LA MISION DE LA
MUJER
A las muy respetables Damas
de la “Liga para la
preservación de la
juventud”
de Guadalajara, como un
homenaje de admiración y un
grito de entusiasmo.
Se
levantó el horizonte de la realidad como visión fantástica surgida del fondo azul
de la linfa tranquila y tersa del lago, cuando el sol sacude su melena de fuego
en la lejanía, clava victoriosamente sus banderas de luz en los picos de las
montañas y enreda su cabellera de oro en el ramaje soñoliento de las frondas dormidas.
A lo largo de su figura se destacaban vigorosamente los delineamientos que
forman la gallardía incomparable de la palmera, y que hacen la gracia avasalladora
y sublime de las creaciones magníficas de los grandes artistas; mecidas por la
brisa suave y perfumada y rubias como las hebras doradas que flotan a través del
verdor de los maizales, caían sobre sus espaldas las crenchas de su pelo fino y
delicado; las líneas de su faz trazadas con maestría y corrección inimitables
se ostentaban envueltas en la blancura nítida del fulgor de las estrellas, y en
el matiz suavemente sonrosado de la flor que la claridad de los cielos
despierta todas las mañanas en la mitad de la llanura; en las transparencias
hondas de su pupila ardiente y soñadora brillaban los destellos cargados de la
apacible melancolía de ese astro que cruza de noche las alturas silenciosamente
y como llorando tristezas insondables y eternas; y en los repliegues más
ocultos de su corazón y en las profundidades calladas y solitarias de su alma
bullían un torrente de ternura, un piélago de amor y el poder incontrastable de
la abnegación que ha dado los espectáculos del heroísmo.
El
genio de Grecia, iluminado por la intuición honda de lo bello y poseído del
afán inmenso de cristalizar en la materia la línea, el color y el sonido que se
mueven, que tiemblan, que palpitan y que viven, vio a lo lejos ese prodigio,
esa maravilla, esa figura incomparablemente encantadora; se acercó a ella
silenciosamente, mudo de admiración y de asombro puso sus rodillas en tierra y
la miró... y con ese golpe de vista que ha hecho de esta nación admirable la
maestra y la inspiradora de casi todos los grandes artistas, descubrió el
secreto de poner en el trazo, en la vibración y en el matiz, el movimiento, el
temblor, la agitación, el gesto, en fin, las palpitaciones que revelan el poder
y la majestad de la vida.
El
genio de Roma, dueño de la concepción más alta de la ley civil, inflamado por la
pasión de la guerra y maestro en el arte de manejar la fuerza y de someter a
los pueblos, en un día de peligros aterradores y de angustias infinitas
encontró el alma tranquila de Veturia para rendir el espíritu bravo e indomable
de Coriolano, la intrepidez de Clelia para asombrar a los enemigos de la patria
de mucio Scévola, y la majestad y la ternura maternales de Cornelia para darle
defensores al pueblo y mártires a la libertad.
El
genio de Francia estaba próximo a sucumbir bajo el empuje formidable de los ejércitos
ingleses en tiempo de Carlos VII; las humillaciones y las derrotas se sucedían
sin interrupción: al parecer el reino fundado por Clodoveo estaba destinado a
hundirse fatal e inevitablemente. De súbito surgió en el campo ensangrentado y
trágico de la lucha la figura gallarda y enloquecedora de Juana de Arco, y ella
fue la que les enseñó a los descendientes de Carlomagno el camino del triunfo y
de la gloria.
El
genio de Colón había entrado en una inquietud indecible: le atormentaba tenazmente
el pensamiento de salvar las fronteras conocidas, cruzar la inmensidad de los
mares y abrirle nuevas rutas al movimiento del progreso. Después de muchos años
de inútiles esfuerzos y de verse envuelto en el sarcasmo y la burla de todos, encontró
en su camino, que era el de la inmortalidad, a Isabel la Católica, y bien pronto
el torrente impetuoso de la civilización desembocó ruidosamente en regiones
ignoradas y perdidas en la obscuridad de la barbarie.
El
genio del Dante debía dejarle a la humanidad un monumento imperecedero que les
revelara a las generaciones la superioridad incontestable del Cristianismo, como
manantial de inspiración, sobre todos los demás sistemas; el poeta conoció a Beatriz
y la amó, pero la joven, como flor tronchada por el huracán en los momentos de
abrir sus pétalos para empaparse en la luz del día, murió sin dejar otra cosa
que los delineamientos de su fisonomía en la imaginación del soñador. Dante
quiso darle vida eterna a su amor y en sus estrofas de oro inspiradas en el ideal
cristiano, envolvió el recuerdo de su amada y lo salvó del naufragio de los tiempos,
y hoy la crítica saluda al cantor italiano como uno de los bardos más insignes
de la tierra.
Y
de este modo los mármoles de Fidias, esos mármoles iluminados perpetuamente por
el fulgor inextinguible de la gloria y vivificados por la intuición estética de
Grecia; los lienzos de Apeles y de Rafael, esos lienzos empapados en las visiones
de aquellos soñadores geniales; la pasión de la conquista y de la libertad encamada
en los romanos; el amor a la patria simbolizado en los hijos de S. Luis y el concepto
científico en uno de sus aspectos más altamente civilizadores; recibieron el
contacto más o menos íntimo de aquel prodigio, de aquella maravilla, de aquella
figura que se alzó en el horizonte de la realidad como visión fantástica
surgida del fondo azul de la linfa tranquila y tersa, del lago. ¿Que cuál es su
nombre? ¿Que cuál es su historia? Vosotros conocéis perfectamente el primero y
no ignoráis la segunda, y en los momentos precisos en que mi palabra iba
acumulando líneas, colores y matices para formar ese conjunto maravillosamente
bello, de las profundidades de todas las almas se levantó para todos un
recuerdo y para algunos una visión. Oh, sí: un recuerdo bendito, santo, sagrado,
un recuerdo que no tiene lágrimas, que no tiene sangre, que no tiene debilidades,
que no tiene desfallecimientos, que no tiene caídas; un recuerdo lleno de
ternura de caricias, de besos: es el recuerdo de nuestra madre. Para algunos se
levantó una visión: una visión que va con nosotros de noche y de día y que
cuando la savia de la juventud atraviesa impetuosamente la obscuridad de
nuestras arterias, se apodera de nuestro corazón y nos hace amar con ímpetu,
con delirio, con locura. .. Y llegados a este punto, a este instante, pugna en
todos los labios por salir esta palabra: la mujer. Oh, sí: es la mujer la que
le prestó sus líneas a Fidias, sus matices a Apeles, su majestad a Roma, su
generosidad a Colón y su sangre a la Francia. ¿Pero no hay en todo esto un
movimiento de excesiva complacencia hacia el bello sexo? ¿No es así como se
rinde un homenaje injusto de admiración y se va derechamente y de un modo
inevitable a la adulación? Levantan los lirios por la mañana su corola de
blancura inmaculada para esperar el fulgor de los cielos y vivir; más tarde se
debilitan, languidecen, se amustian y se inclinan tristemente hacia la tierra
para morir; han embellecido la inmensidad de la llanura, la han perfumado y
deben deshojarse y desaparecer. Y bien: ¿Es la mujer una flor que se levanta en
el páramo inmenso de la vida para embellecerlo, perfumarlo y desaparecer? ¿Es
algo más que un adorno? ¿Es algo más que un atavío de la naturaleza? ¿Qué vale
y qué puede en ese movimiento ascensional que tiene que hacer el género humano
por la cumbre de la verdad y del bien? Lo diremos en pocas palabras: la mujer no es sólo un adorno, no es sólo un atavío de la
humanidad, es uno de los grandes poderes que deben empujar a las generaciones
por los senderos que van en línea recta a la civilización. Desde luego
podemos afirmar que la misión de la mujer no consiste ni debe consistir en
tomar parte de un modo especial en los movimientos literarios, artísticos,
científicos y políticos que transforman de cuando en cuando la fisonomía de los
pueblos y les trazan a las generaciones rutas muy distintas de las que han recorrido.
El alma de la mujer no ha sido hecha ni para abrir ni para cerrar las discusiones
que se entablan en tomo de los grandes pensamientos y de los viejos o de los
nuevos sistemas; no ha sido hecha para llevar de pueblo en pueblo y de país en
país los ímpetus asoladores de la guerra ni para fijar su pupila en los
fenómenos que nos rodean, descubrir sus causas y formular sus leyes. A todo
esto tiene derecho, no cabe duda, pero es un derecho en cierto modo accidental
y accesorio, porque su verdadero papel se halla en otra parte. ¿Que dónde se
encuentra? ¿Qué cómo llega a ser la mujer un elemento civilizador como acabamos
de afirmarlo? La misión de la mujer es eminentemente
educacional y todo su poder radica en estas tres fuerzas que forman una sola:
la belleza, la ternura y el amor. La educación comprende dos elementos,
uno de carácter negativo y otro de carácter positivo; el primero es la
preservación del mal, el segundo consiste en enseñar a aquel a quien se educa a
luchar abierta y victoriosamente contra el mal y hacerse superior a todas las
amarguras y dolores de la vida. La mujer puede llenar cumplida y admirablemente
estos dos grandes fines de la educación. La mujer es un elemento formidable de
preservación contra el mal, así nos lo enseñan elocuentemente la razón y la
Historia. María Antonieta, esa reina inmensamente infeliz que fue arrastrada al
tribunal revolucionario para ser después guillotinada como su desgraciado
esposo Luis XVI, fue acusada entre otras cosas de intentar la corrupción de su
hijo impulsándolo a que se manchara con ella misma; aquella alma grande, generosa
y fuerte se irguió enhiesta en medio de la turba de bandidos y de asesinos que
la juzgaban; no argumentó, no filosofó, no lloró y sólo, con una majestad que
el mismo tiempo ha respetado, pronunció estas palabras célebres: “Yo, dijo, apelo al testimonio de todas las madres”.
Ahora bien: yo tomo esta palabra formidable de María Antonieta para demostrar
que la mujer es un elemento poderosísimo de preservación contra el mal, y digo
también: apelo al testimonio de todas las madres.
Pero
no sólo es esto la mujer considerada como madre, sino que lo es también considerada
como esposa, como hija y aun como prometida; y por esto los que están iniciados
en los grandes secretos de la vida y conocen sus detalles, saben cuánto pueden
las insinuaciones ternísimas de una madre, los suavísimos consejos de la esposa,
la avasalladora súplica de la hija y aun los deseos de la que es dueña de nuestros
pensamientos. Hay más: la mujer puede realizar maravillosamente el segundo fin
que hemos señalado como uno de los elementos de la educación. Al tratar este
punto se podrían acumular millares de hechos tomados de la Historia y de la
experiencia diaria, pero para no cansar vuestra atención voy a fijarme en dos que
gozan de indiscutible celebridad: hablo de Cornelia y de Doña Blanca de
Castilla. Cornelia fue una dama noble de Roma, hija de Escipión el vencedor de
Aníbal en Zama y que consagró todos sus esfuerzos y energías de mujer a la
formación de sus dos hijos, Gayo y Tiberio. En cierta ocasión se le preguntó
por sus más preciados tesoros y contestó señalando a los dos Gracos. Estos, por
su parte, cuando se hicieron hombres se entregaron con entusiasmo desbordante y
valor inquebrantable a defender los intereses de la libertad y del pueblo, y
bajaron al sepulcro con el orgullo y la satisfacción inmensa de haber sellado
con su sangre los principios inconmovibles y eternos de la justicia. Doña
Blanca de Castilla le repetía con mucha frecuencia a San Luis esta frase que ha
llegado hasta nosotros: “Quiero mejor verte muerto que
cometiendo un pecado mortal”. Y la ternura y el talento incomparable de
aquella reina le dieron a Francia un gran rey, a la Iglesia un gran santo y
gloria inmarcesible a la humanidad. Finalmente, el análisis de la estructura
del hogar y del papel que en él desempeña cada uno de los que lo forman nos
lleva aún con más fuerza a convencemos del gran poder educacional de la mujer: ha querido Dios que el hombre sea la encamación del
pensamiento y de la fuerza y la mujer la cristalización de la belleza, de la
ternura y del amor. El pensamiento con todos sus esplendores, adelantos
y descubrimientos no ha podido ni puede educar: una prueba irrebatible de esto
la encontramos en la época en que vivimos. La fuerza sólo sabe y sólo puede
hacer esclavos. El pensamiento unido a la fuerza sólo crea tiranías inteligentes
y sabias como la de Augusto. Lo que propiamente, aunque no de un modo
exclusivo, forma, modela los espíritus, levanta las almas y educa es la ternura
y el amor, porque la educación implica la renuncia del mal, la renuncia de
nuestras pasiones, de nuestros instintos y es una especie de conquista, pero
una conquista en que los vencidos crean ser y sean de hecho vencedores! Y bien,
conquistar en esta forma, sin provocar odios y sin levantar oposición y
resistencia es un atributo que sólo pertenece a la belleza, a la ternura y al
amor. Julio César, ese celebérrimo conquistador que afirmaba que por sus venas
corría sangre de dioses y sangre de reyes, había clavado las banderas de la
victoria a lo largo de la Europa y quiso marchar a Egipto; allá encontró la
deslumbradora hermosura de Cleopatra, y los ímpetus del capitán romano se
rindieron ante la belleza. Coriolano a la cabeza de los volscos amenazaba caer
sobre Roma; la alarma que se apoderó de los dominadores del mundo era
indescriptible; su ansiedad inmensa, su angustia infinita, los recursos todos
puestos en acción habían resultado inútiles, estériles; en medio de la
consternación general se acudió a Veturia y fue entonces la ternura la que
evitó el golpe fatal arrancando de los labios de Marcio esta frase que resuena
a través de los siglos: “Roma se ha salvado, pero tu
hijo se ha perdido”. Shakespeare trasladó a sus obras inmortales un
cuadro que todos los días encama, palpita y vive en medio de nosotros: la
claridad del alba como gasa blanquecina empieza a extenderse en el oriente,
todo despierta y la alondra canta alegremente. Él día se acerca, dice Romeo.
—Oh, no, amado mío, dice Julieta: no es el canto de la alondra el que se oye,
son los trinos del ruiseñor. —Bien, exclama Romeo, si tú lo quieres no será la
aurora la que avanza, sino la obscuridad de la noche la que nos envuelve. Esto
puede la belleza, esto puede la ternura, esto puede el amor: y esto es la mujer.
Y por esto sólo ella puede realizar la conquista que implica la educación, sin estremecimientos,
sin ruido, sin oposición y sin odio; y es por lo mismo un poder eminentemente
civilizador, porque los desastres de los ensayos de civilización hechos hasta
ahora no vienen de otra parte sino de que no se ha querido o no se ha podido
educar.
Y
por esto ese florecimiento desbordante y vigoroso de que tanto se ufanaba la época
presente y ese esplendor material cuyas irradiaciones iluminaban todos los confines,
están siendo arrebatados de nuestra vista por un torrente de sangre. A la mujer,
pues, le toca la labor incomparablemente noble y levantada de preservar del mal
a las generaciones, de enseñarles a luchar triunfalmente contra él y de acostumbrarlas
a hacerse superiores a todas las catástrofes de la vida. ¿Se pregunta ahora el
objeto de esta mal zurcida y cansada disertación acerca de la mujer? Oídme otro
instante. Pesa enormemente sobre el mundo moderno un fenómeno que consiste en
que el mal y el error han llegado a organizarse; el mal y el error no son
poderes abstractos, no son fuerzas que revisten un carácter individual ni
tampoco un carácter meramente político, no: el mal y el error a la vuelta de
los tiempos y salvando todas las distancias han venido a constituir un gran
poder social. En otras épocas la mujer realizaba cumplida y perfectamente su
misión en la tranquilidad del hogar y en medio de cierto grado de aislamiento;
pero ahora no se podrá conseguir que su influjo sea decisivo y eficaz para
apartar de los senderos del mal y para empujar por el camino del bien a las
generaciones sin que se levante organización contra organización, poder social
contra poder social, en fin, sin que se alce delante de la construcción que ha
salido de las manos de los defensores del mal y del error la construcción
magnífica y esplendorosa de la verdad y del bien. De aquí que la acción de la
mujer como la de todas las clases sociales debe revestir dos caracteres
salientes: primero, debe partir de una organización;
segundo, debe ser eminentemente social. Porque ¿qué aprovechan su acción
y su influjo hecho sentir en medio del aislamiento si los grandes combates por
la justicia y la libertad tienen que librarse contra un poder formidablemente
organizado? ¿Y qué con que en la tranquilidad del hogar se infiltren en el
espíritu los principios luminosos de la verdad y del bien, si en el campo
abierto del mundo, que ahora es un piélago de cieno, lo dejarán y lo perderán
todo las almas en medio de este gran naufragio de que nosotros somos testigos? ...
No se realizará, pues, la misión sublime de la mujer mientras no se vaya atrevidamente,
sin miedo, sin vacilaciones, a la organización y a hacer esfuerzos, si se
quiere titánicos y si es posible sobrehumanos, porque la acción sea profundamente
social.
Por
eso yo que llevo fuertemente incrustada en mi alma esta verdad, he venido a rendir
con mi palabra un homenaje de admiración a las respetabilísimas damas que forman
la "Liga para la Preservación de la Juventud.” y
que por lo mismo han querido organizarse, para tender su mano bienhechora a los
jóvenes que también se organizan. Oh, sí; vosotras habéis sabido estar a la
altura de vuestra misión, habéis sabido colocaros a la altura de la época,
habéis sabido comprender vuestro papel; y con una abnegación que yo admiro, con
una actividad y ahínco dignos de toda alabanza, habéis salido del aislamiento y
de la tranquilidad del hogar, para ir a la organización y conseguir que vuestra
avasalladora influencia se extienda a través de todo el cuerpo social.
¡Ah,
ojalá tengáis muchas imitadoras! ¡Ojalá muy pronto lleguemos al instante venturoso
en que la mujer y todas las clases sociales formen el ejército que hará rendir
todas las posiciones del mal y del error! La Historia, que llena de admiración
y de respeto se acerca a las ruinas desoladas del pasado para tomar los huesos
de los mártires y transportarlos al porvenir; para recoger la memoria de los
héroes y hacerla resonar en la posteridad, tomará vuestro nombre y lo colocará
en sus páginas de luz al lado de la mujer insigne, hija de Escipión el
Africano: Cornelia. Entre tanto nosotros, los enamorado? fuertemente de la
causa del pueblo, los apasionados, si se quiere hasta la locura, del
pensamiento de Cristo y de la libertad de su Iglesia, con la mano levantada
hacia los cielos juramos ser los Gracos. ¡¡Oh, sí: seremos los Gracos!!
A.M.D.G. (Anacleto Gonzales Flores)
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