Otra Tragedia en Colima
Colima, la bella ciudad de las faldas del Volcán, principal escenario de la epopeya cristera, se llamará sin duda en tiempos futuros "La Ciudad de los Mártires". ¡Tantos hijos suyos la regaron con su sangre
generosa, vertida en holocausto a Jesucristo Rey!
A la caída de la tarde del 24 de julio de 1928, un viejo
automóvil pasaba, dando tumbos, por una de las callejas de la ciudad, rumbo a
alguna de las rancherías de los alrededores campestres de la población.Un muchacho llamado Francisco Valdés,
ruletero de profesión, y muy conocido en la ciudad a quien muchas
veces habían ya ocupado los amigos y proveedores de los cristeros, lo dirigía, e iba ocupado por dos señoritas de las famosas brigadas femeninas,
auxiliares de los campamentos del Volcán; una de
las cuales era Candelaria Borjas, hermana del mártir
Rafael Borjas, del que hablaré en seguida, y tres jovencitos: Benedicto Romero,
Manuel Hernández y Francisco Santillán.
Aquello era una de las frecuentes escapatorias del viejo auto, en
comisión de socorros en medicinas, víveres y
aun parque, para los cristeros, que entregaban los comisionados, en propias
manos en una de las rancherías de la falda de la montaña, para que allí a su vez, a pie o a caballo, otros comisionados las
llevaran hasta el campamento militar. Valdés estaba
en el secreto, y siempre con lealtad había
ofrecido su auto para aquellas peligrosas expediciones. Pero aquel día fue uno de esos malos días en que un hombre a impulsos de una pasión desordenada puede echar a perder con una mala acción toda una vida de honradez y serenidad cristiana.
Porque sucedió que al entrar por una de las calles que
atravesaban de una parte a otra la ciudad, para salir al campo, el auto pasó junto a un militar de a caballo, que muy quitado de la pena se dirigía también por el mismo rumbo a la Jefatura de Operaciones.
Con toda naturalidad y sin mala intención, el
milite volvió la cabeza y recorrió con su mirada a los ocupantes del coche; pero las
dos señoritas se imaginaron que podía ser un espía de los callistas,
y una de ellas cuando ya había pasado el vehículo al
jinete en su marcha, sacó la cabeza por la ventanilla para cerciorarse,
temerosa, si el militar seguía o no al coche. El militar, como es de suponer,
se sintió halagado por aquello que pensaba ser una manifestación de coquetería femenina, tanto más cuanto
que a los pocos momentos volvió a ver salir por la portezuela la misma agraciada
cara de la señorita que tornaba a mirarle con atención.
Picó entonces el militar a su caballo, para apresurar el paso, y seguir más de cerca al automóvil, con la intención sin
duda, de trabar conversación con la muchacha. Pero aquella acción, que fue advertida por el chofer, ya sugestionado por los temores de
las señoritas, le hizo perder la cabeza. Se consideró descubierto
y perdido. Presa de verdadero pánico, el único modo
que encontró en su ruda cultura para salvarse, fue entregar él mismo a los que en él habían confiado siempre, y dando vuelta a su coche se
encaminó directamente a la Jefatura, y al llegar a la puerta del cuartel gritó a los centinelas: "Aquí traigo a unos cristeros ¡agárrenlos!".
El mismo militar que había seguido al auto se quedó estupefacto al oír aquello, y no tuvo más remedio
que presenciar cómo los soldados se echaban sobre el vehículo, aprehendían a sus cinco ocupantes y registraban la cajuela en
donde encontraron todo el equipo de medicinas y víveres, más unos cuantos cartuchos de rifle. ¡El cuerpo
del delito! ¿Y los acusados de tan horrible crimen? Benedicto Romero era un
muchacho, que a la edad de quince años, en 1921, pasó de su
pueblo de San Jerónimo al Seminario de Colima, porque quería ser sacerdote. Juicioso, formal y muy humilde, se desvivía por servir a sus compañeros, siempre con la sonrisa en los labios. Su piedad
era constante y ardiente, y si no hacía
ostentación de ella, jamás se dejó vencer
por el respeto humano para no manifestarla en las ocasiones que se ofrecieron.
Sorprendiéronlo alguna vez sus camaradas de colegio, que por penitencia, siendo un
verdadero inocente y casto joven, llevaba ceñida a la
cintura, a modo de cilicio, una áspera y gruesa cuerda de ixtle. Clausurado el
Seminario y echados fuera del santo recinto sus ocupantes, el cordero se transformó en león, y corrió a
incorporarse al ejército de Cristo Rey, para vengar a su Señor y Dios de las maldades de los conspiradores anticristianos. En su
breve actuación en los campos de batalla su valor y decisión se hicieron tan notables como su piedad en el Seminario.
Manuel Hernández era un digno compañero de
Benedicto. Oriundo de Guadalupe, pueblecillo humilde del Estado de Jalisco, había si muy niño, en 1923, al Seminario de Colima, por el
glorioso mártir de Cristo del que he de hablar después, el señor cura D. Gumersindo Sedaño. Su candor e inocencia los debía a una tierna devoción a María Santísima de Guadalupe, a la que se había consagrado en cuerpo y alma, ligándose a
Ella por voto temporal de castidad bajo la dirección y
permiso del mismo señor cura.
Muchacho inteligentísimo, aprovechaba grandemente en el estudio, y
cuando su refugio amado del Seminario cayó en poder
de las fieras callistas, no pudiendo, por su corta edad, alistarse en las filas
de los cristeros se dedicó con una actividad y un celo extraordinarios a
ayudar a la noble causa, repartiendo la propaganda religiosa, y formando parte
de los comisionados para llevar los auxilios a los campamentos del Volcán. Pero enemigo del ocio, tan favorable a la pérdida de la pureza, al mismo tiempo que formaba parte activa en el
cuerpo auxiliar ya dicho, entró a trabajar en un taller de sandalias, llamado
"El Ideal" y en sus ratos libres después del
trabajo continuaba sus estudios en particular, llevado de sus grandes deseos de
ser un día digno sacerdote del Señor.
Francisco Santillán tenía apenas catorce años. ¡Es el Benjamín de los mártires colimenses!
Su tío el Pbro. D. Victoriano Santillán, desde
muy niño, le enseñó a ayudar la Santa Misa, y vestido con su sotanita
roja y su blanco roquete, los parroquianos del Templo de San José se edificaban grandemente al ver la devoción y
atención con que servía en el Altar al Santo Sacrificio aquel simpático acolitillo colimense. De Candelaria Borjas no hay mucho qué ponderar, si se sabe que era una de aquellas muchachas incomparables
por su piedad y valor cristiano, que formaban esas brigadas femeninas que
honran tanto, y acaso más que los mismos alientes soldados de Cristo Rey,
la causa del catolicismo mexicano.
Uno de sus hermanos, Rafael, ya había dado su
sangre por Cristo, y ambos con sus gloriosas gestas han cubierto de honor y
nombradla a su cristiana y piadosa familia en la que sus excelentes padres
supieron infundirles tan nobles sentimientos. La señorita
acompañante de Candelaria, no menos varonil y profundamente cristiana, en los
momentos de confusión que siguieron a los gritos del pobre chofer y el
asalto de los soldados al automóvil, logró habilísimamente escapar, no por cierto para abandonar esa vida de aventura y
peligro de las muchachas de las brigadas, sino para poder en libertad seguir
con más ahínco en su empeño.
Pero si a ella no le tocó la gloriosa participación en el
martirio, pronto tuvo una sucesora que la representara dignamente en la
tragedia. En efecto, el infeliz Valdés, una vez que, víctima del
miedo, había dado aquel mal paso hacia el abismo de la traición, no pudo o no supo detenerse, y continuó
denunciando a varias de las personas de Colima que había llevado a veces en su auto, o que eran proveedoras ocultas de los
comisionados por la Liga de Defensa para llevar los auxilios necesarios a los
cristeros.
Así fue que aquella misma noche los esbirros del general Charis, que era el
Jefe de Operaciones en Colima, se repartieron por la ciudad y entrando, contra
toda ley, en las casas particulares para las que ya no había garantía alguna, fueron aprehendiendo a numerosas
personas de todas las clases sociales, y lleváronlas al
antiguo Seminario transformado entonces en Jefatura de la guarnición y prisión de los católicos.
Entre los presos figuraban varios familiares de la señorita Borjas, algunos caballeros de la mejor sociedad colimense y,
destacándose entre todos, la señorita María Ortega,
otra de las valerosas muchachas que integraban la brigada femenina, y que en
los altos juicios de Dios estaba destinada a suplir en la arena del combate por
Cristo a la fugitiva compañera de Candelaria. Entre tanto que se hacían esas aprehensiones, el general ordenó llevaran
a su presencia a los ocupantes del automóvil.
Benedicto Romero, el más fuerte de todos, intentó escaparse de las manos del soldado que lo había aprehendido, pero menos afortunado que su prófuga compañera, cayó
asesinado por el milite, que advirtió su intentona de sacar un arma que oculta llevaba.
Era el único que estaba armado de los prisioneros. Su cadáver despojado de sus ropas exteriores fue tirado como el de un perro en
el mismo patio del Seminario a vista de sus compañeros
aterrados.
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