IV. HISTORIA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN
25.
Hemos querido, venerables hermanos, proponer a vuestra consideración y a la del
pueblo cristiano, en sus líneas generales, la naturaleza íntima del culto al
Corazón de Jesús, y las perennes gracias que de él se derivan, tal como
resaltan de su fuente primera, la revelación divina. Estamos persuadidos de que
estas nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han
mostrado claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto
al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también
con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los
hombres pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas es el principio y origen
del misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose aquél
poderosamente sobre la voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su
Corazón adorable, le indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su
Sangre para rescatarnos de la servidumbre del pecado [94]: «Con un bautismo tengo que ser bautizado, y
¡qué angustias hasta que se cumpla!» [95].
Por lo
demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de
Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del Corazón
traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente de
la piedad de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión
en toda la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros,
sobre todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos
hijos suyos, y los eligió para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles
colmado con abundancia de dones sobrenaturales.
De
hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas en
los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de insignes Padres
de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de
gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a las
heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión salvadora.
Y ¿cómo
no reconocer en aquellas palabras «¡Señor mío y Dios mío!» [96], pronunciadas por el
apóstol Tomás y que revelan su improvisa transformación de incrédulo en fiel,
una clara profesión de fe, de adoración y de amor, que de la humanidad llagada
del Salvador se elevaba hasta la majestad de la Persona Divina?
Mas si
el Corazón traspasado del Redentor siempre ha llevado a los hombres a venerar
su infinito amor por el género humano, porque para los cristianos de todos los
tiempos han tenido siempre valor las palabras del profeta Zacarías, que el
evangelista san Juan aplicó a Jesús Crucificado: «Verán a Quien traspasaron» [97],
obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a
poco y progresivamente llegó ese Corazón a constituir objeto directo de un
culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encarnado.
Santos,
Santa Margarita María 26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas
recorridas por este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante
todo, recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar
como los precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo
gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos
religiosos. Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y
promovido cada vez más este culto al Corazón Sacratísimo de Jesús: san Buenaventura, san Alberto Magno, santa
Gertrudis, santa Catalina de Siena, el beato Enrique Suso, san Pedro Canisio y
san Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor
del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta
solemne se celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de
Francia, el 20 de octubre de 1672.
Pero
entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial
Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de
su director espiritual —el beato Claudio de la Colombiere—, consiguió que este
culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la
admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y
reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana [98].
Basta
esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del culto del
Corazón de Jesús para convencernos plenamente de que su admirable crecimiento
se debe principalmente al hecho de haberse comprobado que era en todo conforme
con la índole de la religión cristiana, que es la religión del amor.
No
puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a
revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia;
brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad
ferviente hacia la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas
heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu
contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones
de que fue favorecida santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la
doctrina católica. Su importancia consiste en que —al
mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo— de modo extraordinario y singular
quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la
veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De
hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en
repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los
hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo
constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las
necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.
1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX
27.
Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuentes mismas del
dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la fiesta litúrgica por
la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de santa Margarita María. En
realidad, independientemente de toda revelación privada, y sólo accediendo a
los deseos de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 25
de enero de 1765, aprobado por nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero
del mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana
del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica. Con
este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto, ya en vigor
y floreciente, cuyo fin era «reavivar simbólicamente el
recuerdo del amor divino» [99], que había llevado al Salvador a hacerse
víctima para expiar los pecados de los hombres.
A esta
primera aprobación, dada en forma de privilegio y aún limitada para
determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de importancia
mucho mayor y expresada en términos más solemnes. Nos referimos al decreto de
la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856, anteriormente
mencionado, por el cual nuestro predecesor Pío IX, de i. m., acogiendo las
súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo
de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica [100]. Fecha ésta,
digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles, pues, como vemos
escrito en la liturgia misma de dicha festividad, «desde entonces, el culto del
Sacratísimo Corazón de Jesús, semejante a un río desbordado, venciendo todos
los obstáculos, se difundió por todo el mundo católico».
Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad
28.
Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya
desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del
Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los
actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los
hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y
de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple
perfectamente aquella religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador
mismo a la Samaritana: «Ya llega tiempo, y ya estamos
en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en
verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y
los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad» [104].
Por lo
tanto, no es justo decir que la contemplación del Corazón físico de Jesús
impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso
del alma en la vía que conduce directa a la posesión de las más excelsas
virtudes. La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por
la autoridad de nuestro predecesor Inocencio XI, de f. m., condenó la doctrina
de quienes afirmaban: «No deben (las almas de esta vía
interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la
humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el
amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los
Santos, han de tener asiento en nuestro corazón; porque Dios quiere ocuparlo y
poseerlo solo» [105].
Los
que así piensan son, naturalmente, de opinión que el simbolismo del Corazón de
Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo
tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que
está reservado tan sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una
interpretación semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es
absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado.
Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los
cuales santo Tomás escribe así: «A las imágenes se les
tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto
realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El
movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella,
sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del
tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de latría
diverso ni una virtud de religión distinta» [106]. Por lo tanto, es en
la persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado
a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen
misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de
Cristo crucificado.
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