales vendas, de la diosa? Aunque no es positivo que de resultas
de tan trágico suceso comenzaron a amainar y desfallecer las esperanzas de los
griegos; pues en seguida vencieron y destruyeron a Troya a sangre y fuego,
degollando a Príamo que se había guarecido bajo la religiosidad de los altares.
Sería a vista de este acaecimiento una proposición quimérica el sostener que
Troya se perdió porque perdió a Minerva; porque ¿qué diremos que perdió primero
la misma Minerva para que ella se perdiese? ¿Fueron por ventura sus guardas? Y
esto seguramente es lo más cierto, pues, degollados, luego la pudieron robar,
ya que la defensa de los hombres no dependía de la imagen, antes más bien, la
de ésta dependía de la de aquellos. Y estas naciones ilusas, ¿cómo adoraban y daban
culto (precisamente para que los defendiese a ellos y a su patria) a aquella
deidad que no pudo guardar a sus mismos centinelas?
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