Carta Pastoral
Nº 27
LAS PERSECUCIONES
“Coeferunt autem illum
acusare, dicentes:
Hunc invenimus subvertentem
gentem nostram…
et dicentem se Christum
regem esse…“ (Lc. XXIII, 2)
(“Y comenzaron a acusarlo diciendo: he aquí un hombre que hemos encontrado que
pervertía nuestra nación… y se decía ser rey y Cristo”). Lc. XXIII.
“Commovet populum docens
per universam Judeam”
(“subleva al pueblo por la doctrina que difunde
en toda Judea”). Lc.
XXIII,
En el momento en que nuestros compañeros belgas,
permaneciendo en las regiones ocupadas por los Muletistas, sufren persecución,
haciéndonos evocar el doloroso recuerdo de nuestros queridos sacerdotes
masacrados en Kongolo, mientas que nuestros compañeros de Polonia sufren sin
cesar una persecución que podría decirse científicamente organizada, y cuando
en numerosos países los misioneros son objeto de vejaciones y amenazas de
expulsión, es bueno reavivar en nosotros la fe en nuestra vocación, la
convicción de que por nuestra profesión y con más razón por nuestro sacerdocio,
debemos ser en todo semejantes a Nuestro Señor: “Pues a los que él tiene previstos,
también los predestinó para que se hiciesen conformes a la imagen de su Hijo,
por manera que sea el mismo Hijo el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos,
VIII, 29).
Hemos sido elegidos de una manera totalmente
particular para ser sus discípulos y apóstoles, ¿cómo extrañarnos que nos pida
que llevemos la cruz que llevó, y que bebamos el cáliz que bebió? Es evidente a
los ojos de la fe que los sufrimientos que soportan y soportarán nuestros
sacerdotes, los ubican en una misma línea recta de conformidad y semejanza con
Nuestro Señor. A nuestros compañeros se
los acusa de sublevar la población contra los jefes o los gobernan-tes. Nuestro
Señor ha sido también acusado de eso: “hunc invenimus subvertentem gentem
nostram” (San Lucas, XXIII, 2). A nuestros sacerdotes se los acusa de ser
agentes del extranjero. Nuestro Señor ha sido acusado de pertenecer a otro
reino, al servicio de una causa extranjera… “hunc invenimus dicentem
se Christum regem esse” (San Lucas, XXIII, 2). “Non habemus regem, nisi Cæsarem” (San Juan, XIX, 15). Así será de todo cristiano,
su bautismo lo hace ciudadano del reino de Dios, ciudadano de la Iglesia
Romana, y es a causa de esta pertenencia que millones de cristianos han sido
martirizados. Muchos habrían salvado la vida si hubieran aceptado renegar de
esa filiación, de esa pertenencia. Pero les fue más querida que la pertenencia
a la ciudad terrenal, aunque estén entre los mejores hijos de la tierra. ¡Se
puede dudar del amor de Nuestro Señor por su patria terrenal, personificada en
la Jerusalén que quiso tanto! Y sin embargo fue condenado como revolucionario y
extranjero. Se toleraría a los católicos y a los misioneros
católicos si aceptasen no pertenecer más a otro reino… Que los católicos formen
iglesias cismáticas… iglesias únicamente sometidas a los gobiernos locales, las
que serán toleradas y hasta subvencionadas, que ayudarán a los estados en sus
fines políticos.
Nuestra condición de sacerdote católico, de
cristiano católico y romano es tal, que nos pone, en todos los países no
católicos y hasta a veces en los países con mayoría católica, en situación de
extranjeros; si es verdad que queremos ser semejantes a Nuestro Señor, nuestro
reino no debe ser de este mundo. Nuestro Señor ha designado a Pedro como su
vicario aquí abajo; por nuestro bautismo somos hijos de Cristo y de su vicario,
Obispo de Roma, nuevo motivo para ser condenados como extranjeros. Esa marca
esencial del cristiano semejante en todo a Nuestro Señor no debe ser para
nosotros una carga; al contrario, para nosotros será una prenda de nuestra
ciudadanía del cielo, de esa verdadera y única patria cuyo nombre ciertamente
vale la pena llevar, la patria permanente y definitiva. Pero no debe tampoco
autorizarse una actitud de independencia exagerada e injustificada hacia los
poderes legítimos, cualesquiera que sean.
Para completar estos pensamientos que tienen por
fin fortalecer nuestra mente ante las pruebas y las persecuciones, debemos
precisar que, si aparentemente las pruebas infringidas a todos los extranjeros de un país
son las mismas, y que no se puede hablar de testimonio particular de parte de
los misioneros, no se puede negar que el misionero perseguido lo es de hecho
porque está presente en el país, y que el único motivo de su presencia es su fe
en Nuestro Señor y en su Iglesia. Es imposible separar al misionero de sus
convicciones y de los motivos de su misión. Se puede decir, en verdad, que no
sería perseguido si no tuviera esa fe que lo llevó a esos lugares lejanos, y
por esa misma razón, no se hubiera encontrado en el país donde se lo persigue,
lo que no es el caso de los demás extranjeros. Si se tratara de tomar
represalias legítimas por parte de los gobiernos por actos injustos cometidos
contra ellos, no se podría hablar más de testimonio de la fe, la que no puede
nunca hacer realizar actos de injusticia. Fuera de estos casos, es evidente que
el misionero perseguido, ultrajado, muerto injustamente y únicamente por causa
de su carácter de extranjero, lo ha sido a causa de su fe, que es el motivo profundo
y permanente de ese carácter.
Las acusaciones que públicamente han sido hechas
contra Nuestro Señor eran bien políticas: “pervierte al pueblo por su
predicación, siembra la revolución y se convierte en enemigo del César, puesto
que se dice rey; entonces, tiene otra pertenencia política”. Debe, pues,
desaparecer. En conclusión, me parece muy legítimo y conforme a la tradición de
la Iglesia, aplicarles a todos nuestros compañeros que sufren o sufrirán
persecución en su país de misión, de una manera injusta, aún por el solo hecho
de su origen extranjero, el título de mártir, en testimonio de su fe en Nuestro
Señor en la Iglesia Católica. Y esto se
aplica con más razón a nuestros compañeros originarios de África o de otras
regiones, que son también perseguidos por ser miembros de un cuerpo que aparece
como extranjero a una nación por estar primeramente sometido a una autoridad
espiritual representada por un extranjero para esa nación, el sucesor de Pedro,
vicario de Nuestro Señor Jesucristo.
Tal es nuestra noble y hermosa condición de
cristianos y de católicos, nuestra condición de discípulos y sacerdotes de
Nuestro Señor. La sangre del misionero no puede derramarse más que como
testimonio de su fe y de su pertenencia a Jesucristo, si quien se la hace derramar
no ha sido provocado injustamente.
Mons.
Marcel Lefebvre
(“Avisos
del mes”, septiembre-octubre de 1964)
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