¡Y respeten las cosas de Dios y de nuestra religión
sagrada!
Al fin Cedillo, despechado y vencido
por esa constancia, dio la orden deseada de que los soldados se retiraran,
incluso los centinelas del palacio, lo que significaba que el obispo quedaba en
libertad. Y cuando esto vieron los sitiadores por su parte abandonaron el campo
y se volvieron a sus casas, no sin gritar con toda su alma, que si volvían las
arbitrariedades del gobierno, ellos también volverían a la defensa. Naturalmente
los jefecillos, irritados por su derrota, hicieron al retirarse algunas
aprehensiones entre los atacantes y acusándolos de ser los agitadores, los
llevaron a la presencia de Cedillo. Entre los defensores del obispo, el coronel
que mandaba a la tropa, había visto, y muy a su costa por cierto, a dos jóvenes,
que armados de sendas pistolas, desde las azoteas de la casa episcopal,
atrincherados y resguardándose detrás de los pretiles de la azotea, hacían
fuego contra los soldados que disparaban sobre el pueblo. Digo que muy a su
costa porque precisamente cuando el dicho coronel miraba a los atrincherados en
la azotea, uno de ellos le disparó un tiro que por poco lo lleva a hacer contar
los sucesos del día en el otro mundo.
La bala sólo le dio en el kepí,
arrebatándoselo de la cabeza. Como se comprende, al terminar el zafarrancho el
coronel dio la orden de que se buscara a los dos defensores de la azotea, y
dieron con ellos, que tuvieron que rendirse porque se les había agotado el
parque. Eran dos jóvenes de la A.C.J.M. Ernesto Montalvo, que fue precisamente
el que con su certera bala le había quitado el kepí en la refriega al militar y
otro que vivía en el obispado trabajando como carpintero y ebanista. Fidel
Muro, que entra ahora como la figura principal de mí relato. Llevados a la
presencia del jefe, ambos jóvenes repitieron lo que todos a gritos habían dicho
en aquellas horas de lucha.
—No tenemos nada contra ustedes,
soldados. . . nos defenderemos si nos atacan, ciertamente... pero lo que
queremos es que dejen en libertad a nuestro obispe, que no ha hecho nunca
ningún mal, y respeten las cosas de Dios y de nuestra religión sagrada.
Montalvo fue sentenciado por intento
frustrado de asesinato; y Fidel Muro condenado a 5 días de cárcel previa una
cintareada brutal, castigo que indebidamente sustituía al de los azotes,
prohibido en las leyes penales del país. Así comenzó Fidel su carrera de mártir. Había nacido en Zacatecas, tercer hijo de una
excelente señora de la clase humilde y de un carpintero honradísimo y cristiano
a carta cabal, que supo infundir en sus tres hijos los sentimientos piadosos y
virtuosos que lo caracterizaron toda su vida.
Era obispo de Zacatecas, el mismo que
después ya hemos visto en San Luis Potosí, víctima de la insensatez callista,
el Excmo. Sr. de la Mora, cuando se ofreció en el palacio episcopal algún
trabajo de carpintería, y fue llamado para ejecutarlo el padre de Fidel, quien
llevó de compañero y aprendiz a su hijo. El pobre muchacho, en la edad del
hervor de las pasiones, había causado algún quebradero de cabeza a su padre.
Los amigos, o mejor, los malos amigos le habían aficionado un tanto al vino, y
entre los 16 y 18 años se había conquistado una novia, buena muchacha y
previsora, como ya van faltando en nuestro pueblo humilde, que a tiempo cayó en
la cuenta de que Fidel no iba por el buen camino, y justamente temerosa de un
porvenir desgraciado, le dio un día las más rotundas calabazas.
Pero el señor Muro se propuso
enderezar a su hijo y no permitía que se separara de su lado, a donde quiera
que fuese a trabajar. Así entró en el obispado, y bastó la vista de la virtud y
amabilidad del señor Obispo, para que Fidel entrara dentro de sí mismo, y
reflexionara sobre las excelencias de la vida buena y cristiana. Llegó a tanto
lo que diremos fue su conversión, que se creyó llamado por Dios a la vida
religiosa, y protegido y estimulado por el mismo prelado, que le tomó mucho
cariño, un buen día pidió su ingreso en la fervorosa Congregación de los
Misioneros del Espíritu Santo, recientemente fundada por el santo varón, tan
conocido en México, el P. Rougier. Y así ingresó en el noviciado de dichos
misioneros en la villa de Tlálpam del Distrito Federal. Fidel Muro pasó dos
años y algunos días en el noviciado de los Misioneros del Espíritu Santo, de
Tlálpam, pero reconociendo él y sus superiores que no tenía plena vocación
religiosa, había vuelto a San Luis y con un préstamo que le hizo el Sr. Obispo
había establecido un taller de ebanistería, en donde su trabajo tuvo tan buen
éxito que a los pocos meses pudo pagar su deuda con el limo. Señor. Una hermana suya era religiosa de una
congregación fundada en Zacatecas por el Sr. Canónigo D. Anastasio Díaz, pero
los perseguidores habían expulsado a las religiosas de su convento, y éstas se
refugiaron en San Luis Potosí, al amparo del mismo señor obispo de la Mora.
Encontráronse, pues, de nuevo los dos
hermanos, y Fidel dio cuenta a su hermana de sus nuevas resoluciones. Los
sucesos que ya hemos referido acerca del motín provocado en San Luis por las
arbitrariedades de Cedillo, que se repetían por toda la nación, habían tenido
un eco doloroso en los corazones de los tantas veces nombrados en estos
relatos, jóvenes entusiastas de la A.C.J.M. a la que pertenecía Fidel desde su
salida del Seminario; y que acabaron por decidirlos, como he dicho, a la
formación en la capital de México de la "Liga de Defensa de la Libertad
Religiosa", que también se extendió muy pronto por todo el país. En San
Luis era jefe de la Liga un tal Juan Pérez, del que pronto se tuvieron fundadas
sospechas de estar en connivencia hipócrita con los perseguidores.
Si en aquella ciudad los católicos
trabajaron muy bien en el boycot y demás actividades de la Liga, fue eso a
pesar del jefe, y casi por iniciativas particulares de las señoritas Esther de
Santiago y María Azanza, fervorosas y valientes católicas. Fidel Muro, con toda
prudencia, aunque pertenecía a la A.C.J.M., y por cierto era de los más activos
miembros de esa asociación, no acababa de decidirse por formar parte del grupo
de la Liga de aquella ciudad. Pero un día de tantos, en una de las sesiones de
los acejotaemeros, trabó amistad con el jovencito Edmundo de la Torre, que
recientemente había ingresado en la asociación, y éste lo llevó a su casa para
presentarlo a su familia, reducida en aquellos momentos a la señora María de la
Torre y su hija María, una jovencita piadosa y hacendosa, en la que, sin saber quién
era, ya había puesto los ojos y el corazón Fidel. El jefe de la familia, Don
Ignacio de la Torre, estaba por entonces en Tampico. y allí trabajaba a las órdenes
del grupo local de la Liga. Fidel vio el cielo abierto, porque por las
conversaciones con sus nuevos amigos, cayó en la cuenta de que el grupo de
Tampico era muy diferente en sus actividades del de San Luis, a causa de los
jefes de ambos grupos. Y decidió apuntarse entre los miembros de la Liga, pero
del grupo de Tampico, porque éste llenaba todas sus aspiraciones.
Fidel comunicó a su hermana Guadalupe,
la religiosa, toda esta historia, y ella, que era una santa mujer, comprendió
desde luego los grandes peligros que amenazaban a su hermano; a sus
presentimientos de mujer, no se le ocultó, que muy probablemente Fidel perdería
la vida en la empresa, porque lo conocía bien, y sabía que una vez embarcado en
esa nave, no cedería ni volvería atrás, ante las tempestades que se opusieran á
su llegada al puerto; pero la causa era noble, era grande, era nada menos que
la de la gloria de Dios, por el triunfo de Jesucristo Rey, cuyo reinado total y
completo sobre los hombres nos enseñó a pedir el mismo Divino Maestro, en el
"Padre Nuestro"; y así, bendijo a Fidel, lo animó, y trató de
entusiasmarlo más aún, si era posible, por trabajar con ardor en aquella causa,
aunque en ella tuviera que sucumbir gloriosamente.
— ¡Ve, hermano, ve! y si mueres,
tendrás la corona de los mártires.
Y Fidel, clausuró su taller, vendió
todo lo que en él tenía, y el producto lo destinó a pertrecharse de lo
necesario para unirse al grupo de Tampico que, perdida toda esperanza de
conseguir la libertad religiosa por medios pacíficos, preparaba ya un
levantamiento en armas.
Era el 19 de enero de 1927 el señalado
para el grito libertador de los cristeros de Tampico. El jefe del movimiento
era un antiguo revolucionario, el general Ignacio Galván, al que escogieron por
tener experiencia en hechos de guerra. Fidel Muro, Humberto Hernández, Jesús
Posada, Jesús Castillo, Ernesto Montalvo y otros jóvenes amigos y compañeros
de Muro, y armados por Fidel, aunque
insuficientemente, con el producto de su taller, esperaban refugiados en la
casa de un buen campesino de las cercanías de Río Verde en el Estado de San
Luis, el momento de unirse con los levantados de Tampico.
¡Ay! el general Galván, no con malas
intenciones, sino porque le faltaba la confianza en Dios, que animó a otros
jefes cristeros, y dejándose llevar únicamente de la prudencia humanamente
justa, en espera de mayores elementos de guerra, y para mayor seguridad en la
victoria, retrasó la fecha del levantamiento.
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