CAP. II CONTINUACION
Que nosotros rehusamos con frecuencia la
inspiración
y nos negamos a amar a Dios
¡Ay de ti, Corozain! ¡Ay de ti, Betsaia!, porque si en Tiro y en Sidón,
se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotros, tiempo ha que
hubieran hecho penitencia, cubiertos de ceniza y de cilicio”.
Estas son palabras del Salvador. Mira, Teótimo, como los que han tenido
menos atractivos se han movido a penitencia, Y los que han tenido más, han permanecido en su obstinación; los que tienen menos motivos, acuden
a la escuela de la sabiduría, los que tienen más, persisten en su locura, Así se hará el juicio comparativo, según lo hacen
notar todos los doctores, juicio que no puede tener otro fundamento sino el
hecho de Que habiendo sido unos favorecidos con tantas o menos gracias que los
otros, habrán rehusado su consentimiento a la misericordia, mientras los otros,
habiendo sido objeto de iguales o menores atractivos, habrán seguido la
inspiración y se habrán entregado a una santa penitencia; porque ¿cómo es posible
echar en cara a los impenitentes su obstinación, sino comparándolos con los que
se han convertido? Pero, si es verdad, como lo prueba magníficamente Santo
Tomás, que la gracia fue diversa en los ángeles y proporcionada a sus dones naturales,
los serafines tuvieron una gracia incomparablemente más excelente que los
simples ángeles del último orden. ¿Cómo, pues, pudo ocurrir Que algunos serafines,
y el primero entre todos ellos, según la opinión más probable y más común entre
los antiguos, cayesen, Y que una considerable multitud de otros ángeles inferiores
perseverasen tan excelente y animosamente?
¿Por qué Lucifer, tan encumbrado por naturaleza y sublimado por la
gracia, cayó, y tantos ángeles menos aventajados permanecieron fieles hasta el
fin? Es cierto que los que perseveraron, deben, por ello, a Dios, toda
alabanza, pues, por su misericordia, los creó y los conser- vó buenos; mas
Lucifer y todos sus secuaces, ¿a quién pueden atribuir su caída, sino, como dice
San Agustín, a su voluntad., la cual, en uso de su libertad, se apartó de la
divina gracia, que tan suavemente los había prevenido? ¿Cómo caíste del cielo,
oh lucero, tú que, como una hermosa aurora, apareciste en este mundo invisible revestido
de la claridad primera, como de los primeros resplandores de una nueva mañana, Que
debía crecer hasta el mediodía de la gloria eterna? No te faltó la gracia, pues
poseíste, como tu naturaleza, la más excelente de todas; pero faltaste a la
gracia. Dios no te había despojado de los efectos de su amor, pero tú negaste a
su amor tu cooperación; jamás Dios te hubiera rechazado, si tú no hubieses
rechazado su amor. ¡h Dios de bondad! Vos sólo dejáis a los que os dejan; nunca
negáis vuestros dones sino a los que os niegan su corazón.
Que no hay que atribuir a la divina Bondad el que
no tengamos un muy excelente amor
¡Oh Dios mío! ¡Con cuán poco tiempo haríamos grandes progresos en la
santidad, si recibiésemos las inspiraciones celestiales según toda la plenitud
de su eficacia! Por abundante que sea la fuente, nunca sus aguas entrarán en un
jardín según su caudal, sino según la estrechez o la anchura del canal por
donde sean conducídas. Aunque el Espiritu Santo, como un manantial de agua
viva, inunda por todas partes nuestro corazón, para derramar en él su gracia, sin
embargo, no queriendo que ésta entre en nosotros sino por el libre
consentimiento de nuestra voluntad, no lo vierte sino según la medida de su
agrado y de nuestra disposición y cooperación, tal como lo dice el sagrado
concilio, el cual también, según me parece, por causa de la correspondencia de
nuestro consentimiento con la gracia, llama a la recepción de ésta, recepción
voluntaria. En este sentido, nos exhorta San Pablo a no recibir la gracia de Dios
en vano Sucede a veces que, sintiéndonos Inspirados para hacer mucho, no
aceptamos toda la inspiración, sino tan sólo una parte, como lo hicieron
aquellas personas del Evangelio, las cuales, invitadas, por inspiración de nuestro Señor, a seguirle, quisíeron
reservarse: el uno el dar primero sepultura a su padre Y el otro el ir a
despedirse de los suyos. Mientras la, pobre viuda tuvo vasijas vacías, el
aceite, cuya multiplicación había impetrado milagrosamente Eliseo, no cesó de
fluir; mas, cuando yno hubo vasijas para recibirle, dejó de multiplicarse. A
medida que nuestro corazón se dilata, o, mejor dicho, a medida que se deja alargar
y dilatar y que no rehúsa el vacío de su consentimiento a la misericordia
divina, derrama ésta continuamente y vierte sin cesar sus santas inspiraciones,
las cuales van creciendo y hacen que crezca más y más nuestro amor santo. Mas,
cuando ya no hay vacio y no prestamos más nuestro consentimiento, entonces se
detiene.
¿Por qué causa no hemos progresado en el amor de Dios tanto como San
Agustín, San Francísco, Santa Catalina de Génova o santa Francisca? Porque Dios
no nos ha concedido esta gracia. Mas ¿por qué Dios no nos ha concedido esta gracia,
Porque no hemos correspondido cual era debido a sus inspiraciones. Y ¿por qué
no hemos correspondido? Porque, siendo libres, hemos abusado de nuestra
libertad. El devoto hermano Rufino, con motivo de una visión que tuvo de la
gloria a que llegaría el gran Santo Francisco, por su humildad, le hizo esta pregunta:
Mi Querido padre, os ruego que me digáis qué opinión tenéis de vos mismo.
Respondióle el santo: Ciertamente, me tengo por el mayor pecador del mundo y
por el que sirve menos al Señor. Pere, replicó el hermano Rufino, ¿como podéis decir
esto en verdad y en conciencia, cuando otros muchos, como es manifiesto,
cometen muchos y muy grandes pecados, de los cuales, gracías a Dios, vos estáis
exento? Díjole San Francisco: Si Dios hubiese favorecido a todos estos, de
quienes hablas, con tanta misericordia como a mí, estoy seguro de que, por
malos que ahora sean, hubieran sido mucho más agradecidos que yo a los dones de
Dios, y le hubieran servido mucho mejor de lo que yo le sirvo; y, si Dios me abandonase,
cometería muchas más maldades que cualquiera de ellos. Ve, pues, Teótimo, el
parecer de este hombre, que casi no fue hombre, sino un serafín en la tierra.
Es para mí un verdadero oráculo el sentir de este gran doctor en la ciencia de
los santos, el cual, educado en la escuela del crucificado, no respiraba
sino según las divinas inspiraciones. Por esta causa, dicha sentencia ha sido
alabada y repetida por todos los devotos de los tiempos posteriores, muchos de
los cuales creen que el gran Apóstol San Pablo habló en el mismo sentido,
cuando dijo que era el primero de los
pecadores La bienaventurada madre Teresa de Jesús, Virgen, toda ella
angelical, hablando de la oración de quietud, dice estas palabras: Son muchas
las almas que llegan a este estado, pero muy pocas las que pasan más adelante,
no sé por qué Causa. A la verdad, la falta no es por parte de Dios, porque,
como quiera que su divina Majestad nos ayuda y nos concede llegar hasta este
punto, creo que no dejaría de ayudarnos más, si no fuese por culpa nuestra, por
lo que somos nos- otros los que ponemos el obstáculo. Tengamos, mas, cuenta, del
amor que debemos a Dios, porque el amor que Él nos tiene no nos faltará.
Que los llamamientos divinos nos dejan en completa
libertad paraseguirlos o, para no aceptarlos
No hablaré aquí, de aquellas gracias milagrosas que han trocado, en un
momento, los lobos en corderos, los peñascos en manantiales, y los perseguidores
en predicadores. Dejo de un lado estas vocaciones omnipotentes y estas mociones
santamente violentas, por las cuales Dios, en un instante, ha hecho pasar
algunas almas escogidas del extremo de la culpa al extremo de la gracia,
realizando en ellas, si se me permite hablar así, una especie de
transubstanciación moral y espiritual, como le aconteció al gran Apóstol que,
de Saulo, vaso de persecución, se convirtió súbitamente en Pablo, vaso de
elección Hay que colocar en una categoría especial a estas almas privilegiadas,
sobre las cuales se ha complacido Dios en derramar sus gracias, no a manera de
afluencia, sino de verdadera inun- dación, ejercitando en ellas, no sólo la
liberalidad y la efusión, sino la prodigalidad y la profusión de su amor. La
justicia divina nos castiga, con frecuencia, en este mundo, con penas que, por ser
ordinarias, Son también, casi siempre, desco- nocidas, y pasan inadvertidas.
Algunas veces, empero, envía diluvios y abismos de castigos, para que reconozcamos
y temamos la severidad de su indignación. De la misma manera, su misericor- dia
convierte y premia, comúnmente, a las almas de un modo tan dulce, tan suave y
delicado, que casi no se dan cuenta de ello; mas acontece, a veces, que esta bondad
soberana rebasa, las riberas ordinarias, y, como un río que, hinchado e impelido
por la afluencia de las aguas, sale de madre e inunda la llanura, derrama sus graciascon
tanto ímpetu, y al mismo tiempo, con tanto amor, que en un momento cubre y
satura el alma de bendiciones, para poner de manifiesto las ríquezas de su amor;
y así como su justicia procede generalmente por vía ordinaria, y, a veces, por
vía extraordinaria, también su misericordia ejerce su liberalidad por vía
ordinaría sobre el común de los hombres, y sobre algunos también por medios
extraordinarios.
El lazo propio de la voluntad humana es el goce y el placer. Muéstrale
a un niño nueces -dice San Agustín- y se sentirá atraído como por un imán; es
atraído por el lazo, no del cuerpo sino del corazón. Ved, pues, como nos atrae
el Padre Eterno: enseñándonos nos deleita, pero sin imponernos ninguna
necesidad tan amable es la mano de Dios en el manejo de nuestro corazón y tanta
es su destreza en comunicarnos su fuerza, sin privarnos de la libertad, y en
darnos su poderoso impulso, sin impedir el de nuestro querer, que, envío que
atañe al bien, así como su potencia nos da suavemente el poder, de la misma
manera su suavidad nos conserva poderosamente la libertad, del querer. Si tú
conocieras el don de Dios-dijo el Salvador a la Samaritana- y quién es el que
te dice dame de beber; puede ser que tú le hubieras pedida a Él, y Él te
hubiera dado agua viva. Las inspiraciones, Teótimo, nos previenen y, antes de que pensemos en ellas, se dejan
sentir; pero, una vez las hemos sentido, de' nosotros depende el consentir,
para secundarlas y seguir sus movimientos, o el disentir y el rechazarlas. Se
dejan sentir sin nosotros, pero no hacen que consintamos sin nosotros.
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