PRÓLOGO
JUSTIFICACIÓN DEL AUTOR
Lo imposible ha sucedido: he llegado a ser lo que siempre
desprecié…y exalto la actualidad. Yo, que he detestado toda la vida la
literatura de fantasmas, escribo ahora acerca de un fantasma en el
sentido estricto de esta palabra en relación con la literatura, pues el hombre
de quien me propongo hablar exhaló su último suspiro en Eddyville, Kentucky,
exactamente a la una y veintidós minutos de mañana del 26 de febrero de 1943,
sobre la silla eléctrica de la prisión del Estado de Kentucky.
Aquel día, muchos periódicos de los Estados Unidos, y todos los
del Estado de Kentucky, cometieron una grave equivocación al decir que Tom Penney,
asesino convicto de Marion Miley y de su anciana madre, había pagado con su
vida tal crimen, cometido el 28 de septiembre de 1941.
Semejante afirmaron distaba mucho de la verdad, pues el hombre que
se sentó en la silla eléctrica aquella glacial mañana de febrero no era Tom Penney,
el asesino.
No trato de alarmar a nadie. Intento, sencillamente, establecer
los hechos. Tom Penney, el asesino, había muerto catorce meses antes en la tarde
del domingo 21 de diciembre de 1941, en la cárcel del Condado de
Fayette, en Lexington, Kentucky, y allí había sido enterrado. Digo
esto, porque el cuerpo al que el verdugo hizo llegar cuatro violentísimas descargas
eléctricas el 26 de febrero de 1943 pertenecía a un hombre totalmente distinto
del bandido Tom Penney, que, con Bob Anderson, había entrado en la adrugada del
último domingo de septiembre de 1941 en el Club de Campo, de Lexington, del que
salieron con las pistolas casi descargadas y un mísero botín de 130 dólares en
sus bolsillos, después de matar a una mujer y herir gravemente a otra Decir a
quién se aplicó la máxima pena del Estado en aquella mañana de febrero es una
de las causas por las que escribo este reportaje. Aunque sólo esta revelación
sería motivo suficiente para saltar de alegría, para cambiar de parecer y hasta
para quebrantar el silencio trapense. Tom Penney, el asesino, había dicho una
vez que para él Dios era tan sólo una palabra compuesta de cuatro letras que
para nada afectaban a su vida, como si fueran sencillamente la v, la x,
la y y la z. Pero el hombre que entró en la Cámara de la Muerte de
Eddyville acompañado del grueso alcaide de la prisión, Jess Buchanam, había
escrito pocos días antes: Para mí,
la paz sólo está en Dios y con Dios. Hasta que no esté con El, con su Madre y
con sus Santos, seré un miserable. El
hombre que ataron con las correas a la silla eléctrica aquella mañana de
febrero había dicho repetidas veces: Yo sé bien que la muerte es el único camino hacia Dios, y siento la
impaciencia de encontrar mi camino.
Además de hablar de un hombre que ansiaba la muerte, quiero contar
aquí la milagrosa historia de su segundo nacimiento, empleando en gran parte
sus propias palabras. Palabras que tengo ante mí en doscientas veintiuna cartas,
dos poemas, dos tercios de una autobiografía y un testamento autógrafo. De las
cartas, casi cincuenta fueron escritas en aquellos catorce meses transcurridos
entre el día en que el asesino Tom Penney Murió y la sombría madrugada
en que cuatro fuertes descargas cortaron la vida del cuerpo del hombre sentado
en la silla eléctrica de Eddyville. Aunque todas ellas llevan la firma de Tom
Penney, espero que el lector decida si una sola de sus líneas fue escrita por
Tom Penney el criminal.
Este, pues, es el profundo sentido de mi reportaje. Lo escribo no
sólo para referir la grandeza del alma de aquel que murió en la silla
eléctrica, sino para demostrar al lector que su propia alma, como las de todos
los seres humanos, tiene un altísimo valor. He considerado necesario escribir
este libro del mundo de nuestros días, porque aun cuando sobre todos mis libros
pesen testimonios irrecusables de la gracia de Dios, la mayar parte de ellos son
más o menos eruditos: biografías, autobiografías, artículos para revistas y
expertas glosas relatando brillantemente la conversión de algún personaje.
En ellos he recorrido toda la gama: desde las Confesiones de
San Agustín y la Apología del Cardenal Newman hasta el Ahora veo de
Arnold Lunn y La montaña de los siete círculos de Thomas Merton. Pero
aunque esos testimonios sean maravillosos, pueden llevarnos a olvidar que cada
alma es tan infinitamente preciosa para Nuestro Señor Todopoderoso, que El no ahorrará
esfuerzos para salvar al más insignificante o al peor de todos nosotros,
haciéndonos llegar hasta las puertas de la muerte, para tendernos en ella Su
mano y librarnos del infierno. Pero para que esta ayuda de Dios sea eficaz,
debemos fijarnos en la conducta del hombre de Eddyville.
Este libro, pues, está escrito para aquellos que desean la
revelación de las verdades más hondas del alma y de las almas sumergidas en la
Verdad.
Quienes busquen otra cosa, harán bien en no leerlo y dedicarse a
las historietas cómicas y los crucigramas de los suplementos dominicales de los
periódicos.
Puesto que mi libro es una revelación de Dios, permítaseme hacer como
nuestro Padre San Bernardo, quien recordaba siempre cómo en la tarde del
Viernes que ahora llamamos Santo, un hombre —sólo uno— se salvó en lo alto del
Calvario. Uno —decía—, así que ninguno de nosotros debe nunca perder la
esperanza; uno solamente, que podíamos haber sido uno cualquiera de nosotros.
Este milagro del Calvario se repitió en Eddyville la noche a la que me refiero.
Murieron tres hombres, pero sólo uno de ellos... Dejo que Miriam Crouse hable
por mí en sus versos: Tres hombres compartieron la muerte sobre una colina, pero
solamente murió uno.
Los otros dos
—un ladrón y el propio Dios se habían encontrado.
Tres cruces inmóviles había clavadas en el Calvario donde los
delincuentes eras condenados.
Sobre una de ellas, un hombre roto, tronchado, moría maldiciendo.
De otra colgaba un ladrón implorante, que, como los penitentes
arrepentidos, encontraba a Cristo próximo a él sobre el patíbulo.
Tres hombres compartieron la muerte en Eddyville, pero uno solamente...
Bueno, permítaseme empezar la historia de la salvación de su alma donde
comienza la historia de la salvación de todas las almas, incluso la de la Madre
de Dios: en Getsemaní: Es del Getsemaní de América y no del de Palestina del
que hablo. Pero ambos están tan estrechamente unidos en el Tiempo y para la
Eternidad, que el hombre vacilante entre dos caminos aquella tarde de octubre
de 1941 podía muy bien haber sido lo mismo el Padre Jorge Donnelly, el apóstol
San Juan o uno de sus sucesores del siglo XX. Estaba a punto de tomar la decisión
de volver por Covington, y, sin embargo, por una razón inexplicable, casi una
extravagancia, decidió regresar a su casa pasando por Lexington. Esta decisión
fue la que mató a Tom Penney el asesino y condujo a la silla eléctrica en
Eddyville a otro hombre distinto. El que el Padre Jorge tomara aquella
dirección era, sin duda, la voluntad de Dios. Si es verdad que las manos del
Padre Jorge empuñaban el volante y su pie apretaba el acelerador, todavía es
más verdad que quien realmente conducía su coche aquella tarde era Jesucristo.
Mientras el sacerdote corría a través de la tarde de octubre, se
sentía envuelto en una sensación de paz y de bienestar. Su breve retiro entre
los muros grises de esa Ciudad de Dios que es el Convento de Getsemaní, le había
tenido apartado de las fuentes de belleza que ahora volvía a ver a su alrededor.
Su cigarro ardía perfectamente; el motor ronroneaba devorando las millas; nada
puede extrañar que se sintiera satisfecho al considerar que la vida es bella.
Los árboles, a un lado y a otro del camino, estaban pletóricos de color; el
cielo y la tierra, recién lavados por la lluvia del día anterior, y el grato
aroma del otoño embalsamaba el aire. El Padre Jorge conducía su coche, sin
imaginar, ni por lo más remoto, que muy pronto iba a encabezar el reparto de un
drama, que terminaría, no en la sombría cámara de la muerte en la prisión del
Estado de Kentucky, sino en la antecámara del Cielo, deslumbrante de vivísima
luz.
¡Qué hondo misterio!... Pero en la vida humana todo es
profundamente misterioso. Mientras el Padre Jorge atravesaba la campiña
fragante del otoño, hacia Lexington, el jefe de Policía de esta ciudad, Austin
Price, y Guy Maupin, jefe del departamento de Identificación, trataban de
esclarecer otro misterio: el de Tom Penney el asesino.
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