Pues
mientras el niño permanece, en el seno de su madre, el corazón de ésta es
totalmente fuente de la vida del niño, como
de su misma vida. ¡Oh Corazón real de la Madre del amor, del que dispuso el Rey
de vivos y muertos que su vida estuviese dependiendo por -espacio de nueve
meses! ¡Oh incomparable Corazón, que no tienes sino una sola y única vida, con
el que es vida del Padre eterno y fuente de toda vida! ¡Oh admirable Corazón,
principio de dos vidas tan nobles y tan preciosas: principio de la santísima
vida de una Madre de Dios y principio de la vida humanamente divina y
divinamente humana de un Hombre-Dios! Mas no sólo ha sido principio este
maravilloso Corazón de la vida de Jesús, durante los nueve meses que permaneció
en el seno virginal, sino que también contribuyó a lo largo de muchos años a la
conservación de esta vida tan digna y tan importante, formando y produciendo en
los sagrados pechos de la Virgen Madre la purísima leche con que se nutrió este
Niño adorable.
La
cuarta prerrogativa de este amabilísimo Corazón es la señalada en las palabras
de la Esposa a su divino Esposo -María a Jesús- su hijo y su Padre, su Hermano
y esposo a la vez: "nuestro tálamo está cubierto y embalsamado de
flores" (30). ¿Cuál, sino su Corazón, es este lecho, sobre el que el
divino Niño Jesús ha reposado dulcemente? Es un aventajado privilegio el del
discípulo predilecto de Jesús el haberse reclinado sólo una vez sobre su
adorable pecho, del que sacó maravillosas ilustraciones y secretos. Mas
¡cuántas veces no se reclinó el divino Salvador en el seno y en el Corazón de
su queridísima Madre! i Qué abundancia de ilustraciones, de gracias y
bendiciones volcaría este sol eterno -fuente de luces y gracias-, en aquel
Corazón maternal sobre el que reposó centenares de veces! ¡En aquel Corazón que
jamás ofreció obstáculo a la gracia divina; en aquel Corazón que estaba siempre
presto a recibirlas; en aquel Corazón al que amaba por encima de todos los
corazones, y del que recibía más amor que de todos los corazones de los
Serafines! ¡Qué unión, qué comunicaciones, qué correspondencias, qué abrazos
entre estos dos Corazones, entre estas dos hogueras de amor inflamadas de
continuo al soplo divino del Espíritu Santo! ¡Oh Salvador mío!; paréceme oír
vuestra invitación a toda alma fiel a que os ponga como sello sobre su
corazón!, como vuestra Madre hizo excelentemente, grabándoos sobre su corazón
como imagen viviente de vuestra vida, de vuestras costumbres y virtudes. Y no
contento con esto, Vos mismo habéis querido poneros como sello sobre su
Corazón, para cerrarlo a cuanto no seáis vos, y constituiros en absoluto
soberano y dueño único suyo. Vos mismo habéis quedado impreso sobre este
Corazón maternal de una manera digna del amor de tal Hijo al Corazón de tal
Madre. Que os amen y bendigan eternamente todos los espíritus del cielo y de la
tierra, por los incontables favores con que habéis colmado a este Corazón
admirable.
LAS PASIONES DEL CORAZÓN DE MARÍA
§. 5 LAS PASIONES DEL CORAZÓN DE MARÍA
Y aquí
tenemos la quinta prerrogativa de este Corazón divino: ser altar santo donde se
realiza un grande y perenne sacrificio de todas las pasiones naturales que en
el corazón tienen asiento, donde se halla la parte concupiscible del alma junto
con la irascible, de que ha dotado Dios al hombre y demás animales para
ayudarles y estimularles a odiar, temer, huir, combatir y destruir las cosas
que les son contrarias y perjudiciales; y a amar, desear, esperar, buscar y
perseguir cuanto les sea conveniente y provechoso.
Estas
dos partes o dos pasiones capitales encierran otras once, que vienen a ser
otros tantos soldados a las órdenes de dos capitanes, o si preferís, otras
tantas armas e instrumentos de que ellos se sirven para los des fines
indicados.
Cinco
pertenecen a la parte irascible: la esperanza y la desconfianza, el ardimiento
y el temor, y la ira.
Las
seis restantes se refieren a la parte concupiscible y son: el amor, el odio, el
deseo, la fuga, la alegría y la tristeza.
Tras
la rebelión del hombre contra los mandamientos de Dios, las pasiones todas se
volvieron contra él, precipitándose en tal desorden que en lugar de quedar
sometidas enteramente a la voluntad, reina de todas las facultades anímicas, la
hacen corrientemente esclava suya; y en vez de ser centinelas del corazón, en
que moran, y conservar la paz y tranquilidad, son de ordinario tan viles
verdugos que llegan a dilacerarle y llenarle de turbación y guerra.
No
ocurre así con las pasiones del Corazón de la Reina de los ángeles, siempre
sometidas a la razón y a la divina voluntad, que dominaba soberanamente sobre
todas las partes de su cuerpo y alma.
Y, si
fueron deificadas estas mismas pasiones en el Corazón divino de N. S.
Jesucristo, también fueron santificadas en eminente modo en el Corazón de su preciosísima
Madre. Tanto más cuanto que el sagrado fuego del divino amor que ardía día y
noche en el horno ardiente de este corazón virginal, ha sido de tal forma
purificado, consumido y transformado en sí mismo a las antedichas pasiones que,
como dicho celeste fuego no tenía otro objeto que a sólo Dios, hacia el cual se
abalanzaba incesantemente con un ardor y una impetuosidad sin igual; en la
misma forma tales pasiones estaban siempre orientadas hacia Dios, ni se
ocupaban más que en Dios, ni eran empleadas más que para servicio de Dios, que
las poseía, invadía, las animaba y abrasaba maravillosamente, haciendo de ellas
un perenne sacrificio a la Santísima Trinidad.
Porque
a mí se me aparece el purísimo cuerpo de la Madre de Dios, como un templo
sagrado, el templo más augusto que existir haya podido, después del templo de
la santa humanidad de Jesús. Para mí su Corazón virginal es el altar santo de
este templo. El amor divino, el gran sacerdote que ofrece a Dios sacrificios
agradabilísimos a su divina Majestad. La Voluntad divina le procura las
víctimas innúmeras que en este altar han de ser sacrificadas; entre las cuales
paréceme distinguir las once pasiones, sacrificadas por la espada flamígera que
este gran sacerdote sostiene en su mano, es decir, por la virtud del amor
divino; allí, en el celeste fuego que arde sobre este altar, son consumidas y
transformadas, siendo así a la par inmoladas a la Santísima Trinidad en
sacrificio de alabanzas, de gloria y de amor.
Allí
se consume y transforma el amor humano en amor divino, cuyo único objeto es
sólo Dios.
Allí
es destruido y transformado el humano y natural odio hacia cualquier creatura,
en un odio sobrenatural y divino orientado contra el pecado y cuanto al pecado
respecta.
Allí
es aniquilado todo deseo, y convertido en un simple y purísimo deseo de cumplir
en todo y por encima de todo la Voluntad divina.
En
este altar se aniquila toda aversión a cosas que el amor propio, la
sensualidad, el orgullo del hombre rechazan, como la mortificación, la
privación de comodidades de la vida, el desprecio y la abyección, quedando
transformada en una diligente huida de las ocasiones de ofender a Dios, junto
con los honores, las alabanzas, las satisfacciones sensuales, y cuanto puede
satisfacer a la ambición, al amor propio y a la propia voluntad.
En él
queda muerta toda vana alegría por las cosas caducas y perecederas de este
mundo, y por los éxitos que tanto colman la inclinación del hombre, viéndose
transformada en una alegría santa por todo cuanto es conforme al beneplácito
divino.
En él
son reprimidas las tristezas nacidas de cosas contrarias a la naturaleza y a
los sentidos, trocándose en una saludable tristeza que se origina tan sólo de
cuanto es ofensa a Dios.
En él
se extinguen toda esperanza y pretensión de riquezas, placeres y honores de la
tierra, y toda confianza en sí mismo o en cualquier otra cosa criada, y se
trueca en la esperanza única de bienes eternos y en la sola confianza en la
bondad divina.
En
este altar se aniquila totalmente toda desconfianza del poder divino, de su
bondad, de la verdad de las palabras y fidelidad a sus promesas, viéndose
trocada en una gran desconfianza de sí mismo y de cuanto no sea Dios, que hace
que la Virgen fidelísima jamás se apoye en sí misma ni en cosa alguna creada,
sino en el solo poder y misericordia de Dios.
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