DIJO EL MOLINERO
“Todavía hay jueces
en Berlín”, decía arrogantemente y con gesto imperturbable de seguridad el
célebre molinero de Postdam frente al rey de Prusia, ante la injusticia que
este soberano intentaba cometer. Y es que ese molinero tenía plena convicción
de que los jueves sabrían imponerse a todo y a todos, a la cobardía y, sobre
todo, a la mirada relampagueante y amenazadora de los grandes y de los fuertes.
Es decir, ese molinero sabía que en Berlín había jueces. Porque ser juez no es
parecerlo ni llevar solamente el nombre. Ser juez es tener perpetuamente
levantada la conciencia a la altura desde donde las águilas lo dominan todo.
Ser juez es saber tajar con la espada de la ley, de la justicia, las manos de
todos, principalmente las de los fuertes.
Porque dejar caer
el platillo de la balanza sobre la frente de los pobres, de los débiles y de
los desvalidos es cosa demasiado sencilla. En cambio echar todas las pesas
sobre los platillos donde se hallan los grandes los fuertes y los ricos, es algo
un tanto difícil. Y hacerlo cuando se ha llegado y se está en el trono de la
justicia y de la ley por el favor de los fuertes, es algo –sobre todo en
determinadas circunstancias– perfectamente imposible. Y en este caso, el
molinero de Postdam tiene o habría tenido que cambiar su frase y decir: “No hay
jueces en Berlín”.
Entre nosotros no
hay jueces. Solamente tenemos apariencias de jueces. Porque la soberanía del
Poder Judicial es solamente una caña rota.
Los otros dos
poderes disponen a su antojo de los jueces. Los hacen o deshacen a su antojo.
Los suben o los despeñan cuando mejor les parece. Y cada juez conoce la mano a
la cual le debe la investidura y la mano que se la puede arrebatar. Aparte de
esto, no es tan fácil conservase libre del contagio de menospreciar la ley. El
Ejecutivo y el Poder Legislativo pasan ante nosotros, por encima de la ley, con
una tranquilidad aterradora.
Y en fuerza de la
solidaridad tienen que arrastrar al Poder Judicial y tienen que enfermarlo de
desdén a la ley. Y al sentirse los jueces perpetuamente bajo la espada de los
fuertes, no son más que meras apariencias de jueces. Esto lo han venido
comprobando en especial los últimos acontecimientos. Y para poner dique a los
desmanes de los fuertes, cometidos contra las resoluciones de los jueces, no
vale, no ha valido ni valdrá nada.
Hace poco tiempo,
la Secretaría de Guerra dio ciertas órdenes para que los rebeldes que fueran
aprehendidos, fueran juzgados conforme a la ley. Hoy es el Procurador General
de la Nación el que toma medidas, para que los fuertes sean menos irrespetuosos
en lo que atañe al Poder Judicial. Las medidas tomadas por el señor Romeo
Ortega[1]
más que un remedio eficaz, sin un grave síntoma de descomposición, son una
señal inequívoca de que no hay jueces entre nosotros y de que por espacio de
mucho tiempo no los habrá. Porque para que los haya se necesita que la inerme
majestad del derecho sea respetada por todos, especialmente por los fuertes. Y
mientras los fuertes escupan a cada rato la Constitución –estatuto central del
país– y apuñalen todos los códigos y todos los derechos impunemente –como lo
hacen un millón de veces todos los días– los jueces seguirán siendo el ludibrio
de generales, de diputados, de gobernadores y de todos los que tienen una
espada en la mano. ¿Qué se ha hecho y qué se hace contra los generales que han
pasado y pasan todos los días por encima de las garantías individuales? Nada.
Se les ha dejado y
se les deja en plena impunidad. ¿Qué pueden hacer los jueces contra esos
señores de horca y cuchillo? Nada. ¿Por qué? Porque la horca y el cuchillo
están –entre nosotros– sobre todos los códigos y sobre todos los derechos.
Lo diremos con toda
claridad: mantener impotentes a los jueces frente a los fuertes, es hacer de
los jueces una piltrafa, es reducirlos a un espantajo solamente para los
débiles. Si el célebre molinero de Postdam pudo –con alta arrogancia– decirle a
Federico II[2]:
“Todavía hay jueces en Berlín”, fue porque tenía conciencia de que esos jueces
sabían dejar sus fallos sobre la frente de todos: nobles y plebeyos, príncipes
y reyes.
Si entre nosotros
nadie se atreve a pronunciar la bella frase de ese arrogante molinero, es
porque no hay jueces en ninguna parte. Solamente tenemos cómplices de los
fuertes entregados a la tarea de acogotar los inermes e indefensos derechos de
los débiles. Entre tanto, la espada está por encima de todo.
[1] ORTEGA
Castillo, Romeo (1893-1958). Político oaxaqueño, incondicional del Presidente
Plutarco Elías, del que fue subsecretario de Gobernación y Procurador General.
[2] FEDERICO
II (1194-1250). Emperador de Alemania, rescató la Tierra Santa y fue rey
de Jerusalén. Activo, inteligente, guerrero, poeta, legislador y artista, fue
declarado hereje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario