Capítulo
10
Las
postrimerías
Con la Asunción de la
Virgen María franqueamos los límites que separan el mundo terrenal del mundo celestial. Cierto es que desde
que la Misericordia divina se manifestó entre nosotros en la persona del Verbo
encarnado, el mundo terrestre ha quedado vinculado con el mundo celestial a
través de gracias innumerables; pero también es verdad que para cada uno de
nosotros, a pesar de la gracia de todos los sacramentos, sigue habiendo una
consecuencia del pecado original de la que nadie escapa: la muerte. Mas ¿no es verdad que
para los cristianos el rigor de esta pena, de este castigo, queda suavizado por
la muerte de Nuestro Señor? Con El morimos, con El vivimos; y también con El
viviremos y resucitaremos.
Toda la vida de la fe
y de la gracia nos enseña a dirigirnos hacia las cosas celestiales: “terrestria
contemnere et amare cælestia!”. ¡Cuántas veces nos lo repiten las oraciones
litúrgicas: “despreciar las realidades de este mundo y amar las realidades
celestiales”! San Pablo nos da la razón de ello: las primeras son
pasajeras, las úl-timas son eternas. Por lo tanto, la muerte nos hace pasar de
este mundo efímero al mundo espiritual, ya que incluso los cuerpos resucitados
serán espiritualizados. “Seminatur corpus animale, surget corpus spirituale:
Siém-brase un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” (I Cor. 15 43). Por esta razón las
postrimerías han de interesarnos en grado sumo, tanto más cuanto que todas
nuestras acciones en esta vida preparan esta futura eternidad. Vivir en la
indiferencia o en la inconsciencia de estas postrimerías es una insensatez. Es
el motivo fundamental de la Encarnación, de la Redención: la vuelta a Dios por
Jesucristo; es lo esencial de la Suma teológica de Santo Tomás, porque es lo
esencial de la razón de nuestra existencia: ser de Dios para siempre.
De ahí la gran necesidad
de insistir constantemente en estas postrimerías en nuestras predicaciones. Los
retiros de San Ignacio y todos los retiros no tienen otro fin: salvar nuestras
almas, santificándolas por Jesucristo. Todos los escritos
inspirados del Nuevo Testamento no tienen otro fin que llamar nuestra atención
sobre la vida eterna y hacernos evitar la condenación. Toda la liturgia de la
Iglesia nos rodea, nos acompaña, nos alimenta para conseguir el fin esencial.
Todo su espíritu misionero se orienta al envío de los pastores: “Euntes,
docete… Ite ad vineam meam”.
La enseñanza de la
Iglesia sobre estos fines últimos, al igual que la de Nuestro Señor, es formal
y clara, aunque sus modalidades sigan siendo aún misteriosas para nosotros. La certeza de nuestra
salvación, el número de los elegidos y de los condenados, el modo de
desarrollarse el Juicio personal en el instante de nuestra muerte, la
naturaleza exacta del Purgatorio, su duración cuando ya no estamos sometidos al
tiempo, el estado de los elegidos antes del Juicio universal y la resurrección,
son otras tan-tas situaciones aún misteriosas para nosotros; pero sabemos, y es
lo esencial, que la felicidad reservada a los elegidos supera todo lo que ellos
pueden imaginar, y que el Infierno es un lugar de tormentos atroces. Tratemos, con la ayuda
de Santo Tomás, de precisar un poco la enseñanza de la Iglesia sobre lo que la
Providencia ha previsto para después de la muerte. Es conveniente que el
sacerdote que tiene la cura de almas conozca bien el más allá, viva en él, y
pueda así instruir exactamente a los moribundos, o a los padres y amigos de
quienes mueren. ¿Acaso uno de sus
principales deberes no es velar junto a los fieles durante sus últimas horas en
la tierra, ilustrarlos, animarlos, prepararlos por los últimos sacramentos, por
las oraciones de los agonizantes, y luego conducir sus despojos junto al altar
del Sacrificio, y por fin al cementerio? En estas ocasiones, ¡cuántas
enseñan-zas preciosas puede dar a todos los que rodean al difunto!
[Las novedades
conciliares en este campo son escandalosas para la fe de los fieles y rayan la
herejía: las ceremonias dan a entender que todas las almas se salvan, incluso
los peores enemigos del catolicismo tienen acceso a la iglesia, se admiten las
urnas de los cuerpos incinerados, los sacerdotes ya no acompañan el cuerpo
hasta el cementerio. Se ignora el Purgatorio, y así las oraciones y sufragios por
los difuntos se hacen incomprensibles. Ahora bien, esta es otra de las
manifestaciones de la fe de la Iglesia que conmueve a los fieles].
¿Qué ocurre en el
momento preciso en el que el alma, en cierto sentido, es expulsada por un
cuerpo que ya no es capaz de seguir siendo animado por el alma?
Santo Tomás,
apoyándose en las palabras mismas de Nuestro Señor, piensa que las almas, según
el estado en que se encuentran, van por sí mismas a los lugares que les están
destinados, al modo como los cuerpos van a sus lugares atraídos por su
gravedad. Las almas en estado de
gracia y cuya caridad es perfecta van al Cielo, y gozan inmediatamente de la
visión beatífica, esperando el complemento de felicidad que les dará la
resurrección de los cuerpos. Las almas en estado de
gracia, pero con una caridad disminuida e imperfecta a causa de sus pecados
venia-les, y que aún tienen que expiar las penas debidas por los pecados ya
perdonados, van al Purgatorio. Las almas no liberadas
del pecado original, pero sin pecados personales, van al Limbo, y se verán
privadas de la visión de Dios, pero gozarán de una felicidad natural. Las almas en estado de
pecado grave, privadas de la caridad, van al Infierno para siempre, esperando
la resurrección de sus cuerpos, que les será un motivo de sufrimiento
suplementario. Tres de estos lugares
son definitivos: el Cielo, el Limbo, el Infierno, de modo que ningún sufragio,
ninguna oración, ninguna buena acción, ninguna intercesión, puede modificar el
estado de las almas que allí se encuentran. Queda claro pues que
todas las oraciones, sufragios, indulgencias, limosnas, aconsejadas y
realizadas por la Iglesia en favor de los difuntos, tienen por único fin el
alivio y liberación de las almas del Purgatorio, que ya no pueden hacer nada
por sí mismas.
Por este motivo es
preciso insistir en que la existencia del Purgatorio es un artículo de
fe. Quien niega el Purgatorio es un hereje. Si el Purgatorio no
existiera, todo lo que la Iglesia, desde su origen, ha hecho o pedido hacer en
favor de las almas de los difuntos, carecería de objeto. Cierto es que las
almas del Purgatorio se acercan progresivamente al Cielo y serán liberadas
después de su purificación; pero los sufragios de la Iglesia militante pueden
ayudarlas eficazmente a una más pronta liberación, sobre todo ofreciendo el
Santo Sacrificio de la Misa. No obstante, las almas
del Purgatorio, animadas por la caridad, pueden interceder por nosotros. Ellas
lo harán tanto más ardientemente, cuanto más acudamos nosotros en su auxilio. Si queremos
conformarnos con el espíritu de la Iglesia católica, hemos de tener una
verdadera devoción a las almas de este Purgatorio en el que nosotros mismos
permaneceremos, muy probablemente, más o menos tiempo; esperémoslo al menos, ya
que será señal de nuestra elección. Si pudiéramos conocer la santidad y la
in-comparable pureza de Dios, no nos extrañaría que descubra en nosotros
imperfecciones incompatibles con la santidad de la Santísima Trinidad.
No me detengo sobre el
Limbo, donde se encuentran las almas que sólo tienen el pecado original,
sin pecado personal. Estas almas se encuentran privadas de la Visión beatífica,
pero sabiéndose absolutamente incapaces de gozar de ella, no sufren por eso:
esta es la opinión de Santo Tomás y de la mayoría de los doctores. Es muy precioso poder
dar una respuesta a los padres no culpables del fallecimiento de su niño antes
de que haya podido ser bautizado. Pero, en cambio, ¡qué responsabilidad para
las madres que abortan voluntariamente, y para quienes contribuyen a dicho aborto!
¿Cómo no temer, para estos crímenes, la maldición de Dios en este mundo y en el
otro? En estos tiempos en
que todos los dogmas son puestos en tela de juicio, incluso dentro mismo de la
Iglesia, es muy importante conocer bien la doctrina de la Iglesia para
reafirmarla y salvar a las almas. “El temor de Dios es
el comienzo de la sabiduría”. El temor filial,
indudablemente, es más de desear que el temor servil, la contrición más que la
atrición. Pero ¡cuántas almas se han salvado por el temor servil y la atrición!
El temor del Infierno
es un temor saludable, que mantiene a muchas almas alejadas del pecado
mortal. Los hombres temen con razón este castigo horrible, del que Nuestro
Señor habla con términos que estremecen, castigo inmediato y eterno, sin remisión
posible, porque el odio destruye toda caridad, y el Infierno es la ausencia de
caridad.Lo que hay que tratar
de destruir a toda costa es la costumbre del pecado mortal, o la permanencia en
el estado de pecado mortal. Con este fin es
provechoso meditar constantemente en la gravedad del pecado mortal,
considerando sus consecuencias. Hemos de tener siempre
presentes dos temas de meditación que nos revelan la gravedad, se puede decir
infinita, del pecado mortal. El solo pecado de desobediencia de Adán y Eva
provocó dos efectos, que deberían bastar para alejamos de todo pecado mortal. La primera
consecuencia: todos los males, los más horribles que se puedan imaginar, que se
han abatido sobre su descendencia, incluido el mismo Infierno. La historia de
la humanidad es la historia de los sufrimientos, de las guerras, de las
enfermedades, de la crueldad de unos hombres contra otros, de la muerte, pero
sobre todo de las miserias morales que se pagan con una eternidad de fuego: un
solo pecado ha provocado estas innumerables desgracias.
La segunda
consecuencia: la muerte de Dios en la Cruz; muerte considerada por Dios mismo
como el único medio conveniente para contrarrestar las consecuencias del pecado
y hacer revivir espiritualmente, y un día corporalmente, a quienes crean en El
y reciban de El la gracia de la Vida divina, preludio de la Vida eterna. Lo que debieron ser
esta pasión y esta muerte, preguntémoslo a Nuestra Señora de los Dolores.
Ayúdenos Ella a medir el dolor y la caridad del Dios crucificado en el cuerpo
que de Ella se dignó recibir. ¡Un solo pecado
provocó la Pasión y la crucifixión del Verbo encarnado! Ojalá que por estas
consideraciones evitemos todo pecado grave, ayudemos a nuestros fieles a
evitarlos igualmente, y en caso de caída nos valgamos de esta tabla de
salvación que es el sacramento de penitencia. Aquí también aparece
nuestra Santa Misa, sacrificio de la Cruz elevada como señal de la Salvación y de
la victoria contra Satanás, contra el pecado, contra la muerte, contra el
mundo. “Mors mortua
tunc est”, “Ave Crux, spes unica”, “In hoc signo vinces”. No dudemos en hablar
del Infierno, como lo hizo Nuestro Señor mismo en muchas circunstancias. El nos
dio a conocer el fuego del infierno, los dolores persistentes, su duración
eterna. Debemos hacernos eco de estas palabras de Nuestro Señor, para salvar
las almas de nuestros fieles. Cada día ofrecemos el santo Sacrificio con esta
intención: librar a la familia cristiana de la condenación eterna: “Ab
æterna damnatione eripi”.
Deberíamos meditar
ahora sobre la patria celestial, en que se encuentran las almas santificadas y
purificadas para gozar por fin de la felicidad eterna. Sin embargo, como Santo
Tomás, antes de contemplar la morada de la Santísima Trinidad, digamos algunas
palabras sobre la remuneración y el Juicio universal.
Nuestro Señor nos
enseña que este mundo tendrá fin, cuando Dios, en su sabiduría omnipotente,
haya decidido que el número de los elegidos está completo. Algunas señales
precursoras anunciarán este fin, particularmente la venida del Anticristo; pero
nadie sabe ni el día ni la hora. Dios se ha reservado este secreto. Sin embargo, la
Sagrada Escritura y la Tradición nos enseñan que este fin tendrá lugar
súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos, “in ictu oculi”. Entonces
sucederán los acontecimientos anunciados, la Omnipotencia de Dios y de Nuestro
Señor Jesucristo se manifestarán por la purificación inmediata de las almas del
Purgatorio, por la muerte y purificación inmediata de las almas que tendrían
que ser purificadas, y que serán testigos de todos estos acontecimientos.
Al toque de la
trompeta de los ángeles, todos los cuerpos resucitarán, para complemento de
gloria de los elegidos y aumento de las penas de los condenados. Luego Nuestro
Señor aparecerá en su gloria para realizar el Juicio universal, que pondrá un
término final a la historia de la humanidad, glorificando a su Esposa mística
la Iglesia, y a todos los miembros de su Cuerpo místico, llevándolos consigo al
seno de la Trinidad bienaventurada para la eternidad; pero también arrojando a
las tinieblas eternas a todos los que no hayan creído en El o hayan rechazado
en su vida la caridad del Espíritu Santo, oponiéndose a la Ley de caridad
inscrita en su corazón, prefiriendo seguir sus pasiones y su egoísmo suicida.
Santo Tomás piensa que
el Juicio universal será percibido por una iluminación mental particular, que
hará evidente la sentencia aplicada a cada uno. Se puede pensar que
los elegidos serán luminosos desde este momento, como rodeados de la vestidura
nupcial, mientras que los condenados serán entenebrecidos. Entonces los ángeles
reunirán rápidamente a los predestinados junto a Nuestro Señor, y arrojarán al
Infierno a los enemigos de Cristo. Así se realizará la vuelta a Dios por
Nuestro Señor.
Bienaventurados los
que hayan vivido para hacer reinar al Corazón de Jesús y al Corazón de María en
sí mismos y a su alrededor, y se hayan esforzado por cumplir siempre su
voluntad, llenos de la gracia del Espíritu Santo, recibida especialmente por el
bautismo de agua, o por el bautismo de sangre, o por el bautismo de deseo. Entonces no habrá
ecumenismo, ni libertad religiosa, sino solamente cristianos católicos, entre
los cuales habrán conversos de las falsas religiones.
¡Qué doctrina
maravillosa y consoladora la de la Iglesia católica, revelada en el transcurso
de la historia humana por el Verbo de Dios encarnado, y a la que El mismo
aportó su complemento definitivo mientras vivió entre nosotros! Los apóstoles
transcribieron y transmitieron fielmente este precioso depósito, y con ellos se
clausuró la época profética; comenzó entonces la época dogmática, durante la
cual la Iglesia definió lo que forma parte de este depósito. Los Padres de la
Iglesia, los teólogos, bajo la vigilancia de la Iglesia, escrutaron fielmente
este depósito, lo interpretaron, lo organizaron, lo defendieron contra las
herejías.
Santo Tomás brilla
entre ellos como una luz. Su Suma teológica es una obra maestra de colaboración
entre la fe y la razón para establecer la Revelación sobre bases irrefutables:
muestra con evidencia que las dos fuentes son de origen divino, y por consiguiente
tienen que confirmarse mutuamente. La fe, sin embargo, sigue siendo la fuente
más segura de la ciencia de Dios y de las cosas divinas; ella es la regla de
oro de la sabiduría.
La Suma podría
resumirse así: venir de Dios para volver a Dios por medio de Dios, este es el
destino del hombre. ¡Qué maravilla! ¡Qué programa! La enunciación de este
programa en la escuela de Santo Tomás nos lleva constantemente a la admiración
y a la contemplación de los misterios de la Sabiduría, de la Ciencia y de la
Caridad de Dios, y de su misericordia hacia sus creaturas humanas. El término de este
estudio ha de ser la consideración del don inefable que Dios hace de Sí mismo a
sus elegidos por el Verbo encarnado, don que supera toda expresión y toda
descripción, como lo afirma San Pablo: “Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni a
corazón de hombre se antojó, tal preparó Dios a los que le aman” (I Cor. 2
9).
Dios, espíritu puro y
eterno, nos ha creado a su imagen, espíritus como somos, dotados de
inteligencia y de voluntad, destinados a conocerlo, amarlo y gozar de El
eternamente. A este fin, para verlo y gozar de Él, era necesario que concediera
a nuestro espíritu, a nuestra alma, un aumento de perfección que nos hiciera
partícipes de su naturaleza divina, y sobreelevara nuestras facultades para que
pudiéramos contemplarlo tal como Él se conoce a sí mismo —aunque no en la misma
medida en que Él se conoce a Sí mismo, pues eso es exclusivo de las Personas
divinas—.Nuestras inteligencias
no verán una imagen o una idea de Dios, sino a Dios mismo, sin intermediario.
El mismo Dios, sumamente inteligible, pasará a ser el objeto inmediato y la
forma de nuestras inteligencias. Así lo conoceremos en verdad, tal cual es. Por
este motivo es imposible imaginarnos en esta vida lo que puede ser esta visión,
que abrasará nuestras almas en un amor indefectible a Jesús y a la Santísima
Trinidad. Entonces la gloria de
Dios, su esplendor, su luz, nos cubrirá y nos hará gloriosos; y esta gloria se
extenderá a nuestros cuerpos espiritualizados, dotados de las propiedades de
impasibilidad, de sutileza, de agilidad y de claridad.
Lo que veremos en Dios
superará en belleza, en bondad, en esplendor, todo lo que podemos imaginar.
Admiraremos a la Iglesia triunfante y sobre todo a Nuestro Señor con todos sus
privilegios reales y divinos, a María Reina del Cielo adornada con todos sus
dones, a las miríadas de los arcángeles y de los ángeles, y a todos los
elegidos con su diversidad de gloria proporcionada a su grado de caridad. Dios
será realmente todo en todos, honrado y adorado como se debe, sin discordancia.
A la luz del Ser infinito de la Santísima Trinidad, de sus perfecciones,
nuestras almas serán transportadas en acción de gracias por todo lo que Dios se
dignó sufrir por nuestra salvación, y se sentirán confundidas por la
misericordia que Dios ejerció con nosotros.
La tradición nos
enseña que las vírgenes, los mártires y los doctores tendrán aureolas
particulares que aumentarán su gloria. Ante estas
perspectivas que son el objeto de nuestra fe y el fin de nuestra existencia,
¡cómo no gemir como Nuestro Señor en su agonía en el huerto de los Olivos,
pensando en todas estas almas alejadas de Nuestro Señor, a quien desprecian por
la indiferencia, el olvido, el pecado, y que se encaminan al Infierno!
Nuestro Señor, en su
caridad misionera, subió a la Cruz, porque por ella quería abrir las puertas de
la salvación y acumular los méritos capaces de salvar a toda la humanidad.
Eligió entonces a doce apóstoles, les comunicó el poder sobre su Sacrificio,
sobre su Cuerpo y su Sangre, haciéndolos sacerdotes de su Sacerdocio; los instruyó
y santificó por el Espíritu Santo, y luego los envió hasta los confines de la
tierra para anunciar la nueva de la salvación, y santificar por el bautismo y
los sacramentos a quienes creyeran en su Nombre.
A imitación de los
apóstoles, nos destinamos a participar de este sacerdocio, o participamos ya de
él. Pongamos toda nuestra confianza en quien nos envía, Nuestro Señor
Jesucristo crucificado, y como los Apóstoles, prediquemos la verdadera doctrina
de la salvación en Nuestro Señor y ofrezcamos el sacrificio redentor.
Los resultados serán
los mismos que los apóstoles: algunos creerán, otros se mostrarán incrédulos: “Te
escucharemos otro día”; algunos nos perseguirán, como persiguieron a
Nuestro Señor y a los apóstoles: “Me odian, os odiarán”. Lo que importa
es que, de nuestra parte, evitemos en nuestra vida sacerdotal todo lo que pueda
ser obstáculo a la eficacia de nuestro apostolado, y especialmente el abandono
de la oración y de la unión con Dios.
Por encima de todo
guardemos la fe, ya que por ella murió Nuestro Señor, por haber afirmado su
divinidad; por ella murieron todos los mártires; por ella se santificaron todos
los elegidos. Huyamos de quienes nos la hacen perder o la disminuyen.
“O Timothee, depositum custodi, devitans profanas
vocum novitates... Certa bonum certamen fidei, apprehende vitam æternam: ¡Oh Timoteo!, guarda el depósito, evitando las profanas
novedades de palabras… Lucha el buen combate de la fe, conquista la vida
eterna” (I Tim. 6 30, 12).
“Elegit nos in
Ipso, ante mundi constitutionem, ut essemus sancti”
(Ef. 1 4)
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