CARTA ENCÍCLICA
HAURIETIS
AQUAS
DE SU SANTIDAD
PÍO
XII
SOBRE EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
(EXTRACTO DE LA CARTA ENCICLICA)
III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS
17.
Ahora, venerables hermanos, para que de estas nuestras piadosas consideraciones
podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a meditar y contemplar
brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador
Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su
vida mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente, encontraremos la
luz, con la cual, iluminados y fortalecidos, podremos penetrar en el templo de
este divino Corazón y admirar con el Apóstol de las Gentes «las abundantes riquezas de la gracia [de Dios] en la bondad usada con
nosotros por amor de Jesucristo» [57].
18. El
adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano,
desde que la Virgen María pronunció su Fiat, y el Verbo de Dios, como nota el
Apóstol, «al entrar en el mundo dijo:
"Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito;
holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme
aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh
Dios!, tu voluntad..." Por esta
"voluntad" hemos sido santificados mediante la "oblación del
cuerpo" de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre» [58].
De
manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los
afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de
Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima Madre y con su padre
putativo, san José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso
oficio de carpintero. Este mismo triple amor movía a su Corazón en su continuo
peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros, cuando
resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando
sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias
nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas
o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la
misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada
y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice san
Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: «Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más
ardor suspires por los bienes eternos» [59].
Con
amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras
inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas,
dijo: «Me da compasión esta multitud de gentes» [60]; y cuando, a la vista
de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su
obstinación en el pecado, exclamó: «Jerusalén, Jerusalén, que matas
a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados; ¡cuántas veces quise
recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú
no lo has querido!» [61]. Su Corazón palpitó también de amor hacia
su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el
templo se hacía, e increpó a los violadores con estas palabras: «Escrito está: "Mi casa será llamada casa de
oración"; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones» [62].
19.
Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón, cuando ante la
hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y ante la natural
repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: «Padre mío, si es posible, pase de mí este
cáliz» [63]; vibró luego con invicto amor y con amargura suma,
cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan
a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo
impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: «Amigo, ¿a qué has
venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?» [64]; en
cambio, se desbordó con regalado amor y profunda compasión, cuando a las
piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo
suplicio de la cruz, las dijo así: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras
mismas y por vuestros hijos..., pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco
qué se hará?»[65].
Finalmente,
colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se
trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes
sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de
encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en
aquellas palabras tan inolvidables como significativas: «Padre, perdónales, porque no saben lo que
hacen» [66]; «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»
[67]; «En verdad
te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso» [68]; «Tengo sed» [69];
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» [70].
Eucaristía, María, Cruz
20.
¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su
infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones:
a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la
participación en el oficio sacerdotal?
Ya
antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al pensar en la
institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había
de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió intensa conmoción, que
manifestó a sus apóstoles con estas palabras: «Ardientemente he
deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» [71];
conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando «tomó el
pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: "Este es mi
cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado,
y dijo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará
por vosotros"» [72].
Con
razón, pues, debe afirmarse que la divina Eucaristía, como sacramento por el
que El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente
se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso [73], y también el
Sacerdocio, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.
Don
también muy precioso del sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la Santísima
Virgen, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese
proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de
nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva
para la vida de la gracia. Con razón escribe de ella san Agustín: «Evidentemente Ella es la Madre de los
miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que
naciesen en la Iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza»
[74].
Al don
incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo
nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor infinito, el
sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que
él propuso a sus discípulos como meta suprema del amor, con estas palabras: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos»
[75]. De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del
Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: «En esto hemos conocido la caridad de Dios: en
que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros
hermanos» [76]. Cierto es que nuestro Divino Redentor fue
crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia
exterior de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su
Corazón hizo a cada uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol:
«Me amó y se
entregó a sí mismo por mí» [77].
Iglesia, sacramentos
21. No
hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser participante tan
íntimo de la vida del Verbo encarnado y, al haber sido, por ello asumido como
instrumento de la divinidad, no menos que los demás miembros de su naturaleza
humana, para realizar todas las obras de la gracia y de la omnipotencia divina
[78], por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que
movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre, su
místico matrimonio con la Iglesia: «Sufrió la pasión por amor a la
Iglesia que había de unir a sí como Esposa» [79]. Por lo tanto, del
Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de la
sangre de la Redención; y del mismo fluye abundantemente la gracia de los
sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la vida sobrenatural, como
leemos en la sagrada Liturgia: «Del Corazón abierto nace la
Iglesia, desposada con Cristo... Tú, que del Corazón haces manar la gracia»
[80].
De
este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores
eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel intérprete: «Del costado de
Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso la sangre es propia
del sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual,
sin embargo, tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo»
[81]. Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de
aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado
precisamente por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de
Jesucristo.
Por
ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo de
Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor
espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito para la redención de los
hombres, y por el que Cristo nos amó a todos con tan ardiente amor, que se
inmoló a sí mismo como víctima cruenta en el Calvario: «Cristo nos amó, y
se ofreció a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo»
[82].
Ascensión
22.
Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo glorificado y se
sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a su esposa, la Iglesia,
con aquel inflamado amor que palpita en su Corazón. Aun en la gloria del cielo,
lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los esplendentes
trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre
el pecado y sobre la muerte; lleva, además, en su Corazón, como en arca
preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, frutos de su triple
victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano ya redimido. Esta
es una verdad consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes, cuando
escribe: «Al
subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una grande multitud de cautivos, y
derramó sus dones sobre los hombres... El que descendió, ese mismo es el que
ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todas las cosas»
[83].
Pentecostés
23. La
misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del
munífico amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del
Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre
celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo
les había prometido en la última cena: «Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que
esté con vosotros eternamente» [84]. El Espíritu Paráclito, por ser
el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es
enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de
los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas
celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón
de nuestro Salvador, «en el cual están encerrados todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia» [85].
Esta
caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este
común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de
la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos
los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio
fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina
caridad, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio
a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad
evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia,
aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores,
para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y
admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y
temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea
y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo
al amor del celestial Esposo.
A esta
divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por
obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las
Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de
Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo cuanto
de algún modo se opone al establecimiento del divino Reino del amor entre los
hombres: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La
tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo, la
persecución?, ¿la espada? ... Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de
Aquel que nos amó. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni
principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderíos, ni altura, ni
profundidades, ni otra alguna criatura será capaz de separarnos del amor de
Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor» [86].
Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo
24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el Corazón Sacratísimo de
Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo,
de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el
género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal;
sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del
Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón
de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los
tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de
su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor
que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo Místico.
Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la
imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos
naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos considerar no sólo el
símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de
nuestra Redención. Luego, cuando
adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado
del Verbo divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes,
pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por
nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: «Cristo amó a su
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con
el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí
llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e
inmaculada» [87].
Cristo
ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de
que hemos hablado [88], y ése es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado
para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, «siempre vivo para
interceder por nosotros» [89]. La plegaria que brota de su
inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como «en los días de su vida en la carne» [90], también
ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia; y a
Aquel que «amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de
que todos cuantos creen en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna»
[91]. El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando,
ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: «Por esto fue
herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida
invisible del amor» [92].
Luego
no puede haber duda alguna de que ante las súplicas de tan grande Abogado
hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio
Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros [93], por medio de El hará
descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus
gracias divinas.
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