LOS MARTIRES
MEXICANOS
Introducción
Desde los Apóstoles a la fecha, la Iglesia Católica, juntamente con el dolor
que le causa la pérdida de sus buenos hijos, de sus mejores hijos, en medio de
tormentos a veces espantosos sobre toda ponderación, se regocija intensamente
tanto por la gloria y felicidad que para ellos significa su martirio, como por
el testimonio irrecusable que dan con él de la verdad de su fe divina.
Díjose alguna vez, y yo recuerdo bien haberlo leído en letras de molde, que
la época de los mártires ya había pasado, con la tolerancia religiosa que trajeron
a este mundo las ideas de la Revolución Francesa. ¡Qué sarcasmo! Nunca, en los
veinte siglos de su historia, la Iglesia Católica ha dejado de tener este
testimonio augusto de su verdad. La misma Revolución Francesa, como bien lo
sabemos, hizo innumerables mártires católicos, que no murieron por otra cosa,
que por su catolicismo. ¿Qué otro motivo de conspiración o rebeldía pudieron
alegar en contra de aquellas santas Carmelitas de Compiegne, guillotinadas por
los feroces revolucionarios, si no era el de su fe católica; y de tantos
sacerdotes "septembrizados", por los conspiradores contra el orden
cristiano de las sociedades? Si se hubieran unido a los errores en la fe de los
Sieyes y Gregoire, aquellos miembros del clero francés, a pesar de formar parte
como ésos, en las filas del sacerdocio católico, no lo hubieran pasado mal.
Pero fue el odio a la fe de Jesucristo, in odium fidei, lo que llevó a tantos
católicos de Francia a la guillotina.
Hoy, en pleno siglo veinte, la lista de los mártires católicos que
mueren por su fe ha aumentado considerablemente. Un nuevo martirologio se está escribiendo,
con la sangre pura y generosa de los hijos de la Iglesia, víctimas de la misma
conspiración, que se disfrazó en la Revolución francesa de
"liberalismo" y hoy se disfraza de "comunismo". No hay un
solo pueblo en donde haya sentado sus reales el comunismo, que no haya sido
ensangrentado por los martirios de católicos, que no pueden estar de acuerdo
con los intentos, aun disfrazados de redención a los trabajadores, de esta ya
secular conspiración contra Jesucristo, su Iglesia y su doctrina salvadora.
Antes de recoger en estas páginas, como pienso hacerlo con el favor de Dios, los elogios de los mártires de esta primera
mitad del siglo veinte, quisiera, ante todo, poner bien en claro cómo el
martirio de los hijos de la Iglesia Católica, y no otro ninguno, es un
testimonio apologético de la verdad de la doctrina y divinidad de la Iglesia.
Porque hay no pocos escritores y doctores, aun católicos, que niegan ese
valor apologético al martirio católico, fundándose en argumentos especiosos que
son preciso destruir."Si el martirio de los católicos es una prueba de la
verdad de su fe, dicen, entonces tenemos que admitir, que el martirio de los
paganos, de los herejes y de los judíos, que han tenido también sus mártires,
como consta de la historia, prueba la verdad de todas esas religiones y de su
fe. Pero como esas religiones profesan doctrinas de fe contrarias entre sí,
tendríamos que admitir el que dos cosas contrarias en sí, son verdaderas al
mismo tiempo; lo cual es un absurdo. Por consiguiente, el martirio no prueba
nada, si no es a lo más el valor individual de cada mártir para confesar su
propia fe, aun en medio de los tormentos y la muerte".Para resolver esta
objeción aparentemente formidable, tenemos que hacer varias distinciones, que
precisen el concepto de martirio.
La Iglesia Católica reconoce que hay dos clases de martirio verdadero: el
martirio teológico y el martirio filosófico, o sea, como dice Benedicto XIV el
martirio coram Deo (delante de Dios) y el martirio coram Ecclesia (o delante de
la Iglesia). El martirio teológico o coram Deo, es el que tiene el mérito
salvífico ante Dios, o sea que, como bautismo de sangre, Dios premia con la
salvación del mártir. El martirio filosófico o coram Ecclesia, es el que teniendo
el mérito del anterior, tiene además el valor apologético de la demostración de
la verdad de la fe, por que muere el mártir. Hay casos en que un armenio cismático ha sido martirizado por los mahometanos
por no querer renegar de la divinidad de Jesucristo. Este hombre fue, pues,
martirizado, no por su fe en conjunto, sino por una verdad que la herejía o el
cisma ha conservado de la doctrina y fe católica. Y si tuvo esa gracia del
martirio, que le dio sin duda la salvación de su alma, fue porque Dios mismo le
dio grandes auxilios de fortaleza de ánimo, que no le hubiera dado, sin que en
el resto de su herejía estuviera de buena fe, es decir si fuera culpable
realmente de ser hereje o cismático. Pero él creía con sencillo corazón, que
estaba en la verdad. Es éste un martirio teológico. La Iglesia, sin embargo, no
puede beatificar a este armenio, porque sería tanto como subir al honor de los
altares a una doctrina falsa, en él representada.
En 1885 y 1886 en Uganda, del centro del África, fueron martirizados unos
pobres negros protestantes, juntamente con otros católicos, por el reyezuelo Mwanga,
que odiaba al Cristianismo, sin distinguir, como sus víctimas protestantes,
cuál era el verdadero e íntegro cristianismo. Fue, pues, movido VIH el
tiranuelo a martirizar, in odium fidei,
en odio de la fe. Los negritos protestantes estaban en la herejía de buena fe,
y naturalmente, con ese bautismo de sangre se salvaron, pues pertenecían al
alma de la Iglesia. Vulgarmente se diría que se salvaron "por
chiripa", pero en realidad porque la misericordia y bondad de Dios, les
dio, en vista de su buena fe, la gracia de la fortaleza para morir por lo que
ellos creían que era la verdadera fe cristiana. Mas la Iglesia sólo ha
beatificado a los negros católicos porque sólo ellos tenían en su integridad y
realmente el verdadero cristianismo que perseguía el tirano Mwanga. El caso de
los protestantes relapsos, que condenó la Inquisición Española y algunos de los
cuales murieron por su idea o fe, si queremos llamarla así, es muy distinto.
Porque la Inquisición era un tribunal religioso para juzgar si la idea de tal o
cual acusado era contraria o no a la fe católica, pero era al mismo tiempo un
tribunal civil, para defender las instituciones del Estado, una de las cuales
era la religión católica. Una vez que los teólogos, examinando en su
especialidad la doctrina del acusado, encontraban que era realmente contra la religión
del Estado, lo relajaban al poder civil, para que éste les aplicara el rigor de
la ley, como perturbadores de la sociedad civil, que tenía en su Constitución
como parte de su régimen, la religión católica, exclusiva de cualquiera otra.
En esto no había nada de martirio, sino un castigo por delito de orden común.
Se trata en estos casos no de una herejía interna, que no se manifestara al
exterior, porque de intentionibus non
judicat
Ecclesia; la Iglesia no juzga de las intenciones meramente internas,
sino de una herejía manifestada al exterior por predicaciones o confesiones
públicas, que alteraban el orden de un régimen civil católico. Por lo que hace
a los judíos, jamás la Inquisición condenó a un judío por ser tal, observante
de la ley de Moisés. Los reyes católicos se contentaban con expulsarlos de su
nación, por evitar el peligro de que sus súbditos cristianos se contagiaran de
su error, o porque ellos maltrataban a los cristianos, los explotaban
inicuamente con su usura, o los odiaban quizás hasta el crimen.
¿A quiénes condenaron los inquisidores? A los judaizantes, es decir a
los que falsa é hipócritamente, para salvaguardar sus intereses terrenos, se
hacían bautizar, quedando, sin embargo, adeptos a su religión y practicando los
ritos de ella. Eran los lobos que se disfrazaban con piel de oveja, para
introducirse en el rebaño y destruirlo. Eran, pues, unos criminales de orden
común, y no tiene nada que ver su muerte con el martirio, por una fe y
doctrina. En ninguno de estos casos, como se ve, su muerte puede tomarse como testimonio
de la verdad de una fe. Pero, si millones y millones de seres de todas edades,
clases, sexos, y condiciones, a lo largo de los siglos, en todas partes del
mundo han muerto heroicamente, por la confesión de la verdad de una misma
doctrina y fe; y al mismo tiempo han dado en su muerte muestras evidentes de
las virtudes propias de esa fe, la paciencia, el perdón de los enemigos, el
amor de Dios, el desprecio de los bienes de fortuna y aun de la misma vida por
ser fieles a la fe que profesan, la humildad, la confianza en Dios, la
esperanza de los bienes eternos, etc. ¡Ah entonces tal cosa supone un milagro moral de
primer orden en favor de esa doctrina por la cual son sacrificados; y ese
milagro no ha podido realizarse, sino por una gracia especial de Dios, la única
capaz de superar las fuerzas naturales; y dada en favor de esa doctrina y de
esa fe, no puede menos de ser ella la verdad, porque Dios no hace milagros en
favor de una mentira.
Tal es el caso único, que registran los anales de la Iglesia Católica,
desde los apóstoles hasta nuestros días de comunismo. Tenemos la honra, que
estampará para siempre en sus páginas la historia, de que en el nuevo
martirologio católico, los primeros mártires del comunismo, en este siglo XX,
sean nuestros hermanos mexicanos. No que ellos sean las primeras víctimas del
comunismo; éstas fueron las de la Revolución Francesa, y luego las de la
Comuna; muchas de las cuales ya han sido elevadas al honor de los altares. No;
este nuevo martirologio, que pretendo bosquejar, aunque sea a grandes rasgos,
es el nutridísimo de la era de mártires que comienza en este siglo XX, en que
el comunismo "ha llegado a las fronteras de la victoria", según la
frase de Mr. Churchill, y en el que ya, precisamente a la mitad de él, se
perfilan en el horizonte de la historia humana, los signos indudables del
fracaso de la gran conspiración contra el orden cristiano, que en frase de S.
S. el Papa Pío XII, en su Mensaje de Navidad de 1949, lleva casi dos siglos de
existencia. Y desde luego, me imagino que algunos de mis lectores, al leer que catalogo
entre las víctimas del comunismo a nuestros "mártires de Cristo Rey",
como los conocemos, no dejarán de extrañarse, preguntándose, ¿qué tiene que ver
con el comunismo, la obra sangrienta de la Revolución Mexicana? Extrañeza que
se funda en el habilísimo equívoco creado astutamente por los recientes
directores de la conspiración anticristiana, y fomentado inconscientemente por
los mismos escritores y polemistas enemigos del comunismo, cuando asientan que
el comunismo es el sistema filosófico-económico -político ideado por Carlos
Marx; cuando la verdad es que este sistema marxista, es una tapadera
oportunista, un disfraz hipócrita de la dicha conspiración; forjado a fuerza de
plagios de otros sistemas anteriores, desacreditados por la experiencia, y
empleado como cebo para atraer a los bandos de la conspiración a la numerosa
clase de los trabajadores, explotada no por el capitalismo a secas, sino por el
capitalismo liberal, que se olvidó de las leyes cristianas de justicia y
caridad.
El meollo del comunismo, su esencia misma, no está en esos elementos con
que lo describe artera y superficialmente Lenin, "sistema filosófico-económico-político”;
sino "en otro elemento" que oculta hábilmente: el elemento revolucionario
contra el orden cristiano, contra la civilización cristiana de las sociedades,
y que oficialmente entre las sombras del secreto más absoluto, aparece en el
mundo el 1° de mayo de 1776. Desde entonces acá, ese elemento esencial no ha
cambiado sino en su fachada exterior, en su nombre público. Un mismo grupo
director en que se suceden unos a otros los individuos cuando la guadaña de la
muerte ha segado a los primeros; un mismo fin: acabar con el orden cristiano;
unas mismas doctrinas conducentes al ateísmo; una misma táctica de guerra: la hipocresía
y la mentira. Todo ha permanecido igual, bajo la máscara de la Revolución
Francesa, la del Babeufismo, la del socialismo utópico y radical, la de la
Comuna, y ahora bajo la del comunismo. Encarnado dicho elemento durante el gran
Congreso Masónico de Wilhemsbad de 1871. en la Masonería Iluminada, por obra de
Bode y Knigge, dos de los primeros conspiradores, ha seguido, siempre igual,
trabajando en la sombra, aunque en los últimos tiempos ya no guarda el secreto
respecto a su fin mismo o sea la destrucción del orden cristiano; y es esta
misma conspiración, la misma idénticamente la que ha causado todas las
terribles tragedias de las revoluciones del mundo durante el "siglo de las
luces", y la que en este medio siglo último, en que nos ha tocado vivir,
ha ensangrentado la tierra entera con la generosa sangre de crecidísimo número
de mártires. Entendido esto, se ve que no cometo ningún anacronismo al señalar
al verdugo de nuestros Mártires de Cristo Rey, con el nombre de comunismo, que
ahora él usa.
En efecto, el 24 de octubre de 1934, el Excmo. Sr. Delegado Apostólico en
México, Dr. D. Leopoldo Ruiz y Flores, lanzaba una "Protesta mensaje"
a todos los católicos mexicanos, por los crímenes de la llamada Revolución Mexicana
en la que decía: "A nadie puede ocultarse ya el propósito de lo que han
dado en llamar 'la Revolución'. Ya no es el llamado clericalismo lo que
persiguen, ni es la Iglesia Católica, es el mismo Dios contra quien se revelan
sus criaturas engañadas y sus hijos ingratos. La Revolución, apoyada en la
fuerza, ha convertido en provecho de su política antirreligiosa todo problema;
y para adueñarse de las conciencias, intenta acabar con toda religión y hasta
borrar el nombre de Dios declarándose maestra infalible de dogma v de moral;
todo con un lujo de tiranía y despotismo insoportables. Nada importan a los
gobernantes los derechos más sagrados de los ciudadanos en materia de culto, de
instrucción, de pensamiento, de asociación y aun de propiedad privada...” ¿Qué
otra cosa es esto sino describir la obra, doctrina y técnica de la conspiración
comunista, tal como ahora la conocemos? Que en efecto fue esa misma
conspiración, encarnada en la Masonería Iluminada por Bode, como antes dije, se
puede ver claramente por el hecho siguiente:
El 28 de mayo de 1926 el Gral. Calles recibía del Supremo Gran
Comendador del Rito Escocés (Masonería Iluminada), D. Luis Manuel Rojas, la
medalla del Mérito Masónico, y al concedérsela decía: "La orden que tengo
el honor de presidir no ha concedido jamás esta alta distinción. Ella ha sido
decretada al extraordinario mérito, del cual os habéis hecho acreedor como
Presidente de la República, resolviendo, en tan poco tiempo, los más graves
problemas. Nosotros daremos solemnemente a conocer a los gobiernos y a las
sociedades masónicas con las que estamos en relación de amistad, la recompensa que
habéis merecido". ¿Por qué había de comunicar a las sociedades masónicas,
el Sr. Rojas la distinción y el mérito del Gral. Calles en su gestión
presidencial? Sencillamente, porque había rápida y efectivamente cumplido con
la consigna de la Masonería Iluminada. En efecto, en 1924 el Consejo Supremo de
la Masonería (rito escocés o iluminado) celebró una sesión solemne en Ginebra y
decretó: La desromanización de la América Latina, comenzando por México.
En 1926 la Tribuna de Roma publicó un artículo sensacional reproducido en
toda la prensa del mundo, menos en la de México, que establecía la siguiente
tesis: La masonería internacional (iluminada) acepta la responsabilidad de todo
lo que pasa en México, y se dispone a movilizar todas sus fuerzas para la
ejecución completa, total, del programa que ha fijado para ese país. Otros
muchos testimonios podríamos aducir, pero creo que bastan éstos para que a
nadie le quede duda de que ese verdugo que causó tantos martirios en nuestra
tierra y que llamaban "la Revolución", no era otro que la
conspiración contra el orden cristiano, encarnada desde 1781 en la Masonería Iluminada,
y conocida ahora con el disfraz de "comunismo". Veamos, para última
confirmación de que fue el comunismo o la Masonería Iluminada el causante de
los martirios mexicanos, algo por lo menos, de ese programa que se había fijado
para este país.
El Congreso masónico de la América Latina celebrado en Buenos Aires en
1906, fue el que lo fijó, y en el número 10 del Diario Masónico de Caracas publicó
las resoluciones de dicho Congreso, entre las cuales copiamos las siguientes:
Art. 5o. —La Masonería Latino Americana, combatirá por todos los medios el
establecimiento y la actividad de las congregaciones religiosas, y coordinará sus
esfuerzos para su expulsión de la América Latina.
Art. 6o.—Los masones promoverán el triunfo de los hombres políticos que quieran
defender sus ideales (los de la Masonería) votando la separación de la Iglesia
y del Estado, la expulsión de las Congregaciones, el matrimonio civil, el
divorcio, la educación laica, la laicización de los hospitales.
Art. 10o. —La Masonería luchará por el retiro de todos los representantes de
los gobiernos ante el Vaticano; dichos gobiernos no deberán reconocer al Papado
como un poder internacional, etc.
La ejecución de este programa, o el intento de llevarlo a cabo contra
la resistencia del pueblo mexicano, fue la causa inmediata de los martirios. Y digo
bien de los martirios, porque como se ve, este programa es contra Dios, la fe
cristiana y la Iglesia Católica, y los que no quisieron consentir en eso y por
ello fueron llevados a los tormentos y a la muerte, son verdaderos mártires in odium fidei. Hay tres libros, que no
deben faltar en ningún hogar decente y católico mexicano: La Santa Biblia o por
lo menos el Santo Evangelio de Jesucristo; una historia de la Aparición de la
Santísima Virgen de Guadalupe; y un libro reciente, aparecido en 1947, con el
título de "El Clamor de la Sangre", que no es, sino una parte del
gran Martirologio Católico, de las víctimas del comunismo en lo referente a
nuestra Patria. En este libro, perfectamente documentado y escrito en forma de
efemérides, se estampan los nombres gloriosos de nuestros mártires, y algunos
detalles (los que se han podido conocer hasta ahora) de esa epopeya cristiana,
solamente superada por la de las doce persecuciones en la Primitiva Iglesia,
que sólo lograron, como sabemos, llenar el cielo de santos, y la tierra entera
de fieles servidores de Jesucristo. Sería una indignidad, una especie de
felonía incalificable, que desconociéramos, o al menos olvidáramos, esos
nombres augustos de nuestros hermanos empurpurados con su generosa sangre,
derramada por defender los derechos de Jesucristo Rey, frente a la impía
conspiración contra el orden cristiano. Suélese celebrar con manifestaciones de
alegría y de honor, las Bodas de plata, o sean los veinticinco años de algún
suceso notable en nuestra vida o en la vida de nuestros hermanos y nuestras
sociedades.
Hoy, en este año de 1951, se cumplen los veinticinco años del inicio de
la epopeya cristiana que he llamado: El Nuero Martirologio Católico; inicio, que
por una especial bendición de Dios para nuestra Patria, tuvo lugar en ella, y
que había de continuarse, casi sin interrupción, en otros pueblos de la
Cristiandad actual: España, Polonia, Hungría, Checoeslovaquia. Italia, Albania,
China, etc., durante estos veinticinco años, en que la conspiración contra el
orden cristiano, pensaba ya llegar, bajo el nombre de comunismo, no sólo a las
fronteras de la victoria, sino a la misma victoria. De todos esos martirios de
las naciones católicas, tengo el propósito de recordar con la ayuda de Dios,
las gloriosas gestas. No puedo olvidar que, como católicos, las fronteras
geográficas, la diferencia de raza, costumbres o lenguas, son nada para
nosotros, todos hermanos, hijos de un mismo Padre; todos miembros de un solo
Cuerpo Místico, el cuerpo de una sola cabeza que es Jesucristo; que es la Santa
Iglesia Católica; ni puedo olvidar el consolador dogma católico de la Comunión
de los Santos. Los dolores de cualquiera de los miembros de este gran Cuerpo
Místico son nuestros propios dolores, pero la gloria y grandeza de uno de ellos
tan sólo, es nuestra grandeza y nuestra gloria. Pero evidentemente por haber
sido el principio de la epopeya, hace exactamente veinticinco años, la tragedia
sublime de nuestra Patria, tengo que comenzar por ella, y hablar de las gestas
de nuestros mártires mexicanos en primer lugar. Pretendo así, contribuir al
regocijo propio de unas Bodas de Plata. Y a nadie extrañará, ni siquiera a los
padres, hermanos, viudas, hijos y parientes de los que perecieron en aquella hecatombe,
que hable de regocijo, al recordar tan gloriosas muertes. ¿Qué valen todos los
tormentos y todas las muertes de este mundo pasajero y deleznable, comparados
con los timbres de gloria, que por ellos alcanzaron nuestros mártires, y que
ahora en la morada eterna de los justos, "los hacen brillar como estrellas
por perpetuas eternidades", según dice la Sagrada Escritura? Y, ¿por qué
no hemos de regocijarnos de esto? No han faltado mártires en la historia de la
Iglesia Católica, y también los encontraremos entre los nuestros, que al
recibir los golpes mortales de sus verdugos les daban las gracias más
vehementes, porque por ellos les abrían inmediatamente la patria feliz de la
bienaventuranza. Con ellos, pues, nos regocijaremos también al recordar sus
martirios, y si, como es evidente, ellos sirven al mismo tiempo de oprobio para
sus verdugos, prescindamos de las personas muchisimas de ellas engañadas, para
reservar toda nuestra repugnancia y toda nuestra reprobación a esa conspiración
contra el orden cristiano, a ese comunismo monstruoso, que encarna, como decía
Pío XI, a las fuerzas del mal, que es el ateísmo militante, y que engañó
vilmente a los unos y a otros los cubrió de gloria inmarcesible, entre nuestros
hermanos.
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