Breve
relato sobre el Anticristo
(cuarta parte)
Entre los miembros del
Concilio, tres personas resaltaron particularmente. En primer lugar el Papa
Pedro II, que era por derecho la cabeza de los católicos. Su predecesor murió
en camino hacia el Concilio. El cónclave tuvo lugar en Damasco, donde
unánimemente fue el elegido el Cardenal Simone Barionini, que tomó el nombre de
Pedro. Provenía de una familia humilde de la provincia de Nápoles. Fue
altamente reconocido como predicador de una orden llamada carmelita, habiendo
obtenido gran éxito en la lucha contra una secta satánica que se estaba
expandiendo en Petersburgo y sus alrededores, seduciendo no sólo a ortodoxos
sino también a católicos. Fue elegido Arzobispo de Mogoliev y después cardenal
predestinado a llevar la Tiara. Tenía cincuenta años, era de estatura mediana y
constitución robusta, rostro sonrosado, nariz aguileña y finas cejas. Poseía un
temperamento cálido y decidido, y hablaba con fervor y expresivos gestos con
los que solía cautivar a su auditorio. El nuevo Papa desconfiaba del Emperador
y mostraba antipatía hacia el señor universal, particularmente después de la
muerte del Pontífice, quien cediendo a la insistencia del Emperador nombró
cardenal al canciller imperial y gran mago universal, el exótico obispo
Apolonio, que Pedro consideraba como un católico dudoso y ciertamente un hombre
fraudulento.
El verdadero aunque no
oficial líder de los ortodoxos, era el Anciano Juan, muy conocido entre el
pueblo ruso. A pesar de que fuese oficialmente un obispo “retirado”, no vivía
en un monasterio y viajaba continuamente. Muchas historias legendarias se
escuchaban sobre él. Algunos pensaban que era el resucitado Fiodor Kuzmich, es
decir el emperador Alejandro I que había nacido tres siglos antes; otros con
mayor audacia garantizaban que se trataba del verdadero Anciano Juan, es decir
del apóstol Juan, el Teólogo, quien nunca había muerto y ahora aparecía
abiertamente en los últimos tiempos. El Anciano Juan por su parte no comentaba
nada sobre su origen y su juventud. Estaba ya viejo pero robusto, de cabellos y
barba blancos coloreados con un matiz amarillento y hasta verdoso, alto y delgado,
con mejillas llenas y ligeramente sonrosadas, ojos vivaces y una expresión
tierna y bondadosa en su rostro y en sus palabras. Usualmente vestía una túnica
blanca y una manta.
A cargo de la delegación evangélica
del Concilio estaba el docto teólogo alemán Ernst Pauli. Era un anciano enjuto
de mediana estatura, con amplia frente, fina nariz y una limpia y rasurada
barbilla. Sus ojos brillaban con una mirada fiera y a la vez bondadosa. A cada
instante frotaba sus manos, movía la cabeza, fruncía el ceño e insuflaba sus mejillas;
y con una mirada centelleante emitía sonidos interrumpidos como: “So! Nun! Ja! So
also!”. Vestía solemnemente corbata blanca y un largo traje decorado con
insignias de su orden. La apertura del Concilio fue imponente. Dos tercios del
enorme templo dedicado “a la unificación de todos los cultos” fueron ocupados
por sillas y asientos para los delegados del Concilio. El tercio restante por
un alto palco donde fue colocado el trono del Emperador y otro un poco más bajo
para el mago —cardenal y canciller del Imperio— y detrás de ellos se
dispusieron filas de asientos para ministros, dignatarios y jefes de Estado. A
los costados se encontraban largas filas de asientos con fin desconocido. En
las tribunas se ubicaron varias orquestas, mientras en la plaza contigua se
instalaron dos regimientos de Guardias y una batería para las salvas de honor.
Cuando el emperador ingresó acompañado del gran Mago y su séquito, las
orquestas comenzaron a entonar “La marcha de la unificación de la humanidad” la
cual servía de himno imperial internacional.
Todos los miembros del
Concilio se pusieron de pie y agitando sus sombreros, gritaron tres veces a
viva voz: “Vivat, Urrah! Hoch!”. El Emperador, permaneciendo de pie
junto al trono, abrió sus brazos y con un aire de majestuosa benevolencia
pronunció con sonora y grata voz: “Cristianos de todos los credos! ¡Mis
queridos súbditos y hermanos! Desde el principio de mi reinado, bendecido por
el Altísimo con tan maravillosas y gloriosas obras, nunca me habéis dado motivo
de descontento. Habéis siempre cumplido vuestro deber con fe y consciencia.
Pero para mí eso no es suficiente. Mi amor sincero hacia vosotros, hermanos
amadísimos, anhela ser correspondido. Desearía que por un sentimiento de amor
cordial, más que por sentido del deber, me reconozcáis como vuestro verdadero
jefe en cada empresa emprendida por el bien de la humanidad. Por eso ahora, más
allá de lo que generalmente hago por todos, quisiera mostraros mi especial
benignidad. ¡Cristianos! ¿Qué cosa podré daros? ¿Qué cosa, no como mis súbditos
sino como mis correligionarios y hermanos? ¿Cristianos, decidme qué hay de más
valioso en el cristianismo, de modo que yo pueda dirigir allí todos mis
esfuerzos?”. Se detuvo por un momento esperando una respuesta. Se escucharon
murmullos en el salón.
El Papa Pedro, con
fervientes gestos comenzó a explicar algo a sus seguidores. El Profesor Pauli movía
la cabeza ferozmente y con ira apretaba sus labios. El Anciano Juan, dirigiéndose
hacia un obispo oriental y un capuchino, susurraba algo. El Emperador, después
de unos minutos de espera, se dirigió de nuevo al Concilio: “Queridos
cristianos —dijo— comprendo qué difícil es para vosotros presentar una
respuesta directa. Os deseo ayudar también en esto. Desgraciadamente desde
tiempos inmemoriales os habéis fraccionado tanto en diversos credos y sectas,
que quizás entre vosotros no tenéis casi ya ningún objeto de deseo común. Mas
si no estáis en la capacidad de poneros de acuerdo espero conciliaros
demostrando a todas vuestras sectas el mismo amor y la misma disposición para
satisfacer la verdadera aspiración de cada uno. ¡Queridos cristianos! Sé que
para muchos, y no pocos, lo más valioso en el cristianismo es la autoridad
espiritual que dais a vuestros representantes legítimos, no para su interés
personal, por supuesto, sino para el bien común, ya que su autoridad se basa en
el recto ordenamiento espiritual y la disciplina moral, para todos tan
necesaria. ¡Queridos hermanos católicos! Comprendo bien vuestro punto de vista
y ¡cuánto quisiera basar mi poder imperial sobre la autoridad de vuestra cabeza
espiritual! Y para que no creáis que se trata de lisonjas y palabras vanas, por
nuestra voluntad soberana, proclamamos solemnemente: que el obispo supremo de
todos los católicos, el Papa romano, sea en este instante restituido a su trono
de Roma con todos los derechos y las prerrogativas del título y la cátedra que
un día le fueron conferidas por nuestros predecesores, comenzando por el
emperador Constantino el Grande. Por vuestra parte, hermanos católicos, deseo
solamente que me reconozcáis como vuestro único intercesor y protector.
Desearía que los presentes que, en conciencia y de corazón, me reconozcan como
tal, vengan a mí —y con la mano señaló los puestos vacíos en su estrado—. Con
exclamaciones de alegría —Gratias agimus! Domine! Salvum fac magnum
imperatorem! — casi todos los príncipes de la Iglesia católica, cardenales
y obispos, la mayor parte de los fieles laicos y más de la mitad de los monjes subieron
al estrado y después de inclinarse humildemente ante el Emperador tomaron asiento.
Pero abajo, en medio del Concilio, derecho e inmóvil como una estatua de mármol,
permanecía en su lugar el Papa Pedro II. Todos los que antes lo rodeaban se encontraban
ahora en el estrado, pero el pequeño grupo de monjes y de laicos que había permanecido
en su sitio se conglomeró en torno suyo formando una barrera compacta desde la
cual se alzó un murmullo: “Non praevalebunt, non praevalebunt portae inferi”
.
Mirando con asombro al Papa
inmóvil el Emperador volvió a levantar la voz: “¡Queridos hermanos! Yo sé que
entre vosotros hay algunos que consideran la sagrada tradición como lo más
preciado del cristianismo: los antiguos símbolos, himnos y oraciones, los íconos
y las ceremonias litúrgicas. Y en realidad, ¿qué cosa puede ser más valiosa
para un alma religiosa? Sabed, mis predilectos, que hoy he firmado el estatuto
y he destinado valiosas sumas de dinero para el establecimiento del Museo
universal de arqueología cristiana, en vuestra gloriosa ciudad imperial de
Constantinopla, para recolectar, estudiar y preservar todos los monumentos de
la antigüedad, sobre todo orientales; y os pido elegir mañana entre vosotros
una comisión para estudiar conmigo las medidas a tomar, para que de esta manera
la vida moderna, la moral y las costumbres, sean organizadas tan pronto sea
posible según las tradiciones y las instituciones de la santa Iglesia Ortodoxa.
¡Mis hermanos ortodoxos! Aquellos que se adhieran a mi voluntad y que en
conciencia puedan llamarme su verdadero líder y señor, vengan aquí a mi lado”.
Y gran parte de la jerarquía del Oriente y Norte, la mitad de los antiguos
creyentes y más de la mitad de los sacerdotes, monjes y laicos ortodoxos
subieron sobre el estrado con gritos de júbilo, observando de reojo a los
católicos que estaban sentados orgullosamente.
Pero el Anciano Juan
permaneció inmóvil y suspiró profundamente. Y cuando la gente se fue
dispersando en torno a él, abandonó su lugar dirigiéndose al Papa Pedro y su
grupo. Los ortodoxos que permanecieron sin subir al estrado, le siguieron. El
Emperador tomó de nuevo la palabra: “¡Mis queridos cristianos! Sé también que
entre vosotros existen algunos para quienes lo más preciado en el cristianismo
es la convicción personal sobre la verdad y la libre investigación respecto a
la Escritura. Conocida mi opinión, no es necesario que me extienda sobre este
tema. Quizás sabéis que en mi juventud escribí un voluminoso tratado de crítica
bíblica que en su tiempo causó gran revuelo dando inicio a mi popularidad.
Presumo que al recordar este hecho la Universidad de Tubinga, hace unos días,
me ha pedido aceptar el doctorado en teología honoris causa. He
respondido que lo acepto con gusto y gratitud. Y hoy, simultáneamente al decreto
de la fundación del Museo de arqueología cristiana, he firmado también aquél para
la creación del Instituto mundial de libre investigación sobre la Sagrada
Escritura para que puedan ser investigadas desde diversas aproximaciones, así
como para el estudio de las ciencias auxiliares, con un balance anual de un
millón y medio de marcos. Llamo a aquellos que acepten de corazón mi buena
disposición y con sinceridad me reconozcan como su jefe y señor”. Una
maravillosa pero casi imperceptible sonrisa se dibujó en los labios del gran
hombre. Más de la mitad de los doctos teólogos se encaminaron hacia el estrado.
Todos volvieron la mirada al Profesor Pauli, que parecía encontrarse enraizado
en su lugar. Bajaba la cabeza, se inclinaba y se contraía. Los sabios teólogos
que habían subido al estrado permanecían confusos. Repentinamente, uno de ellos
bajó el brazo en señal de renuncia. Saltó directamente junto a la escalera y cojeando,
alcanzó al Profesor Pauli y a la minoría que había permanecido con él. Pauli levantó
la cabeza, se alzó con un movimiento indeciso, pasó cerca de los lugares vacíos
y acompañado de sus fieles correligionarios, fue a sentarse cerca del Anciano
Juan y el Papa Pedro con sus respectivos grupos.
La gran mayoría de los
miembros del Concilio se encontraba en la plataforma, conformada por la mayor
parte de la jerarquía oriental y occidental; en la zona de abajo sólo habían
quedado tres pequeños grupos, el uno junto al otro, que se estrechaban alrededor
del Anciano Juan, el Papa Pedro y el Profesor Pauli. El Emperador se volvió a ellos
con un tono triste: “¿Qué cosa puedo hacer por vosotros? ¡Extraños hombres!
¿Qué cosa queréis vosotros de mí? No lo sé. Decídmelo vosotros mismos,
cristianos abandonados por la mayoría de vuestros hermanos y jefes y condenados
por el sentimiento popular; ¿qué cosa es para vosotros lo más valioso en el
cristianismo?”. Ante esto el Anciano Juan se levantó como una blanca llama y
respondió pausadamente: “¡Gran Emperador! Para nosotros lo más precioso en el
cristianismo es Cristo mismo. Él mismo, ya que todo viene de Él, porque sabemos
que en el Verbo encarnado habita toda la plenitud de la Divinidad. Mi señor,
nosotros estaríamos prestos para recibir cualquier regalo vuestro si tan sólo
reconociéramos que vuestra generosidad proviene de las benditas manos de
Cristo. Nuestra cándida respuesta a su pregunta sobre qué puede hacer por
nosotros es ésta: confiese ahora y delante de nosotros que Jesucristo es el
Hijo de Dios, que se ha hecho carne, que resucitó de entre los muertos y
regresará nuevamente; confiese su nombre y nosotros lo recibiremos con amor
como precursor de su Segunda Venida gloriosa”. El Anciano concluyó sus palabras
y fijó sus ojos en el rostro del Emperador. Un terrible cambio se produjo en
él, algo demoniaco lo estremeció como en aquella noche fatal, perdiendo
inmediatamente el dominio interior. Concentró todos sus pensamientos para no
perder el propio control y no revelarse a sí mismo antes de tiempo.
Realizó un esfuerzo sobrehumano
para no lanzarse con furia sobre el Anciano Juan y morderlo con los dientes. De
pronto, escuchó una voz familiar: “¡Estáte tranquilo y no temas nada!
¡Silencio!”. Mientras el Anciano Juan continuaba hablando, el gran mago, envuelto
en un amplio manto a tres colores que cubría bien la púrpura cardenalicia, parecía
manipular algo escondido. Sus ojos fijos centelleaban y sus labios se movían levemente.
A través de las ventanas abiertas del templo se divisaba una inmensa nube negra
que comenzaba a cubrir el cielo. Pronto, reinó la oscuridad. El Anciano Juan, atónito
y asustado, miraba fijamente al silencioso Emperador. Súbitamente, retrocedió aterrorizado
y con voz trémula y entrecortada gritó a los suyos: “¡Hijitos! Es el
Anticristo”. Se escuchó el estrépito de un trueno potente y al mismo tiempo,
una enorme bola de fuego iluminó el templo y embistió al Anciano. Por un
segundo todos quedaron estupefactos y paralizados y cuando los cristianos
ensordecidos volvieron en sí, el Anciano Juan yacía muerto.
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