DECIMOSEXTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTES
DESPUÉS DE PENTECOSTES
MISA
La resurrección del hijo
de la viuda de Naím reavivó el*Domingo pasado la confianza de la Iglesia; su
oración se alza cada vez más insistente hacia su Esposo desde esta tierra,
donde El la deja ejercitar algún tiempo el amor en el sufrimiento y las
lágrimas. Tomemos parte con ella en estos sentimientos, que la sugirieron
elegir el siguiente Introito.
INTROITO
Ten piedad de mí, Señor, pues a ti clamo todo el día: porque tú, Señor, eres suave y manso, y copioso en misericordia para todos los que te invocan. — Salmo: Inclina, Señor, tu oído hacia mí, y óyeme: porque soy débil y pobre, f. Gloria al Padre,
Ten piedad de mí, Señor, pues a ti clamo todo el día: porque tú, Señor, eres suave y manso, y copioso en misericordia para todos los que te invocan. — Salmo: Inclina, Señor, tu oído hacia mí, y óyeme: porque soy débil y pobre, f. Gloria al Padre,
En el orden de la
salvación es tal nuestra impotencia, que, si la gracia no se nos anticipase, no
tendríamos siquiera el pensamiento de obrar, y si no continuase en nosotros sus
inspiraciones para llevarlas a término, no sabríamos pasar nunca del simple pensamiento
al acto mismo de una virtud cualquiera. Por el contrario, fieles a la gracia,
nuestra vida ya no es más que una trama ininterrumpida de buenas obras. En la
Colecta pedimos para nosotros y para todos nuestros hermanos, la perseverante
continuidad de ayuda tan preciosa.
COLECTA
Suplicárnosle, Señor, nos prevenga y siga siempre tu gracia: y haga nos apliquemos constantemente a las buenas obras. Por Nuestro Señor Jesucristo.
Suplicárnosle, Señor, nos prevenga y siga siempre tu gracia: y haga nos apliquemos constantemente a las buenas obras. Por Nuestro Señor Jesucristo.
EPISTOLA
Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Efesios (Ef., III, 13-21).
Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Efesios (Ef., III, 13-21).
Hermanos: Os ruego que no
desmayéis a causa de mis tribulaciones por vosotros, las
cuales son vuestra gloria. Por esto, doblo mis rodillas ante el Padre de
Nuestro Señor Jesucristo, del cual procede toda paternidad en los cielos y
en la tierra, para que, según las riquezas de su gloria, haga que seáis
corroborados con vigor por su Espíritu en el hombre interior: que Cristo
habite por la fe en vuestros corazones: que estéis enraizados y
cimentados en la caridad, para que podáis comprender con todos los
santos cuál sea la anchura, y la largura, y la sublimidad, y la hondura:
que conozcáis también la caridad de Cristo, que sobrepuja toda ciencia,
para que seáis henchidos de toda la plenitud de Dios. Y al que es
poderoso para hacerlo todo mucho más abundantemente de lo que pedimos o
entendemos, según el poder que obra en nosotros, a E sea la gloria en la
Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones y siglos. Amén.
NUESTRO CONSENTIMIENTO EN EL MISTERIO DE CRISTO. — ¿Cuál es el objeto de la oración del Apóstol, tan
solemne en su actitud y en su acento? Ya que hemos sido testigos de todos los misterios
de la Liturgia y que conocemos las riquezas de la bondad de Dios, ¿nos queda
algo que pedirle? San Pablo nos lo dice: "Todo lo que hizo el Señor
resultará estéril, si no es atendida esta oración, y es que, en efecto, el
misterio de Cristo verdaderamente sólo en nosotros tiene cabal término: el nudo,
el desenlace, el éxito de este gran drama divino que va de la eternidad a la eternidad,
están por completo en el corazón del hombre. La Iglesia, los sacramentos, la
eucaristía, todo el conjunto del esfuerzo divino no tiene otra finalidad que la
santificación de cada una de nuestras almas individuales; esto es todo lo que
Dios se propone. Si Dios lo consigue, el misterio de Cristo es un éxito; si fracasa,
Dios trabajó inútilmente, al menos para el alma que se haya sustraído a su acción.
En el corazón, pues, del hombre, se prepara la solución: se trata de saber si
la intención eterna quedará burlada, si los dolores y la sangre del Calvario
recogerán su fruto, si la eternidad futura será para cada uno lo que Dios
quiso."
NUESTRO CRECIMIENTO ESPIRITUAL. — Con el fin de
que Dios no sea vencido y que su amor no sea traicionado, el Apóstol pide a
Dios con instancias para las almas tres grados de gracia, en los que se resume
todo lo que debe ser la vida cristiana para adaptarse al pensamiento y al amor
de Dios, y todo cuanto debemos hacer. En primer lugar, dice el Apóstol, fortificarnos
por el Espíritu en el ser interior y nuevo que se nos dió por el bautismo,
destruir hasta en sus últimos vestigios al hombre viejo, al adámico, y sobre
estas ruinas hacer reinar al hombre nuevo, al cristiano, al hijo de Dios. Pide
en segundo lugar a Dios, el evitar la inconstancia y la inestabilidad de
nuestra naturaleza, el grabar en nuestros corazones a Cristo que habita en
nosotros por la fe, y esto no se logra sin nuestra cooperación: habitar implica
continuidad, adhesión constante y comunión real de vida que someta nuestra
actividad al Señor, con algo de la docilidad y de la agilidad de la naturaleza
humana de Cristo que tomó el Verbo. Finalmente, y es el tercer elemento de
nuestro crecimiento espiritual, al quedar el egoísmo eliminado en nosotros y la
caridad como señora, tendremos toda la talla y la fuerza necesaria para mirar
cara a cara al misterio de Dios La Iglesia, que se levanta en medio de las naciones,
lleva consigo la señal de su divino arquitecto: Dios se manifiesta en ella con
toda i la majestad; su respeto se impone
por sí mismo a todos los reyes.
En el Gradual y el Versículo, ensalzamos las
maravillas del Señor.
GRADUAL
Temerán las gentes tu nombre, Señor, y todos los reyes de la tierra tu gloria. V. Porque el Señor ha edificado a Sión, y será visto en su majestad. Aleluya, aleluya, J. Cantad al Señor un cántico nuevo: porque ha hecho maravillas el Señor. Aleluya.
Temerán las gentes tu nombre, Señor, y todos los reyes de la tierra tu gloria. V. Porque el Señor ha edificado a Sión, y será visto en su majestad. Aleluya, aleluya, J. Cantad al Señor un cántico nuevo: porque ha hecho maravillas el Señor. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Lucas (Luc., XIV, 1-11).
Continuación del santo Evangelio según San Lucas (Luc., XIV, 1-11).
En aquel tiempo, habiendo
entrado Jesús en casa de un príncipe de los fariseos un
sábado a comer pan, ellos le observaban. Y he aquí que se presentó ante
El un hidrópico. Y, respondiendo Jesús, preguntó a los legisperitos y
fariseos, diciendo: ¿Es lícito curar en sábado? Y ellos callaron.
Entonces El, tomándole, le sanó y despidió. Y, respondiendo a ellos,
dijo: ¿Qué asno o buey vuestro cae en un pozo, y no lo sacáis luego
el día del sábado? Y no pudieron responderle a esto. Y propuso a los
invitados una parábola, al ver cómo elegían los primeros asientos,
diciéndoles: Cuando seas invitado a una boda,, no te sientes en el primer
puesto, no sea que haya sido invitado otro más noble que tú, y, viniendo
el que te Invitó a ti y al otro, te diga: Da el puesto a éste: y
entonces tengas que ocupar con rubor el último puesto. Sino que, cuando
seas invitado, vete, siéntate en el último puesto: para que, cuando
venga el que te invitó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces
tendrás gloria delante de los demás comensales: porque, todo el que se
ensalza, será humillado: y, el que se humilla, será ensalzado.
LA INVITACIÓN A LAS BODAS.
— La Santa Madre Iglesia revela hoy el fin supremo que pretende en sus hijos
desde el día de Pentecostés. Las bodas de que se trata en nuestro
Evangelio, son las del cielo, que tienen por preludio aquí abajo la unión
divina consumada en el banquete eucarístico. La llamada divina se dirige
a todos; y esta invitación no se parece a las de la tierra, donde el Esposo y
la Esposa convidan a sus parientes como simples testigos de una unión que es
además para los invitados extraña. El Esposo aquí es Cristo, y la Iglesia la
Esposa; como miembros de la Iglesia, estas bodas son por tanto también
nuestras.
LA UNIÓN DIVINA. — Pero, si se quiere que la unión
sea tan fecunda cuanto debe serlo para honor del Esposo, es necesario que el
alma en el santuario de la conciencia guarde para El una fidelidad duradera, un
amor que vaya más lejos y dure más que la recepción sagrada de los misterios.
La unión divina, si es verdadera, domina nuestro vivir; esa unión hace que persevere
constantemente el alma en la contemplación del Amado, que promueva activamente
sus intereses y suspire de continuo y de corazón por El aunque a veces la
parezca que el Amado se oculta a sus miradas y se sustrae a su amor. Y, en
efecto, ¿deberá la Esposa mística hacer menos por Dios que las del mundo por un
esposo terrestre? Sólo con esta condición se puede creer que el alma está en
los caminos de la vía unitiva
y que lleva en sí los frutos propios de ella.
CONDICIONES PARA LA UNIÓN.—Para llegar a este
dominio de Cristo sobre el alma y sus movimientos que la convierta en suya de
verdad, que la sujete a sí misma como la esposa al esposo es necesario no dar
nunca lugar a ninguna competencia extraña. Demasiado lo sabemos: el nobilísimo
Hijo del Padre", el Verbo divino, ante cuya beldad se arroban los cielos, encuentra
en este mundo pretensiones rivales que le disputan el corazón de las criaturas,
por El rescatadas de la esclavitud e invitadas a participar del honor de su
trono; aun en aquellas en que su amor acabó por triunfar plenamente, ¿cuántas
veces estuvo a punto de perder? Mas El, sin impacientarse, sin abandonarlas por
justo resentimiento, prosiguió durante muchos años invitándolas con llamamiento
apremiante esperando misericordiosamente a que los toques secretos de su gracia
y la acción de su Espíritu Santo saliesen triunfantes de tan increíbles
resistencias.
LA HUMILDAD. — La guarda de la humildad, más que
otra cosa cualquiera, debe llamar la atención de quien aspira a conseguir un
puesto eminente en el banquete de Dios. La ambición de la gloria futura es lo natural
en los santos; pero saben que, para adquirirla, tienen que bajar tanto en su
nada durante la vida presente, cuanto más altos quieran estar en la vida
futura. Mientras llega el gran día en que cada cual recibirá según sus obras,
nos debemos dar prisa a humillarnos ante todos; el puesto que en el reino de los
cielos nos está reservado no depende, en efecto, de nuestra apreciación ni de
la de otros, sino tan sólo de la voluntad del Señor, que exalta a los humildes.
Cuanto más grande seas, más te debes humillar en todas las
cosas, y de ese modo hallarás gracia ante Dios, dice el
Eclesiástico; pues Dios sólo es grande. Sigamos, pues, el consejo
del Evangelio, aunque sólo sea por interés; creamos que debemos ocupar el
último lugar entre todos. En las relaciones sociales no es verdadera la
humildad del que, apreciando a los otros, no se desprecia un poco a sí mismo, adelantándose
a cada uno en las señales de honor, cediendo con gusto a todos en
lo que no toca a la conciencia, y esto por el sentimiento profundo de nuestra
miseria, de nuestra inferioridad ante aquel que escudriña los riñones y los
corazones. La humildad hacia Dios no tiene piedra de toque más segura que esta
caridad efectiva para con el prójimo, la cual nos inclina sin afectación a hacerle
pasar antes que a nosotros en las varias circunstancias de la vida cotidiana. Conforme
se van extendiendo las conquistas de la Iglesia, el infierno aviva su furia
contra ella para arrebatarla el alma de sus hijos. La antífona del Ofertorio
nos proporciona la expresión de las inflamadas oraciones que semejante
situación la sugiere.
OFERTORIO
Señor, ven en mi auxilio: sean confundidos y avergonzados los que buscan mi vida para quitármela: Señor, ven en mi auxilio.
Señor, ven en mi auxilio: sean confundidos y avergonzados los que buscan mi vida para quitármela: Señor, ven en mi auxilio.
La Secreta nos demuestra
cómo el Sacrificio que muy pronto se va a consumar mediante las palabras de la consagración,
es la preparación inmediata más directa y más eficaz para recibir en la
Comunión el Cuerpo y la Sangre divinos que por El se hacen presentes en el
altar.
SECRETA
Suplicamoste, Señor, nos purifiques con la virtud de este Sacrificio y, compadecido de nosotros, hagas que merezcamos ser partícipes de su efecto. Por Nuestro Señor Jesucristo.
Suplicamoste, Señor, nos purifiques con la virtud de este Sacrificio y, compadecido de nosotros, hagas que merezcamos ser partícipes de su efecto. Por Nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia, llena
sustancialmente en la Comunión de la
Sabiduría del Padre, promete a Dios en acción de gracias guardar sus justicias
y hacer fructificar en ella las divinas enseñanzas.
COMUNION
Señor, me acordaré sólo de
tu justicia: oh Dios, tú me adoctrinaste desde mi juventud:
y no me abandones, oh Dios, en mi vejez y mis canas.
En la Poscomunión, pedimos
con la Iglesia la renovación que obra la pureza del divino Sacramento y cuyo efecto
se deja sentir así en la vida actual como en el siglo futuro.
POSCOMUNION
Suplicamoste, Señor,
purifiques benigno nuestras almas y las renueves con estos
celestiales Sacramentos: para que, de ese modo, alcancemos también ayuda para
nuestros cuerpos ahora y en lo futuro. Por Nuestro Señor Jesucristo.
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