Carta Pastoral n° 29
MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA
En el curso de este mes de
María, mientras tenemos todavía frente a los ojos el llamado emocionado del
Santo Padre pidiéndonos dirigir insistentes oraciones a María, Madre de la
Iglesia, por el concilio y por la paz, me parece oportuno atraer su atención
sobre la importancia considerable de esta proclamación solemne y conciliar
respecto de María, Madre de la Iglesia. Todas las verdades que la
Iglesia afirma de María, tienen un valor teológico excepcional, ya sea que se
trate de María, Madre de Dios, de su Inmaculada Concepción, de su Asunción y
hoy de su Maternidad hacia la Iglesia. Es claro que se puede, a partir de estas
verdades concluir a todas las tesis fundamentales de la doctrina de la Iglesia. Es igualmente notable que
cada una de estas verdades, descarta por el hecho mismo concepciones
incompatibles con la doctrina de la Iglesia. Y el momento es oportuno para esta
última proclamación solemne.
Digamos primero algunas
palabras de las circunstancias de este extraordinario acontecimiento que la
prensa omitió o del cual habló muy sucintamente. Jamás se hablará
suficientemente, pues en la historia de la Iglesia, el Concilio Vaticano II
permanece ante todo aquel que proclamó a María, Madre de la Iglesia. Ninguna de las decisiones
conciliares encontró parecido asentimiento entusiasta de parte de los Padres.
Las otras proposiciones doctrinales han sido aprobadas después de numerosas
dificulta-des y necesitaron puestas a punto de última hora para hacer una casi
unanimidad, que lo más a menudo no era muy entusiasta, porque nadie estaba
perfectamente satisfecho del texto propuesto. En cambio, si la verdad de María,
Madre de la Iglesia, ha sido un poco contestada, más bien por algunos
“expertos” que por los Padres, en el momento de la proclamación por el sucesor
de San Pedro, el entusiasmo culminó; salvo algunos dudosos, los 2400 Padres
acompañados por una muchedumbre de fieles transportados de alegría espiritual
se levantaron y aplaudieron largamente el gesto del Soberano Pontífice. ¡Sí! es bajo el
estremecimiento del Espíritu Santo y en un transporte totalmente sobrenatural
que fue proclamada solemne y conciliarmente la Maternidad de María hacia la
Iglesia. Nada le faltaba a ese
acontecimiento para que estuviese verdaderamente inspirado por el Espíritu
Santo. El título de María, Madre de la Iglesia, había sido rechazado por la
comisión a pesar del deseo explícito del Papa, a pesar de la espera de un
número muy grande de Padres agrupados alrededor del admirable Cardenal de
Polonia, el Cardenal Wyszynski quien había hecho distribuir un rosario a cada
Padre, a fin de que todos recen en unión con el pueblo polaco mártir.
El Soberano Pontífice, se
decía, proclamará de todas formas la Maternidad de María hacia la Iglesia, pero
después de la sesión conciliar, en Santa María la Mayor, en la noche. Estábamos
consternados por no poder unirnos al Santo Padre en esta proclamación. Pero he
aquí que para nuestra estupefacción el Papa, en su admirable discurso de fin de
sesión, en plena sesión conciliar, proclama solemnemente a María, Madre de la
Iglesia. A falta, entonces, de poder firmar un texto que lleve esta verdad, no
quedaba a los Padres más que aplaudir, lo que hicieron con la más completa
alegría. A pesar de la comisión, María fue entonces proclamada conciliarmente
Madre de la Iglesia con una unanimidad y una aprobación casi totales. Decir la
alegría que hemos sentido es imposible, pues no era una alegría de aquí abajo,
sino más bien la que conocieron los apóstoles en el día de Pentecostés.
Nada en el Concilio Vaticano
II se acercará a este instante inolvidable. Ninguna verdad afirmada en el
Concilio tendrá, de hecho, la importancia de ella. Esta nueva afirmación de una
realidad tan antigua como el Evangelio remarca y pone luz a dogmas que algunos
quieren minimizar. Desde ahora, en efecto, aparecen claramente los vínculos
indisolubles que unen a Jesús-María-la Iglesia y el Papa. No se puede ir a
Jesús sin María, no se puede ir a María sin la Iglesia, que no es otra que la
Iglesia católica y romana, entonces, sin estar unido al Papa. Valorar esta
maternidad de María hacia la Iglesia es
afirmar la necesidad de ser hijos de la Iglesia católica y romana para ser
hijos de María.
Así se encuentra reafirmada
de hecho esta verdad: “extra Ecclesiam nulla salus”, puesto que no hay
salvación fuera de la Iglesia por quien nos ha sido dado Aquel fuera de quien
no hay salvación. Cualquiera que se salva no puede serlo más que por la
Iglesia, cuerpo místico de Nuestro Señor. Esta adhesión será externa o interna,
consciente o inconsciente, no puede no existir. Así como María es Madre de
un solo hijo, Jesús, así es madre de una sola Iglesia, de un cuerpo místico. Y
esta Iglesia no puede ser más que la Iglesia romana y todas las iglesias
miembros de la Iglesia romana. Otro tanto son las
consecuencias lógicas, ineluctables de la Maternidad de María hacia la Iglesia.
En los límites de estas verdades fundamentales se ubica el ecumenismo. La única
y verdadera caridad que debemos tener hacia los que están separados de la
Iglesia y de los que la ignoran, es exponerles claramente la verdad,
testimoniarles la verdad a fin de que crean y sean salvados. Tal es el verdadero medio
para convertir a los protestantes a la unidad de la Iglesia. Que se lea ese
magnífico libro de las razones de la conversión de Marie Carré (“He elegido
la unidad”) y se verá que al minimizar la verdad se aleja de la Iglesia y
de la salvación. Tres grandes realidades de la Iglesia católica, tres personas
por las cuales Dios se manifiesta: Jesús Eucaristía, María, el Papa. He aquí lo
que manifiesta también la Maternidad de “María, Madre de la Iglesia católica
y romana”.
Entonces, es exacto decir
que esta verdad afirmada hacia la Virgen María nos pone en guardia contra una
falsa concepción de la Iglesia, como sería una colegialidad jurídica. María es
madre de personas y no de una colectividad. Es Madre de Jesús cuyo vicario es
el Papa. Es entonces Madre de Pedro particularmente. Es Madre de los obispos
unidos a Pedro como hermanos, Madre de una familia, Madre de personas unidas a
su Hijo y al vicario de su Hijo y que de allí tienen funciones que cumplir y
están unidas a la persona de su Hijo de donde viene toda gracia y todo poder.
No es madre de una entidad jurídica a la cual vienen a agregarse personas, sino
Madre de Jesús, Madre de su vicario y de las personas que le están
jerárquicamente unidas. Así, María, Madre de la
Iglesia, nos enseña a dar un sentido exacto a la colegialidad y a evitar
asfixiar a las personas por una ficción jurídica impersonal. Es la grandeza y
la vitalidad de la Iglesia de hacer reposar las gracias y la autoridad sobre
personas. Toda la historia de la Iglesia está forjada por las personas animadas
por el Espíritu Santo que han realizado grandes cosas y han santificado al
pueblo de Dios. Es todavía el hermoso título
de María, Madre de la Iglesia, que nos evitará darle un sentido inexacto a la
libertad religiosa, pues no somos libres de ser o no ser sus hijos, si queremos
salvar nuestras almas. Nadie tiene el derecho de no ser hijo de María, ni
tampoco el de no ser hijo de la Iglesia católica y romana si quiere ser salvado
y estar reunido con Dios por la eternidad. Por eso, nadie tiene el
derecho de profesar una creencia que sea contraria a María, Madre de la
Iglesia. Pues se tiene como derecho solamente lo que Dios da como derecho. ¿Se
puede concebir que Dios diera un derecho que contradijese los derechos de
María, Madre de Jesús? Otra cosa es tolerar la
malicia de los hombres, su debilidad, tolerar un mal uso de la libertad, otra
cosa es hacer un derecho. Ninguna libertad comporta por definición el derecho
de usar mal de ella. La libertad no sería más una perfección y un beneficio
sino un vicio.
¡Qué admirable luz proyecta
esta verdad en todos los dominios de las cuestiones doctrinales abordadas en el
concilio! María ha sido verdaderamente creada por Dios para ser nuestra
estrella de la mañana, para ser nuestra salvaguardia, nuestro faro en la tempestad
y para poner en fuga todos los errores, las herejías que son las hijas de
Satanás, padre de la mentira. El Príncipe de este mundo no teme a nadie tanto
como a María. Todo lo que está hecho en honor a María le desagrada soberanamente.
Pero nosotros, por el
contrario, alegrémonos de esa nueva joya puesta en su corona aquí abajo.
Cantemos sus alabanzas. Haciendo eco a los deseos explícitos del Papa, amemos
el decir una y otra vez el rosario y vivir así bajo la égida de María, nuestra
Madre.
Monseñor
Marcel Lefebvre
(“Aviso
del mes”, mayo-junio de 1965)
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