I. GLORIA DE SAN JUAN BAUTISTA
EL MESÍAS OCULTO. —
¡”Voz del que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor; he aquí a
vuestro Dios"! ¡Oh! ¿Quién compren - dará, en este siglo resfriado, los
transportes de la tierra ante anuncio tan largo tiempo esperado? El Dios
prometido no se ha manifestado todavía; pero ya los cielos se han humillado
para darle libre paso. ¿Quién descubrirá al Emmanuel bajo los velos de la
humildad, en que antes como después de su nacimiento, se ocultará a los hombres
su divinidad? ¿Quién, sobre todo, habiéndole reconocido en su misericordioso
abatimiento, será capaz de hacer que le acepte un mundo perdido por el orgullo,
y quién podrá decir, al mostrar a las turbas al hijo del carpintero: He aquí al
que esperaron nuestros padres? Pues éste es el orden establecido por el
Altísimo para la manifestación del Mesías: el Dios Hombre no se lanzará por sí
mismo a las obras de la vida pública; sino que para la inauguración de su
divino ministerio, esperará a que un miembro de la raza que ha llegado a ser
suya, a que un hombre, nacido antes que él y dotado para ello de crédito
suficiente, le presente a su pueblo.
CONVENIENCIA DE UN
PRECURSOR. — ¡Oficio sublime, que hará de una criatura
el fiador de Dios, el testigo del Verbo! La grandeza del que había de llenar
esta misión, estaba señalada, como la del Mesías, mucho tiempo antes de su
nacimiento. Cristo, ciertamente, no tuvo necesidad de ayuda ajena para alumbrar
sus pasos; pero durante la noche de espera, habían engañado a la humanidad tantos
falsos resplandores, que la luz verdadera no habría sido comprendida si hubiese
surgido de súbito, o habría cegado los ojos, incapaces de resistir su fulgor, a
causa de las tinieblas precedentes. La Sabiduría eterna había, pues, decretado
que, así como el astro del día se anuncia por la estrella matutina, del mismo modo
Cristo-luz fuese precedido por un astro precursor y señalado por el brillo de
que El mismo revestiría a este fiel mensajero de su venida. Cuando en otro
tiempo el Altísimo se dignaba iluminar el porvenir por medio de sus profetas, la
luz que a intervalos rasgaba el cielo del Antiguo Testamento, se extinguía sin
lograr traer el día; pero el astro cantado por el Salmo, no tendrá ocaso: no
siendo por sí mismo, como toda criatura, más que nada y tinieblas, reflejará,
sin embargo, tan de cerca la claridad del Mesías, que muchos le tomarán por el
mismo Cristo
EL ANUNCIO
PROFÉTICO. — La misteriosa conformidad de Cristo y su
Precursor, la incomparable proximidad que los unió, está bien indicada en
múltiples lugares de los Libros Santos. Si Cristo es el Verbo, la Palabra
Eterna del Padre, Juan será la voz portadora de esta Palabra hasta donde deba
llegar. Cristo es el Angel de la alianza; pero en el texto en que el
Espíritu Santo le da este título tan alentador de nuestra esperanza, aparece
que también lleva este nombre de ángel el fiel embajador por quien el mundo
conocerá al Esposo: "He aquí que yo envío a mi ángel que preparará el
camino ante mí, y luego vendrá a su templo el dominador a quien vosotros buscáis
y el Angel del Testamento a quien vosotros deseáis. He aquí que viene, dice el
Señor de los ejércitos". Y para dar fin al ministerio profético, de que es
el último representante, Malaquías termina sus oráculos por las palabras que
hemos oído a Gabriel dirigir a Zacarías al hacerle saber el próximo nacimiento
del Precursor
EL ANUNCIO
ANGÉLICO. — La presencia de Gabriel en tal ocasión,
mostraba como el niño prometido había de ser el íntimo del Hijo de Dios; pues
el mismo príncipe de los ejércitos celestiales había de ir en breve a anunciar
al Emmanuel. Muchos son los fieles mensajeros que asisten al trono de la
Santísima Trinidad, y en la elección de estos augustos enviados se toma en
cuenta ordinariamente la grandeza de las instrucciones que por ellos va a transmitir
al mundo el Altísimo. Pero convenía que el Arcángel encargado de consumar las
sagradas nupcias del Verbo con la humanidad, diese comienzo a esta gran misión preparando
la venida de aquel a quien los decretos eternos habían designado como el Amigo
del Esposo Seis meses más tarde, enviado a María, apoyaba su mensaje
revelando a la Virgen purísima el prodigio que desde entonces hacía madre a la
estéril Isabel: primer paso del Todopoderoso hacia una maravilla mayor. Juan no
ha nacido todavía; pero sin más tardar inaugurará su oficio, confirmando las
promesas del ángel. ¡Inefable garantía la de este niño, oculto aún en el seno
materno y testigo de Dios en la negociación sublime que tiene en suspenso el cielo
y la tierra! Iluminada por el cielo, María recibe el testimonio y no duda:
"He aquí la esclava del Señor, dice al ángel; hágase en mi según tu
palabra".
LA SANTIFICACIÓN
DEL PRECURSOR. — Gabriel se retiró llevando consigo el
secreto divino, que no tenía orden de comunicar al resto del mundo. La Virgen
prudentísima tampoco hablará de ello; el mismo José, su virginal esposo, no
tendrá noticia del misterio por ella. No importa. Hay uno para quien el
Emmanuel no tendrá ni secretos ni retrasos; y sabrá cómo ha de comunicarle la maravilla.
Apenas el Verbo tomó posesión del santuario inmaculado en que habitaría los
nueve primeros meses entre los hombres. Nuestra Señora, instruida interiormente
del deseo de su Hijo, marcha presurosa a la montaña de Judea La primera visita
es para el amigo del Esposo, para Juan su primera gracia. Una festividad
distinta nos permitirá honrar especialmente el fausto día en que el Niño-Dios,
al santificar al Precursor, se revela a Juan por boca de María, y en que
la Virgen, revelada por Juan que salta de gozo en el seno materno, proclama las
grandezas que el Todopoderoso obró en ella, según la promesa
misericordiosa que hizo en otro tiempo a nuestros padres, a Abraham y a
su posteridad hasta el fin de los siglos.
NACIMIENTO DEL
PRECURSOR. — Por fin ha llegado el tiempo en que, de los
niños y de las madres la noticia se extenderá en la comarca, hasta que sea hora
de esparcirse por todo el mundo. Juan nace, y, como no puede hablar aún,
desatará la lengua de su padre. Hará cesar el mutismo con que había castigado
el ángel al anciano sacerdote, imagen de la antigua ley; y Zacarías, lleno del
Espíritu Santo, publicará con un nuevo cántico la dichosa visita del Señor
Dios de Israel.
II. LITURGIA DE
LA FIESTA
LA PIEDAD ANTIGUA.
—
Todo nos muestra en esta fiesta una de las solemnidades más queridas de la
Esposa. ¿Qué seria, si, remontándonos a tiempos mejores, nos fuese dado tomar
parte en las antiguas manifestaciones del instinto católico en este día? En los
tiempos dichosos en que la piedad de los pueblos seguía dócilmente las
inspiraciones de la Iglesia, el espectáculo de las demostraciones que a la fe
de todos sugería la vuelta de aniversarios amados, mantenían en cada uno la
inteligencia de la obra divina y de las grandes armonías que el Ciclo antiguo
sabía reproducir. Hoy, que en la mayoría se ha perdido el espíritu litúrgico,
el movimiento tan católico que imprimía en las muchedumbres, no se encuentra, y
la falta de guías expertos se deja sentir en la devoción de no pocos.
Abandonada ésta y sin la luz de los faros luminosos que la Iglesia dispuso en
las encrucijadas de su camino, con frecuencia aparece más sensible a los vientos
de las novedades que al soplo del Espíritu Santo; se ve privada del espíritu
exquisito que tanto los miembros pequeños como los mayores de la familia
cristiana, sacaban de la escuela común del Ciclo sagrado; sin una vista de
conjunto, con mucha frecuencia carece de proporciones, y la falta de equilibrio
la expone a mil falsos movimientos peligrosos o al menos sin más resultado que
una inútil fatiga. Con todo eso, los sobresaltos y extravíos producidos por la insuficiencia
de algunos, no hacen zozobrar el navio de la verdadera piedad, porque, contra viento
y marea, y en medio mismo de las pérdidas en que se ve obligado a consentir, la
mano firme del piloto supremo mantiene constante e idéntica la dirección
primera. Están lejos los tiempos en que dos ejércitos enemigos, al encontrarse cara
a cara el día de la vigilia de S. Juan, dejaban el combate para el día
siguiente a la fiesta A pesar de todo, la Natividad de S. Juan Bautista aparece
en el Calendario como doble de primera clase con Octava, y sigue presentándose al
fiel instruido, revestida de caracteres que la designan como uno de los más
importantes días del año.
LA FIESTA DEL 29
DE AGOSTO. — Otra nueva fiesta reclamará, a fines de
agosto, nuestros homenajes al hijo de Zacarías e Isabel: la festividad de su
glorioso martirio y nacimiento para el cielo. Pero, aunque veneranda para
nosotros, según expresión de la misma Iglesia en el día de la degollación de S.
Juan Bautista, no gozará del esplendor de ésta. Es porque, en realidad, la
solemnidad de este día se dirige menos a Juan que a Jesús, a quien aquél
anuncia; mientras que la Degollación, más personal para nuestro Santo, no
presenta en el plan divino la importancia que tenía su nacimiento, preludio del
del Hijo de Dios.
LA NAVIDAD DE
VERANO. — Jesús es la luz, la luz sin la que este mundo
permanecería en la muerte; y Juan no es otra cosa que el hombre enviado por
Dios, sin el que la luz quedaría desconocida '. Mas, siendo Jesús
inseparable de Juan como el día de su aurora, no hay que extrañarse de que la
alegría del mundo en el nacimiento de Juan participe de la que excitará a su
tiempo la venida del Salvador. Es la Navidad de verano. Desde el principio Dios
y la Iglesia tuvieron cuidado, como lo veremos, de señalar por mil
concomitancias la dependencia y parecido de ambas solemnidades.
PRECURSOR DE LOS
MÁRTIRES. — Dios, cuya providencia procura siempre la
glorificación del Verbo hecho carne, juzga a los hombres y a los siglos en la
medida en que éstos dieron testimonio de Cristo. Y he aquí por qué Juan es tan
grande. Pues de Aquel de quien los profetas anunciaron que vendría, de quien
los apóstoles predicaron como venido ya, solamente él, profeta y apóstol al
mismo tiempo, dijo señalándole: ¡Héle aquí! Juan, pues, siendo el testigo por
antonomasia, convenía que presidiese al período glorioso en que, durante tres
siglos, la Iglesia tributaría al Esposo el testimonio de la sangre, que da el
primer lugar en su reconocimiento a los mártires después de los Apóstoles y
profetas, sobre cuyos cimientos está edificada '. Diez veces se abrieron en la
inmensidad del imperio romano las venas de la Esposa; y la Sabiduría eterna
quiso que la décima y última persecución acabara el 25 de Diciembre de 303, en
Nicomedia2, uniéndose así al nacimiento del Hijo de Dios cuyo triunfo
aseguraba. Pero, si la Natividad del Emmanuel señala en los fastos sagrados el
fin de las grandes tribulaciones, la de Juan convenía señalase los principios. En
el año 64 fué cuando la Roma pagana abrió por vez primera sus arenas a los soldados
de Cristo; y el 24 de Junio es cuando la Iglesia hace majestuosa mención de
ello en su Martirologio por la memoria que sigue al anuncio de la Natividad del
Precursor; "En Roma, la conmemoración de muchísimos santos mártires, los
cuales en tiempo del emperador Nerón, acusados falsamente de haber puesto fuego
a la ciudad, fueron cruelmente martirizados con diversos suplicios: unos,
cubiertos con pieles de fieras, fueron echados a los perros para que los despedazasen;
otros crucificados; otros prendidos a modo de antorchas para que sirviesen de luces
durante la noche. Todos estos, discípulos de los Apóstoles, fueron las
primicias escogidas que la Iglesia Romana, campo fértil en mártires, ofreció al
cielo antes de la muerte de los Apóstoles del Señor."
PRECURSOR DE LOS
MONJES. — La solemnidad del 24 de Junio esclarece, pues,
doblemente los orígenes del cristianismo. Por muy turbulentos que fuesen los
días de la Iglesia no hubo un solo año en que no se cumpliese la predicción del
ángel: Muchos se alegrarán en el nacimiento de Juan con la alegría,
su palabra, sus ejemplos, su intercesión daban ánimo a los mártires. Después del
triunfo alcanzado por el Hijo de Dios sobre la negación pagana, cuando al
testimonio de sangre sucedió el de la confesión en obras y alabanzas, Juan
conservó su oficio de Precursor de Cristo en las almas. Guía de monjes, los
conduce lejos del mundo y los fortifica en los combates de la soledad; amigo
del Esposo, continúa formando a la Esposa, preparando al Señor un pueblo
perfecto.
PRECURSOR DE LOS
FIELES. — En todos los estados, en todos los grados
de la vida cristiana se hace sentir su benéfica y necesaria influencia. "Precursor
en su nacimiento, precursor en su muerte, S. Juan, dice delante del Señor. Y
acaso más de lo que nosotros pensamos, su acción misteriosa tiene su parte en
nuestra vida presente en el día de hoy. Cuando comenzamos a creer en Cristo,
hay como cierta virtud de Juan que nos atrae; él dirige hacia la fe los caminos
de nuestra alma; endereza los caminos tortuosos de esta vida, hace así derecha la
vía de nuestra peregrinación para que no caigamos en los abismos del error;
hace que todos nuestros valles se llenen de frutos de virtudes, y que todo
respeto humano se humille ante el Señor'".
PATRONO DE LOS
BAUTISTERIOS. — Pero si el Precursor tiene parte en cada
progreso de la fe acercando las almas a Cristo, mucho más interviene en todo
bautismo que hace crecer a la Iglesia. Los bautisterios le están dedicados. El
bautismo que derramaba sobre las turbas a orillas del Jordán, nunca tuvo, es
cierto, el poder del bautismo cristiano; pero, al sumergir al Hombre- Dios en
las aguas, dotó a éstas de la virtud fecundante que, salida de ese Hombre-Dios,
completaría hasta el fin de los tiempos, con la incorporación de nuevos
miembros, el cuerpo de la Iglesia unida a Cristo.
PATRONO DE PUEBLOS
E IGLESIAS. — La fe de nuestros antepasados conocía los
grandes bienes de que eran deudores a Juan los pueblos y los particulares. Tantos
neófitos recibían su nombre en el bautismo, y tan eficaz era para conducir a la
santidad la ayuda que prestaba a sus fieles devotos, que no hay día en el
calendario, en que no se pudiese celebrar el nacimiento de algunos de ellos
para el cielo. Patrono en otro tiempo de Lombardía, lo es hoy del Canadá
francés. Pero así en Oriente como en Occidente ¡quién podrá contar las comarcas,
las ciudades, las abadías, las iglesias puestas bajo su poderoso patrocinio! ¡Desde
el templo que, reinando Teodosio, reemplazó en Alejandría al antiguo Serapeon,
famoso por sus misterios, hasta el santuario erigido sobre las ruinas del altar
de Apolo, en el Monte Casino por el Patriarca de los monjes! ¡desde las quince
iglesias que Bizancio tenía consagradas dentro de sus muros al Precursor, hasta
la majestuosa basílica de Letrán, que en la capital del universo católico es la
madre y maestra de todas las iglesias de la Ciudad y del mundo! Dedicada primitivamente
al Salvador, muy pronto a este sagrado vocablo asoció, como inseparable, el del
Amigo del Esposo.
SOLEMNIDAD DE LA
VIGILIA. — La Vigilia de San Juan no es ahora de precepto;
antes, sin embargo, no sólo era de ayuno obligatorio el día próximo a la
Natividad del Precursor, sino que una cuaresma entera evocaba, en su duración y
prescripciones, el Adviento del Señor. De este modo, cuanto más severas habían
sido las exigencias de la preparación, tanto más estimada y mejor se comprendía
la fiesta. Después de haber igualado la penitencia de la cuaresma de Juan a las
austeridades de la de Navidad, nadie se admiraba de que la Iglesia asemejase en
su Liturgia ambas Natividades.
HOGUERAS DE SAN
JUAN. —Tres misas solemnizaban la Natividad de Juan, como la
de Aquel a quien él dió a conocer a la Esposa: La primera, por la noche, recordaba
su título de Precursor; la segunda, al alba, honraba su bautismo; la tercera, a
la hora de Tercia, exaltaba su santidad'. Así como antiguamente hubo dos Maitines
en la noche de Navidad, Durando de Mende dice, siguiendo a Honorio de Autun,
que muchos celebraban en la festividad de S. Juan doble Oficio. El primero se
iniciaba al caer la tarde; no tenía alleluia, para significar el tiempo de
la Ley y de los Profetas, que duró hasta Juan. El segundo comenzaba
a media noche y finalizaba a la aurora; se cantaba con Alleluia, para
hacer resaltar la llegada del tiempo de la gracia y del Reino de Dios La
alegría, carácter propio de esta fiesta, se desbordaba fuera de los sagrados
lugares y llegaba hasta los mismos infieles musulmanes. Sí en Navidad el rigor
de la estación hacía recluirse en sus hogares las tiernas expansiones de la
piedad privada, la nitidez de las noches de estío de Juan ofrecía ocasión de
desquite a la fe viva de los pueblos. Por eso completaba lo que la parecía
insuficiencia en las demostraciones hacia el Niño-Dios, con los honores
tributados al Precursor en su cuna. Apenas se habían extinguido los últimos
rayos del sol, cuando, desde Oriente hasta Occidente, sobre la haz del mundo
entero, inmensas llamaradas surgían de las montañas, e iluminábanse súbitamente
las ciudades, las aldeas y aun los más pequeños caseríos. Eran las hogueras de
S. Juan, testimonio auténtico, constantemente renovado, de la verdad de las
palabras del ángel y de la profecía, que anunciaba la alegría universal que
saludaría el nacimiento del hijo de Isabel. Como una lámpara ardiente y luciente,
según la expresión del Señor, había aparecido en la noche interminable, y
la sinagoga había querido gozarse en sus destellos por algún tiempo ';
mas, desconcertada por su fidelidad, que le impedía hacerse pasar por Cristo y
por la luz verdadera, irritada a la vista del Cordero a quien aquél indicó como
salud del mundo y no solamente de Israel, la sinagoga pronto volvió a las tinieblas,
y ella misma se tapó los ojos con la venda que la hace permanecer en las
tinieblas hasta nuestros días. La gentilidad, agradecida a aquel que no quiso
ni rebajar, ni engañar a la Esposa, le exaltó tanto más cuanto más se abatió él;
recogió los sentimientos que debía haber conservado la repudiada sinagoga, y
manifestó por todos los medios de que era capaz, que, sin confundir el
resplandor propio del Sol de justicia con la luz recibida del Precursor, saludaba
con no menor entusiasmo aquella luz que fué para la humanidad la aurora de las
alegrías nupciales.
ANTIGÜEDAD DE LAS
HOGUERAS DE SAN JUAN. — Podría decirse de las hogueras de S.
Juan que se remontan casi a los orígenes del cristianismo. Al menos aparecen
desde los primeros años de la paz, como fruto de la iniciativa popular, y no
sin excitar la atención de los Padres y los concilios, cuidadosos de desterrar
toda idea supersticiosa en las manifestaciones que reemplazaban, por otra parte
felizmente, las fiestas paganas de los solsticios. Pero la necesidad de combatir
algunos abusos, tan posibles hoy como entonces, no impidió a la Iglesia
fomentar tal género de demostraciones, que también respondía al carácter de la
fiesta. Las hogueras de San Juan completaban felizmente la solemnidad
litúrgica; mostraban unidas en un mismo pensamiento a la Iglesia y a la ciudad
terrena. Pues la organización de estos regocijos estaba a cargo de los
ayuntamientos, y los municipios cargaban con todos los gastos. Por eso, el
privilegio de encender las hogueras quedó reservado, ordinariamente, a las autoridades
civiles. Los mismos reyes, tomando parte en las alegrías comunes, tenían a gala
dar esta señal de alegría a sus pueblos.
LA RUEDA ARDIENTE.
—
En ciertos lugares la rueda ardiente, disco inflamado que rodaba sobre sí
mismo y recorría las calles de las ciudades o descendía de las cimas de las
montañas, representaba el movimiento del sol que se remonta a lo más alto de su
curso para pronto volver a descender; evocaba la palabra del Precursor respecto
del Mesías: Es necesario que El crezca y yo disminuya El
simbolismo se completaba con el uso de quemar los despojos y restos de toda clase
en este día, que anunció el final de la antigua ley y el principio de los
nuevos tiempos, según las palabras de la Escritura: Rechazaréis lo
que sea viejo, cuando alcancéis los nuevos bienes. ¡Dichosos los
pueblos que conservan todavía algo de las costumbres, de las que nuestros padres,
en su sencillez, sacaban una alegría sin duda más verdadera y más pura que las
deseadas por sus descendientes en las fiestas en que el alma no toma parte
alguna!
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