"Y he aquí que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta la consumación del mundo."
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VIERNES DE PASCUA
Hace ocho días estábamos
alrededor de la cruz sobre la cual "el varón de dolores" (Isaías, LVI, 3) expiraba abandonado de su Padre, y
rechazado como un falso Mesías por el juicio solemne de la Sinagoga; y he aquí
que el sol sale hoy por séptima vez, después que se dejó oír el clamor del Ángel
proclamando la Resurrección de la adorable víctima. La Esposa, que poco a temblaba,
con la frente en el polvo, ante esta justicia de un Dios, enemigo del pecado,
hasta "no perdonar ni a su propio Hijo" (Rom., VIII, 32), porque este Hijo divino llevaba en sí la
semejanza del pecador, ha levantado de pronto la cabeza para contemplar el
triunfo súbito y fulgurante de su Esposo, que la invita él mismo a la alegría.
Mas si hay un día en esta octava en que deba exaltar el triunfo de tal
vencedor, es ciertamente el Viernes, en que ella vió expirar, "colmado de
oprobios" (Thren., III, 30) a aquel mismo cuya victoria
renueva ahora al mundo entero.
LA RESURRECCIÓN,
FUNDAMENTO DE NUESTRA FE.
Detengámonos, pues, hoy a
considerar la Resurrección de nuestro Salvador como el cénit de su gloria
personal, como el argumento principal sobre el que descansa nuestra fe en su
divinidad. "Si Cristo no ha resucitado, nos dice el Apóstol, nuestra fe es
vana" (Cor., I, XV, 17); pero, puesto que ha
resucitado, nuestra fe está asegurada. Jesús debía, pues, elevar sobre este
punto nuestra certeza al más alto grado; ved si ha dejado de hacerlo; ved si,
al contrario, no ha llevado en nosotros la convicción de esta verdad capital
hasta la mayor evidencia del hecho. Para esto dos cosas eran necesarias: que su
muerte fuese la más real, la mejor comprobada, y que el testimonio de que ha
resucitado, fuese el más irrefragable para nuestra razón. El Hijo de Dios no ha
dejado de cumplir ninguna de estas condiciones; las cumplió con un escrúpulo
divino; de este modo el recuerdo de su triunfo sobre la muerte no se borraría
del pensamiento de los hombres; por eso experimentamos hoy día, después de
diecinueve siglos, algo de la impresión de terror y de admiración que sintieron
los testigos que fueron a comprobar este tránsito repentino de la muerte a la
vida.
REALIDAD DE LA
MUERTE DE CRISTO. — Ciertamente. Aquel a quien
José de Arimatea y Nicodemus bajaron de la cruz y cuyos miembros descoyuntados y
sangrantes depositaron entre los brazos de la más desolada de las madres, fue presa
de la muerte. La horrible agonía de la víspera, cuando luchaba con las
repugnancias de su humanidad, a la vista del cáliz que tenía que beber; el
quebrantamiento que había experimentado su corazón después de la traición de
uno de los suyos y del abandono de los otros; los ultrajes y las violencias con
que fué acometido durante largas horas; la espantosa flagelación que le hizo padecer
Pilatos, con el intento de apiadar a un pueblo sediento de sangre; la cruz, con
sus clavos que habían abierto cuatro fuentes por donde la sangre fluía; las
angustias de corazón del agonizante, al ver a su madre llorando a sus pies; una
sed ardiente que consumía rápidamente las últimas reservas de la vida;
finalmente, la lanzada atravesándole el pecho y llegando hasta el corazón y
haciendo brotar de su envoltura las últimas gotas de sangre y de agua: tales fueron
los títulos de la muerte para reivindicar tan noble víctima. Y para
glorificarte, oh Cristo, los recordamos hoy; haz que aquellos por los que te
dignaste morir, no olviden ninguna de las circunstancias de una muerte tan cara.
¿No constituyen hoy los más firmes sillares del monumento de tu resurrección? Verdaderamente,
pues, conquistó la muerte a este vencedor de nuevo cuño que había perecido en
la tierra. Un hecho sobre todo permanecía incorporado a su historia: que su
carrera, pasada toda ella en un oscuro lugar, había finalizado por una muerte
violenta, en medio de las vociferaciones de sus indignos conciudadanos. Pilatos
envió a Tiberio las actas del juicio y del suplicio del pretendido Rey de los
Judíos; y desde entonces la injuria estuvo a la orden del día para todos los
seguidores de Jesús. Los filósofos, los espíritus selectos, los esclavos de la carne
y del mundo, los señalaron con el dedo, diciendo: "Mirad a esas gentes
extrañas que adoran a un Dios muerto en una cruz." Pero, si este Dios
muerto resucitó, su muerte ¿qué viene a constituir sino la base inquebrantable
sobre que se apoya la evidencia de su divinidad? Murió y resucitó; anunció que
moriría y que resucitaría; ¿quién sino un Dios puede tener en sus ¿manos
"las llaves de la muerte y del sepulcro"? (Apoc, 17.)
REALIDAD DE LA
RESURRECCIÓN DE CRISTO. — Así es. Jesús muerto sale vivo del sepulcro.
¿Cómo lo sabemos? — Por el
testimonio de sus Apóstoles, que
le vieron vivo después de su muerte, de los cuales se dejó tocar, con los que conversó durante cuarenta días. Pero ¿debemos creer a
los Apóstoles? — Y ¿quién podrá dudar
del testimonio más sincero que
el mundo oyó jamás? Porque ¿qué
interés iban a tener estos hombres en publicar la gloria del maestro al que ellos se habían entregado y que les había prometido
que resucitaría después de su muerte,
si sabían que después de haber
perecido en un suplicio tan
ignominioso para ellos como para él, no había cumplido su promesa? Si los príncipes de los judíos, con el intento de desacreditar el
testimonio de estos hombres,
sobornaron a los guardias del
sepulcro, haciéndolos decir que durante su sueño, estos discípulos, que el miedo había dispersado, vinieron durante la noche a robar el cuerpo; tenemos derecho a responder con la
elocuente ironía de San Agustín:
"¡Luego ¿ponéis por
testigos a gente dormida? Los que verdaderamente dormíais erais vosotros, que habéis fracasado en vuestras maquinaciones!'". Mas ¿dónde
iban a hallar los Apóstoles motivo para
predicar la resurrección de
Jesús, si hubiesen sabido que no
había resucitado? "A sus ojos, observa San Juan Crisóstomo, su maestro había sido un falso profeta y un impostor; ¡e iban ellos a
vindicarle contra una nación
entera! ¿Se entregarían a padecer
los mayores tormentos por un hombre que los había engañado? ¿Acaso por las promesas que les había hecho? Pero, sabiendo que ha
cumplido su promesa de resucitar, ¿cómo pueden esperar el cumplimiento de las demás?" O se niega la naturaleza humana o es preciso
reconocer que el testimonio de
los Apóstoles es sincero.
SINCERIDAD DEL
TESTIMONIO APOSTÓLICO. <— Añadamos
ahora que este testimonio fué el más independiente de todos, porque no
procuraba a los testigos otras ventajas que los suplicios y la muerte; porque
revelaba en los que le emitían una asistencia divina; porque hacían ver en
ellos, tan tímidos la víspera, una firmeza que nada podía quebrantar, y una
seguridad inexplicable en hombres de pueblo, seguridad que les acompañó aún en
las ciudades más civilizadas, en las que hicieron numerosas conquistas.
Añadamos también que los milagros más estupendos confirmaban su testimonio y
congregaban en su derredor a multitudes de toda lengua y nación, que creían en
la resurrección de su Maestro. Finalmente, cuando desaparecieron del mundo, después
de haber sellado con su sangre la fe de que eran depositarios, la habían
extendido más allá de las fronteras del Imperio romano, y la semilla de la
fe germinó pronto y produjo una cosecha
que cubrió toda la tierra. ¿No engendra todo esto la certidumbre del hecho maravilloso que
atestiguaban estos hombres?
Rehusarles la fe, ¿no sería oponerse a las leyes de la razón?
Oh Cristo, tu resurrección es tan cierta como tu muerte; sola la verdad pudo hablar a tus Apóstoles y sola
ella puede explicar el éxito de su predicación.
CONTINUIDAD DE
ESTE TESTIMONIO. — Pero ha
cesado el testimonio de los Apóstoles; otro testimonio no menos imponente, el
de la Iglesia, le ha sucedido, el cual proclama con no menor autoridad, que Jesús
no está entre los muertos. Al atestiguar la Iglesia la resurrección de
Jesucristo, la atestiguan centenas de millones de hombres, que todos los años,
desde hace veinte siglos, vienen celebrando la Pascua. Ante estos millones de
testimonios de fe, ¿se puede dudar ya? ¿Quién no se siente abrumado por el peso
de esta aclamación que no ha cesado un solo año desde que los Apóstoles la
comenzaron? Y en esta aclamación justo es distinguir la voz de tantos millones
de hombres doctos y pensadores que se han ocupado complacidos en estudiar esta
verdad y no la abrazaron sino después de haber sopesado las razones; de tantos
otros millones que se han sometido al yugo de una verdad tan poco halagadora a
las pasiones humanas, sólo porque han visto claramente que no era posible
después de esta vida seguridad alguna sin los deberes que ella impone; en fin, de
tantos millones de otros que han sostenido y defendido a la sociedad humana con
sus virtudes, y que han sido la gloria de nuestra raza, sólo por haber hecho
profesión de fe en Dios, muerto y resucitado para bien del género humano. Así
se eslabona el testimonio de la Iglesia, es decir, la parte más escogida, más
ilustrada, y más sana del género humano, al de los primeros testigos que Jesucristo
se dignó escoger, de modo que de ambos resulta un solo testimonio. Atestiguan los
Apóstoles lo que ellos vieron; nosotros atestiguamos y atestiguaremos hasta la
última generación lo que ellos predicaron. Ellos se aseguraron por sí mismos
del hecho que iban a anunciar, y nosotros estamos seguros de la veracidad de su
palabra. Por haberlo experimentado ellos, creyeron; y, tras la experiencia,
creemos también nosotros. Fueron dichosos de haber visto, ya en este mundo, al
Verbo de la vida, y de haber oído su voz, de haberle tocado con sus manos (I Juan, 1); nosotros vemos y oímos a la Iglesia que ellos
fundaron, pero que apenas salía de la cuna cuando ya desaparecieron ellos del
mundo. La Iglesia es el complemento de Cristo, que la había anunciado a
los Apóstoles como destinada a llenar el mundo, aunque procediese del diminuto
grano de mostaza. Escribe a este propósito San Agustín, en un sermón sobre la
fiesta de Pascua, estas admirables palabras: "Todavía no vemos a Cristo,
pero vemos a su Iglesia; por tanto creamos en Jesucristo. Los Apóstoles, por el
contrario, vieron a Cristo, pero no vieron a la Iglesia sino por la fe. Se les
mostró sólo una de las dos cosas y la otra era objeto de su fe; cosa parecida
sucede con nosotros: creemos en Jesucristo sin verle; pero, estando unidos a la
Iglesia, a quien vemos, llegaremos a verle a él, pues su contemplación
solamente nos ha sido diferida"'. Poseyendo, pues, oh Cristo, con un
testimonio tan magnífico, la certeza de tu resurrección gloriosa, como tenemos
la de tu muerte sobre el árbol de la cruz, confesamos que eres Dios, autor y
supremo Señor de todas las cosas. Tu muerte te había humillado y tu
resurrección te ha ensalzado: tú mismo has sido el autor de tu abatimiento y de
tu elevación. Habías dicho ante tus enemigos: "Nadie me quita la vida; soy
yo el que la dejo; yo tengo poder para dejarla y para tomarla." (San Juan, X, 18.) Sólo un Dios podía hacer realidad esta
palabra; tú la has cumplido en el verdadero sentido, y cuando hacemos un acto
de fe en tu resurrección, confesamos por el mismo hecho tu divinidad. Haz digno
de ti el humilde y feliz homenaje de nuestra fe. La Estación se celebra, en
Roma, en la Iglesia de Santa María ad
Martyres. Es el
antiguo Panteón de Agripa, dedicado en otro tiempo a todos los falsos dioses;
le entregó el emperador Focas al Papa San Bonifacio IV, quien le consagró a la
Virgen y a todos los Mártires. Ignoramos en qué templo se reunían los fieles de
Roma en la antigüedad cristiana. Cuando se asignó esta iglesia, en el siglo
VII, los neófitos, reunidos por segunda vez en esta octava, en un templo consagrado
a María Santísima, tenían que comprender bien que la Iglesia quería fomentar en
sus almas la confianza filial en ella, que se había convertido en su Madre y
que era la encargada de llevar a su Hijo a cuantos él llama por su gracia a ser
sus hermanos.
MISA
El Introito, sacado de los
Salmos, recuerda a los neófitos el paso del mar Rojo y el poder de sus aguas
para la liberación de Israel.
INTROITO
Los sacó el Señor con esperanza,
aleluya: y a sus enemigos los ahogó en el mar. Aleluya, aleluya, aleluya. Salmo: Atiende, pueblo mío, a mi ley: inclina tu oído a las
palabras de mi boca. V. Gloria al Padre.
La Pascua es la reconciliación
del hombre con Dios, pues el Padre no puede rehusar nada a un vencedor como su
Hijo resucitado. La Iglesia pide en la Colecta que permanezcamos siempre dignos
de tan bella alianza, conservando fielmente en nosotros el sello de la
regeneración pascual.
COLECTA
Omnipotente y sempiterno Dios,
que nos has dado el misterio pascual como pacto de la reconciliación humana:
concede a nuestras almas la gracia de imitar con obras lo que celebramos con
fe. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola del Ap. S. Pedro (I Pe. III.
18-22).
Carísimos: Cristo murió una vez
por nuestros pecados, el Justo por los injustos, para ofrecernos a Dios; murió,
ciertamente, según la carne, pero fué vivificado en el Espíritu. En el cual fué
también y predicó a los espíritus que estaban encarcelados: los cuales fueron incrédulos
en otro tiempo cuando los esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé,
mientras se fabricaba el arca en la que se salvaron del agua unos pocos, es
decir, ocho personas. De un modo parecido os ha salvado también ahora a vosotros
el Bautismo, no quitando las manchas del cuerpo, sino purificando la conciencia
delante de Dios, por la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que está a la
diestra de Dios.
EL DILUVIO Y EL
BAUTISMO. — El
Apóstol San Pedro es a quien también escuchamos hoy en la Epístola; y sus
enseñanzas son de suma importancia para nuestros neófitos. El Apóstol les recuerda
en primer lugar la visita que hizo poco ha el alma del Redentor a aquellos que
estaban cautivos en las regiones inferiores de la tierra; entre ellos encontró
a muchos de los que antiguamente fueron víctimas de las aguas del diluvio y que
hallaron su salvación en aquellas olas vengadoras; porque aquellos hombres,
incrédulos al principio a las amenazas de Noé, pero después abatidos por la
inminencia del castigo, se arrepintieron de su falta e imploraron sinceramente el
perdón. De ahí, el Apóstol eleva el pensamiento de los oyentes hacia los
afortunados moradores del arca, que representaban nuestros neófitos, a los que
hemos visto atravesar las aguas, no para perecer en este elemento, sino para
llegar a ser, como los hijos de Noé, padres de una nueva generación de hijos de
Dios. El bautismo no es, pues, añade el Apóstol, un baño vulgar; es la purificación
de las almas, con la condición de que estas almas sean sinceras en el
compromiso solemne contraído en la fuente sagrada, de ser fieles a Cristo, que
las salva, y de renunciar a Satanás y a todo lo que a él se refiere. El Apóstol
termina mostrándonos el misterio de la Resurrección de Jesucristo como la
fuente de la gracia del Bautismo, al que la Iglesia ha unido por esta razón la
administración solemne en la celebración misma de la Pascua.
GRADUAL
Este es el día que hizo el
Señor: gocémonos y alegrémonos en él. T. Bendito el que viene en nombre del Señor:
el Señor es Dios, y nos ha iluminado. Aleluya, aleluya. T. Decid a las gentes:
que el Señor ha reinado desde el madero.
Se canta después la Secuencia de la Misa del día de
pascua, Victímete pascachali.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Mateo (XXVIII,
16-20).
En aquel tiempo los once
discípulos marcharon a Galilea, al monte que les había señalado Jesús. Y, al verle,
le adoraron: pero algunos dudaron. Y, acercándose Jesús, les dijo: Me ha sido
dada toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes:
bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo:
enseñándolas a guardar todo cuanto os he mandado. Y he aquí que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta la consumación del mundo.
JESÚS VIVE EN LA
IGLESIA. — En este pasaje del Evangelio,
San Mateo, el evangelista que más brevemente cuenta la Resurrección del
Salvador, resume en pocas palabras las relaciones de Jesús resucitado con sus
discípulos en Galilea. Fue allí donde apareció visible no solamente a los Apóstoles
sino también a otras muchas personas. El evangelista nos muestra al Salvador
dando a sus Apóstoles la misión de ir a predicar su doctrina por el mundo
entero; y como él no volverá a morir, se compromete a permanecer con ellos hasta
el fin de los siglos, Pero los Apóstoles no vivirán hasta el último día del
mundo; ¿cómo, pues, se cumplirá la promesa? Es que los Apóstoles, como hemos
dicho, se perpetúan en la Iglesia; su testimonio y el de la Iglesia se
entrelazan de modo indisoluble; y Jesucristo vela para que este testimonio
único sea tan fiel como ininterrumpido. Hoy mismo tenemos a la vista un
monumento de su valor incontrastable. Pedro y Pablo predicaron en Roma la
Resurrección de su Maestro y pusieron allí los fundamentos del cristianismo;
cinco siglos más tarde, la Iglesia, que no había dejado de ampliar sus
conquistas, recibía como en parias de manos de un emperador el templo vacío y
despojado de todas las falsas deidades y el sucesor de Pedro le dedicaba a
María, la Madre de Dios, y a toda la legión de testigos de la Resurrección que
se llaman los Mártires. La rotonda de este vasto templo reúne hoy "a la
asamblea de los fieles. En este edificio, que vió extinguirse el fuego de los
sacrificios paganos por falta de combustible, y que después de tres siglos de
abandono, como para expiar su pasado impío, purificado ahora por la Iglesia,
recibe dentro de sus muros al pueblo cristiano, los neófitos no pueden menos de
exclamar: "Verdaderamente resucitó Cristo, pues, después de haber muerto
en una cruz, triunfa de esta manera de los Césares y de los dioses del Olimpo."
El Ofertorio está formado por
textos del Éxodo, en los cuales el Señor da a su pueblo el mandato de celebrar
cada año el día aniversario de su Tránsito. Si prescribió tal mandato para un acontecimiento
que no tenía más que un significado terreno y figurativo, con qué fidelidad y con
qué alegría deberán celebrar los cristianos el aniversario de este otro
Tránsito del Señor, cuyas consecuencias se extienden hasta la eternidad y cuya
realidad eclipsó todas las figuras.
OFERTORIO
Este día será memorable para
vosotros, aleluya: y lo celebraréis en vuestras generaciones como una fiesta solemne
dedicada al Señor: será una institución perpetua. Aleluya, aleluya, aleluya.
La Santa Iglesia ofrece a Dios
en la Secreta el Sacrificio que está preparado en favor de sus nuevos hijos;
pide que les sirva para remisión de sus pecados. Pero ¿tienen todavía pecados?
Es cierto que han sido lavados en la fuente de la salud; mas la ciencia divina
preveía esta ofrenda de hoy, y en consideración a ella les ha sido otorgada la
misericordia, aun antes que se cumpliese la condición en el tiempo.
SECRETA
Suplicámoste, Señor, aceptes
aplacado estas hostias, que te ofrecemos en expiación de los pecados de los renacidos
y para acelerar el celestial socorro. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
La Antífona de la Comunión
proclama triunfalmente el mandato del Señor a sus Apóstoles y a su Iglesia de
enseñar a todas las naciones y de bautizar a todos los pueblos; he aquí el
título de su misión; pero la aplicación que los apóstoles hicieron y que la
Iglesia continúa haciendo, después de dieciocho siglos, muestra lo suficiente que
aquel que habló de esta manera vive y ya no morirá.
COMUNION
Me ha sido dada toda potestad en
el cielo y en la tierra, aleluya: Id y enseñad a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Aleluya, aleluya.
La Iglesia, después de haber
alimentado a sus hijos con el pan de la eternidad, continúa en la Poscomunión
pidiendo para ellos la remisión de las faltas que el hombre comete en el
tiempo, y que le perderían para siempre, si los méritos de la muerte y de la
Resurrección del Señor no estuviesen presentes de continuo a los ojos de la divina
justicia.
POSCOMUNION
Suplicámoste, Señor, mires a tu
pueblo: y, al que te has dignado renovar con misterios eternos, absuélvele benigno
de las culpas temporales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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