SERMÓN
SOBRE EL RESPETO HUMANO
(Primera Parte)
Nada más glorioso y honorífico para un
cristiano, que el llevar el nombre sublime de hijo de Dios, de hermano de
Jesucristo. Pero, al propio tiempo, nada más infame que avergonzarse de
ostentarlo cada vez que se presenta ocasión para ello. No, no nos maraville el
ver a hombres hipócritas, que fingen en cuanto pueden un exterior de piedad
para captarse la estimación y las alabanzas de los demás, mientras que su pobre
corazón se halla devorado por los más infames pecados. Quisieran, estos ciegos,
gozar de los honores inseparables de la virtud, sin tomarse la molestia de practicarla.
Pero maravíllenos aún menos al ver a
otros, buenos cristianos, ocultar, en cuanto pueden, sus buenas obras a los
ojos del mundo, temerosos de que la vanagloria se insinúe en su corazón y de
que los vanos aplausos de los hombres les hagan perder el mérito y la
recompensa de ellas. Pero ¿dónde encontrar cobardía más criminal y abominación
más detestable que la de nosotras, que, profesando creer en Jesucristo, estando
obligados por los más sagrados juramentos a seguir sus huellas, a defender sus
intereses y su gloria, aun a expensas de nuestra misma vida, somos tan viles,
que, a la primera ocasión, violamos las promesas que le hemos hecho en las sagradas
fuentes bautismales? ¡Ah, desdichados! ¿Qué hacemos? ¿Quién es Aquel de quien
renegamos? Abandonamos a nuestro Dios, a nuestro Salvador, para quedar esclavos
del demonio, que nos engaña y no busca otra cosa que nuestra ruina v nuestra
eterna infelicidad. ¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al
infierno! Para mejor haceros ver su bajeza, os mostraré:
1. Cuánto ofende a Dios el respeto
humano, es decir, la vergüenza de hacer el bien
2. Cuán débil y mezquino de espíritu
manifiesta ser el que lo comete.
I.-No nos ocupemos de aquella primera clase
de impíos que emplean su tiempo, su ciencia y su miserable vida en destruir, si
pudieran, nuestra santa religión. Estos desgraciados parecen no vivir sino para
hacer nulos los sufrimientos, los méritos de la muerte ni pasión de Jesucristo.
Han empleado, unos su fuerza, otros su ciencia, para quebrantar la piedra sobre
la cual Jesucristo edificó su Iglesia. Pero ellos son los que, insensatos, van
a estrellarse contra esta piedra de la Iglesia, que es nuestra santa religión,
la cual subsistirá a despecho de todos sus esfuerzos. En efecto, ¿en qué vino a
parar toda la Furia de los perseguidores de la Iglesia, de los Nerones, de los
Maximianos, de los Dioclecianos, de tantos otros que creyeron hacerla
desaparecer de la tierra can la fuerza de sus armas? Sucedió todo lo contrario:
la sangre de tantos mártires, como dice Tertuliano, sólo sirvió para hacer
florecer más que nunca la religión: aquella sangre parecía una simiente de
cristianos, que producía el ciento por uno. ¡Desgraciados! ¿Qué os ha hecho
esta hermosa y santa religión, para que así la persigáis, cuando sólo ella
puede hacer al hombre dichoso aquí en la tierra? ¡Ay! ¡Cómo lloran y gimen
ahora en los infiernos, donde conocen claramente que esta religión, contra la
cual se desenfrenaron, los hubiera llevado al Paraíso!!Pero vanos e inútiles
lamentos! Mirad igualmente a esos otros impíos que hicieron cuanto estuvo en su
mano por destruir nuestra santa religión con sus escritos, un Voltaire, un Juan-Jacobo
Rousseau, un Diderot, un D´Alembert, un Volney y tantos otros, que se pasaron
la vida no más que en vomitar con sus escritos cuanto podía inspirarles el
demonio. ¡Ay! mucho mal hicieron, es verdad; muchas almas perdieron,
arrastrándolas consigo al infierno; pero no pudieron destruir la religión como
pensaban. Lejos de quebrantar la piedra sobre la cual Jesucristo ha edificado
su Iglesia, que ha de durar hasta el fin del mundo, se estrellaron contra ella.
¿Dónde están ahora estos desdichados impíos? ¡Ay! en el infierno, donde lloran
su desgracia y la de todos aquellos que consigo arrastraron. Nada digamos,
tampoco, de otra clase de impíos que, sin manifestarse abiertamente enemigos de
la religión de la cual conservan todavía algunas prácticas externas, se
permiten, no obstante, ciertas chanzas, por ejemplo, sobre la virtud o la
piedad de aquellos a quienes no se sienten con ánimos de imitar. Dime, amigo,
¿qué te ha hecho esa religión que heredaste de tus antepasados, que ellos tan fielmente
practicaron delante de tus ojos, de la cual tantas veces te dijeron que sólo
ella puede hacer la felicidad del hombre en la tierra, y que abandonándola, no
podíamos menos de ser infelices? ¿Y a dónde piensas que te conducirán, amigo,
tus ribetes de impiedad? ¡Ay, pobre amigo! al infierno, para llorar en él tu
ceguera. Tampoco diremos nada de esos cristianos que no son tales más que de nombre;
que practican su deber de cristianos de un modo tan miserable, que hay para
morirse de compasión. Los veréis que hacen sus oraciones con fastidio,
disipados, sin respeto. Los veréis en la Iglesia sin devoción; la santa Misa
comienza siempre para ellos demasiado pronto y acaba demasiado tarde; no ha
bajado aún el sacerdote del altar, y ellos están ya en la calle. De frecuencia
de Sacramentos, no hablemos; si alguna vez se acercan a recibirlos, su aire de
indiferencia va pregonando que absolutamente no saben lo que hacen. Todo lo que
atañe al servicio de Dios lo practican con un tedio espantoso. ¡Buen Dios¡ ¡qué
de almas perdidas por una eternidad! ¡Dios mío!; cuán pequeño ha de ser el
número de los que entran en el reino de los cielos, cuando tan pocos hacen lo
que deben por merecerlo! Pero ¿dónde están - me diréis - los que se hacen
culpables de respeto humano? Atendedme un instante, y vais a saberlo. Por de
pronto os diré con San Bernardo que por cualquier lado que se mire el respeto
humano, que es la vergüenza de cumplir los deberes de la religión por causa del
mundo, todo muestra en él menosprecio de Dios y de sus gracias y ceguera del
alma. Digo, en primer lugar, que la vergüenza de practicar el bien, por miedo
al desprecio y a las mofas de algunos desdichados impíos o de algunos
ignorantes, es un asombroso menosprecio que hacemos de la presencia de Dios,
ante el cual estamos siempre y que en el mismo instante podría lanzarnos al
infierno. ¿Y por qué motivo, esos malos cristianos se mofan de vosotros y
ridiculizan vuestra devoción? Yo os diré la verdadera causa: es que, no
teniendo virtud para hacer lo que hacéis vosotros, guardan inquina, porque con
vuestra conducta despertáis los remordimientos de su conciencia; pero estad
bien seguros de que su corazón, lejos de despreciaros, os profesan grande
estima. Sí tienen necesidad de un buen consejo; de alcanzar de Dios alguna
gracia, no creáis que acudan a los que se portan como ellos, sino a aquellos
mismos de los cuales se burlaron, por lo menos de palabra. ¿Te avergüenzas,
amigo, de servir a Dios, por temor de verte despreciado? Mira a Aquel que murió
en esta cruz: pregúntale si se avergonzó Él de verse despreciado y de morir de
la manera más humillante en aquel infame patíbulo. ¡Ah, qué ingratos somos con
Dios, que parece hallar su gloria en hacer publicar de siglo en siglo que nos
ha escogido por hijos suyos! ¡Oh Dios mío! ¡Qué ciego y despreciable es el
hombre que teme un miserable qué dirán, y no teme ofender a un Dios tan bueno!
Digo, además, que el respeto humano nos hace despreciar todas las gracias que
el Señor nos mereció con su muerte y pasión. Sí, por el respeto humano
inutilizamos todas las gracias que Dios nos había destinado para salvarnos.
¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno!
En segundo lugar, digo que el respeto
humano encierra la ceguera más deplorable. ¡Ay! no paramos atención en lo que
perdemos. ¡Qué desgracia para nosotros! Perdemos a Dios, al cual ninguna cosa
podrá jamás reemplazar. Perdernos el cielo, con todos sus bienes y delicias.
Pero hay aún otra desgracia, y es que tomarnos al demonio por padre y al
infierno con todos sus tormentos por nuestra herencia y recompensa. Trocamos nuestras
dulzuras y goces eternos en penas y lágrimas. ¡Ay! amigo, ¿en qué piensas?
¿Cómo tendrás que arrepentirte por toda la eternidad! ¡Oh, Dios mío! ¿Podemos
pensar en ello y vivir todavía esclavos del mundo? Es verdad - me diréis - que
quien por temor al mundo no cumple sus deberes de religión es bien desgraciado,
puesto que nos dice el Señor que a quien se avergonzare de servirle delante de
los hombres no querrá Él reconocerle delante de su Padre el día del juicio
(Math. 10, 33.). ¡Dios mío! temer al mundo; ¿porqué? sabiendo como sabemos que
absolutamente es fuerza, ser despreciado del mundo para agradar a Dios. Si temías
al mundo, no debías haberte hecho cristiano. Sabías bien que en las sagradas
fuentes del bautismo hacías juramento en presencia del mismo Jesucristo; que
renunciabas al mundo y al demonio; que te obligabas a seguir a Jesucristo
llevando su cruz, cubierto de oprobios y desprecios. ¿Temes al mundo? Pues
bien, renuncia a tu bautismo, y entrégate a ese mundo, al cual tanto temes
desagradar. Pero ¿cuándo es - me diréis - que obramos nosotros por respeto
humano? Escucha bien, amigo mío. Es un día en que, estando en la feria, o en
una posada donde se come carne en día prohibido, se te invita a comerla también;
y tú, contentándote con bajar los ojos y ruborizarte, en vez de decir que eres
cristiano y que tu religión te lo prohíbe, la comes como los demás, diciendo:
Si no hago como ellos, se burlarán de mí ¿Se burlarán de ti, amigo? ¡Ah! tienes
razón; ¡es una verdadera lástima! - ¡Oh! es que haría aun mucho mas mal, siendo
causa de todos los disparates que dirían contra la religión, que el que hago
comiendo carne -. Conque ¿harías aún más mal? ¿Te parece bien que los mártires,
por temor de las blasfemias y juramentos de sus perseguidores, hubiesen
renunciado todos a su religión? Si otros obran mal, tanto peor para ellos. ¡Ah!
di más bien: ¿no hay bastante con que otros desgraciados crucifiquen a Jesús
con su mala conducta, para que también tú te juntes a ellos, para dar más que
sufrir a Jesucristo? ¿Temes que se
mofen de ti? ¡Ah, desdichado! mira a Jesucristo en la cruz,
y verás cuánto por ti ha hecho. Con que ¿no sabes tú cuándo niegas a
Jesucristo? Es un día en que, estando en compañía de dos o tres personas,
parece que se te han caído las manos, o qué no sabes hacer la señal de la cruz,
y miras si tienen los ojos fijos en ti, y te contentas con decir tu bendición y
acción de gracias en la mesa mentalmente, o te retiras a un rincón para
decirlas. Es cuando, al pasar delante de una cruz, te haces el distraído, o
dices que no fue por nosotros que Dios murió en ella. ¿No sabes tú cuándo
tienes respeto humano? Es un día en que, hallándote en una tertulia donde se
dicen obscenidades contra la santa virtud de la pureza o contra la religión, no
tienes valor para reprender a los que así hablan, antes al contrario, por temor
a sus burlas, te sonríes. Es que no hay, dices otro remedio, si no quiero ser
objeto de continua mofa. ¿Temes que se mofen de ti? Por este mismo temor negó
San Pedro al Divino Maestro; pero el temor no le libró de cometer con ello un
gran pecado, que lloró luego toda su vida. ¿No sabes tú cuando tienes respeto
humano? Es un día en que el Señor te inspira el pensamiento de ir a confesarte,
y sientes que tienes necesidad de ello, pero piensas que se chancearán de ti y
te tratarán de devoto. Es cuando te viene el pensamiento de ir a oír la santa
Misa entre semana, y nada te impide ir; pero te dices a ti mismo que se
burlarían de ti y que dirían: Esto es bueno para el que nada tiene que hacer,
para los que viven de su renta. ¡Cuántas veces este maldito respeto humano te
ha impedido asistir al catecismo y a la oración de la tarde! ¡Cuántas veces,
estando en tu casa, ocupado en algunas oraciones o lecturas de piedad, te has
escondido por disimulo, al ver que alguien llegaba! ¡Cuántas veces el respeto
humano te ha hecho quebrantar la ley del ayuno o de la abstinencia, por no
atreverte a decir que ayunabas o comías de vigilia! ¡Cuántas veces no te has
atrevido a decir el Ángelus delante de la gente, o te has contentado con
decirlo para ti, o has salido del local donde estabas con otros para decirlo
fuera! ¡Cuántas veces has omitido las oraciones de la mañana o de la noche por hallarte
con otros que no las hacían; y todo esto por el temor de que se burlasen de ti!
Anda, pobre esclavo del mundo, aguarda el infierno donde serás precipitado; no
te faltará allí tiempo para echar en falta el bien que el mundo te ha impedido
practicar. ¡Oh, buen Dios! ¡Qué triste vida lleva el que quiere agradar al
mundo y a Dios! No amigo, te engañas. Fuera de que vivirás siempre infeliz, no
has de conseguir nunca complacer a Dios v al mundo; es cosa tan imposible como poner
fin a la eternidad. Oye un consejo que voy a darte, y serás menos desgraciado:
entrégate enteramente o a Dios o al mundo; no busques ni sigas más que a un
amo; pero una vez escogido, no le dejes ya. ¿Acaso no recuerdas lo que te dice
Jesucristo en el Evangelio: No puedes servir a Dios y al mundo, es decir, no
puedes seguir al mundo con sus placeres y a Jesucristo con su cruz? No es que te
falten trazas para ser, ora de Dios, ora del mundo. Digámoslo con más claridad:
es lástima que tu conciencia, qué tu corazón no te consientan frecuentar por la
mañana la sagrada misa y el baile por la tarde; pasar una parte del día en la
iglesia y otra parte en la taberna o en el, juego; hablar un rato del buen Dios
v otro rato de obscenidades o de calumnias contra tu prójimo; hacer hoy un
favor a tu vecino y mañana un agravio; en una palabra; ser bueno y portarte
bien y hablar de Dios en compañía de los buenos, y obrar el mal en compañía de los
malvados. ¡Ay! que la compañía de los perversos nos lleva a obrar el mal. ¡Qué
de pecados no evitaríamos si tuviésemos la dicha de apartarnos de la gente sin
religión! Refiere San Agustín que muchas veces, hallándose entre personas
perversas, sentía vergüenza de no igualarlas en maldad, y para no ser tenido en
menos, se gloriaba aun del mal que no había cometido. ¡Pobre ciego! ¡Cuán digno
eres de lástima! ¡Qué triste vida! ... ¡Ah, maldito respeto humano! ¡Qué de
almas arrastras al infierno y de cuántos crímenes eres tú la causa! ¡Cuán
culpable es el desprecio de las gracias que Dios nos quiere conceder para
salvarnos! ¡Cuántos y cuántos han comenzado el camino de su reprobación por el
respeto humano, porque, a medida que iban despreciando las gracias que les
concedía Dios, la fe se iba amortiguando en su alma; Y poco a poco iban
sintiendo, menos la gravedad del pecado, la pérdida del cielo, las ofensas que
pecando hacían a Dios. Así acabaron por caer en una completa parálisis, es
decir, por no darse ya cuenta del infeliz estado de su alma; se durmieron en el
pecado y la mayor parte murieron en él. En el sagrado Evangelio leemos que
Jesucristo en sus misiones colmaba de toda suerte de gracias los lugares por
donde pasaba. Ahora era un ciego, a quien devolvía la vista; luego un sordo, a
quien el oído; aquí un leproso, a quien curaba de su lepra; más allá un
difunto, a quien restituía la vida. Con todo, vemos que eran muy pocos los que
publicaban los beneficios que acababan de recibir. ¿Y por qué esto? es que
temían a los judíos; porque no se podía ser amigo de los judíos y de Jesús. Y
así, cuando se hallaban al lado de Jesús, le reconocían; pero cuando se hallaban
con los judíos, parecían aprobarlos con su silencio. He aquí precisamente lo
que nosotros hacemos: cuando nos hallamos solos, al reflexionar sobre todos los
beneficios que hemos recibido del Señor, no podemos menos de testificarle
nuestro reconocimiento por haber nacido cristianos, por haber sido confirmados;
mas cuando estamos con los libertinos, parecemos compartir sus sentimientos,
aplaudiendo con nuestras sonrisas o nuestro silencio sus impiedades: ¡Oh, qué
indigna preferencia, exclama San Máximo!
¡Ah, maldito respeto humano, qué de almas
arrastras al infierno! ¡Qué tormento no pasará una persona que así quiere vivir
y agradar a dos contrarios! Tenemos de ello un elocuente ejemplo en el
Evangelio. Leemos allí que el rey Herodes se había enredado en un ardor
criminal con Herodíades. Tenía esta infame cortesana una hija que danzó delante
de él con tanta gracia que le prometió el rey cuanto le pidiera, aunque fuera
la mitad de su reino. Guardo se bien la desdichada de pedírsela, porque no era
bastante; fuese a encontrar a su madre para tomar consejo sobre lo que debía
pedir al rey, y la madre, más infame que su hija, presentándole una bandeja, la
dijo: «Ve, y pide que te mande poner en este plato la cabeza de Juan Bautista,
para traérmela. Era esto en venganza de haberle echado en cara el Bautista su
mala vida. Quedose el rey sobrecogido de espanto ante esta demanda; pues, por
una parte, él apreciaba a San Juan Bautista, y le pesaba la muerte de un hombre
tan digno de vivir, ¿Qué iba a hacer? ¿Qué partido iba a tomar? ¡Ah! maldito
respeto humano ¿a qué te decidirás? Herodes no quisiera decretar la muerte del
Bautista; pero, por otra parte, teme que se burlen de él, porque, siendo rey,
no mantiene su palabra. Ve, dice por fin el desdichado a uno de los verdugos,
ve y corta la cabeza de Juan Bautista prefiero dejar que grite mi conciencia a
que se burlen de mí. Pero ¡qué horror! al aparecer la cabeza en la sala, los
ojos y la boca, aunque cerrados, parecían reprocharle su crimen y amenazándole
con los más terribles castigos. Ante su vista, Herodes palidece y se estremece.
¡Ay! que el que se deja guiar por el respeto humano es bien digno de lástima. Es
verdad que el respeto humano no nos impide hacer algunas buenas obras. Pero
¡cuántas veces, en las mismas buenas obras, nos hace perder el mérito! ¡Cuántas
buenas obras, que no haríamos si no esperáramos ser por ellas alabados y
estimados del mundo! ¡Cuántos no vienen a la iglesia más que por respeto
humano, pensando que, desde el momento en que una persona no practica ya la
religión, por lo menos exteriormente, no se tiene confianza en ella, pues, como
suele decirse: ¡donde no hay religión, no hay tampoco conciencia! ¡Cuántas
madres que parecen tener mucho cuidado de sus hijos, lo hacen solo por ser
estimadas a los ojos del mundo! ¿Cuantos, que se reconcilian con sus enemigos
sólo por no perder la estima de la gente? ¡Cuántos, que no serían tan
correctos, si no supiesen que en ello les va la alabanza mundana! ¡Cuántos, que
son más reservados en su hablar y más modestos en la iglesia a causa del mundo!
¡Oh! Maldito respeto humano, qué de buenas obras echas a perder, que a tantos cristianos
conducirían al cielo, y no hacen sino empujarlos al infierno! Pero - me diréis
- es que es muy difícil evitar que el mundo se entrometa en todo lo que uno
hace. ¿Y qué? No hemos de esperar nuestra recompensa del mundo, sino de sólo
Dios. Si se me alaba, sé bien que no lo merezco, porque soy pecador; si se me
desprecia, nada hay en ello de extraordinario, tratándose de un pecador como
yo, que tantas veces ha despreciado con sus pecados al Señor; muchos más
merecería. Por otra parte, ¿no nos ha dicho Jesucristo: Bienaventurados los que
serán despreciados y perseguidos? Y ¿quiénes son los que os desprecian? Algunos
infelices pecadores, que, no teniendo el valor de hacer lo que vosotros hacéis
para disimular su vergüenza quisieran que obréis como ellos; algún pobre ciego
que, bien lejos de despreciaros, debiera pasarse la vida llorando su
infelicidad. Sus burlas nos muestran cuán dignos son de lástima y de compasión.
Son como una persona que ha perdido el juicio, que corre por las selvas, se
arrastra por tierra o se arroja a los precipicios, gritando a los demás que
hagan lo mismo; grite cuanto quiera, la dejáis hacer, y os compadecéis de ella,
porque no conoce su desgracia. De la misma manera, dejemos a esos pobres
desdichados que griten y se mofen de los buenos cristianos; dejemos a esos
insensatos en su demencia; dejemos a esos ciegos en sus tinieblas; escuchemos
los gritos aullidos de los réprobos, pero nada temamos, sigamos nuestro camino;
el mal se lo hacen a sí mismos y no a nosotros; compadezcámoslos, y no nos separemos
de nuestra línea de conducta. ¿Sabéis por qué se burlan de vosotros? Porque ven
que les tenéis miedo y que por la menor cosa os sonrojáis. No es de vuestra
piedad de lo que ellos hacen burla, sino de vuestra inconstancia, y de vuestra
flojedad en seguir a vuestro capitán. Tomad ejemplo de los mundanos; mirad con
qué audacia siguen ellos al suyo. ¿No les veis cómo hacen gala de ser libertinos,
bebedores, astutos, vengativos? Mirad a un impúdico; ¿Se avergüenza acaso de
vomitar sus obscenidades delante de la gente? ¿Y por qué esto? Porque los
mundanos se ven constreñidos a seguir a su amo, que es el mundo; no piensan ni
se ocupan más que en agradarle; por más sufrimientos que les cueste, nada es
capaz de detenerlos. Ved aquí, lo que haríais también vosotros, si quisierais
en este punto imitarlos. No temeríais al mundo ni al demonio; no buscaríais ni
querríais más que lo que pueda agradar a vuestro Señor, que es el mismo Dios.
Convertid conmigo en que los mundanos son mucho más constantes en todos los sacrificios
que hacen para agradar a su atrio, que es el mundo, que nosotros en hacer lo
que debemos para agradar a nuestro Señor, que es Dios.
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