Carta Pastoral
n° 22
AL COMIENZO DEL
VATICANO II
Queridos sacerdotes:
Empezando esta primera carta
en vísperas de la apertura del Concilio, me vienen a la mente las palabras de
San Pablo a Timoteo: “Por cuya causa te exhorto a que avives la gracia de
Dios, que reside en ti” (II Tim. I, 6). Digo “esta primera carta” porque
la palabra que apareció en el primer Boletín General después del Capítulo fue
como un preliminar, una introducción a las cartas que quiero hacerles llegar. ¡Sí! me parece que no puedo
resistir el deseo de dirigirme a todos los miembros de la Congregación y a
todos los aspirantes, en estos días que preceden inmediatamente al gran
acontecimiento de la Iglesia que es el Concilio, haciéndome así eco de los
llamados reiterados de nuestro Santo Padre el Papa para una mayor generosidad
en nuestra santificación y un mayor fervor en la santificación de aquellos
hacia los cuales somos enviados. “Avives la gracia de Dios
que reside en ti” no solamente por la imposición de las manos
para el sacerdocio, sino también por la imposición de las manos de la profesión
religiosa, significadas por las bendiciones, ¡y aún agregaré: la gracia que
está en nosotros por la imposición de manos del día de nuestro bautismo y de
nuestra confirmación! En efecto, la gracia del sacerdocio y de la vida religiosa
viene a injertarse sobre la gracia del bautismo y de la confirmación, y a
perfeccionarla. Quizás olvidamos demasiado estas cosas. Nosotros, que tenemos la
felicidad de estar consagrados especialmente al Espíritu Santo y al Santo
Corazón de María, ¿no tenemos el deber muy especial de hacer servir en nosotros
ese bautismo del Espíritu (San Juan, I, 33) que Nuestro Señor vino a traerle a
sus discípulos y a la Virgen María de una manera eminente? Ojalá esta reviviscencia del
Espíritu se produzca sobre los dos puntos siguientes:
1.- Que el Espíritu Santo en
nosotros nos haga tomar una conciencia cada vez más viva de nuestra pertenencia
a la Iglesia entera, todavía sometida al soplo y al fuego de Pentecostés,
imagen y signo de la luz y del ardor que iluminó y abrazó los corazones de los
apóstoles al unísono con el Santo Corazón de la Virgen María: “cuando de
repente sobrevino del cielo un ruido como de viento impetuoso que soplaba, y
llenó toda la casa donde estaban. Al mismo tiempo vieron aparecer unas como
lenguas de fuego…“ (Hechos, I, 2-3). Todavía hoy continúa este
Pentecostés cristiano y va a aparecer de una manera más sensible en ocasión del
Concilio. Debemos ser los primeros en recibir esa nueva gracia, ese nuevo
impulso que llenará nuestras almas de luz y de generosidad. Somos de la Iglesia por
nuestro sacerdocio y nuestra profesión religiosa. Hay que afirmarlo bien
fuerte, nuestra profesión religiosa nos vincula de una manera íntima y
particular a la Iglesia. Es en las manos de la Iglesia donde hacemos la
profesión, es al servicio de la Iglesia que nos consagramos, es para ser
semejantes a Aquel cuya Iglesia es su cuerpo, Nuestro Señor Jesucristo, a quien
hacemos nuestras promesas públicas de obediencia, pobreza y castidad. Queremos ser como un cuerpo
de élite a disposición del Jefe de la Iglesia, del Sucesor de Pedro, para las
obras difíciles y por las almas más abandonadas. A este fin y para estar más
enteramente bajo la influencia del Espíritu Santo, del Espíritu de Nuestro
Señor, nos esforzamos por librarnos perfecta-mente de los impedimentos de este
mundo: nuestros caprichos, nuestra voluntad propia, nuestros bienes personales,
nuestras satisfacciones personales. Así seremos enteramente de Cristo y de su
Iglesia. Entonces, que nuestro motivo
de honor y de orgullo sea el ser perfectos servidores de la Iglesia; el de
conformar nuestro espíritu, nuestra inteligencia y nuestra fe con el Espíritu
de Verdad que nos es dado por la Iglesia y por los dones del Espíritu Santo; el
de someter perfectamente nuestra voluntad y nuestros corazones al Espíritu de
vida, que nos conformará enteramente a la voluntad del Padre Celestial a imagen
de Nuestro Señor. Que no haya lugar para nuestras ideas propias, sino que todas
nuestras ideas sean las de la Iglesia y las del Papa, que nuestra voluntad sea
la de conformarnos a la voluntad de la Iglesia. Estemos felices por aportar
nuestro concurso, según la manera que le agrade a Dios, a nuestros Obispos,
cualesquiera que sean. Será nuestra manera de servir a la Iglesia.
Indirectamente, todo servicio en la Congregación es también un servicio hecho a
los Obispos en su apostolado. Qué consolación para nuestros corazones de apóstoles
es saber que todos somos servidores de la Iglesia. Así, nunca tendrán que
existir oposición o dificultades entre la Congregación y los Obispos a quienes
servimos. No puede existir ninguna, en principio. Nos esforzaremos por ponernos
siempre, en la medida de lo posible, al servicio de los Obispos para colaborar
en su apostolado de Iglesia. En esta inserción de nuestra
familia espiritual a la Iglesia, guardemos lo que caracteriza a nuestra
familia: los ministerios difíciles, las almas más abandonadas. Y agregaré lo
que caracterizó también a nuestra sociedad desde su origen y en el curso de su
historia: la formación del clero. Guardando estas finalidades nuestra
Congregación se desarrollará y tendrá las bendiciones del Espíritu Santo y del
Santo Corazón de María.
2.- Pero, ¿quién de nuestros
misioneros que trabaje en un determinado lugar, nos negará que para tales
ministerios de Iglesia necesita almas bien templadas y férreamente unidas a
Nuestro Señor y a su Espíritu? Este es el segundo punto que
quiero abordar. Hemos escuchado decir a
algunos sacerdotes que habían entrado en la Congregación, teniendo como primer
fin ser misioneros; otros, en cambio, afirman que primeramente somos religiosos
y luego estamos encargados de un apostolado. Las dos opciones pueden existir, y
sin duda existen. La Providencia tiene sus caminos, que no son los mismos para
todos. Pero lo cierto es que somos a la vez religiosos y apóstoles, y que
nuestro estado de religiosos, lejos de molestarnos para nuestro apostolado,
debe por el contrario hacernos más y más verdaderos apóstoles. Esta discusión me parece muy
vana, y en algunos manifiesta una cierta incomprensión de la vida religiosa y
de la vida apostólica. ¿No nos faltan, para
ayudarnos a juzgar mejor sobre esta aparente oposición, las visiones del
Espíritu Santo? Nuestro Señor ha venido esencialmente para darnos su Espíritu,
cuya primera y necesaria consecuencia, cuyo primer efecto, es hacernos
religiosos. Restaurar la virtud de justicia hacia Dios con la ayuda del don de
piedad en las criaturas humanas, en las almas, es introducir en primer lugar la
virtud de religión, cuyos actos esenciales son la adoración, la devoción, la
oración. Tenemos entonces que
remontarnos hasta la primera efusión del Espíritu Santo en nuestras almas, el
día del bautismo, y al de nuestra confirmación, para convencernos de que
nuestras almas, bajo esta divina influencia, deben ser esencialmente adorantes,
dedicadas a Dios y orantes. Un alma cristiana que no tiene esa primera y fundamental
necesidad de adorar, rezar y dedicarse totalmente a Dios falta a su vocación
cristiana esencial. Si se entiende claramente
que la primera virtud de la criatura humana y del alma bautizada es ser
religiosa, practicar así la virtud esencial de la justicia, se discutirá menos
sobre la primacía de la vida religiosa sobre la vida apostólica o a la inversa ¿Qué decir, entonces, del
ejercicio de la virtud de religión por parte del sacerdote que se ubica por
definición, por toda su función, en la religión, puesto que su papel es el de
vincular los hombres a Dios por Nuestro Señor. El sacerdote debe entonces ser
eminentemente religioso y manifestar en todo su ser, en toda su vida, en toda
su actitud, ese carácter religioso. Manifestación exterior de lo que
interiormente es, es decir, que su alma debe ser adorante, orante y estar
enteramente dedicada a Dios. Por ser sacerdote “consagrado a las cosas de
Dios” (Hebreos, V, 1 y ss.) no debe mezclarse en los asuntos del mundo (II
Tim., II, 4) y la Iglesia le pide que guarde el celibato, renuncie a su
voluntad propia y tenga el espíritu de pobreza. Allí hay una conclusión de la
similitud con el religioso por excelencia, Nuestro Señor Jesucristo (Hebreos,
IV, 14). Si, como sacerdotes, debemos
poner en acción de manera particular el don de piedad que anima la virtud de
religión y de justicia, haciendo profesión de religión nos comprometemos a
perfeccionar nuestra imitación de Nuestro Señor y, en consecuencia, a ser más
sacerdotes todavía. Para los que no son sacerdotes, su profesión de religión
les da una perfección tal a su carácter de bautizados y confirmados, que tiende
a asimilarlos de una manera más perfecta a Aquel cuya vida entera ha sido un
acto de religión. “Yo por mí te he glorificado en la tierra: tengo acabada
la obra, cuya ejecución me encomendaste” (San Juan, XVII, 4). Y es para
obrar a ejemplo suyo que los religiosos, acercándose a la santidad del Hijo de
Dios, imitan también su obediencia, su pobreza, su castidad. La vida religiosa así
entendida es de una riqueza de gracias insondable, porque toma su raíz en el
bautismo, en el nacimiento espiritual, en la nueva vida, en el nuevo Espíritu
que nos es dado cuando el sacerdote ha dicho sobre nosotros: “Exi spiritus inmunde et de locum Spiritui
Sancto” (“sal, espíritu inmundo, y deja lugar al Espíritu Santo”).
Así un alma profundamente
marcada por el don de piedad, dado en superabundancia en el sacerdocio y la
vida religiosa, estará sediento de religión, de vida religiosa: es decir, de
adoración, de devoción y de oración. Esa alma no podrá pasarse un
día sin suspirar después de tantos momentos benditos que le permiten ser toda
de Dios, ser absorbida por Él, vivir de esta virtud de justicia, de religión,
de piedad, de manifestar su caridad y su amor hacia Aquel que es su todo. Me atreveré a decir que la
ordenanza de los actos exteriores importa poco, con tal que la duración, el
silencio y el recogimiento se encuentren. ¿No es ésta la situación de los
prisioneros, de los militares, de algunos enfermos privados de todo ejercicio,
pero que encuentran el tiempo y la forma de vivir algunas horas, o por lo
menos, algunos momentos prolongados con Dios, es decir, el medio de vivir
religiosamente? Nosotros, que podemos y
debemos organizar nuestro tiempo y someter su empleo al juicio de nuestros
superiores, debemos amar de todo corazón nuestro breviario, nuestra Misa,
nuestra oración y otros ejercicios de piedad frecuentes. Ojalá podamos dar así un
alma y una unidad fundamental a estos actos divinos que no deben ser sino la
expresión y el alimento de nuestra religión interior y espiritual animada por
el Espíritu de Nuestro Señor.
3.- Llegamos así
naturalmente y por vía de consecuencia al tercer punto: el espíritu de nuestra
vida apostólica. Pero, ¿cuál es el fin del
apostolado? Nuestro Señor lo indica: “Yo he venido para que tengan vida, y
la tengan en más abundancia” (San Juan, X, 10). ¿Cuál es esta vida, sino una
vida enteramente inspirada por la religión? El deseo de los verdaderos
apóstoles es comunicarles el Espíritu de Nuestro Señor a quienes son enviados,
a fin de que puedan dar el verdadero sentido a sus vidas, el verdadero
significado, la verdadera conclusión, es decir: que todos permanezcan
definitivamente en Dios (Apocalipsis, IV, 7).
Todo nuestro apostolado está
marcado por esta orientación instaurada por Nuestro Señor. Hombres de todas las
razas y orígenes esperan de nosotros, por nuestra predicación, enseñanza y
conversión en el sentido escriturario de la palabra, el anuncio de Jesucristo y
de su redención, el anuncio del cielo y del camino que conduce hacia él. Hacer
revivir en los hombres la virtud de religión, bajo la influencia de las
virtudes de fe, esperanza y caridad cristiana, es introducirlos en la Iglesia
de la Jerusalén celestial. La Iglesia nos da los medios
para alcanzar ese fin. Nuestras iniciativas no pueden ubicarse más que en ese
cuadro dado por Nuestro Señor Jesucristo. Estos principios fundamentales deben
determinar nuestra conducta en el apostolado. Espero que la Providencia me permita
volver a hablar de esto más detenidamente en otras cartas.
En consecuencia, no debe
haber oposición entre nuestra vida religiosa y nuestra vida apostólica. Salen
del mismo principio, se alimentan en las mismas fuentes y tienen el mismo fin.
La distinción entre la vida contemplativa y la vida activa, la vida religiosa y
la vida apostólica, no es adecuada. Se puede decir, con toda verdad, que la
vida contemplativa es esencialmente activa, con esa actividad sobrenatural y
espiritual que fue en primer lugar la vida de Nuestro Señor. Asimismo, se debe
decir que la vida religiosa y sacerdotal es esencialmente apostólica. El
breviario, la Santa Misa, son actos de la vida religiosa y sacerdotal
esencialmente misioneros y apostólicos, sin los cuales un apostolado exterior
no tiene sentido ni eficacia. Las dificultades probadas
entre las exigencias de la vida religiosa y las de la vida apostólica surgen a
menudo de la incomprensión y aún de la ignorancia de estas verdades primeras. Con estas consideraciones, deseo
que todos los miembros de la Congregación encuentren un reconfortamiento real y
un sostén en su apego a la vocación religiosa, sacerdotal y apostólica.
Que el Espíritu Santo, en
este tiempo del Concilio, reavive en nosotros las gracias que nos hacen verdaderos
religiosos, verdaderos sacerdotes, verdaderos apóstoles. Pidamos esto con
instancia a Nuestro Señor por medio del Santo e inmaculado Corazón de María.
Mons.
Marcel Lefebvre
(Carta del 11 de octubre de 1962 a los miembros
de la Congregación del Espíritu Santo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario