1º P. José Trinidad Rangel, 2ºR. P. Andrés Solá, C. M. F. 3ºLeonardo Pérez Larios. 4ºFrancisco Indart. |
Una Misma Sangre, un Mismo Ideal
La sangre humana ha sido tenida desde la antigüedad, y en el mismo pueblo
de Israel, como el asiento principal del alma. Y cierto, el alma es la que da
la vida al compuesto humano, su principio vital, y lo hace por medio de la
sangre para el cuerpo. Derramar su sangre por una causa, es entregarle toda su alma,
todo su amor. Cuando los mártires desean dar su sangre por Jesucristo, quieren
expresar con ello que lo aman hasta darle su misma vida. Por eso, el martirio
es el mayor acto de amor hacia Dios, que puede ofrecer una criatura a su
Creador. Juntar su sangre en un mismo sacrificio con la de otro u otros, es
signo evidente de que todos los que lo hacen, tienen un mismo ideal, la misma
aspiración.
En México, desde que los hijos de España vinieron a civilizarnos y
evangelizarnos, supieron infundir en los convertidos el mismo ideal cristiano
que anima a todos los españoles dignos de ese nombre, y que ha forjado la
gloriosa historia de aquella nación, desde la conversión de Recaredo su rey: el
amor y vasallaje a Jesucristo, Rey inmortal de la gloria. Desde los principios del siglo diecisiete, en que ya los misioneros
españoles: franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas, habían convertido a
la fe a una gran parte de nuestro pueblo, el ideal cristiano del alma española
había pasado a ser el mismo ideal de nuestros indios, y más especialmente de los
criollos y mestizos de las dos razas unidas, que iban formando nuestra nueva nacionalidad.
La aparición de la Virgen Sma. de Guadalupe, había ayudado sobremanera a la
infusión de ese ideal en nuestro pueblo. México bajo la protección de María,
por obra de los españoles, había salido en su mayor parte del abismo de
tinieblas en que viviera tantos siglos. México era una nueva nación cristiana,
que surgía. Unida, por una misma sangre, por un mismo nombre, la Nueva España a
la vieja España, tenían entre sí, un vínculo aún mayor y más honroso, el de la
misma fe y el mismo vasallaje a Jesucristo. Hay un episodio en nuestra
historia, que sella gloriosamente con los fulgores del martirio, esta unión de
mexicanos y españoles en un mismo sacrificio. Episodio que la incuria del
tiempo y de los hombres, ha casi esfumado entre las brumas del pasado de
nuestra patria. Me refiero a la terrible tragedia de la sublevación de los
tepehuanes del norte de nuestra patria, cuya memoria he pretendido renovar en
un libro que escribí hace apenas dos años con el título de sangre en los
Tepehuanes. . . En esa tragedia, suscitada por la evidente acción del demonio,
amo y señor durante siglos de nuestros pobres indios, seis jesuitas españoles y
dos mexicanos, un fraile dominico español, un fraile franciscano, doscientos
colonos españoles y doscientos indios mexicanos, tarascos y tepehuanes, fueron martirizados
juntamente. Así, la sangre española mezclada con la criolla y la indígena
corrieron juntas al mismo tiempo, en los principios de nuestra nación, en un
gran holocausto por el mismo ideal, el más noble de todos por cierto, por amor
a Jesucristo Rey, el vencedor de Satán.
Fueron necesarias las torpezas a que la impiedad de la conjuración
anticristiana, que comenzaba sus fechorías a fines del siglo XVIII, llevó a los
gobernantes españoles, para que el amor a la Madre Patria se entibiara entre nosotros,
y se favoreciera así la acción disolvente, de la misma conjuración. Nuestra
guerra de Independencia, bien lo sabemos, se hizo al grito de "¡Muera el
mal gobierno!": el Gobierno de España dominado entonces pollas Logias
Masónicas, enemigas de Jesucristo. Cuando las pasiones excitadas en aquellos
días del principio del siglo XIX se fueron calmando un poco por el frío de los
años, el amor a España surgía entre nosotros, intermitente, entre fervores de
gratos recuerdos y frialdades, ocasionadas por la misma acción astuta y falaz
de las Logias, promotoras de nuestras tristes revoluciones. Y si los Mártires
de Cristo Rey de nuestros días dieron al mundo el espectáculo grandioso de su
valor, es porque en las venas de estos mexicanos, corre la misma sangre de los
hidalgos españoles, ennoblecida y purificada en cada nueva generación, por las
aguas del bautismo. No se me diga que también por las venas de los verdugos de
los mártires corría la misma sangre. Pero qué, ¿no sabemos que uno de los
misterios de la libertad humana, es que se encuentre muchas veces en el seno de
una familia honorable y dignísima, al hijo renegado, al mala cabeza, que con
sus vicios y locuras la deshonra? ¿No sabemos que en el mismo Colegio
Apostólico un traidor, Judas, hace brillar más, por el contraste, la fidelidad
y santidad de los restantes apóstoles? El gran poeta Camoens, decía al hablar
de los grandes héroes portugueses, y de los canallas de la misma nación:
"que es fuerza que aun entre los portugueses, haya traidores".
Los verdugos de los cristeros mexicanos, representan en nuestra
historia el abominable papel de los traidores a la hispanidad, a la raza de los
hidalgos. Naturalmente que no hablo de los "infelices juanes", de los
pobres indios soldados, engañados y obligados por la disciplina militar a
ejecutar y ¡con qué repugnancia manifiesta! las órdenes de los jefes conjurados
contra Cristo y su Iglesia. Estos, los conspiradores, como era de esperarse,
comenzaron a ejercer su saña diabólica contra los sacerdotes españoles
sucesores de los Fray Martín de Valencia, los Pedro de Gante, los Motolinía,
los Garcés y los Zumárraga Y así nuevamente, nuestra patriaren pleno siglo XX,
volvió a ser regada, en honor de Jesucristo, por sangre de españoles y de
mexicanos, como en los comienzos de nuestra vida civilizada. Copio de un
periódico de aquellos días de tribulación, el siguiente suelto: "Por la
noche, en los momentos en que en sus respectivas iglesias, varios religiosos y
sacerdotes españoles: Carmelitas, del Corazón de María, Redentoristas, y
Misioneros diocesanos se entregaban a sus ministerios, se presentaron en las
iglesias, los enviados de la Secretaría de Gobernación, y sin llevar siquiera
una orden escrita de la autoridad judicial, ni de ninguna otra, sacaron de los
confesionarios a los sacerdotes, y tal como estaban, sin darles tiempo para
sacar de sus casas ni un libro, ni un papel, ni siquiera su sombrero, tal como
estaban los llevaron a los inmundos sótanos de la Inspección de Policía, en
calidad de prisioneros, y pocas horas después, a la hora de la salida del
ferrocarril para Veracruz, los llevaron a la estación y los embarcaron, con
centinelas de vista para dicho puerto, en donde se preparaba un navío para
salir para España. Allí los hicieron por fuerza subir al vapor y sin pagar más
que su pasaje de tercera, hasta La Habana, y sin que los infelices sacerdotes,
tuvieran lo más indispensable para el viaje, obligaron al capitán del barco a
que zarpase y saliera para España". En abril de 1926 decía Excélsior: "ya van expulsados de esta
manera más de doscientos sacerdotes". "Segunda edición corregida y
aumentada de la expulsión de los Jesuitas por los iluminados Aranda, Pombal y
compañeros".
Algunos de dichos sacerdotes lograron burlar la vigilancia y pesquisas de
los esbirros. Entre ellos el padre Andrés Solá, Misionero del Corazón de María.
No; él no quería abandonar en tan críticas circunstancias a sus queridos mexicanos.
Joven y valiente, toda su vida había suspirado por dar su sangre por Cristo.
Así lo atestigua una carta que poseemos, dirigida a un compañero suyo de
estudios y Congregación: "No recuerdo si le diría a V. R. cuando estábamos
en el Colegio, que tenía gran deseo de ser martirizado. ¡Quién sabe si ahora el
Señor me concederá esta gracia! Si así fuera, ¡que acepte mi sangre por el
triunfo de la Iglesia en México!". Por un año, pudo en aquellas nuevas
Catacumbas, a que se había reducido la Iglesia mexicana, ejercer su ministerio
con los fieles, los enfermos, los niños, sin que lograran echarle el guante los
esbirros del Gobierno. Pero al fin, el Señor le concedió la gracia, que tanto
pedía. Una mañana, el 23 de abril de 1927, cuando más quitado de la pena se
encontraba en la casita de León, Guanajuato, en donde había establecido su
cuartel general de misionero, sin que lo conocieran más que los fieles,
entraron de improviso los soldados. Encontráronle al salir del baño: y en su
oratorio particular a un joven seglar, D. Leonardo Pérez Larios, que oraba ante
el Santísimo Sacramento. Aprehendidos, fueron llevados inmediatamente aquella misma
noche hasta la ciudad de Silao, donde se encontraba el cuartel del general
Amarillas, jefe de armas en aquella región. Sin oír éste defensa alguna, ni el
alegato del P. Solá, para que dejaran en libertad al joven Pérez Larios, pues no
era sacerdote, el verdugo dio órdenes de que se les fusilara inmediatamente,
uniendo a ellos al Pbro. José Trinidad Rangel, vicario de la Parroquia de
Silao, que había caído también entre sus garras.
La mañana del 24 de abril de 1927, al ruido de una descarga, cayeron por
tierra sonrientes y con la plegaria en los labios, por la salvación de México, los
tres mártires; y la sangre de aquel sacerdote español y de los dos mexicanos, el
sacerdote y el seglar, unida en el sacrificio, fue el holocausto supremo de la
hispanidad a Cristo Rey.
Pero el P. Solá no había muerto como sus dos compañeros. Tendido junto
a la vía del ferrocarril en un charco de chapopote, se desangraba poco a poco.
El sol de la mañana vino a aumentar sus dolores, calentando la tierra y el
chapopote, y produciéndole una sed espantosa, como la de su Señor y Rey en la
Cruz.
— ¡Agua! ¡Agua! ¡Tengo sed! —exclamó.
Sólo el centinela, que habían dejado los esbirros para impedir que
alguno se acercara a recoger los cadáveres, pudo oírle . . .
Pero el infeliz soldado no tenía agua que darle, y llena su alma
amargada por el respeto al sacerdote, no quiso darle el tiro de gracia que
había de terminar con sus sufrimientos. ¡Pobrecillo! El padre se moría entre
angustias inmensas. . . ¡se moría!. . . y no había una gota de agua para calmar
su sed. . .Entonces, tomando fuerzas de flaqueza, oyóle el centinela que decía:
— ¡Por México, Señor!... ¡por la salvación de México! Madre Santísima de
Guadalupe... ¡salva a México!... ¡Viva... Viva Cristo Rey! Y comenzó a cantar:
¡Te Deum laudamus. . . Te Dominum confitemur . . .
¡Tu Rex gloriae Christe. . .!
¡Te martyrum candidatus laudat exercitus. . .!
¡In Te Domine speravi, non confundar in aeternum .
. .
Y la muerte, con estas últimas palabras, cerró piadosa sus labios. Al
lado de este insigne misionero español, figurará para siempre en los anales de
nuestra ensangrentada y gloriosa historia, el nombre y el recuerdo de otro
seglar español también que derramo su sangre generosa por la misma causa de
Cristo Rey en que estábamos empeñados sus hermanos de sangre, de lengua y de
ideales. Era D. Francisco Indart, español de nacimiento, caballero cristiano de
alma templada y ardiente, dice la noticia que de él tengo. Heredero de la
hidalguía española, pertenecía al ejército español, cuando surgió la malhadada guerra
de Cuba, en la que España perdió el último girón de sus dominios en América, y
don Francisco luchó en ella, como buen soldado español y con tal denuedo y
bizarría que pronto fue ascendido al grado de teniente en el ejército.
Terminada la guerra, en que tan inútilmente se derramó la sangre de tantos
hijos de España, pues ya estaba convenida de antemano en secretos conciliábulos
la derrota final; don Francisco no quiso volver a España, deshonrada por sus
malos hijos, y se vino a vivir a nuestra patria, en la ciudad de Colima, donde
estableció una pequeña industria y donde pronto se hizo estimar por los
colimenses, a causa de su honradez y virtudes cristianas. La conjuración
anticristiana, que tantos males había ya causado en España y en toda Europa y
América, renovó sus furores en México, y quiso dar el golpe de muerte a nuestra
fe y nuestro amor a Jesucristo Rey; y don Francisco, unido de corazón a los
católicos mexicanos, se alistó voluntariamente en la Liga Defensora de la
Libertad Religiosa. Cuando el valiente joven mexicano Dionisio Eduardo Ochoa.
inició en Colima la lucha cristera, conociendo bien a don Francisco, se dirigió
a él pidiéndole su ayuda, éste se comprometió a suministrar pertrechos de
guerra a los inermes soldados de Cristo Rey, diciendo a Ochoa: "Mire,
joven, tratándose de esta causa tan digna, que es también mía, estamos
dispuestos a trabajar. De mi persona y de mis hijos, disponga
inmediatamente". Y en efecto durante casi un año, pudo ocultamente, ayudar
con cuanto fuere necesario y pudiera tener a su disposición, a la causa
cristera. Pero sospechándose sus actividades fue hecho prisionero, por los
soldados callistas de Colima. Tenía cincuenta y cinco años de edad, y era un
hombre fuerte y avezado a las peripecias de la guerra, y una noche logró burlar
la vigilancia de los centinelas y huyó a la hacienda del Naranjo de las
cercanías de Colima. Pero denunciado por algún traidor, volvió a caer en las
garras de los enemigos de Cristo, y fue inmediatamente sentenciado, sin forma
de proceso ni cosa semejante, a la pena capital.
Eran las cuatro de la tarde del 5 de junio de 1928, cuando puesto ya ante
el pelotón encargado de fusilarlo, con toda la serenidad y valentía que siempre
había mostrado, se dirigió a los soldados con las siguientes palabras, que la
historia ha recogido con gratitud: "Sabed que la sangre que vais a derramar
en estos momentos, es sangre española; pero gustoso la derramo por la santa
causa de Jesucristo, mi Dios y mi Rey, y de Santa María de Guadalupe, y por el
bien de mi patria chica, México. ¡Quiera el cielo aceptar mi sangre en
expiación de los pecados que se están cometiendo en esta nación! ¡Ojalá que mi
sangre fuese la última que se derramase por la santa causa de que vosotros
blasfemáis! Mi sangre hablará a España mi patria, diciéndola: ¡Oh España,
Patria mía! A ti me vuelvo en mis últimos momentos; la sangre que me diste la
derramé por tu México, porque mis hijos que quedan huérfanos moran en él, y
quise derramarla porque él tiene sed de justicia, y tú, como Madre mía que
eres, ayudarás porque muy pronto queden aplastados los traidores. Reclama mi
vida, mas no ante México, sino ante los malos mexicanos, traidores a su Dios a
quien persiguen y a su patria a quien deshonran.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Sta. María de Guadalupe!
¡Muera ante
Dios y los hombres el mal Gobierno de este
país!".
Y una descarga espantosa terminó con su discurso y su vida. ¿Y España? ¡Ay pobre España! Ya entonces se estaban formando bajo su
cielo los nubarrones de la misma tempestad que devastaba a nuestra patria.
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