UNA PROFECÍA
CUMPLIDA.
CRÍTICA DEL
CÉSARÓPAPISMO.
Un
amigo de Ansakof, miembro eminente como él del partido o círculo eslavófilo,
Jorge Samarine (1), escribía en una carta particular, a propósito del concilio Vaticano:
«El absolutismo papal no ha extinguido la vitalidad del clero católico; esto
debe hacernos meditar, porque un día u otro se proclamará entre nosotros la
infalibilidad del zar, o sea la del procurador del Santo Sínodo, porque el zar
no entrará para nada en la cosa... ¿Habrá ese día uno sólo de nuestros obispos,
un solo monje, un solo sacerdote que proteste? Lo dudo. Si
alguno protesta será un laico, vuestro servidor, e Iván Sergievitch (Aksakof),
si todavía somos de este mundo. En cuanto a nuestro lamentable clero, a quien
vos consideráis más desgraciado que culpable (y acaso tengáis razón),
permanecerá mudo.» Me complace recoger estas palabras, porque conozco pocas
profecías de este género que se hayan realizado tan exactamente. La
proclamación del absolutismo césaropapista en Rusia, el silencio profundo y la completa
sumisión del clero, finalmente la protesta aislada de un laico, todo ha sucedido
como lo previera Samarine. En
1885, un documento oficial emanado del gobierno ruso (2) declaraba que la
Iglesia oriental había renunciado a su potestad entregándola en manos del zar.
Pocos advirtieron esa manifestación. Samarine había muerto hacía varios años.
Aksakof tenía ya pocos meses de vida, pero publicó en su diario, La Russ, la
protesta de un escritor laico que no pertenecía, por lo demás, al grupo
eslavófilo. Esa única protesta, no autorizada ni sostenida por representante
alguno de la Iglesia, hacía resaltar mejor, en su aislamiento, el deplorable
estado de la religión en Rusia (3). El manifiesto césaropapista de los
burócratas petersburgueses era, por otra parte, tan sólo la confesión formal de
un hecho consumado.
No
puede negarse que la Iglesia oriental no haya abdicado efectivamente su poder en
favor del poder secular; nos preguntamos únicamente si tenía derecho de hacerlo
y si, después de haberlo hecho, podía representar todavía a Aquel a quien toda
potestad ha sido dada en los cielos y sobre la tierra. Por más que se estrujen
los textos evangélicos relativos a los poderes eternos que Jesucristo legó a su
Iglesia, no se encontrará jamás el derecho de entregar esos poderes en manos de
un gobierno temporal. El poder que pretendiera reemplazar a la Iglesia en su misión
terrestre debería haber recibido, por lo menos, iguales promesas de
estabilidad. No creemos que nuestros jerarcas hayan renunciado voluntariamente
y de propósito deliberado a su poder eclesiástico. Pero si la Iglesia oriental
ha perdido, a causa de los acontecimientos, lo que le pertenecía de derecho
divino, es evidente que las puertas del infierno han prevalecido contra ella y
que, por consiguiente, ella no es la Iglesia inconmovible fundada por Cristo. Tampoco
queremos hacer responsable al gobierno secular de la anormal situación de la
Iglesia frente al Estado. Este último ha tenido razón de mantener su independencia
y supremacía respecto a un poder espiritual que sólo representaba una Iglesia
particular y nacional separada de la gran comunidad cristiana. Al afirmar que
el Estado debe someterse a la Iglesia debe entenderse que es a la Iglesia
establecida por Dios, una, indivisible y universal.
El
gobierno de una Iglesia nacional separada no es más que una institución
histórica y puramente humana. Pero el jefe del Estado es representante legítimo
de la nación como tal, y si el clero quiere ser nacional y sólo nacional, debe,
de buen o mal grado, reconocer la absoluta soberanía del gobierno secular. La
esfera de la existencia nacional no admite en si mismo sino un centro único: el
jefe del Estado. El episcopado de una Iglesia particular no puede,
relativamente al Estado, pretender la soberanía del poder apostólico más que
uniendo realmente la nación al Reino Universal o internacional de Cristo.
Cuando una Iglesia nacional no quiere someterse al absolutismo del Estado, o
sea dejar de ser Iglesia para convertirse en departamento de la administración
civil, debe contar necesariamente con un apoyo real fuera del Estado y la
nación; unida a éstos por lazos naturales e históricos, debe al mismo tiempo
pertenecer, en su calidad de Iglesia, a un círculo social más vasto, con centro
independiente y organización universal del que la Iglesia local no puede ser
más que un órgano particular. Para resistir al absolutismo absorbente del
Estado, los jefes de la Iglesia rusa no podían apoyarse en su metrópoli
religiosa, que era, a su vez, una Iglesia nacional sujeta desde mucho antes al
poder secular. No fue la libertad eclesiástica, sino el césaropapismo lo que
recibimos de Bizancio, donde este principio anticristiano se desenvolvió sin
obstáculos desde el siglo IX. La jerarquía griega, al rechazar el potente apoyo
con que antes contaba en el centro independiente de la Iglesia Universal, se
vio por completo a merced del Estado y de su autócrata. Antes del cisma, cada vez
que los emperadores griegos invadían el dominio espiritual y amenazaban la
libertad de la Iglesia, los representantes de ésta, San Juan Crisóstomo, San
Flaviano, San Máximo Confesor, San Teodoro Estudita o el patriarca San Ignacio,
se volvían al centro internacional de la cristiandad, recurrían al arbitraje
del Soberano Pontífice, y si llegaban a sucumbir, víctimas de la fuerza bruta,
su causa, la causa de la verdad, de la justicia y de la libertad, nunca dejaba
de encontrar en Roma el inquebrantable sostén que le aseguraba un triunfo
definitivo.
En
aquellos tiempos la Iglesia griega era y se sentía parte viviente de la Iglesia
Universal, ligada íntimamente al gran todo por el centro común de la unidad: la
cátedra apostólica de San Pedro. Tales relaciones de dependencia saludable con
el sucesor de los supremos apóstoles, con el Pontífice de Dios, tales relaciones
puramente espirituales, legítimas y llenas de, dignidad, fueron reemplazadas
por la sumisión profana, ilegal y humillante, al poder de simples laicos e
infieles. Y no se trata aquí de un accidente histórico, sino de la lógica de
las cosas, que quita por fuerza a toda Iglesia puramente nacional su
independencia y dignidad y la somete al yugo, más o menos pesado, pero siempre
deshonroso, del poder temporal. En todo país reducido a contar con Iglesia
nacional, el gobierno secular (sea autocrático o constitucional) goza de la
plenitud absoluta de toda autoridad y la institución eclesiástica sólo figura
como ministerio especial dependiente de la administración general del Estado.
(Véase la a la Iglesia católica de México en tiempos de la guerra cristera como
se sometió vilmente al estado gobernado por un tirano llamado Plutarco Elías
Calles n. del corrector) El Estado nacional es un cuerpo real y completo, que
existe por y para sí, y la Iglesia nacional es una parte, o mejor dicho cierto
aspecto de ese organismo social del todo político, y existe para sí sólo en
abstracto.
Esta
servidumbre de la Iglesia es incompatible con su dignidad espiritual, con su
origen divino, con su misión universal. Además, el raciocinio demuestra, y la
Historia lo confirma, que la coexistencia prolongada de dos poderes v dos gobiernos
igualmente independientes v soberanos, limitados a la misma región territorial,
en el dominio de un solo Estado nacional, es absolutamente imposible. Semejante
diarquía acarrea fatalmente un antagonismo que debe terminar con el completo
triunfo del gobierno secular, porque es él quien representa realmente a la
nación, en tanto que la Iglesia, por su misma naturaleza, no es institución
nacional ni puede llegar a serlo sino perdiendo su verdadera razón de ser. Nos
dicen que el Emperador de Rusia es hijo de la Iglesia. Eso es lo que debería
ser como jefe de un Estado cristiano. Pero para serlo efectivamente corresponde
que la Iglesia ejerza sobre él alguna autoridad, que tenga un poder
independiente y superior al del Estado. Con la mejor voluntad del mundo el
monarca secular no podría ser de verdad hijo de una Iglesia de la que es jefe
al mismo tiempo y a la cual gobierna por medio de sus empleados. La Iglesia en
Rusia, privada de todo punto de apoyo, de todo centro de unidad exterior al
Estado nacional, ha concluido necesariamente por quedar sometida al poder
secular; y este último, por no tener nada sobre sí en la tierra, ni nadie de
quien pudiera recibir una sanción religiosa, una delegación parcial de la
autoridad de Cristo, ha concluido, no menos necesariamente, en el absolutismo
anticristiano. Si el Estado nacional se presenta como cuerpo social completo,
capaz de bastarse a sí mismo, no puede pertenecer como miembro vivo al cuerpo
universal de Cristo. Y si está fuera de este cuerpo ya no es Estado cristiano y
no hace más que renovar el antiguo cesarismo que el cristianismo suprimiera.
Dios
se hizo hombre en la persona del Mesías judío en el momento en que el hombre se
hacía dios en la persona del César romano. Jesucristo no atacó a César ni le
disputó el poder, pero declaró la verdad a su respecto. Dijo que César no era
Dios y que el poder cesáreo estaba fuera del reino de Dios. Dar a César la
moneda que ha hecho acuñar y a Dios el resto, era lo que hoy llaman separación
de la Iglesia y el Estado, separación necesaria mientras César fue pagano, imposible
desde que se hizo cristiano. Un cristiano, sea rey o emperador, no puede quedar
fuera del Reino de Dios y oponer su poder al de Dios. El mandamiento supremo,
«dad a Dios lo que es de Dios», es necesariamente obligatorio para el mismo
César si quiere ser cristiano. El debe también dar a Dios lo que es de Dios, es
decir, ante todo, el poder soberano y absoluto sobre la tierra. Porque para
comprender bien la palabra sobre César que el Señor dirigió a sus enemigos
antes de su pasión, debe completársela con aquella otra más solemne que,
después de resucitar, dijo a sus discípulos, a los representantes de su
Iglesia: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra (Math.,
XXVIII, 8). He aquí un texto formal y decisivo que no puede, en conciencia,
interpretarse de dos maneras. Los que creen de veras en la palabra de Cristo
jamás admitirán al Estado separado del Reino de" Dios, al poder temporal
independiente y soberano en absoluto. Hay un solo poder en la tierra, y éste no
pertenece a César, sino a Jesucristo. Si la palabra relativa a la moneda quitó
a César la divinidad, esta otra palabra le quita la autocracia.
Si
quiere reinar en la tierra ya no puede hacerlo de por sí, debe juzgarse
delegado de Aquel a quien toda potestad ha sido dada en la tierra. Más, ¿cómo
podría lograr esa delegación? Al revelar a la Humanidad el Reino de Dios, que no
es de este mundo, Jesucristo proveyó todo lo necesario para realizar el Reino
en el mundo. Habiendo anunciado en la oración pontifical que el fin de su obra era
la unidad perfecta de todos, el Señor quiso dar base real y orgánica a esa obra
fundando su Iglesia visible y proponiéndole, como salvaguarda de su unidad, un
jefe único en la persona de San Pedro. Si hay alguna delegación de poder en los
Evangelios es ésta. Ninguna potencia temporal ha recibido de Jesucristo sanción
ni promesa alguna. Jesucristo sólo fundó su Iglesia y la fundó sobre el poder
monárquico de Pedro: « Tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia.» En consecuencia,
el Estado cristiano debe depender de la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia
misma depende del jefe que Cristo le dio. El César cristiano debe, en
definitiva, participar de la realeza de Cristo por intermedio de Pedro. No
puede poseer poder alguno sin aquel que recibió la plenitud de todos los
poderes, ni puede reinar sin aquel que tiene las llaves del Reino. Para ser
cristiano el Estado debe estar sometido a la Iglesia de Cristo; pero a fin de que
tal sumisión no sea ficticia la Iglesia debe ser independiente del Estado, debe
tener un centro de unidad exterior al Estado y superior a él, debe ser de veras
la Iglesia Universal.
En
estos últimos tiempos ha empezado a comprenderse en Rusia que una Iglesia
puramente nacional, abandonada a sus propias fuerzas, llega a ser fatalmente instrumento
pasivo e inútil del Estado y que la
independencia eclesiástica debe ser asegurada por un centro de poder espiritual
internacional. Pero, bien que admitiendo la necesidad de un centro así, se
querría crearlo sin salir de los límites de la cristiandad oriental. La
creación futura de un casi-papa. Oriental es la última pretensión anticatólica
que nos queda por examinar.
(1) Discípulo ferviente de Khomiakof, sin la3 brillante! cualidades
de éste pero superior a él por la ciencia y el espíritu crítico. Yury (Jorge)
Fedorovitch Samarine (t 1876) ha sido benemérito de Rusia tomando parte activa
en la emancipación de los siervos en I86Í, Aparte de esto su inteligencia
cultivada y IU notable talento han sido (como ocurre a menudo en Rusia) cas!
estériles. No ha dejado obras considerables; se ha hecho notar como escritor
particularmente por sus polémicas tendenciosas contra los Jesuitas y los
alemanes de las provincias bálticas. La carta que citamos estaba dirigida a una
dama rusa, la señora O. Smirnof, y fechada el 10/22 Dbre. de 1871.
(2) Reglas de examen del Estado para la Facultad de los derechos.
(3) Nota para los lectores rasos. Yo no firmé el artículo en
cuestión («La filosofía de Estado en los programas de la Universidad », Russ,
septiembre, 1885), porque creía expresar el sentimiento general de la sociedad
rusa. Era una ilusión y hoy puedo reivindicar el derecho exclusivo de esa vox
clamantis in deserto. Por lo demás no hay que olvidar que fuera de lo que se
llama la sociedad, existen en Rusia de doce a quince millones de disidentes que
no han esperado al año 1885 para protestar contra el cesaropapismo moscovita y
petersburgués.
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