CON LA ESPADA EN LA MANO
Obregón ha querido hacer un acto
de presencia personal en la metrópoli. Y en seguida ha dejado caer, sobre las interrogaciones, sobre los
planes y sobre los tumultos en que hierve el futurismo su palabra terminante,
cortante como una espada acabada de afilar. Y hasta los más empobrecidos y osados políticos acostumbrados a hacer declaraciones después de alzar la frente, como si se tratara de un oráculo antiguo dispuesto a vaticinar la suerte de toda
una campaña, han guardado el más profundo silencio. La misma prensa metropolitana
cuando mucho se ha limitado a subrayar la inconveniencia de que tan
prematuramente se hable de la próxima campaña destinada a darle un sucesor al General
Calles.
Si durante el tiempo en que el Senado discutió lo relativo a la reforma del debatido artículo ochenta y tres constitucional, sobraron opiniones
y maestros que levantaran su cátedra de derecho en la
prensa periódica para dar su opinión y no faltó quien condenara categóricamente lo que últimamente ha venido a ser la opinión definitiva de Obregón, hoy parece que ante la presencia del probable, quizá del segundo candidato a la presidencia de la república, todos han sufrido un brusco e inesperado ataque
de parálisis. Y ni las plumas de los periodistas, ni
los labios de los políticos han podido, ni querido tener la osadía de externar sus puntos de vista, ni mucho menos de
expresar lo que puede ser el punto de vista fundamental de la opinión pública, que en este caso ya
tiene una manera de pensar bien definida, porque siempre la tienen los pueblos
al tratarse de cuestiones como la que viene siendo el blanco de todos los
comentarios.
Nosotros sentimos y creemos ser un portaestandarte de
los verdaderos intereses del pueblo y ante todo de la democracia y de la
libertad en sus acepciones más altas, más puras y más desinteresadas y desde luego juzgamos que la actitud de Obregón es la actitud de un viejo, de un antiguo
revolucionario, que está muy lejos de haberse curado de la arraigada
enfermedad que ha padecido siempre la revolución y que consiste en ser la primera, la más audaz, la más permanente profanadora, no solamente de la
ley sino de los postulados mismos que han servido de bandera a los
revolucionarios. De tal manera que no hay ante el problema planteado por Obregón, con sus últimas declaraciones, ni un problema de carácter jurídico, ni de carácter democrático. Se trata simple y sencillamente de una cuestión que será resuelta como siempre resuelve la revolución todas las cuestiones que se rozan más o menos íntimamente con la ley, con los principios consagrados en los códigos, cuando hay de por medio altos y fuertes
intereses de orden público.
De sobra sabemos por una experiencia innegable como
todos los hechos y dolorosa como todas las crisis de sangre y de recios
dolores, que para los revolucionarios nunca ha habido graves, ni insolubles
problemas o conflictos ante la le. Cuando Alejandro el Grande se halló en presencia del problema consistente en desatar el
nudo gordiano, para abrirse paso victorioso hacia su porvenir de conquistador y
de capitán vencedor, muy lejos de perder el tiempo, como
otros ya lo habían hecho, en resolver ente sus dedos el famoso
nudo, tomó su espada, la alzó sobre su hombro y la descargó sobre las torceduras hasta entonces invencibles del
nudo famoso. Quedó resuelta la dificultad. El problema dejó de existir. Y esto hace y ha hecho todos los días la revolución cuando se halla en presencia de un problema de orden legal.
Para los particulares inermes, importantes, reducidos
a su debilidad, para los desposeídos de ascendientes y de alta posición política, para los millones de parias que todos los
días esperan que el látigo de los verdugos rompa de nuevo las heridas
abiertas por la mano de los profanadores de todos los derechos, el nudo
gordiano allí está: recio, como las torceduras de piedra de una montaña; irrompible, como la mano cerrada de un gigante;
asfixiante como la carga de tierra de un sepulcro. Y nadie, entre los caídos, entre los condenados a la esclavitud, entre los
condenados por ser enemigos de la revolución; nadie entre los condenados a vivir como parias, nadie entre los
catorce millones, que no pueden pensar, ni hablar, ni rezar, ni bendecir a
Dios, ni vivir según el pensamiento religioso central de su vida,
podrá romper el nudo gordiano. Porque ellos no
tienen espada; ellos no llevan sobre su cabeza el casco victorioso del
guerrero, ni el corcel de la conquista, ni mucho menos la espada afilada que
corta nudos y dificultades para el pensamiento, para la palabra, para la libertad
de conciencia y para las demás libertades. En cambio
los revolucionarios, como Alejandro el Grande, sonríen tranquilamente, sarcásticamente, ante el nudo gordiano, ante alguna traba, ante algún obstáculo creado por algún artículo o por algún código, así sea éste el más alto, el más significativo y el más sagrado. De tal manera
que si uno, dos, tres o todos los artículos de todos los códigos, se juntan, se
entrelazan y forman un inmenso, un formidable nudo que parezca una enorme
cordillera, nosotros los desvalidos ante los dueños del poder, los caídos, los inermes, los
amarrados de las manos echadas hacia atrás, nos acercaremos a desatar ese nudo gigantesco.
De hecho unos cuantos artículos antirreligiosos están allí, para demostrar que
porque detrás de la Constitución está todo un desfiladero de
espadas, los parias, los católicos tendrán que bajar su cabeza de esclavo ante los artículos persecutorios. Los revolucionarios, de un solo
tajo rompen el nudo, le desdoblan todas sus torceduras, y siguen su marcha.
Ante Obregón lo que cabe no es discutir si tiene
posibilidad jurídica para ser presidente de la república, puesto que la cosa es tan clara que la palabra nunca, empleada en la redacción por los contribuyentes, aparte de los antecedentes
históricos, deja fuera de toda dura y aun de toda
discusión el sentido del artículo ochenta y tres, terminantemente condenatorio de
la reelección en todo caso.
Lo que es preciso saber es si Obregón tiene la espada de Alejandro para cortar el nudo
hecho de torceduras históricas, de promesas formuladas por la revolución y de palabras indudables y de preceptos
transparentes en la Constitución. Y hay que convenir en
que la parálisis que atacó a todos los políticos delante de las declaraciones contundentes
de Obregón, ante el nudo, ante el obstáculo creado por el artículo ochenta y tres, trae ya la espada en la mano. Así, como suena. ¿Cómo se explica el silencio de todos ante un
hombre que se presenta súbitamente en la metrópoli y que al margen del debate enconado de la reelección y de las declaraciones hechas por políticos y por militares, pronuncia unas palabras y
suspende la discusión? Es que no solamente se le ha visto con la
espada en la vaina, se le ha visto ya con la espada desenvainada y en alto para
desatar la dificultad. ¿Se pregunta que dónde está la espada? Nosotros no lo sabremos decir. Pero
los que la han visto, en alguna parte la han visto. De otra suerte, ante un puño desarmado, la algarabía hubiera crecido y hubiera acabado en rechifla. El hecho no tiene nada
de original. Si Díaz se reeligió cuantas veces quiso, fue porque traía la espada en la mano. Si Obregón se reelige, es porque trae la espada en la mano y la conservará hasta el día de su encumbramiento.
Se trata de uno de los múltiples casos en que la ley, la Constitución, las promesas de los revolucionarios, sus postulados y sus banderas
ceden al paso irresistible y arrasador del filo de la espada. Las declaraciones
de Obregón concuerdan con sus antecedentes y con sus
antecedentes y con sus propósitos; fue a la
Presidencia de la República por encima del artículo ochenta y dos, porque traía la espada. Irá otra vez a la Presidencia de la República, si tiene y trae espada: que la trae, parece indudable. Subirá. Eso es una consecuencia evidente. Esto demostrará que ni la revolución, ni los revolucionarios han logrado curarse de su enfermedad más grave, de la lepra que los caracteriza y que
consiste en pasar por encima de la ley, del derecho, de la democracia, de la
libertad, de la Constitución y sobre todo, únicamente porque traen la espada en la mano. Y según parece se trata de una enfermedad incurable.
Cuando Mirabeau pronunciaba en Marsella en cierta
ocasión, uno de sus célebres discursos, fue interrumpido por un clamor ensordecedor en que se
le llamaba estafador, calumniador, degenerado y otras cosas parecidas. “Yo espero, señores, que todos esos vicios morirán en mí”.
La revolución morirá con su vieja enfermedad de profanadora de sus
propios principios, de sus mismos postulados y de su misma constitución. Pero, a diferencia de Mirabeau, ni siquiera promete
la enmienda.
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