29 de noviembre de 1905, Tourcoing,Francia.
25 de marzo de 1991,
Martigny, Suiza
Misionero, Obispo, Delegado Apostólico. La trayectoria
de Monseñor Marcel Lefebvre (1905-1991) se inició como una hermosa línea
ascendente. Pío XII lo nombró Obispo de Senegal a los cuarenta y dos años, y
Delegado Apostólico para el África francesa a los cuarenta y tres. En 1962 fue elegido
Superior General de la Congregación del Espíritu Santo, que contaba con más de cinco
mil miembros. Juan XXIII lo designó Asistente al Solio Pontificio y miembro de
la Comisión central preconciliar. Durante el Concilio Vaticano II, Mons. Marcel
Lefebvre encabezó a la minoría.
Los dos decenios siguientes (1968-1988) no
disminuyeron ni su ritmo ni su reputación. Ocupó sin dificultad la primera
plana en los periódicos. La «Misa prohibida» que celebró en la feria de
muestras de Lille en el «verano caliente» de 1976 le procuró una popularidad
definitiva. Mientras Pablo VI denunciaba «el desafío lanzado a
las Llaves de San Pedro», Lille vivía algo nunca visto: cuatrocientos periodistas
de la prensa escrita, hablada y filmada, que habían venido de los cuatro puntos
cardinales, se agolpaban para arrancarle al Obispo una frase u oír una respuesta.
Eclipsó a las celebridades políticas y otras. Los Izvestia soviéticos le
pidieron a Pablo VI que amordazara al Obispo rebelde; el Primer Ministro
francés Jacques Chirac le suplicó a Marcel Lefebvre, «en nombre de Francia,
hija primogénita de la Iglesia», que se reconciliara con el Papa. Doce años después, tras haber dicho «no» a la
reunión interreligiosa convocada por Juan Pablo II en Asís, el Arzobispo
consagró a cuatro Obispos pese a la prohibición del Papa. Las cámaras de todas las cadenas de televisión del mundo mostraron la ceremonia del «gran desgarramiento», que le valió al Prelado de Écone la excomunión por «cisma».
¿Sería ése el destino del «Obispo de Hierro»? La carrera de este hijo de industriales (no
siderúrgicos sino textiles) del norte de Francia comenzó cuando, siendo
adolescente, Marcel Lefebvre se convirtió en el apóstol metódico de los conventillos, esas misérrimas viviendas con patios comunes de Tourcoing. Alumno del Seminario Francés de Roma en tiempos de Pío XI y ordenado sacerdote en 1929, coronó sus estudios con un doble doctorado en la Universidad
Gregoriana, tras lo cual el Cardenal Liénart destinó al doble doctor a un puesto de prueba: Vicario de un barrio obrero.
Sin embargo, en un giro inesperado, el joven
sacerdote decidió hacerse misionero, e hizo su noviciado en Orly bajo los helicópteros. Espiritano y con barba, lo encontramos en Gabón en 1932 como formador de los sacerdotes africanos del mañana, y luego como explorador
experimentado de las riberas del Ogooué y amigo del Doctor Schweitzer. La
guerra lo alistó primero contra Charles de Gaule He... Para reclutarlo luego
con las tropas de Leclerc, mientras que su padre moría deportado por sus
actividades en la resistencia. En 1945 volvió a Francia para su «batalla de
Norrnandía», en el Escolasticado de Mortain. ¡Adiós a las misiones! No por mucho
tiempo, porque cuando en Dakar el Vicario Apostólico presentó la dimisión de su
cargo, la autoridad superior fijó los ojos en Marcel Lefebvre. Consagrado Obispo
en 1947, fue nombrado Delegado Apostólico al año siguiente: diplomático sin ser
«de carrera».
De Marruecos a Antananarivo, de Dakar a Gao,
viajando a veces en sus vuelos en compañía de Francois Mitterrand, se convirtió
en un Obispo itinerante y en un perspicaz observador de la realidad africana,
sobre la que informaba a Pío XII. De 1948 a 1962 Monseñor Marcel Lefebvre se
encontró en el centro de los debates sobre la descolonización y la
independencia, organizando una jerarquía católica autóctona: tres de sus
antiguos alumnos de Libreville fueron ascendidos al episcopado. En Dakar, las directivas del Arzobispo fueron de una
decidida modernidad, que contrastaba con la imagen que luego se harían algunos del
«Obispo tradicionalista». «Hay que saber -recomendaba- obsoleto y esclerótico,
que cierra los ojos materialismo y al ateísmo que invade a la juventud». Ése era el hombre a quien Angelo Roncalli, Nuncio en
París futuro Juan XXIII, solía recibir
en la nunciatura; el hombre al que René Coty recibió en el Elíseo, y a quien Charles de Gaulle consultó en repetidas ocasiones; el hombre que trataba con el Presente norteamericano Lyndon Johnson, y se hacía ayudar a Misa para el Presidente irlandés Eamon de Valera.
No obstante (¡nobleza obliga!) Monseñor Lefebvre tuvo que abandonar África. Nombrado Arzobispo-obispo de Tulle, donde sirvió a encontrar
con Jacques Chirac, estuvo muy cerca de sus sacerdotes, a quienes visitaba en
sus casas parroquiales, y que lo consideraban «un excelente Obispo práctico, de
una presencia extraordinaria Elegido resueltamente como Superior General de los
Padres del Espíritu Santo, emprendió en su Congregación una obra de saneamiento que le
ganó amistades y enemistades. Pero todos, partidarios adversarios, estaban de acuerdo en reconocer en él una incontestable aura de
singular encanto, una formidable prestancia y una paternidad amante y amada. En el aula conciliar, no pudiendo resignarse a ser
espectador pasivo de la gran fisura que se abría en la Iglesia en pleno aggiornamento, convirtió en el estratega de una encarnizada batalla, relatada con pasión por
los medios de comunicación; y varias veces lo que llegó a denominarse el «efecto Lefebvre» invirtió el rumbo de las cosas.
En 1968, a sus sesenta y tres años, por negarse a
avalar lo que consideraba el auto destrucción de su Congregación, Monseñor Lefebvre se vio en la calle, maleta en mano, como «Obispo desocupado». A él se dirigieron, en plena crisis del sacerdocio, las vocaciones
desamparadas: « ¡Monseñor -le decían-, haga algo por vosotros. Funde un seminario!».¿Sabía
él adónde lo iban a llevar esas súplicas, qué virtualidades e su gracia
episcopal lo obligarían a desplegar y hasta qué punto? Pero los hechos hablaron por sí
mismos: con el viento en contra, pero rodeado de toda una juventud, el anciano
emprendedor recomenzó de cero y creó una obra sacerdotal aprobada por la
Iglesia. No tardó en contar con una descendencia de más de cuatrocientos sacerdotes y de doscientos religiosos y religiosas, presentes en los cinco continentes.¿De dónde venía la energía de ese optimismo
emprendedor? Seguramente de la virtud de su raza, porque al tenaz
flamenco se le superponía el industrioso faber (<<obrero, artesano, herrero»), como lo indicaban desde hacía tres siglos el nombre y la profesión de los Lefebvre. Pero ¿no sería Marcel un heredero de otro orden? La hipótesis podríadar la clave sobre el destino excepcional del Prelado, a quien los medios de comunicación presentaron como el «soldado solitario» por excelencia, y que sin embargo siempre afirmó no haber actuado
nunca según sus ideas personales.
Nos hemos dedicado, pues, a una labor de búsqueda
meticulosa de testimonios y documentos que permitan esclarecer el itinerario
del Arzobispo no conformista. Había que sopesar todas las influencias ejercidas en la adolescencia y en la juventud clerical de aquél que llegaría a ser el hombre menos influenciable del mundo. Hemos querido recurrir a todas las fuentes de archivos accesibles y abrirlos de par en par a nuestro lector.
Con el fin de mantenemos en el rigor que impone el
método histórico, hemos confrontado sin cesar las afirmaciones y los recuerdos de un
prelado que, durante dos decenios decisivos en la evolución de una Iglesia en
mutación, comentó minuciosamente a sus seminaristas cada novedad eclesial y
explicó cada una de sus reacciones y decisiones, a medida que se aceleraba, con
el correr de los años, el movimiento giratorio de un torbellino de
acontecimientos que él dominaba tanto más hábilmente cuanto más dócilmente se dejaba
conducir por su curso.
Así nos veremos llevados a perfilar los móviles
profundos de la acción sorprendente de este Obispo fuera de serie y a penetrar
en los repliegues de una personalidad que los mejores observadores han pintado
como llena de fuertes contrastes: a la vez tímido y audaz, conciliador e
intratable, dogmático y pragmático. ¿Lograremos discernir la unidad oculta de esta
figura que no es monolítica? Para intentado, no hemos dudado en recibir el
testimonio de los enemigos más irreductibles del Arzobispo, que fueron, en
cierto sentido, los amigos que más espontáneamente lo admiraron.
Tal vez entonces el lector pueda descubrir con
nosotros, página tras página, el secreto de Monseñor Marcel Lefebvre, el
misterio de un hombre cuya extraordinaria seguridad en sí mismo sólo se debió a
su absoluta seguridad en Dios.
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