Reflexiones prácticas sobre el mismo asunto
Pero ya creo que es
hora de hacemos las importantes preguntas siguientes: ¿Cuál ha sido hasta aquí
nuestra conducta relativa al cumplimiento del deber de la acción de gracias en
general? ¿Cuál es nuestro sentimiento habitual acerca de los innumerables
beneficios divinos que se nos han otorgado? ¿Cuánto tiempo hemos empleado, aun
durante nuestros ejercicios espirituales y otros días de retiro, en contar las
divinas larguezas que el Señor, ha tenido la dignación de concedemos a manos
llenas? Aconséjanos
sabiamente San Ignacio que comencemos todos los días nuestro examen de
conciencia contando las misericordias de Dios y dándole luego por ellas
infinitas gracias; ¿hemos guardado fielmente siquiera esta pequeña práctica de
devoción y agradecimiento? No pocas personas llegan a consagrar ciertas horas
del día al cumplimiento de diferentes deberes espirituales: ¿hemos dedicado
nosotros algún breve rato á la acción de gracias? Muchos otros cristianos
conservan asimismo, en su devocionario, una notita de aquellas cosas y personas
por quienes tiene intención de rogar: ¿guardamos nosotros una minuta parecida
de los beneficios por los cuales, deseamos rendir diariamente las debidas
gracias a nuestro Padre celestial? ¡Cuántas veces, para alcanzar algún especial
favor del Cielo, nos hemos estado asediando el trono de la gracia, durante
semanas enteras, con padrenuestros, avemarias, misereres, memorares, rosarios, comuniones
y hasta penitencias! ¿Cuál es, pues, y en qué proporción ha estado nuestro
hacimiento de gracias con las súplicas que elevamos a los pies del Rey de la
majestad, luego que el Señor tuvo al fin la dignación de condescender, benigno,
a nuestros ruegos importunos? ¿Cuánto tiempo gastamos entonces en la práctica
del agradecimiento por el beneficio recibido? ¿En qué consistió semejante ejercicio?
¿Con qué nuevo fervor y aumento de amor divino iba acompañado? ¿Redújose acaso
a un solo Te Deum, a un simple y atropellado Deo grafías, lanzándonos
en seguida precipitada y descortésmente a tomar afanosos el don que Dios nos
ofrecía, arrancándoselo, digámoslo así, de sus benditas manos, cual si fuese un
salario, para no volvernos después a acordar jamás de semejante dádiva graciosa,
contentándonos con aquel general y vago afecto de agradecimiento que tuvimos al
tiempo de recibirla? Sobrados motivos, ¡ay!, existen ciertamente para avergonzamos de esta nuestra
mala correspondencia a los beneficios divinos; porque lejos de abrigar en
nuestro corazón un espíritu constante de gratitud, un vivo y perpetuo recuerdo
de las misericordias divinas, una regularidad amorosa y no interrumpida en
nuestras adoraciones y sacrificios de acción de gracias continuamos esperando
que el Espíritu Santo toque por sí mismo nuestra voluntad con el sentimiento
íntimo de nuestras obligaciones para con Dios, y con la conciencia de nuestra
dependencia hacia su divina Majestad, cruzándonos, digámoslo así, de brazos,
hasta después que aquel Espíritu consolador ha desempeñado semejante ministerio;
y aun así correspondemos fríamente a su divino llamamiento, por manera que dejamos
a cargo suyo que El supla nuestro agradecimiento, cuando debiéramos nosotros
ofrecérselo de muy buena voluntad y con generoso y abundante amor divino.
Verdad es que nunca
podremos anticiparnos a sus divinos auxilios, ni siquiera para concebir un solo
pensamiento bueno; y así, nuestra falta está únicamente en no corresponder a su
primer toque o llamamiento, aguardando a que nos obligue por una fuerte presión
interior. Si un hermano nuestro se portase con nosotros según nos conducimos
con nuestro Dios y Señor, de seguro que no hallaríamos expresiones con qué
ponderar la bajeza de semejante conducta, indigna de un alma, verdaderamente
agradecida. Responded, pues, con la mano puesta en el corazón a vuestro Ángel de
la Guarda, y decidme luego si todavía creéis que exageraba al aseguraros que la
desproporción entre el hacimiento de gracias y la oración es uno de los
fenómenos más espantosos de la naturaleza. Y bien: ¿cuál es la causa de semejantes
anomalías? Impórtame muy poco repetirlo una y mil veces, hasta el punto de que
llegue a causaros fastidio el leerlo, si yo consigo grabarlo profundamente en
vuestra memoria. La causa, digo, de
conducta tan extraña no es otra más que nuestra perversa obstinación en rehusar
mirar a Dios como a nuestro Padre. Prescindiendo de la culpa manifiesta, difícilmente existe una sola miseria de
la vida que no proceda de esas severas, tétricas y ruines nociones que nos
forjamos en nuestra mente acerca de Dios nuestro Señor: he aquí, pues, la raíz
del mal. Así es que si deseáis de todas veras ser muy otros de lo que sois, menester
es que la aplaquéis luego la segur; cualquier otro medio no curará vuestras
dolencias espirituales, a pesar de vuestra meditación, examen de conciencia,
rosario, etc., según ya tantas veces lo habéis experimentado. En efecto:
¿cuántos sujetos no estamos viendo ejercitarse diariamente con admirable
constancia en la práctica de la meditación, sin que hayan logrado adelantar un
solo paso en el camino de la virtud, ni enfrenado sus malas pasiones, ni suavizado
su carácter agreste y desabrido? Tienen el hábito, no el don, de la oración. En
su consecuencia, bien podéis hacer cuantas penitencias os agraden, que, lejos
de inflamaros en el fuego de un puro y sincero amor de Dios, endurecerán
vuestro corazón con el engaño de una humildad llena de vanagloria, y los mismos
Sacramentos funcionarán en vuestras almas únicamente cual máquinas
descompuestas.
Ora os lamentéis de
vuestro escaso aprovechamiento en la vida espiritual; ora deploréis con
lágrimas amargas la ausencia de toda devoción sensible; bien os angustie vuestra
incapacidad para formar y cumplir resoluciones generosas; que os apesadumbren
aquellas molestas reincidencias en imperfecciones indignas de un verdadero cristiano;
ya os desconsuele la falta de reverencia en la oración, o la dureza y
desabrimiento con que os atrevéis a tratar a vuestros prójimos, semejantes defectos,
tenedlo bien entendido, casi siempre nacen de aquellas severas nociones que os
habéis formado de Dios nuestro Señor, y, por tanto, si deseáis de todas veras
cambiar de vida, menester es que arranquéis de cuajo dichas ideas acerca de la
Divinidad; que cultivéis un afecto filial hacia tan cariñoso Dueño; que pidáis
con vivas ansias al Espíritu Santo el don de piedad, cuyo oficio
especial consiste en producir en el alma de los cristianos semejante afecto
devoto; que vuestro culminante y primordial concepto sobre Dios sea de aquel Señor
de quien procede toda la paternidad que existe en el cielo y en la tierra;
que recordéis que el espíritu de Jesús es el único espíritu verdadero, y el
espíritu de adopción por el cual clamamos Abba, Padre. Jamás, repito,
lograréis llevar una vida verdaderamente cristiana mientras vuestras nociones
de Dios como Padre amoroso no desvanezcan todas las otras nociones que de Él os
habéis formado, o a lo menos hasta que estas últimas no se encuentren colocadas
en subordinación armoniosa con las primeras, que es lo que constituye la esencia,
el alma del Evangelio y la vida misma de las enseñanzas de nuestro Salvador
adorable; no podía un hombre hacer obra más excelente que consagrar toda su
vida al apostolado de esta única idea: la paternidad compasiva de Dios.
En materia de
progreso espiritual, nuestros intereses se identifican con la gloria divina; y
ved aquí otra nueva invención de la caridad ingeniosa del Creador hacia los hombres
que inspirará en nuestro ánimo mayor afición a la práctica de la acción de
gracias, considerando los beneficios que desde el punto de vista espiritual nos
resultan de semejante ejercicio piadoso. El adelantamiento en la santidad no es
más que el descenso continuo, sobre nuestras almas, de aquellas gracias que
coronan todo acto de correspondencia por nuestra parte a las gracias
anteriormente recibidas. Y nada hay, a juicio nuestro, que tanto multiplique en nosotros las gracias,
ni que con más eficacia mueva a Dios a abrirnos de par en par las puertas de sus riquísimos tesoros, como la práctica devota de la acción de
gracias. Pero no es ésta la única ventaja que nos ofrece el hacimiento de gracias
para alcanzar la santidad; es menester que tomemos asimismo en cuenta los
efectos maravillosos que semejante devoción produce sobre nuestras almas; no
pocas personas se afanan por adelantar en el camino de la virtud, mas no parece
sino que una especie de mano oculta las estorba el paso: porque el hecho es, y
no lo conocen siquiera que jamás han llegado a convertirse enteramente a Dios; permanecieron
muy poco tiempo en la vía purgativa de la virtud cristiana; regatearon con Dios
los servicios que de justicia le son debidos; se reservaron ciertos alejamientos
poco agradables a los divinos ojos, o desearon despojarse de los hábitos
viciosos floja y gradualmente, para de esta suerte evitarse la molestia de una
pronta y eficaz conversión. Ahora bien: la acción de gracias, suave, pero
imperceptiblemente, cambia nuestra religión en un servicio de amor; indúcenos a
mirar todas las cosas desde el punto de vista divino; a ponemos del lado de Dios,
aun contra nosotros mismos; a identificarnos con sus intereses hasta cuando
parece que se hallan en abierta oposición con los nuestros; a romper, en su
consecuencia, más eficazmente con el mundo, renunciando de lleno a todas sus
pompas y vanidades; a profundizar hasta el origen y raíz del conocimiento de
nuestra propia vileza, la cual es peor todavía que la misma nada en la
presencia de Dios; y ¿qué es todo esto sino hacer nuestra conversión más total
y completa? Ni es menor el efecto de la acción de gracias sobre nuestro adelantamiento
en la santidad; todo progreso en la vida espiritual nace del amor, y el amor
es, al mismo tiempo, causa y efecto de la acción de gracias. Lo que el aire y la
luz son a las plantas, eso es a las virtudes la presencia de Dios; y la
práctica de la acción de gracias es la que hace casi habitual en nuestras almas
semejante presencia sensible de Dios, porque continuamente está excitándonos a
contemplar las misericordias divinas, que de otro modo no hubiéramos notado, y
colocándonos en disposición más conveniente para apreciar su valor, sondeando
algunos grados el abismo inconmensurable de la condescendencia de Dios, fuente
inagotable de dichas bondades para con los hombres. Muévenos, además, el
ejercicio de la acción de gracias a lamentar, con lágrimas amargas, la ausencia
de semejante devoción en nuestros hermanos, cuya aflicción y tierno llanto
mantienen nuestro amor de Dios en toda su delicadeza y sensibilidad, y
engendran en nuestra alma aquel dulce espíritu de reparación, especial
prerrogativa del adelantamiento en la santidad. Se dilatan los senos de nuestro
corazón mientras estamos engrandeciendo a Dios, dilatación que nos solicita a
correr con ligereza por el camino de los divinos mandamientos, que antes
andábamos solamente a paso lento y como a remolque. Sentimos asimismo dentro de
nosotros una fuerza secreta para vencer los obstáculos que se nos ponen
delante, para desvanecer y menospreciar toda suerte de temor; una completa
libertad de espíritu en el bien obrar, que anteriormente no solíamos, sentir.
Y todo esto es
porque la acción de gracias nos ha hecho medir la altura inconmensurable de la
bondad infinita de Dios y la profundidad de nuestra vileza, y así, nada nos parece
demasiado, nada difícil y grandemente penoso cuando en ello está interesada la
gloria del Altísimo; como Areuna, en el tiempo de la pestilencia, ofrecemos al
Rey de la majestad ricos presentes, cual suelen hacerlo con nosotros los monarcas
de la tierra, esto es, con profusión y a manos llenas, pues, nuestros corazones
ciñen la brillante corona de la acción de gracias. Yerran, pues, gravemente
todos aquellos que menosprecian las consolaciones y felicidad que se
experimentan en la religión, el gozo en los divinos servicios, la dulzura en la
oración, la suavidad y alegría en la mortificación y los regalos en la
devoción. Verdad es que cuando Dios rehúsa a los fieles semejantes recreaciones
espirituales, ciertamente que no siempre lo hace por estar airado con ellos, o
en castigo de alguna maldad. Y cualquiera que sea la causa que mueva al Señor a
privarnos de dichas consolaciones, nuestra principal obligación es resignarnos humildemente
a su dulce aunque inescrutable voluntad divina; pero esto no impide que todas
las consolaciones susodichas sean instrumentos muy eficaces para la santidad y
la perfección, y en su consecuencia, que no puedan desearse y codiciarse
ardientemente, si bien con espíritu humilde y rendido. ¡Cuántas veces no
sucede que personas que no gozan de ninguna dicha en la religión, que están
continuamente viviendo en sequedad de corazón, privadas de las dulzuras y consolaciones
espirituales, llegan a caer en un desmayo o desfallecimiento tal, que no parece
sino que todo lo van abandonando; hasta descuidar el mismo cumplimiento de sus
más sagradas obligaciones! Aun durante la Misa y las grandes solemnidades de la
Iglesia, un tupido velo cubre tan fuertemente el corazón de semejantes sujetos,
que ni la música, ni la magnificencia y esplendor del culto, ni la real presencia
de Dios son capaces de penetrar ni causar en él la más ligera conmoción; los
beneficios divinos les son tan enojosos, como los castigos para la generalidad
de los mortales; la oración es una penitencia, la confesión un tormento, la comunión un verdadero suplicio;
aquello que Dios bendice por amor suyo, les desazona como una úlcera; lo que Él
llena de dulce paz, les incomoda; no apetecen ninguna otra luz más que la
lobreguez de su perversa extravagancia, ni gustan oír otra canción que la de su
mal humor y propia ridiculez. Indagad, pues, si han poseído alguna vez
semejantes personas un espíritu de acción de gracias, y habréis entonces
exactamente dado con el hilo de la dificultad; acaso sean convertidos a la santa
fe católica quienes obedecieron a la gracia de la vocación con cierta
repugnancia; que cuando entraron en el gremio de la Iglesia verían dificultades
por todas partes, desde el Papa y Cardenales, hasta el último fiel de la cristiandad;
que doquiera les rodearían males imaginarios sin cuento; que de todo
criticaban, que nada les parecía bueno, que todo en la Iglesia era, en fin,
para ellos desabrido, vulgar, monótono, prosaico. Así es que, sea por
lo que sea, estos infelices convertidos han sido verdaderamente unos
desgraciados desde el principio de su conversión; ¿y por qué? Encerrados en sí
mismos, llenos de amor propio, no buscando más que consolaciones, y hambrientos
de simpatías, difícilmente han caído alguna vez de hinojos, cual niños
inocentes y candorosos, a los pies del trono de Dios, para darle gracias por el
milagro de amor que Él obrara en favor suyo introduciéndoles dentro del seno de
la verdadera Iglesia, donde al presente se encuentran viviendo. Un corazón
agradecido hubiera recibido gozosa y alegremente todas esas dificultades,
propias de principiantes, esto es, de su nueva situación y género de vida, como
una penitencia merecida de justicia por la dureza de su corazón, que tanto dio
que hacer a la gracia y tan heroicos esfuerzos le ha costado, para ver de
ablandarle durante todo el proceso de la conversión. Pero semejantes personas
fueron desagradecidas, y así es como no son felices y dichosas en la religión:
demos rendidas gracias a Dios por ser tan escaso el número de tales sujetos.
Ved aquí, pues, en todo cuanto acabamos de exponer, otro punto que debe tenerse
muy en cuenta: la felicidad en la religión nace del espíritu de acción de
gracias.
Expliquemos ahora
en dos palabras cómo por medio de la devoción de acción de gracias debemos
ejercitar los tres instintos o caracteres de los Santos, es decir, promover la
gloria de Dios, fomentar los intereses de Jesús y procurar la salvación de las
almas. Primeramente, la gloria de Dios. -Nuestro Dios y Señor, en sus entrañas
de misericordia, ha querido que su gloria inefable dependa en gran parte de las
alabanzas y acciones de gracias de sus criaturas; la acción de gracias fue uno
de los fines que le movieron a crearnos. Así es que no hay cosa alguna que más
contribuya a defraudar la gloria del Altísimo que la negligencia y olvido de la
acción de gracias; y consiguientemente, nada hay asimismo que Él anhele con tan
vivas ansias de sus fieles siervos como la reparación de semejante ultraje con que
le están ofendiendo no pocos hijos ingratos en todos los instantes del día y de
la noche; porque es imposible tributarle con devota atención las debidas
acciones de gracias sin que al propio tiempo estemos promoviendo su mayor honra
y gloria. Ya llevo dicho que el gozo resulta de la acción de gracias; y el espíritu
de gracias, no sólo parece que acompaña al gozo, fruto especial del Espíritu
Santo, sino que se manifiesta claramente en todas aquellas devociones que tienen
alguna relación con el gozo. En efecto; aquellos que han profesado una-
singular devoción a San Rafael, el ángel del gozo, generalmente han atesorado
en su corazón un don más que ordinario de acción de gracias; y prescindiendo
ahora de los ejemplos de los Santos que más llegaron a señalarse en la devoción
de la, acción de gracias, como San Juan de la Cruz, la Beata Benvenuta, Santa
Jacinta Mariscotti y otros, lo vemos hasta en el mismo libro de Tobías -¡Padre!,
causóme gozó-: he aquí el carácter que el joven Tobías atribuye a San
Rafael. Estando ya este espíritu bienaventurado a punto de darse a conocer, les
dijo: «Bendecid a Dios del Cielo y glorificadle delante de todos los vivientes
por haberos mostrado su misericordia; porque bueno es ocultar el secreto de un
rey. pero es honroso el descubrir y confesar las obras de Dios... Cuando me
hallaba con vosotros, estaba por voluntad de Dios; bendecidle; pues, y cantadle
alabanzas... Tiempo es ya de que vuelva a Aquel que me envió; mas vosotros
bendecid a Dios y publicad todas sus maravillas.» Probablemente, al separarse
de ellos les permitió ver una vislumbre o destello de la hermosura angelical
que le engalana, pues inmediatamente entraron en un éxtasis de tres horas, y lo
que dejó tras sí fue el espíritu de acción de gracias. «Postrándose entonces
por tres horas sobre su rostro, bendijeron a Dios, y levantándose; contaron
todas las maravillas del Altísimo, y abriendo luego su boca el viejo Tobías, dijo:
«Glorificad al Señor, hijos de Israel: ved lo que ha hecho por nosotros, y
alabadle con temor y temblor, y ensalzad al Rey de los siglos. Bendecid al Señor
todos sus escogidos, celebrad días de alegría y glorificadle. Jerusalén, ciudad
de Dios, glorifica al Señor en tus bienes.» Y ¡cuán dulces y regalados no fueron
los últimos días del santo anciano, desde que el Ángel le adornó con el rico
ropaje del gozo y las vistosas galas de la acción de gracias! «Pasó en gozo el
resto de su vida, y con grande aprovechamiento en el santo temor de Dios,
descansó y partió de este mundo en paz.»
¡Qué más!, si aún
llegó el gozo a sobrevivirle, supliendo en su muerte el oficio del llanto, pues
dícese que habiendo cumplido noventa y nueve años en el temor del
Señor, le sepultaron con gozo, puntualmente, como sucede con demasiada
frecuencia en las casas religiosas, luego que Dios llama para Sí a alguno de la
comunidad, gozo que no raras veces es motivo de escándalo para aquellos que no comprenden
el rendido y celestial espíritu del claustro. En segundo lugar, ofrécenos igualmente
la práctica devota de la acción de gracias medios eficaces para fomentar los
intereses de Jesús. ¿Qué había sobré la tierra que él Salvador anhelase con más vehemencia que la
gloria de su Padre? Aunque de Él se dice que penetraba en el interior de los
hombres, y que no quería fiarse de ellos, con todo eso, tuvo la dignación de aparecer
sorprendido viendo que sólo uno de los diez leprosos volvía a dar gracias a Dios
por el beneficio recibido. ¡Y cuán lleno de misterio no está asimismo aquel
exabrupto suyo de acción de gracias cuando agradeció a su Padre y le confesó
por qué había escondido sus misterios a los sabios y prudentes y revelándoselos
a los párvulos!
Ahora bien: existe
un método especialísimo para promover los intereses de Jesús de una manera
fácil y gustosa, que yo me atrevería a aconsejaros, el cual consiste en asumir
un pequeño apostolado para extender la práctica de la acción de gracias; porque,
ciertamente, apenas habrá uno solo de entre nosotros que no ejerza alguna
influencia sobre sus prójimos, ora sean hijos, criados o bien conocidos y
amigos. Enseñémosles, pues; a practicar frecuentes, metódicas y fervorosas acciones
de gracias por los beneficios recibidos; dejemos discretamente caer de nuestros
labios, siempre que se nos ofrezca la ocasión, alguna palabra en favor de
semejante ejercicio. Si cada uno de los cuarenta mil miembros de la Confraternidad
de la Preciosa Sangre tuviese la dicha incomparable de persuadir a cinco personas,
en honra de las cinco llagas de nuestro Señor Jesucristo, el ejercicio diario
de la acción de gracias; si estos cinco, a su vez, lograsen asimismo extender
semejante devoción piadosa entre otros tantos hermanos suyos, como se extienden las ondas sobre la superficie de un
lago, y estos últimos a otros, y así sucesivamente, ¿cuánto no se regocijaría
entonces Jesús en este riquísimo tesoro de gloria divina, que, cual oloroso
perfume, ofrecían a los pies del trono del Altísimo, aunque no fuesen más que
las primeras doscientas mil personas, practicando cada día un solo acto de
agradecimiento, un simple Deo gratias nada más, pronunciado, si
no con los labios, con la lengua del corazón? Ponderad la gracia, y el mérito, y la gloria, y la adoración, y la honra, y el
júbilo, y la alabanza que envuelve un solo Deo gratias dicho con devota
intención; y esto no obstante, la Confraternidad, con tan brevísima
jaculatoria, podría presentar anualmente a la Majestad ultrajada del Rey de la
gloria setenta y tres millones de actos sobrenaturales de acción de gracias.
¿Por qué, pues, no
ensayamos siquiera este medio, que procuraría a Dios un riquísimo tesoro de
gloria? ¡Oh; qué homenaje de amor a Jesús no sería este fácil apostolado de
acción de gracias! ¡A la obra; pues, hermanos míos! ¡Comencemos luego a
trabajar en tan santa empresa!, ¡hoy!, ¡ahora mismo!, ¡que el tiempo vuela, y
harto hemos hecho estar esperando a la gloria de Dios nuestro Señor! En las
escuelas, en los Seminarios y en el seno de las familias, especialmente en
aquellas donde hay muchos jovencitos; de cuyas bocas puras ha Dios ordenado su
alabanza, podrán también establecerse pequeñas asociaciones para que cada uno
de sus miembros dijese en particular, todos los días, alguna breve jaculatoria
de acción de gracias; y donde se creyese oportuno, no sería inútil mandar que hiciesen
en común algún pequeño acto de agradecimiento, para de esta suerte animar y
esforzar a los tiernos niños y demás jovencitos a poner mayor atención en las
oraciones que suelen decirse antes y después de la comida. Semejantes
asociaciones podrían tener por objeto el dar gracias a Dios por todas las misericordias
que ha otorgado a sus criaturas, señaladamente por el beneficio inestimable de
la Encamación y por aquella singular largueza que movió sus entrañas de bondad
a regalarnos a María para que fuese nuestra Madre igualmente que suya. Supongamos,
pues, por un momento, que los niños de una escuela cristiana se reuniesen
mañana y tarde para practicar un breve acto de gracias por el don singularísimo de la santa fe católica, apostólica, romana;
los jovencitos entonces, a la vez que obrando así, bendecirían a Dios por la fe
nacional de su país y repararían las apostasías, adquirirían también para sí un
hábito que les serviría de eficaz preservativo contra las tentaciones que experimentarán
en lo por venir. Dichas asociaciones, si se juzgase conveniente, podrían
asimismo tener por objeto la devoción a los santos Ángeles, cuya incesante ocupación
en el Cielo es una canción no interrumpida de melodiosas alabanzas y acciones
de gracias; y de esta suerte la virtud de la santa pureza, don especial de la
devoción a los espíritus bienaventurados, crecería y echaría hondas raíces en
las almas inocentes de los jóvenes asociados.
Si profesamos una
grande estimación a la gloria de Dios; en una palabra, si amamos
entrañablemente a nuestro Padre Celestial, no nos parecerán livianas todas
estas cosas ni insignificantes sus resultados; y trataremos de recobrar en lo
posible con tan ingenioso artificio de acción de gracias aquel tiempo precioso
que hemos malamente perdido. ¡Oh, qué rico tesoro de gloria no podría un hombre
solo ganar para nuestro Señor dulcísimo, consagrándose de todas veras a tan
santa ocupación! Cuando San Jerónimo vivía en el Oriente, oyó con frecuencia entonar
a los monjes la doxología Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, y
se quedó tan prendado de semejante doxología, que se resolvió a pedir al Papa
San Dámaso que se dignase establecerla en la Iglesia Occidental, donde,
humanamente hablando, a no ser por los ruegos del santo Doctor, difícilmente hubiera
llegado a usarse jamás. Ahora bien: ¿quién es capaz de contar los millones y
millones de veces que los fieles de Occidente han rezado o cantado, con amorosa
y devota intención, semejante doxología? Cada vez que Santa María Magdalena de
Pazzi recitaba o entonaba tan regalada canción, acompañábala con la ofrenda mental
de sí misma en olor de la Beatísima Trinidad, doblando al propio tiempo el
cuello al golpe del hacha, cual si estuviese ya a punto de ser matirizada en
defensa de la fe católica.
Dícese de San
Alfonso de Ligorio que, en su vejez, apenas llegaba a sus oídos alguna noticia
o buena nueva favorable a la gloria de Dios o prosperidad de la Iglesia,
exclamaba, inundado de alegría: Gloria Patri, et Filio, el Spiritui
Sancto. Se cuentan igualmente maravillas de la devoción del Beato Pablo de
la Cruz hacia esta doxología. devoción que el siervo de Dios estaba sin cesar
inculcando a todos sus religiosos; y las Vidas de los Santos, ¿cuántos ejemplos
no podrían asimismo ofrecernos de muchas otras devociones de amor heroico,
estrechamente ligadas con semejante canción gloriosa? Pues bien: si San Jerónimo no hubiese rogado un día al Papa
San Dámaso que la introdujese en la Iglesia Occidental, claro está que se hubieran
entonces perdido para Dios todos estos riquísimos tesoros de gloria; cuando los
hombres ejecutan alguna buena obra, por liviana que sea. a la mayor gloria de
Dios, jamás llegan a conocer hasta dónde alcanzará su eficacia ni qué número de
maravillas podrá obrar, en honra y alabanza del Altísimo, en el transcurso de
los siglos.
El secreto del
amor, por tanto, consiste en estar constantemente ejecutando obras a la mayor
gloria de Dios, sin cuidarnos para nada de su grandeza o pequeñez: «Echa tu pan
-dice el Sabio- sobre las aguas que corren, pues al cabo de mucho tiempo lo
hallarás. Por la mañana siembra tu simiente, y no permitas que por la tarde
cese tu mano, porque no sabes si nacerá antes esto o aquello; y si ambos a la
vez, ignoras cuál será lo mejor» Últimamente, el ejercicio devoto de la. acción
de gracias es-un poderoso auxiliar para la salvación de las almas. En efecto:
nosotros mismos, practicando semejante devoción, gozaríamos de un valimento tan
señalado para con Dios nuestro Señor, que nos habilitaría para impetrar gracias
que sobrepujasen a nuestros deseos y al alcance de la pobreza de nuestras
actuales oraciones; veríamos abrirse delante de nuestros ojos los riquísimos
tesoros de las misericordias divinas; correrían por doquiera ríos caudalosos de
gracias; se ablandarían los corazones más empedernidos; lloverían raudales de
bendiciones sobre toda la Iglesia; desagraviaríamos a Dios por las ofensas con
que los pecadores le están ultrajando con su ingratitud y negligencia; aplacaríamos
la cólera del justo Juez y detendríamos el brazo del Rey airado, levantado ya
para descargar contra ellos rayos de castigos espirituales y temporales. ¡Con
cuánta muchedumbre, pues, de medios indirectos no nos permite Dios, en su
infinita misericordia, cooperar a la salvación de las almas, solicitándonos
incesantemente, con entrañas de caridad; a ser más ingeniosos que hasta aquí en
buscarlos, y muy solícitos, una vez adquiridos, en ponerlos luego al punto en
ejecución!
¡Oh pobrecitas
almas desgraciadas, que con tanta frecuencia os hemos escandalizado con
nuestras maldades! ¡Pluguiera al Cielo que nuestros ruegos actuales y acciones
de gracias llegasen siquiera a igualar el número de escándalos que os hemos
dado con descaro inconcebible, porque nos parece imposible que sea enteramente
nuestra la preciosa Sangre de Jesucristo hasta tanto que no os hagamos a vosotras
igualmente participantes de ese riquísimo tesoro! ¡No olvidemos, pues, nunca, hermanos
míos, que acaso existan sobre la tierra algunas almas cuya salvación perdurable
habrá Dios vinculado a nuestro celo y oraciones! ¡No perdamos jamás de vista
que quizá haya en el mundo un alma querida a quien el Altísimo amó desde toda
la eternidad, decretando sacarla de la nada con preferencia a millones de almas
que pudo haber criado en lugar suyo! ¡Un alma querida cuyo nombre tuvo Jesús grabado
en su mente soberana aun estando pendiente en la Cruz! ¡Un alma querida por
cuya compañía esté suspirando María en la gloria del Cielo! ¡Un alma querida
cuya felicidad sempiterna, esto es, el ver a Dios cara a cara, y ser por toda una eternidad feliz y dichosa, y hallarse adornada con una belleza incomparable,
y coronada con bellísimos dones y esclarecidas gracias sobrenaturales, y
hermosamente engalanada con los preciosos atavíos de la Jerusalén celestial, y
anegada en un mar inmenso y perdurable de dulzuras, y de gozo, y de deleites,
que sobrepujan a todo humano encarecimiento!
¡Acaso se halle
todo esto, repito, por un especial arrojo, permítasenos la expresión, y un
adorable atrevimiento del amor divino, pendiente y como colgado, sin que lo
conozcamos, de cualquiera de nuestras oraciones! ¡Oh, qué posibilidad ésta tan
espantosa a la vez que arrebatadora! ¡Señor!, ¿cuándo os vimos hambriento, y no
os alimentamos; sediento, y no os dimos de beber? ¡Ojalá que no cese nunca de
resonar en nuestro oído el eco espantoso de aquella su contestación: Cuando no lo
hicisteis con el más pequeñuelo de estos mis hermanos, ni a mí lo hicisteis!
No hay comentarios:
Publicar un comentario