Los Nuevos
Macabeos
Casi siempre al lado de nuestros mártires, especialmente de los
jóvenes, que forman una pléyade refulgente en este cielo de la Iglesia
Mexicana, aparece una figura, como esfumada entre los arreboles de gloria del
martirio, pero real y soberanamente bella: la madre del mártir. Es ella, la
madre mexicana, la mujer fuerte, tan llena de dulzura y de abnegación, hermosa
como la aurora que da nacimiento al sol, valiente como la leona que defiende a
sus cachorros; piadosa como las mujeres que no se separan de Jesucristo en el
camino del Calvario; heroica como la inmortal Madre de los Macabeos, que pinta
con esplendores de magnanimidad incomparable la Sagrada Escritura; fiel
imitadora de la Madre Purísima, que firme y serena, en medio de un dolor
"tan grande como el mar", acompaña al pie de la Cruz al Salvador, su
Hijo divino, en el martirio que nos dio la vida. Es ella, la madre mexicana, la
que educó y formó, para Cristo, a nuestros Héroes, la que los alentaba de cerca o de lejos, según lo permitían las
circunstancias, a dar su sangre y su vida por Cristo Rey. Es ella a la que
debemos estas glorias de martirio, que harán para siempre brillantes y
esplendorosas muchas páginas de nuestra historia. Acaso no conozcamos nunca el nombre de esa humilde y magnánima mujer...
¡Dios lo conoce! ¡Dios la bendice! ¡Dios la ensalzará para siempre en los
anales del Cielo!; y su martirio, acaso más amargo y acerbo, por sufrirlo en
mitad de su corazón de madre, será para siempre ante El, el mayor homenaje de
gloria que haya podido ofrecerle la Nación Mexicana. . .Pero, continuemos con
el relato de dos nuevos Macabeos mexicanos.
El niño de la canica.
Un venerable sacerdote de San Juan de los Lagos, de Jalisco, conservaba
en un estuche, no hace aún muchos años, una humilde y sencilla canica de
vidrio, como una reliquia; y al que se la mostraba le refería la siguiente historia. En los primeros días del "Conflicto Religioso", que
ensangrentó el suelo de nuestra patria, aquí, en San Juan, se organizó una
numerosísima manifestación de protesta pacífica, pero ardiente y dolorosa,
contra los desmanes de los perseguidores de la Iglesia Mexicana. Hombres y
mujeres, precedidos de sendos carteles, en que se escribía la protesta,
desfilaron por nuestras calles; y todos llevaban en el sombrero o en el pecho
unas tiras impresas con el grito de los católicos mexicanos: ¡Viva Cristo Rey!
Un humilde muchachito del pueblo, de unos siete años de edad, José Natividad
Herrera y Delgado, se agenció uno de esos letreros, y ufano y valiente lo pegó
en su sombrerito de petate. Pasada la manifestación, que el niño había contemplado con todo el amor
de su corazoncito católico, volvió a sus juegos, con otros chicuelos de la
calle.
Horas después, una partida de gente armada, que no se había atrevido a
oponerse a la manifestación, pasó por esa misma calle, y sus hombres, entre
avergonzados y despechados, se fijaron en el grupito de niños que jugaba a las
canicas en el arroyo, y en especial en el del sombrerito de petate, con su
sagrado lema. El padre de aquel niño estaba cerca, contemplando el juego. Y
aquellos soldados, que habían tenido miedo a los manifestantes, encontraron la
ocasión de manifestar sus malvados sentimientos, acercándose al chico y con voz
estentórea que quería dar muestras de un valor que no tenían, le dijeron:
— ¡Quítate ese letrero, chamaco!
— ¿Que me lo quite? Jamás: ¡Viva Cristo Rey!
—Si no te lo quitas, te vamos a fusilar —le amenazó el oficialillo de
la tropa.
El padre del chico se acercó rápidamente y preguntó de qué se trataba,
y al saberlo, y comprender que los esbirros aquellos no bromeaban, y que podía pasarlo
mal su hijito, le dijo confuso:
—Hijo, quítatelo, porque lo manda la autoridad.
Irguiese el muchachito lleno de asombro, porque nunca había conocido en
su padre una debilidad como aquélla.
— ¿Cómo, papá?. . . ¿qué me lo quite? ¿No te acuerdas que mamá delante de
ti me dijo que no me lo debía dejar quitar de nadie? ¡No; no me lo quito! Y el
valentón del soldado, se echó el arma al hombro y disparó su carga sobre el
niño de siete años, dejándolo muerto a la vista de su aturdido padre.
Levantólo éste, lloroso, del suelo para llevárselo a su casa; del pecho
del niño iba corriendo la sangre y en su manita cerrada conservaba aún esta
canica que aquí ve usted, y que luego pude adquirir para guardarla como una
reliquia de aquel angelito, que murió por Cristo Rey.
No hay comentarios:
Publicar un comentario