II
¿QUÉ ES EL INFIERNO?
EL FUEGO DEL INFIERNO
ES UN FUEGO CORPÓREO
Preguntase a menudo qué es
el fuego del infierno, cuál es su naturaleza, si es un fuego material o bien
tan sólo espiritual, siendo muchos de esta última opinión, porque en el fondo los
espanta menos. No opinan así Santo Tomás ni la Teología católica. Conforme acabamos de
decir, es que el fuego del infierno es un
fuego real y verdadero, un fuego inextinguible, un fuego eterno, que arde sin
consumirse, y que penetra a los espíritus igualmente que a los cuerpos. He aquí
lo que está revelado por Dios y enseñado como artículo de fe por la Iglesia.
Negarlo sería, no solamente un error, sino también una impiedad y una herejía
propiamente dicha. Mas pregunto otra vez: ¿de qué naturaleza es el fuego que
arde en el infierno? ¿Es un fuego corpóreo, o es de la misma especie que el
nuestro? Va a contestarnos el príncipe de la Teología, Santo Tomás, con
su acostumbrada claridad y profundidad. Hace éste notar desde luego que los
filósofos paganos, que no creían en la resurrección de la carne, y sin embargo
admitían con la tradición entera del género humano un fuego vengador en la otra
vida, habían de enseñar, y en efecto enseñaban, que ese fuego era espiritual, de
igual naturaleza que las almas. El racionalismo moderno, que tiende a invadir todas
las inteligencias y disminuye tanto como puede los datos de la fe, ha hecho
inclinar hacia este sentimiento a muchos entendimientos poco instruidos en las
enseñanzas católicas. Mas el gran Doctor, después de haber expuesto este primer
sentimiento, declara resueltamente “que
el fuego del infierno será corpóreo” . La razón que da es concluyente: “Puesto
que después de la resurrección deben ser precipitados en él los condenados, y
puesto que el cuerpo no puede sufrir más que una pena corporal, debe ser también
corporal el fuego del infierno. No puede aplicarse al cuerpo una pena, sino en
cuanto sea ésta corporal” , y Santo Tomás apoya su enseñanza en la de San
Gregorio el Grande y de San Agustín, que dicen lo mismo y en idénticos
términos. Con todo puede decirse, añade el gran Doctor, que aquel fuego
corpóreo tiene algo de espiritual, no en cuanto a su subsistencia, sino en
cuanto a sus efectos; porque castigando a los cuerpos no los consume, no los
destruye, ni los reduce a cenizas, y además ejerce su acción vengadora hasta en
las almas. En este sentido el fuego del infierno se diferencia del fuego
material, que quema y consume los cuerpos .
EL FUEGO DEL INFIERNO, AUNQUE
CORPÓREO, ATACA A LAS ALMAS
Se preguntará tal vez cómo
el fuego del infierno puede atacar a las almas que permanecen separadas de sus
cuerpos hasta el día de la resurrección y del juicio. Debe ante todo responderse
que en este terrible misterio de las penas del infierno una cosa es conocer
claramente la verdad de lo que existe, y otra cosa comprenderla. Sabemos de una
manera positiva y absoluta, por la enseñanza infalible de la Iglesia que
inmediatamente después de su muerte los condenados caen en el infierno y en el
fuego del infierno. Ahora bien, esto no puede entenderse sino de sus almas, ya
que hasta la resurrección sus cuerpos permanecerán en la tierra, en la tumba. Una
vez separada del cuerpo, el alma del condenado se encuentra, respecto de la
acción misteriosa del fuego del infierno, en la condición del demonio. Éstos,
en efecto, aunque no tengan cuerpo, experimentan los efectos del fuego en que
serán echados un día los cuerpos de los condenados, conforme lo indica explícitamente
la sentencia del Hijo de Dios a los réprobos: “¡Apartaos de Mí, malditos! Id al
fuego eterno, que ha sido preparado para el demonio y sus ángeles”. Pues bien,
este fuego es corpóreo, porque de otra manera no obraría sobre los cuerpo de
los condenados: por lo tanto, el alma separada del cuerpo, el alma del
condenado, sufre los efectos de un fuego corpóreo. He aquí lo que sabemos y lo
que es cierto. Lo que ignoramos es el cómo. Para creerlo no tenemos necesidad
de saberlo, teniendo por objeto las verdades reveladas de Dios iluminar nuestro
entendimiento y justamente conservarlo en la dependencia y sumisión. Por la fe
estamos ciertos de la realidad del hecho, y nos basta saber que no es
imposible. El raciocinio y la analogía nos lo hacen ver claramente: ¿no somos
nosotros mismos testigos irrecusables de la acción, no sólo real, sino también
íntima e incesante que ejerce nuestro cuerpo sobre nuestra alma? ¿Nuestro cuerpo,
que es una substancia material, no obra sobre nuestra alma, que es una
substancia espiritual? Luego es perfectamente posible que una substancia
material, como es el fuego del infierno, obre sobre una substancia espiritual,
cual es el alma del condenado.
El capitán ayudante mayor
de Saint-Cyr
A este propósito
permitidme, amados lectores, que os refiera un hecho muy curioso que pasó en la
escuela principal de Saint-Cyr 1 en los últimos años de la Restauración. La
escuela tenía entonces de capellán a un eclesiástico muy virtuoso y de talento,
que llevaba el raro nombre de Rigolot, y predicaba a los jóvenes de la escuela,
que cada tarde se reunían en la capilla antes de subir al dormitorio. Cierto
día que el digno capellán había hablado admirablemente del infierno, concluida la
ceremonia, se retiraba con una palmatoria3 en la mano a su aposento, que estaba
situado en una sala reservada a los oficiales. Cuando abría la puerta, oye que
lo llama alguien que lo seguía en la escalera, un anciano capitán de bigote
gris y postura poco fina. "Perdonad, señor capellán, —le dice en tono algún
tanto irónico—, acabáis de hacernos un hermoso sermón sobre el infierno.
Únicamente os habéis olvidado de decirnos si en el fuego del infierno seremos
asados, o tostados, o hervidos. ¿Podríais decírmelo?". El capellán, viendo
con quién tenía que habérselas, lo mira en el blanco de los ojos, y poniéndole
su palmatoria frente al rostro, le responde tranquilamente: “ ¡Allá veréis,
capitán!" Y cierra su puerta, no pudiendo contener la risa al ver la
figura a la vez simple y aturdida del pobre capitán. No pensó más en ello; pe^o
desde entonces le pareció que el capitán le' volvía los talones, por lejos que
lo viese. Sobrevino la Revolución de Julio4, y fue suprimido el cargo de
capellán militar, tanto en el colegio de Saint-Cyr como en los demás, siendo el
clérigo Rigolot nombrado por el Arzobispo de París para otro puesto no menos honroso.
Unos veinte años después el venerable sacerdote se encontraba una tarde en un
salón, en que había una numerosa sociedad, cuando vio que se dirigía a él un
caballero anciano y de bigotes blancos, que lo saludó preguntándole si era el
señor Rigolot, en otro tiempo capellán de Saint-Cyr. Y habiéndole contestado afirmativamente:
—¡Oh, señor capellán! —le
dijo con emoción el anciano militar—, permitidme que os estreche las manos y os
exprese toda mi gratitud: ¡vos me habéis salvado!
—¡Yo! ¿y cómo ha sido?
—¡Qué! ¿no me conocéis?
¿Os acordáis de una noche en que un capitán instructor de la Escuela,
habiéndoos planteado una cuestión ridicula, le respondisteis, poniendo vuestra bujía
debajo de su nariz: “ ¡Allá lo veréis, capitán!” Ese capitán soy yo. Sabed que
desde entonces aquellas palabras me persiguieron por todas partes, no menos que
el pensamiento de que iría a quemarme en el infierno. He luchado diez años,
pero al fin he tenido que rendirme: he ido a confesarme y me he vuelto cristiano,
cristiano a lo militar, es decir, todo de una pieza. A vos debo esta dicha, y
me considero muy feliz al encontraros para poder decíroslo”. Si alguna vez, mi querido
lector, oyes a algún malvado suscitar descabelladas cuestiones sobre el
infierno y su fuego, responde con el sacerdote Rigolot: “ Allá lo veréis,
amigo; allá lo veréis” . Os aseguro que no tendrán la tentación de ir a verlo.
La mano quemada de Foligno
Es cosa cierta que casi
siempre que Dios ha permitido que una pobre alma condenada apareciese en este
mundo, ha dejado una huella visible, y ha sido la del fuego. Recordad lo que
más arriba hemos referido de aquella terrible aparición de Londres, del brazo
calcinado de la dama del brazalete, y de la alfombra quemada. Recordad la
atmósfera de fuego y de llamas que rodeaba a la joven perdida de Roma, y al
joven religioso sacrílego de San Antonino de Florencia. En el mismo año de que
os hablé, en el mes de abril, he visto, y hasta he tocado en Foligno, cerca de
Asís, en Italia, una de aquellas espantosas marcas de fuego que atestiguan una
vez más la verdad de lo que aquí decimos, a saber, que el fuego de la otra vida
es real. El día 4 de noviembre de 1859 murió de apoplejía fulminante, en el
convento de Terciarias Franciscanas de Foiigno, una buena hermana llamada
Teresa Margarita Gesta, que era hace muchos años maestra de las novicias y a la
vez encargada de la pobre ropería del monasterio. Había nacido en Córcega, en
Bastía, en 1797 y había entrado en el monasterio en febrero de. 1826. Es ocioso
decir que estaba preparada dignamente para la muerte. Doce días después, el 17
de noviembre, una hermana denominada Ana Felicia, que la había ayudado en su
empleo y que la reemplazó después de su muerte, subía a la ropería, e iba a
entrar, cuando oye gemidos que parecían salir del interior del aposento. Algo
azorada, se apresuró a abrir la puerta: no había nadie. Mas dejáronse oír
nuevos gemidos tan acentuados que ella, a pesar de su ordinario valor, se
sintió poseída de miedo. "¡Jesús, María! —exclamó— ¿qué es esto?” . Aún no
había concluido, cuando oyó una voz lastimera, acompañada de este doloroso suspiro:
“ ¡Oh, Dios mío! ¡cuánto
sufro! Oh Dio! Che peno tanto!". La hermana, estupefacta,
reconoció pronto la voz de la pobre sor Teresa. Se repone como
“ ¿Y por qué? A causa de la pobreza,
responde sor Teresa. “ ¡Cómo! replica la hermana: ¡vos que erais tan pobre! “No
es por mí misma, sino por las hermanas, a quienes he dejado demasiada libertad en
este punto. Y tú ten cuidado de ti misma” .
Y al mismo instante la
sala se llenó de un espeso humo, y la sombra de sor Teresa apareció dirigiéndose
hacia la puerta, deslizándose a lo largo de la pared. Llegando cerca de la puerta,
exclamó con fuerza: "He aquí un testimonio de la misericordia de Dios” . Y
diciendo esto tocó el tablero superior de la puerta, dejando perfectamente
estampada en la madera calcinada su mano derecha, y desapareciendo en seguida. La
pobre sor Ana Felicia se había quedado casi muerta de miedo. Del todo
trastornada, se puso a gritar y pedir auxilio. Llega una de sus compañeras,
luego otra y después toda la Comunidad; la rodean y se admiran todas de percibir
un olor a madera-quemada. Buscan, miran y observan en la puerta la terrible
marca, reconociendo pronto lp, forma de la mano de sor Teresa, que era
negablemente pequeña. Espantadas, huyen, corren al coro, se ponen en oración, y
olvidando las necesidades de su cuerpo, se pasan toda la noche orando, sollozando
y haciendo penitencia por la pobre difunta, y comulgando todas por ella al día
siguiente. Esparce se por fuera la noticia; los Religiosos Menores, los buenos
sacerdotes amigos del monasterio y todas las comunidades de la población unen
sus oraciones y súplicas a las de las Franciscanas. Este rasgo de caridad tenía
algo de sobrenatural y de todo punto insólito. Sin embargo, la hermana Ana
Felicia, aun no repuesta de tantas emociones, recibió la orden formal de ir a
descansar. Obedece, decidida a hacer desaparecer a toda costa en la mañana
siguiente la marca carbonizada que había causado el espanto en todo Foligno.
Mas, he aquí que sor Teresa Margarita se le aparece de nuevo. "Sé lo que
quieres hacer, le dice con severidad; quieres horrar la señal que he dejado impresa.
Sabe que no está en tu mano hacerlo, siendo ordenado por Dios este prodigio para
enseñanza y enmienda de todos. Por su justo y tremendo juicio he sido condenada
a sufrir durante cuarenta años las espantosas llamas del purgatorio, a causa de
las debilidades que he tenido a menudo con algunas de nuestras hermanas. Te
agradezco a ti y a tus compañeras tantas oraciones, que en su bondad el Señor
se ha dignado aplicar exclusivamente a mi pobre alma; y en particular los siete
salmos penitenciales, que me han sido de un gran alivio” .
Después, con apacible
rostro, añadió:
"¡Oh, dichosa
pobreza, que proporciona tan gran alegría a todos los que verdaderamente la
observan!” . Y desapareció.
Por fin, al siguiente día
19, sor Ana Felicia, habiéndose acostado y dormido, a la hora acostumbrada, oye
que la llaman de nuevo por su nombre, despierta se
sobresaltada, y queda clavada en su postura sin poder articular una palabra.
Esta vez reconoció también la voz de sor Teresa, y al mismo instante se le
apareció un globo de luz muy resplandeciente al pie de su cama, iluminando la
celda como en pleno día, y oyó que sor Teresa con voz alegre y de triunfo,
decía estas palabras: "Fallecí un viernes, día de la Pasión, y otro viernes
me voy a la gloria. . . ¡Llevad con fortaleza la cruz!. . . ¡Sufrid con valor!”
.
Y añadiendo con dulzura:
“ ¡Adiós! ¡adiós! ¡adiós!
. . .” se transfigura en una nube ligera, blanca, deslumbrante, y volando al
cielo desaparece.
Abrióse en seguida una
información canónica por el obispo de Foiigno y los magistrados de la
población. El 23 de noviembre, en presencia de un gran número de testigos, se abrió
la tumba de sor Teresa Margarita, y la marca calcinada de la puerta se halló
exactamente conforme a la mano de la difunta. El resultado de la información
fue un juicio oficial que consignaba la certeza y la autenticidad de lo que
acabamos de referir. En el convento se conserva con veneración la puerta con la
señal calcinada. La Madre abadesa, testigo del hecho, se ha dignado
enseñármela, y, lo repito, mis compañeros de peregrinación y yo hemos visto y
tocado la madera que atestigua de un modo tan temible que las almas que, ya sea
temporal, ya sea eternamente, sufren en la otra vida la pena del fuego, están
compenetradas y quemadas por el fuego. Cuando, por motivos que sólo Dios
conoce, les es dado aparecer en este mundo, lo que ellas tocan lleva la señal
del fuego que les atormenta; parece que el fuego y ellas no forman más que uno;
es como el carbón cuando está encendido. Por consiguiente, aunque no podamos
penetrar el misterio, sabemos de un modo indudable que el fuego del infierno,
corpóreo como es, ejerce su acción vengadora hasta en las almas.
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