“¡Ten piedad de mí!»
Ninguna otra expresión
sería tan completa.
No hay duda de que el
deseo y la petición de un alma pobre, humilde y pecadora no podría ser
expresado con palabras más sabias, más esenciales y más exactas que éstas: « [¡Ten
piedad de mí!» Ninguna otra expresión sería tan completa. Por ejemplo: si decimos
«perdóname», «perdona mis pecados», «perdona mi desobediencia», «cancela mis
culpas», sonaría como una invocación a Dios para ser liberados del castigo,
manifestaría el miedo de un alma, temerosa y negligente. Pero decir: «ten
piedad de mí», significa no sólo el deseo, provocado por el miedo, de obtener
perdón, sino que es también un grito de amor filial, que espera en la
misericordia de Dios y reconoce humildemente la propia impotencia. Es una
invocación de misericordia -es decir, de gracia-, que obtendrá de Dios el don
de la fortaleza. Con ella el hombre resistirá las tentaciones y superará la
propia inclinación al pecado. Es como si un pobre deudor pidiese humildemente a
su acreedor no sólo el perdón de la deuda, sino también le pidiese que,
apiadado de su extrema pobreza, le diese una limosna. Esto es lo que expresan
las profundas palabras: «ten piedad de mí». Es como decir: «Bondadoso Señor,
perdona mis pecados y ayúdame a mejorar; infunde en mi alma un vigoroso impulso
a seguir tus órdenes; concédeme tu gracia perdonando mis pecados actuales y
cambiando mi mente distraída, mi voluntad y mi corazón hacia Ti solo.»
Maravillado de estas
palabras, le di las gracias por el consuelo aportado a mi alma de pecador y él
continuó enseñándome otras cosas maravillosas:
-«Si
quieres, dijo, puedo hablarte aún de la entonación que debe acompañar la
oración a Jesús.»
Debía ser una persona
docta, porque había estudiado en la Academia de Atenas.
-«Bien,
he escuchado a muchos cristianos, temerosos de Dios, rezar con los labios la
oración a Jesús según la palabra de Dios y la tradición de la santa Iglesia. Lo
hacen no sólo en su casa, sino también en la iglesia. Escuchando con atención
la tranquila recitación de la oración, se puede observar con gran provecho
espiritual que el tono de la oración varía de persona a persona.
Así, algunos subrayan
la primera palabra: "Señor", y pronuncian las otras en un tono más
igualado y uniforme. Otros, en cambio, comienzan la oración en tono uniforme y
acentúan la palabra central: "Jesús", en una especie de exclamación,
terminando con el mismo tono con que se había comenzado. Otros, por su parte,
comienzan y prosiguen la oración quedamente hasta las últimas palabras:
"ten piedad de mí", palabras que declaman como si estuvieran en
éxtasis. Algunos, finalmente, pronuncian la oración entera: "Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador", acentuando las tres
palabras: Hijo de Dios.
Ahora escucha: la
oración es siempre la misma. Los cristianos ortodoxos profesan una sola fe. Todos
saben que esta oración, la más alta y sublime, encierra dos cosas: el Señor
Jesús y la súplica a El dirigida; esto es igual para todos. ¿Por qué, entonces,
no la rezan todos de la misma forma, con la misma entonación? ¿Por qué el alma
suplica y se expresa de una manera particular no acentuando todos los mismos
puntos? Muchos dicen que esto depende quizá de la costumbre o de la imitación,
de la interpretación de las palabras según los diversos puntos de vista, o de
la espontaneidad de cada uno. Pero yo opino de una manera completamente
distinta. Creo que la causa debe ser buscada en algo más elevado y desconocido
no sólo a quien escucha, sino también a quien reza. ¿No podría ser una secreta
moción del Espíritu Santo que "intercede por nosotros con gemidos
inefables" (Rom. 8, 26), en aquellos que no saben cómo y por qué orar? Y
si todos oran en el nombre de Jesucristo por medio del Espíritu Santo, como
dice el Apóstol, el Espíritu Santo que obra en lo secreto y «da una oración al
que ora», puede también conceder a todos, a pesar de su falta de fuerza, su
benéfico don. A uno le puede dar reverente temor de Dios, a otro amor, a otra
firmeza en la fe, a otra humildad, etc.
Si es así, el que ha
recibido' el don de reverenciar y honrar la grandeza del Omnipotente; pronunciará
en su oración con mayor fuerza la palabra "Señor», en la que siente el
infinito poder del Creador del mundo. Aquel a quien fue dado el secreto manar
del amor en el corazón, todo le será arrebatador y dulce al exclamar:
"Jesucristo". Así, un Staretz no podría oír el Nombre de Jesús sin
sentir una oleada de amor y de gozo, incluso en una simple conversación. El que
tiene fe a toda prueba en la divinidad de Jesucristo, consustancial al Padre,
se inflama y fortalece aún más en la fe pronunciando las palabras: "Hijo
de Dios". El que ha recibido el don de la humildad y es profundamente
consciente de la propia debilidad, expresa su penitencia y humildad con las
palabras: "ten piedad de mí", y se encuentra sobre todo en estas
últimas palabras de la oración.
Espera en la ternura
de Dios y aborrece las propias caídas. Esta es la explicación, según mi criterio,
de las diversas entonaciones con que es recitada la oración del Nombre de
Jesús. Por eso, escuchando la oración, para gloria de Dios y edificación tuya,
puedes comprender qué sentimiento mueve a cada uno, qué don espiritual ha recibido.
A este respecto me han dicho muchos: "¿Por qué no se manifiestan juntos
todos estos signos de los secretos dones espirituales? En este caso, no una
palabra, sino todas manifestarían esa especie de éxtasis...“Mi respuesta era: "porque la gracia de Dios distribuye sus dones sabia y diversamente a cada
uno según su voluntad. Así lo enseña la Escritura (1 Cor 12). ¿Quién puede, con
su inteligencia limitada, penetrar en las disposiciones de la gracia? ¿No está
quizá la arcilla en manos del alfarero, y no tiene éste libertad para hacer de
aquélla el objeto que le plazca
(Rom 9,
20-21)?".»
Pasé cinco días con
este Staretz, que iba mejorando poco a poco. Me era tan provechoso este tiempo
que no me daba ni cuenta de lo aprisa que pasaban los días. En aquella
habitacioncilla, como en un silencioso retiro, nos ocupábamos sólo de orar en
secreto en el Nombre de Jesucristo, o de conversar sobre un único argumento: la
oración interior.
En cierta ocasión se
nos acercó un peregrino. Comenzó a quejarse amargamente de los hebreos y a
injuriados, porque en algunos de sus pueblos por los que había pasado había
encontrado enemistad y engaños. Estaba tan enfurecido contra ellos que los maldecía
y consideraba incluso indignos de vivir por su obstinación e infidelidad. Nos
dijo, finalmente, que su aversión hacia ellos era incontrolable. El Staretz le
escuchó, y después le dijo:
-«No
tienes razón, amigo, al injuriar y maldecir a los hebreos. Tanto ellos como
nosotros somos creaturas de Dios, y es preciso tener piedad de ellos y por
ellos orar, pero no maldecirlos.
Créeme, tu desprecio
hacia ellos deriva de que no estás asentado en el verdadero amor de Dios, no
tienes la seguridad que deriva de la oración interior, no tienes la paz
interior. Te leeré algo de los santos Padres a este respecto. Escucha lo que dice
Marcos el Asceta: "El alma unida íntimamente a Dios, por el inmenso gozo
que le embarga, es como un niño bueno y de corazón sencillo; no condena a
nadie: ni al griego, ni al pagano, ni al hebreo, ni al pecador. Mira a todos
sin distinción con una mirada limpia, y desea que todos: griegos, paganos y
hebreos glorifiquen a Dios." Y Macario el Grande, de Egipto, dice que
"el contemplativo se inflama con un amor tal que, si fuese posible, acogería
en sí a todo hombre, sin distinguir al malo del bueno". Esta es, querido
hermano, la opinión de los santos Padres. Por eso, te aconsejo deponer la
cólera y mirarlo todo a la luz de la Providencia de Dios; y cuando recibas
alguna injuria acúsate sobre todo a ti mismo, especialmente por tu escasa
paciencia y humildad.» Había ya pasado más de una semana. El Staretz: Se
encontraba ya bien; le agradecí, de corazón, todas sus preciosas enseñanzas y
nos separamos. El volvió a su país y yo continué el camino que me había
propuesto. Estaba ya cerca de Pocaev. No había recorrido aún cien kilómetros
cuando me alcanzó un soldado. Le pregunté a dónde iba. Me respondió que volvía
a su casa, en la provincia de Kamenets Podolsk. Caminando en silencio junto a
él unos diez kilómetros, me di cuenta de que suspiraba con ansiedad, como si
algo le oprimiese.
-¿Por
qué estás triste? -le pregunté.
-Buen'
amigo -dijo-o Si has notado mi dolor y me juras por Dios que no lo dirás a
nadie, te contaré mi historia: me aguarda la muerte y no tengo a quién
confiarme.
Le aseguré, como
cristiano, que no tenía motivo alguno para hablar de ello a nadie, y que por
amor fraterno me alegraría poder aconsejarle lo mejor que supiese.
-Bien; verás -dijo-o
Después de haber estado en el ejército cinco años, la vida militar comenzó a
parecerme insoportable. Con frecuencia me castigaban por negligencia y
borracheras. Por eso, decidí huir. Hace ya quince años que he desertado.
Durante seis años logré pasar desapercibido: robaba en las tabernas, en los
almacenes y en los graneros. Robaba caballos y me arreglaba como podía. Vendía
lo robado y lo que sacaba me lo gastaba en bebida. Llevaba una vida depravada,
cayendo en toda clase de pecados. Todo me iba bien hasta que terminé en la
cárcel, por vagabundo e indocumentado. Me escapé de allí en cuanto se me presentó
la primera ocasión. Después, por casualidad, encontré a un soldado que había
sido exonerado del servicio. Vivía en una provincia muy apartada, y, como
apenas podía caminar, me pidió que le acompañase hasta la provincia más
cercana, donde se alojaría. Le acompañé. Nos permitieron pernoctar en un henil
y allí nos acostamos. Cuando me desperté, pude comprobar que mi compañero
estaba muerto. Le rebusqué en seguida para quedarme con su pasaporte. Le
encontré también dinero, y se lo quité.
Me precipité hacia
afuera mientras los demás aún dormían, y me escapé al bosque. En el pasaporte
del muerto vi que la edad y otros muchos datos de identificación coincidían con
los míos. Me alegré y me dirigí a la provincia de Astrakhan. Allí comencé a
asentar la cabeza y a trabajar. Caí con un señor, propietario de una casa y
comerciante en animales, que vivía solo con una hija viuda. Viví en la casa un año
y me casé con la hija. Después murió el viejo. Pero no estábamos en condiciones
de continuar con el negocio. Comencé de nuevo a beber, y mi mujer también. Así
en un año disipamos todo lo que el viejo nos había dejado. Además, mi mujer
enfermó y murió. Vendí la casa y lo poco que me quedaba, y en poco tiempo me
quedé sin nada.
No tenía de qué vivir.
Volví a la actividad anterior: traficar con cosas robadas. Ahora era más audaz,
porque tenía documentación. Fue otro año de vida disipada. Continuó un período
de desdichas: robé a un pobre hombre su viejo y delgado caballo, vendiéndolo
por medio rublo a unos usureros. Cogí el dinero, me fui a una taberna y comencé
a beber. Mi idea era ir a un pueblo donde se iba a celebrar una boda. Después
del banquete todos dormirían, y yo aprovecharía para robar lo que hubiera caído
en mis manos. Como aún no se había puesto el sol, me fui al bosque esperando la
noche. Me acosté y, profundamente dormido, soñé que me encontraba en un prado
inmenso y bello. En un momento, comenzó a levantarse en el cielo una terrible
nube y tronó tan fuerte que la tierra se abrió debajo de mí y me tragó como si
alguno me hubiese empujado. La tierra me cubrió.
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