utfidelesinveniatur

martes, 31 de enero de 2017

EL PURGATORIO - La última de las misericordias de Dios - R.P Dolindo Ruotolo

DEBER DE SUFRAGAR
LAS ALMAS PURGANTES


Por la misma Comunión de los Santos, nosotros tenemos deberes hacia las almas purgantes, deberes de justicia y deberes de caridad. Pero, también aquella de caridad puede llamarse de justicia porque la caridad es un deber.

Deber de justicia

En cuanto a los sufragios que les debemos, en estricta justicia, a los difuntos que dejaron ofrendas para celebración de misas para su propia alma, es necesario reconocer que en el mundo poco se los toma en cuenta. Familias que heredan un patrimonio muchas veces riquísimo, olvidan vergonzosamente los sufragios a favor del difunto. Estos son los más abominables robos, que están castigados por Dios con severísimos castigos. Innumerables son los casos de casas destruidas o que se volvieron inhabitadas, con graves pérdidas para sus propietarios, de terrenos desolados por el granizo, animales muertos por contagio, y desventuras que caen sobre familias acomodadas que no cumplieron con las obligaciones que tenían para con las almas del Purgatorio. Dios en casos análogos permite estas calamidades porque sacuden a los aprovechadores y los hace meditar sobre la injusticia que ellos cometen dañando al prójimo y a su propia alma. Es deber de justicia no sólo seguir la voluntad de los difuntos, sino cumplirla enseguida, como sería injusticia y crueldad la de tener en custodia un dinero de un enfermo gravísimo, dejando pasar el tiempo para aliviar sus sufrimientos. Hay veces en que los legados que los difuntos destinaban para sus propios sufragios son deberes que ellos tenían por daños hechos a otras personas y que querían satisfacer de esta manera, no queriendo dar a conocer su propia culpa. El suprimir o demorar estos sufragios no sólo es un acto de injusticia hacia los difuntos, sino, también hacia las personas por ellos dañadas. Es estricto deber de justicia de parte de los hijos sufragar por sus padres no solo con plegarias, penitencias y misas, sino también con una vida ejemplarmente cristiana, porque los hijos son como las flores y los frutos de sus padres y la vida santa que lleven es una reparación de su irresponsabilidad al educarlos. Un hijo con una vida desordenada, irreligiosa y alejada de los sacramentos es una tormentosa espina para las almas que le han dado la vida corporal. Es también deber de justicia para los padres rezar por los hijos fallecidos. Si el dolor de haberlos perdido es digno de compasión no por eso el llanto alegra a los difuntos, e incluso les puede perjudicar si es un llanto que aleja a quien llora, de la plena unión a la voluntad de Dios.

Se cuenta que una abuelita habiendo perdido a un hijo en el que tenía grandes esperanzas, lloraba día y noche desconsoladamente, sin pensar en rezar por el alma que sufría en el Purgatorio, pero Dios, teniendo piedad de él, un día hizo aparecer ante la desolada madre, una estela de jóvenes que se dirigían procesionalmente y alegres hacia una magnifica ciudad. Ella miró atentamente si entre ellos se encontraba su hijo, pero, lo ve muy lejos, solo, cansado, con los vestidos empapados de agua. Le preguntó porqué no tomaba parte en la fiesta de los otros, él respondió: “Tus lágrimas, oh madre mía, son las que retardan mi camino y manchan así mis vestidos. Si de verdad me amas, termina tu dolor estéril y alivia mi alma con plegarias, con limosnas y sacrificios. Lo mismo debe decirse de las inconsolables lágrimas de los hijos por los padres difuntos cuando no son acompañadas por plegarias y por obras de sufragios. Así como es deber de los hijos rogar por los padres es también un deber de justicia rogar por los sacerdotes difuntos, y más aún por aquellos que han guiado nuestra alma. Ellos tienen con nosotros una verdadera paternidad espiritual porque nos dan la vida del espíritu, mil veces más preciosa que la vida corporal. Si se piensa que los sacerdotes son a menudo los más olvidados de parte de los fieles, se acrecienta mayormente nuestro deber de sufragio.

Deberes de caridad

Finalmente, tenemos el deber de sufragar por todas las almas, también por aquellas por las cuales no tenemos un estricto deber de justicia, sino por un deber de caridad, que como hemos dicho, puede considerarse un deber de justicia. En virtud de la Comunión de los Santos, las almas purgantes forman parte nosotros, de la gran familia de Jesucristo y son nuestros sus intereses y sus penas. La necesidad que tienen de nosotros es inmensa dada la inmensidad de sus sufrimientos y las llamadas a nuestra caridad son continuas, aunque nosotros no las sintamos. El hecho mismo que cada día mueren millones de personas debe ser para nosotros un llamado a socorrer las almas que diariamente caen al Purgatorio. Nosotros las podemos ayudar, y el no hacerlo, es una falta de caridad. Si es un deber socorrer a quien sufre en el cuerpo y si en el día del Juicio, Jesús nos examinará justamente sobre los deberes de caridad hechos por su amor ¿no es para nosotros materia de riguroso examen la caridad del alivio que debemos dar a las almas purgantes? Ellas están hambrientas de felicidad, sedientas de Dios, carentes de méritos, enfermas por los dolores que las oprimen, presas en el Purgatorio, peregrinas buscando la hospitalidad del cielo, y son miembros del cuerpo místico de Jesús que también en ellos sufre y gime, como sufre y gime en nosotros que somos peregrinos en la tierra, ¿ahora, podemos nosotros descuidarlas sin merecer reprobación y en el Juicio una severa condena? Debemos agregar que a diferencia de los peregrinos en la tierra, tantas veces pecadores e ingratos, y por lo tanto, imágenes deformadas de Jesucristo, las almas purgantes son santas, confirmadas en la gracia, predestinadas a la gloria, predilectas de Dios, que las purifica por amor y desea tenerlas en el Paraíso para llenarlas de Él, para hacerlas semejantes a Él y mostrarse a ellas cara a cara en una eterna unión de amor, y que por lo tanto, el sufragar por ellas acelerando su unión con Dios, es un acto de caridad divina, más grande que el alivio que podemos dar a un pobrecillo de la tierra. Los santos que vivían intensamente la ley de la caridad han sido siempre solícitos hacia las almas purgantes y muchas veces se han ofrecido como víctimas para ellas, para abreviar sus penas.

Esterilidad de las vistosas manifestaciones de dolor

Muchos, creen manifestar su dolor y su amor por los difuntos con vistosas manifestaciones externas. Coronas de flores carísimas y numerosas filas de gente, de carrozas y de automóviles interminables, discursos tradicionales, apretones de mano, lágrimas improvisadas, más o menos sentidas en la conmoción del momento causada por el llanto de los otros. A veces y no raramente, gritos y gestos desesperados. Todas estas manifestaciones externas de duelo son inútiles y hasta dañinas para las almas en el más allá. Un funeral decente, un homenaje limitado con flores puede ser un acto decoroso de recuerdo y de afecto, pero, si no es acompañado de la oración, con el propósito de vivir cristianamente, es una cosa perfectamente inútil frente a la realidad de la muerte y de la eternidad. El cristiano no puede y no debe ignorar que estamos aquí para alcanzar la vida eterna, se sabe o debe saber que la muerte no es un sello puesto sobre la vida, como si ella cayera en la nada, sino que es un sueño que espera al despertar en la resurrección final. Es por tanto, criticable cualquier profanación del cuerpo destinado a resucitar. Con respecto a la cremación del cadáver, es de lamentar el uso del nicho que no permite al cuerpo descomponerse en la misma tierra. La sepultura cristiana debería hacerse en la humildad de la tierra donde el hombre se vuelve polvo y espera la voz de la trompeta final que lo llamará a la vida inmortal (así ha querido ser sepultado Pablo VI). Nosotros vemos en los cementerios monumentos fúnebres y lápidas de recuerdo, con inscripciones de alabanzas o de recuerdos que muchas veces son una falsedad. Si abrieran estas tumbas encontrarían solo huesos descarnados, reposando a menudo entre gusanos. ¡Qué pena! El mejor recuerdo de un difunto es lo que no murió con él, y que lo acompaña en la vida eterna, es decir, su virtud y su vida cristiana. Por esto, el más grande monumento que se puede elevar sobre la desolación de la muerte es la vida santa, es la vida de los santos cuyos restos mortales se guardan en relicarios preciosos. Sería necesario inspirarse en las inscripciones de las Catacumbas, simples y concisas que dan un sentido de fe, esperanza y paz. Por ejemplo: N. reposa en la Paz de Cristo. Qué decir de las tumbas de los llamados ilustres, privadas de cruz y de cualquier otra señal de fe. Las inscripciones elogiosas no son garantía de salvación, todo lo contrario.

No hay comentarios:

Publicar un comentario