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martes, 7 de junio de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta Pastoral nº 31
ALGUNAS INSTRUCTIVAS PÁGINAS DE HISTORIA:
EL CONCILIO DE TRENTO



En el momento en el cual, ante el espíritu de un cierto número de nuestros contemporáneos, se quiere presentar al Concilio actual como una Contrarreforma, es decir, como el contrapeso equilibrante de lo que tuvo de exagerado o de circunstancial la Reforma del Concilio de Trento, es bueno poner de nuevo a la vista algunas páginas de historia que nos den una apreciación más exacta de la realidad.

En efecto, algunos eclesiásticos contemporáneos quisieran deducir, de la concepción particular del sacerdote en la época del Concilio de Trento, la necesidad de buscar un nuevo “tipo de sacerdote” que sería, según dicen, más evangélico. Afirmación gratuita y que autoriza todas las iniciativas, aún las más contrarias a la verdadera noción del sacerdocio transmitida por la tradición infalible de la Iglesia. Estas páginas están extraídas de “La Historia de la Iglesia”, publicada por Fliche y Martin, tomo 17, capítulo IX.

La actualidad del Concilio de Trento

400 años han pasado sobre la obra del Concilio, y tal obra permanece más viva que nunca. Es esto un hecho que merece que nos detengamos sobre él, a fin de medir la importancia histórica de la gran asamblea ecuménica. Se puede considerar esta importancia en dos direcciones diferentes, en la de los siglos anteriores, reflexionando sobre los inmensos trabajos del Concilio, o en los estudios previos que suponen, en la ciencia adquirida que revelan, lo cual conduce a uno a comprobar que el decaimiento de la Iglesia católica, por evidente que fuese en el dominio moral, no lo era de naturaleza hasta tal punto que perjudicase la pureza de la doctrina. Los obispos y los teólogos del Concilio no deben nada a la reacción anti protestante. Eran, por su edad, los contemporáneos de Lutero y Zwinglio. La mayoría eran anteriores a Calvino y hasta de Melanchton. Habían recibido una formación universitaria. Sus deficiencias, especialmente en materia de historia de los dogmas, no eran más graves que las de los revolucionarios protestantes. Su conocimiento de la Escritura y de la patrística era bastante sólido como para que los progresos cumplidos en ese doble dominio, desde su época, no hubiesen permitido tomarlos seriamente en defecto sobre un punto cualquiera… Hay que leer, meditar los “vota scripta”, es decir, las opiniones expresadas por escrito de los teólogos y de los Padres del Concilio. Es entonces cuando se adquiere, en su justa medida, la condición escrituraria y patrística de su vigor teológico, de la penetración y belleza de su espíritu, del poder de los estudios preparatorios que les han permitido, en el día adecuado, levantar el monumento de los decretos dogmáticos tridentinos. Sus escritos, de Trento solamente, permanecen como una especie de mina casi inagotable, que explotamos al máximo en nuestros diccionarios enciclopédicos y en nuestros trabajos de historia de las doctrinas católicas. Lo que prueba el celo de los buscadores que no cesan de dirigirse en esta dirección y las iniciativas que han sido suscitadas por la celebración del IVº centenario de la reunión de esta asamblea, es que haya todavía mucho que tomar en los documentos emanados del Concilio. Todo eso es particularmente elocuente e impone una puesta a punto de las concepciones de historia que han tenido lugar hasta una fecha relativamente reciente en el seno del mundo científico.

¿Reforma católica o Contrarreforma?

Ha sido usual, y lo es todavía, darle el nombre de Contrarreforma a la Reforma católica operada en Trento. Esta apelación sugiere una especie de tríptico histórico con los cuadros sucesivos siguientes: ¿Antes de Lutero, la Iglesia se hallaba en un letargo profundo y universal, la Biblia se encontraba casi abandonada o era mal entendida, los estudios estaban reducidos a un? Superficial y la disciplina eclesiástica ofrecía el espectáculo del más deplorable relajamiento. Con Lutero, la Reforma se operó por medio de un despertar brillante del espíritu evangélico y bíblico. Por fin, a la voz de Lutero, la Iglesia católica tomó conciencia de sus deberes, el concilio de Trento se reunió y operó un enderezamiento que mereció el nombre de ContrarreformaAhora bien, tal visión de los hechos choca contra evidencias irrefutables. Ya W. Maurenbre-drer, escribiendo en 1990 la “Histoire de la restauration Catholique”, evitaba el empleo de la palabra “Contrarreforma”, que implica una posterioridad del movimiento católico y una prioridad del movimiento luterano. Muy a propósito, también, en 1917, el historiador inglés Halme intitula una obra “El renacimiento, la revolución protestante y la reforma católica en Europa continental”. Esta manera de hablar es la única exacta. Lo sería aún si estaba establecido que la reforma católica es posterior a la revolución protestante, pues una revolución no puede ser una reforma, sino una inversión. Es lo que dijo muy bien un historiador francés, el Señor Lucien Fabvre, mostrando que las palabras “Reforma, vuelta a la Iglesia primitiva” no eran más que los elementos de un mito que seducía las imaginaciones de los adversarios de la Iglesia tradicional: “Reforma, Iglesia primitiva, escribe, palabras cómodas para disfrazar a sus propios ojos el atrevimiento de sus deseos secretos. Lo que deseaban en realidad no era una restauración, era una innovación. “Dotar a los hombres del siglo XVI de los que deseaban, unos de manera confusa, otros con toda claridad: una religión mejor adaptada a sus necesidades nuevas, mejor adaptada a las condiciones modificadas de su existencia social, que sus autores tengan más o menos netamente conciencia, he aquí lo que la Reforma cumplió de hecho”.

Los católicos del siglo XVI tenían razón al darle el nombre de “novadores” a los protestantes. Es también ese nombre el que les da el historiador protestante americano Preserved Smith en su obra “La época de la Reforma”. Entre las dos expresiones: Reforma o Revolución, L. Fabvre no duda, como tampoco Ed. Hulme. A pesar de lo que han dicho y pensado, los “reformadores” fueron revolucionarios, y sus doctrinas, que impartían para una restauración del cristianismo puro, según la palabra conocida de W. Wundt, no eran otra cosa que “el reflejo del siglo del renacimiento”. Y como iban por delante de aspiraciones muy difundidas a su alrededor es que han obtenido los éxitos que la historia ha registrado.

¿El Concilio de Trento innovó?

Si se debe considerar como algo definitivo que el protestantismo fue una revolución mucho más que una restauración, ¿no se podría decir lo mismo de la obra del Concilio de Trento? En otros términos, ¿la religión católica tridentina es la misma que la religión medieval, la misma que la religión cristiana primitiva? Si en efecto, a las necesidades del siglo del Renacimiento, se les atribuye un oscuro empuje que se tradujo en algunos países por la revolución protestante, ¿se puede escapar a esta conclusión que necesidades análogas hayan conducido a la Iglesia católica, sin que lo supiera, a adaptaciones, doctrinas y costumbres que, en el fondo, eran igualmente novedades? Es curioso observar que esta idea, que se contradice con nuestras habituales maneras de pensar, ya había sido formulada con respecto del dogma por Ferry en el siglo XVII, y que fue refutada por Bossuet. Eso va a permitirnos precisar la naturaleza y los límites de las innovaciones del Concilio de Trento, y, por consiguiente, definir su importancia histórica en el dominio del dogma. Admitimos perfectamente que el Concilio de Trento trajo algo nuevo. Si así no fuera, ¿para qué hubiese servido?

Estas innovaciones nunca versaron sobre el fondo de la doctrina cristiana, sino sobre lo que, en teología, se llaman los desarrollos, es decir, las consecuencias lógicas de dogmas ya conocidos e universalmente aceptados. Hacer explícito lo que no era más implícito, tornar claro lo que permanecía oscuro, he ahí el papel de un concilio. Eso es hacer avanzar el conocimiento de la doctrina. No hay concilio en la historia del que se pueda decir que hay innovado, pues de ser así no hubiera servido para nada. Pero esta innovación, tal como quería decirlo muy bien Newman, es del tipo que se pueda y deba llamar una evolución de vida y no de la categoría de los cambios que caracterizan la muerte. Pues “No hay corrupción si la idea de la doctrina retiene el mismo tipo, los mismos principios, la misma organización; si los comienzos hacen prever sus fases ulteriores; si sus fenómenos últimos protegen las manifestaciones más antiguas y las conservan; si guarda su poder de asimilación y de restauración y una acción vigorosa del comienzo al fin”.

Los cambios operados en el Concilio de Trento no constituyen entonces una “nueva religión”, sino medidas conservatorias de la antigua. Un árbol que crece ya no es más el mismo, y sin embargo es el mismo. La religión tridentina era otra que la religión medieval, pero era siempre la misma religión, en una edad diferente. Todo lo que decimos aquí del dogma puede decirse de todos los otros aspectos del catolicismo, de su moral, de su disciplina, de su doctrina ascética y mística, de su disciplina canónica. Y, además, como dice Bossuet con respecto a los artículos de fe formulados en el Concilio: Si hubo un número más grande de los decididos en Trento, es que lo que necesitaba condenar había removido más materias y que para no dar lugar a renovar esas herejías, había sido necesario apagar hasta la última chispa. Y sin entrar en todo esto, claro está que si fuera debilitada la menor parcela de las decisiones de la Iglesia, quedaría desmentida la promesa y con ella todo el cuerpo de la revelación.

La naturaleza de la importancia atribuida al Concilio de Trento

Bossuet, y la teología católica con él, distinguen muy netamente, en efecto, dos cosas muy diferentes: la historia del Concilio y su autoridad doctrinal. Su historia ha revestido aspectos cambiantes, inciertos, a veces casi vecinos al ridículo. Se han podido ver las dificultades que hubo que sobrellevar para reunirlo, las oposiciones que encontró no solamente de parte de los protestantes, sino también de algunos grupos católicos, de Iglesias enteras, tales como la iglesia galicana, en ciertas fases, las divisiones que se manifestaron, las intervenciones de la diplomacia en sus debates. Pero a partir del momento en que las decisiones del Concilio fueron adquiridas, desde que, tanto por la confirmación pontifical, como por el consentimiento tácito primeramente y luego muy explícito y formal de la Iglesia universal, el Concilio revistió el carácter de ecuménico, todo ese lado humano de su historia se borra ante el valor de sus decretos.

Sin duda, los teólogos que los han elaborado pertenecen a las escuelas más diversas: tomistas, scotistas, nominalistas, agustinianas; pero después de discusiones a menudo movidas, a veces tempestuosas, finalmente todos se ponían de acuerdo sobre fórmulas a la vez flexibles y (¿ensanchadas?), precisas y firmes. Son fieles al dogma, flexibles en cuanto a la justa libertad dejada a las opiniones. Por eso, estas fórmulas han podido ser un tema inagotable de estudios y meditaciones. Se encuentra a la vez la síntesis de las Sagradas Escrituras y el resumen de la tradición cristiana. Son el comentario autorizado e infalible de la Escritura y la tradición. Los teólogos pueden escrutar todos los detalles y recoger todos los matices con la certeza de no encontrar más que algo divino, o si se prefiere, una traducción humana garantizada por el Espíritu Santo en persona. Es, entonces, un alimento perpetuo para la fe cristiana. Y es también una fuente de edificación espiritual cuya riqueza no se exagera. Que se relea y medite el decreto sobre el pecado original, aquel sobre la justificación considerada con justa razón como la obra maestra del Concilio, los decretos sobre los sacramentos; se encontrará la expresión más sabia y vigorosa de la fe católica en cuanto abraza la obra de salvación como una colaboración de la gracia divina con la libertad humana, del amor infinito de un Dios con la pobreza y la miseria del hombre. Para nutrir la devoción al Santísimo Sacramento del Altar y al Sacrificio de la Misa, nada es más eficaz como el estudio de los decretos del Concilio estos dos temas.

En resumen, el Concilio de Trento está en descendencia natural y legítima con todos los concilios que lo han precedido. Los teólogos y los Padres que han deliberado y votado tenían una formación bien medieval. Su pensamiento es un desarrollo del pensamiento de la Edad Media. No eran, por lo demás, ajenos al movimiento de las ideas de su época. No han querido ni adaptar ni, menos todavía, cambiar la religión. Sería fácil demostrar que no lo han hecho, aún sin quererlo y sin percibirlo. La historia de sus debates de ideas es decisiva sobre este punto. El Concilio no hizo más que codificar dogmas establecidos y admitidos, por lo menos implícitamente, desde mucho tiempo atrás: se podría decir que desde siempre. El Concilio, de ordinario, se abstuvo sistemáticamente de zanjar las cuestiones controvertidas entre teólogos católicos. Tuvo una sola preocupación, que era levantar la muralla imponente de la tradición para asegurarla mejor frente a las innovaciones protestantes. Aún dentro del campo disciplinario, donde su obra también ha sido considerable aunque menos importante comparada con la realizada en el campo dogmático, ha inventado poco. No hizo más que generalizar una reforma ya empezada espontáneamente en muchos lugares y casi acabada en algunos.

Que en la primera mitad del siglo XVI, haya existido en Italia una serie de santos personajes, ardientemente ligados a la obra de la reforma y cuyos ejemplos y esfuerzos han abierto el camino a los salutíferos enderezamientos del Concilio de Trento, no se nos permite ponerlo en duda. Que en la mayoría de los casos, la actividad de estos piadosos servidores de Cristo se haya puesto en movimiento sin que la rebelión luterana haya ejercido sobre ellos la menor influencia, y que dicha rebelión haya no más acelerado la realización de los santos deseos con los cuales estaban penetrados, es algo que las mismas fechas evidentemente nos demuestran. Por esto, está permitido decir que, tanto en Italia como en España, la reforma católica verdaderamente ha precedido a la revolución protestante y que se arraiga en plena Edad Media.


Mons. Marcel Lefebvre

(“Avisos del mes”, septiembre-octubre de 1965)

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