"Sacrorum Antistitum"
Motu Proprio
SAN PÍO X
(Algunas normas para rechazar el peligro del
modernismo)
Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica.
(Segunda Parte)
La asistencia a Congresos y Asambleas.
»V.-Ya hemos citado los Congresos y las Asambleas, como lugares en los
que los modernistas tratan de defender y propagar públicamente su pensamiento.
»De ahora en adelante, los Obispos no permitirán, sino por rara
excepción, que se celebren asambleas de sacerdotes. Y aun en el caso de
permitirlas, que sólo sea con la condición de que no se trate en ellas de
asuntos que únicamente competen a los Obispos o a la Sede Apostólica; que nada
se proponga o se reclame en detrimento de la potestad sagrada; que en absoluto
se hable en ellas de nada que huela a modernismo, a presbiterianismo o a laicismo.
»A estas asambleas o congresos, autorizados uno a uno por escrito y en
momento adecuado, no deberá asistir ningún sacerdote de otra diócesis a quien
su Obispo no se lo permita por escrito.
»Los sacerdotes deberán siempre tener presente la seria advertencia de
León XIII (8): La autoridad de sus Obispos ha de ser santa para los sacerdotes;
tengan por cierto que, si el ministerio sacerdotal no se ejerce bajo el
magisterio de los Obispos, no será ni santo, ni eficaz, ni limpio.
El
Consejo de Vigilancia.
»VI.- ¿De qué serviría, Venerables Hermanos, que diésemos órdenes y
preceptos, si no se observaran puntual y decididamente? Para tener la alegría
de ver que estas prescripciones se cumplen, Nos ha parecido conveniente
extender a todas las diócesis lo que, ya hace años, decidieron los Obispos de
la Umbría (9): Para arrancar los errores que se han difundido y para evitar que
se sigan divulgando o que sigan surgiendo maestros de impiedad que mantengan
vivos los perniciosos efectos que ha producido esta divulgación, el Santo
Sínodo determina que. siguiendo el ejemplo de San Carlos Borromeo, en cada
di6cesis se cree un Consejo compuesto por sacerdotes de uno y otro clero, cuyo
cometido sea estar atentos para ver qué nuevos errores nacen y con qué nuevas
técnicas se difunden, e informar de ello al Obispo, para que. Debidamente
asesorado, ponga los remedios que apaguen el mal desde su mismo comienzo. a fin
de que no se divulgue haciendo cada vez más daño a las almas. o que no eche
raíces y crezca, lo cual sería peor.
»Este Consejo, que queremos se llame de vigilancia, mandamos que sea
creado cuanto antes en cada una de las diócesis. Las personas que de él formen
parte, cumplirán con su cometido del mismo modo que hemos establecido para los
censores. Cada dos meses tendrán una reunión con el Obispo; lo que en esa
reunión traten o decidan será secreto.»Por razón de su oficio, tendrán las
siguientes atribuciones: estar alerta para descubrir cualquier indicio de
modernismo en los libros y en la enseñanza; determinar, con prudencia. Pero con
rapidez y eficacia, lo que sea preciso para conservar sano el clero y la gente
joven. »Tengan cuidado con los vocablos de nuevo cuño, y recuerden los consejos
de León XIII (10): No se deberá tolerar en escritos católicos los modos de
decir que siguiendo la corriente a las novedades malas, se burlen de la piedad
de los fieles, propongan un nuevo estilo de vida cristiana, unos nuevos
preceptos de la Iglesia, unas nuevas aspiraciones espirituales, una nueva
vocación social del clero, Una nueva civilización cristiana, y otras muchas
cosas parecidas. Nada de esto Se tolerará ni en los libros ni en las
conferencias.
Las Sagradas Reliquias y las tradiciones piadosas.
»No se olviden de prestar atención a los libros que tratan de tradiciones
piadosas locales o de las Sagradas Reliquias. No consentirán que en periódicos
o revistas piadosas se hable de estos temas sin respeto o con desprecio, ni
pretendiendo dar criterio, principalmente -como ocurre con frecuencia-, si se
afirma que son cosas relativas o se emiten opiniones basadas en prejuicios.
»Acerca de las Sagradas Reliquias, hay que tener en cuenta lo
siguiente: si los Obispos -que son los únicos que tienen esta facultad- saben
con certeza que una reliquia no es auténtica, la deben retirar del culto de los
fieles; si una reliquia no tiene su «auténtica» (certificado de autenticidad),
por haberse perdido en alguna revolución civil o por alguna otra causa, no se
deberá proponer al culto público hasta que el Obispo no la haya debidamente
reconocido. No se echará mano del argumento de prescripción o de presunción
fundada sino cuando se pueda basar en la antigüedad del culto, como recomienda
el Decreto de la Congregación para las Indulgencias y para las Sagradas
Reliquias, del año 1896: Las reliquias antiguas se deben seguir venerando como
siempre, a no ser que en un caso particular haya motivos para pensar que son
falsas.
»Cuando se trate de juzgar las tradiciones piadosas, se deberá tener
presente que la Iglesia ha obrado en esto siempre con tanta prudencia, que no
permite que estas tradiciones se pongan por escrito si no es con toda cautela y
sin antes hacer la declaración mandada por Urbano VIII; y aun actuando así, no
afirma la verdad del hecho: se limita a no prohibir que se crea en él, a no ser
que para ello falten argumentos humanos. La Sagrada Congregación de Ritos, hace
treinta años decretaba (11): Esas apariciones o revelaciones no fueron ni
aprobadas ni condenadas por la Sede Apostólica, que solamente permite que se
crea piadosamente en ellas con fe humana, conforme a la tradición de que gozan,
confirmada por testimonios y documentos apropiados. Quien se atenga a esto nada
debe temer, pues la devoción a alguna aparición, en lo que respecta al hecho,
lleva implícita la condición de que ese hecho sea verdad, y entonces se llama
relativa; pero también se llama y es absoluta porque se fundamenta en la
verdad, ya que se dirige a las personas de los Santos que se quiere honrar.
Esto mismo se ha de decir de las Reliquias.
»Por último, encomendamos a este Consejo de vigilancia que no pierda de
vista en ningún momento a las instituciones sociales ya los escritos sobre
cuestiones sociales, para que no se introduzca en ellos nada de modernismo,
sino que se atengan a las prescripciones de los Romanos Pontífices.
Ultimas recomendaciones.
» VII.-Para que no caiga en olvido lo que aquí mandamos, deseamos y
ordenamos que todos los Obispos, en el plazo de un año después de publicado
este documento, y más adelante cada tres años, manden un informe detallado y
jurado a la Sede Apostólica acerca de todos los extremos que en esta Carta
hemos desarrollado; asimismo lo harán acerca de las doctrinas que estén de
actualidad entre el clero, de modo particular en los Seminarios y en los demás
Institutos católicos, incluidos los que no estén sometidos a la autoridad del
Ordinario. Lo mismo ordenamos a los Superiores Generales de las Órdenes Religiosas».
La enseñanza en los Seminarios y Noviciados.
Confirmamos todo esto, urgiéndolo en conciencia, contra quienes,
sabedores de ello, no obedezcan; y añadimos algunas particularidades que se
refieren a los alumnos de los Seminarios ya los novicios de los Institutos
religiosos.
En los Seminarios, las enseñanzas deben de estar programadas de modo
tal que toda su planificación lleve a formar sacerdotes dignos de llevar ese
hombre. No se puede pensar que la combinación de todas las enseñanzas vaya a ir
en detrimento de la piedad. Todo ello toma parte en la formación, y son como
las palestras en donde con una preparación diaria se ejercita la sagrada
milicia de Cristo. Para conseguir un ejército bien entrenado, dos cosas son
absolutamente necesarias: la doctrina que cultiva la mente y la virtud que
perfecciona el alma. La una exige que los jóvenes alumnos seminaristas se
instruyan en aquello que tiene más íntima relación con los estudios de las
cosas divinas; la otra exige una singular categoría en la virtud y en la
constancia. Observen, pues, quienes enseñan las asignaturas y la piedad, qué
esperanzas da cada uno de los alumnos, y examinen las disposiciones que cada
cual tiene; vean si se dejan llevar por su manera de ser, si son proclives al
espíritu profano; si tienen disposiciones para ser dóciles, inclinados a ser
piadosos, si no son dados a tenerse en buen concepto, si saben aprender lo que
se les enseña; miren si van hacia la dignidad sacerdotal con rectitud de
intención, o si se mueven por razones humanas; observen, por último, si poseen
la santidad y la doctrina convenientes para esa vida; si faltara algo de esto,
miren si al menos se podría asegurar que se proponen adquirirlo con decisión.
Ofrecen no pocas dificultades estas averiguaciones; si les faltan las virtudes
alas que Nos hemos referido, cumplirán los actos de piedad hipócritamente, y se
someterán a la disciplina sólo por temor y no por convencimiento interior.
Quien obedezca servilmente o rompa la disciplina por superficialidad o por rebeldía,
está muy lejos de poder desempeñar el sacerdocio santamente. No se puede pensar
que quien menosprecia la disciplina en casa no se apartará de ningún modo de
las leyes públicas de la Iglesia. Si un Superior ve que algún muchacho está en
estas malas disposiciones, adviértale de ello una y otra vez y, después de la
experiencia de un año, si ve que no se corrige, deberá dimitirlo y ni él ni
ningún otro Obispo lo volverán a admitir.
Condiciones para acceder al sacerdocio.
Hay dos cosas que se requieren absolutamente para promover a alguien al
sacerdocio; una vida limpia junto con una doctrina sana. No se olvide que los
preceptos y consejos que los Obispos dirigen a quienes se inician en las
sagradas Ordenes, también se aplican a quienes se preparan para ellas: «Hay que
procurar que estos elegidos estén adornados de sabiduría celestial, de buenas
costumbres y de una continua observancia de la justicia. ..Que sean honestos y
maduros en ciencia y en obras..., que en ellos brille toda forma de justicia.»
Habríamos dicho ya bastante acerca de la honestidad de vida, si no
fuera porque no es fácil separarla de la doctrina que cada cual asimile y las
opiniones propias que defienda. Mas, como se dice en el libro de los
Proverbios: Al hombre se le conoce por su sabiduría (12); y como dice el
Apóstol: Quien... no permanece en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios (13).
Cuando hay que dedicarse a aprender tantas y tan variadas cosas como nuestro
tiempo enseña, de nada mejor se puede echar mano que de las luces que
proporciona el progreso humano. Así, pues, si quienes forman parte del clero
quieren llevar a cabo su tarea según exigen estos tiempos, si quieren con fruto
exhortar a la sana doctrina y argumentar contra quienes la impugnan (14), si
quieren aprovechar \ para la Iglesia las realizaciones del genio humano, es
necesario que adquieran ciencia y no una ciencia vulgar, y es necesario que se
mantengan firmes en la doctrina. Hay que luchar contra enemigos bien
preparados, que con frecuencia unen un alto nivel de estudios a una ciencia
construida con astucia, cuyas teorías erróneas y vibrantes están expuestas con
gran aparato de palabras, para que parezca que están diciendo algo nuevo y
peregrino. Por eso hay que preparar seriamente las armas, es decir, han de
adquirir gran riqueza de doctrina todos aquellos que se disponen a pelear en
una tarea santísima y particularmente ardua.
Como la vida del hombre es tan limitada, que apenas si puede tomar un
sorbo del abundante manantial que es el conocimiento de las cosas, hay que
moderar el ansia de aprender y recordar estas palabras de San Pablo: no
elevarse por encima de lo debido (15). Por esta razón, como los clérigos tienen
la obligación de estudiar mucho y seriamente, ya en lo que se refiere a las
Escrituras, como a la Fe, a las costumbres, a la piedad y al culto -la así
llama- da ascética-, ya lo que se refiere a la historia de la Iglesia, el
derecho canónico, a la elocuencia sagrada; con objeto de que los jóvenes no
distraigan su tiempo con otras cuestiones, recortándolo de lo que es su
principal estudio, prohibimos terminantemente que lean periódicos y revistas,
por buenas que sean; los Superiores que no cuiden extremadamente esto, han de
sentir gravemente culpable su conciencia.
Medidas contra la infiltración del modernismo.
Para evitar toda posibilidad de que el modernismo se infiltre
disimuladamente, queremos no sólo que se observe lo que decíamos en el número
segundo más arriba transcrito, sino que además mandamos que cada doctor, al
acabar los estudios de su segundo año, presente a su Obispo el texto que se
propone explicar, o las cuestiones o tesis que va a exponer; aparte de esto, se
deberá observar cómo lleva sus clases durante un año; si se ve que se aparta de
la buena doctrina, esto será motivo para que se le haga abandonar la docencia.
Por último, aparte de la profesión de fe, habrá de entregar a su Obispo el
juramento, cuya fórmula se incluye más adelante, debidamente firmado.
También entregarán a su Obispo este juramento, además de la profesión
de Fe, con la fórmula prescrita por Nuestro Antecesor Pío IV, y las
definiciones añadidas por el Concilio Vaticano I:
I.-Los clérigos que se inician en las Ordenes mayores; a cada uno de
ellos habrá que entregarle antes un ejemplar de la profesión de fe y otro del
juramento, para que lo consideren detenidamente y conozcan también la sanción
que lleva consigo la violación del juramento, como más adelante diremos.
II.-Los sacerdotes que se destinen a oír confesiones y los oradores sagrados,
antes de que se les conceda autorización para ejercer sus funciones.
III.-Los Párrocos, Canónigos, Beneficiarios, antes de tomar posesión de
su beneficio.
IV.-Los oficiales de las curias episcopales y de los tribunales
eclesiásticos, incluidos el Vicario general y los jueces.
V.-Los predicadores en tiempo de Cuaresma.
VI.-Todos los oficiales de las Congregaciones Romanas o de los
tribunales, ante el Cardenal Prefecto o el Secretario de la Congregación o
tribunal correspondiente.
VII.-Los Superiores y doctores de las Familias Religiosas y de las
Congregaciones, antes de tomar posesión de su cargo.
La profesión de fe a que nos hemos referido y el documento impreso con
el juramento han de ser expuestos en un tablón de anuncios especial en las Curias
episcopales y en las oficinas de todas las Congregaciones Romanas. Si alguien
osara violar este juramento -lo que Dios no permita- será acusado ante el
Tribunal del Santo Oficio.
“JURAMENTO CONTRA LOS ERRORES DEL MODERNISMO.”
Yo..., abrazo y acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han
sido definidas, afirmadas y declaradas por el Magisterio inerrante de la
Iglesia, principalmente aquellos puntos de doctrina que directamente se oponen
a los errores de la época presente. y en primer lugar: profeso que Dios,
principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido y, por
tanto, también demostrado, como la causa por sus efectos, por la luz natural de
la razón mediante las cosas que han sido hechas, es decir, por las obras visibles
de la creación. En segundo lugar: admito y reconozco como signos certísimos del
origen divino de la religión cristiana los argumentos externos de la
revelación, esto es, hechos divinos, y en primer término, los milagros y las
profecías, y sostengo que son sobremanera acomodados a la inteligencia de todas
las épocas y de los hombres, aun los de este tiempo. En tercer lugar: creo
igualmente con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra
revelada, fue próxima y directamente instituida por el mismo verdadero e
histórico Cristo, mientras vivía entre nosotros, y que fue edificada sobre
Pedro, príncipe de la jerarquía apostólica, y sus sucesores para siempre.
Cuarto: acepto sinceramente la doctrina de la fe transmitida hasta nosotros
desde los Apóstoles por me- dio de los Padres ortodoxos siempre en el mismo
sentido y en la misma sentencia; y por tanto, de todo punto rechazo la
invención herética de la evo- lución de los dogmas, que pasarían de un sentido
a otro diverso del que primero mantuvo la Iglesia; igualmente condeno todo
error, por el que al dep6- sito divino, entregado a la Esposa de Cristo y que
por ella ha de ser fielmente custodiado, sustituye un invento filosófico o una
creación de la conciencia humana, lentamente formada por el esfuerzo de los
hombres y que en adelante ha de perfeccionarse por progreso indefinido. Quinto:
Sostengo con toda certeza y sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento
ciego de la religión que brota de los escondrijos de la subconsciencia, bajo
presión del corazón y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un
verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida por fuera por
oído, por el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas,
atestiguadas y reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo
creemos por la autoridad de Dios, sumamente veraz
» También me someto con la debida reverencia y de todo corazón me
adhiero alas condenaciones, declaraciones y prescripciones todas que se
contienen en la Carta Encíclica Pascendi y en el Decreto Lamentabili,
particularmente en lo relativo a la que llaman historia de los dogmas.
»Asimismo repruebo el error de los que afirman que la fe propuesta por
la Iglesia puede repugnar a la historia, y que los dogmas católicos en el
sentido en que ahora son entendidos, no pueden conciliarse con los auténticos
orígenes de la religión cristiana. Condeno y rechazo también la sentencia de aquellos que dicen que el
cristiano erudito se reviste de doble personalidad, una de creyente y otra de
historiador, como si fuera lícito al historiador sostenerlo que contradice a la
fe del creyente, o sentar premisas de las que se siga que los dogmas son falsos
y dudosos, con tal de que éstos no se nieguen directamente. Repruebo igualmente
el método de juzgar e interpretar la Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta
la tradici6n de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede
Apostólica, sigue los delirios de los racionalistas y abraza no menos libre que
temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema. Rechazo además
la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la historia de la
teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar antes a un lado la
opini6n preconcebida, ora sobre el origen sobrenatural de la tradición
católica, ora sobre la promesa divina de una ayuda para la conservación perenne
de cada una de las verdades reveladas, y que además los escritos de cada uno de
los Padres han de interpretarse por los solos principios de la ciencia,
excluida toda autoridad sagrada, y con aquella libertad de juicio con que
suelen investigarse cualesquiera monumentos profanos. De manera general,
finalmente, me profeso totalmente ajeno al error por el que los modernistas
sostienen que en la sagrada tradición no hay nada divino, o lo que es mucho
peor, lo admiten en sentido panteístico, de suerte que ya no quede sino el
hecho escueto y sencillo, que ha de ponerse al nivel de los hechos comunes de
la historia, a saber: unos hombres que por su industria, ingenio y diligencia,
continúan en las edades siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus
Apóstoles. Por tanto, mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la
mantendré hasta el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la
verdad, que está, estuvo y estará siempre en la sucesión del episcopado .desde
los Apóstoles (16); no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda
parecer conforme a la cultura de cada época, sino para que nunca se crea de
otro modo, nunca de otro modo se entienda la verdad absoluta e inmutable
predicada desde el principio por los Apóstoles (17).
»Todo esto prometo que lo he de guardar íntegra y sinceramente y
custodiar inviolablemente sin apartarme nunca de ello, ni enseñando ni de otro
modo cualquiera de palabra o por escrito. Así lo prometo, así lo juro, así me
ayude Dios, etc.»
LA PREDICACIÓN SAGRADA.
Como quiera que después de una detenida observación Nos hemos dado
cuenta de que sirven de poco los cuidados que los Obispos ponen para que se
predique la Palabra, y esto no por culpa de los oyentes, sino más bien por
causa de la arrogancia de los predicadores, que exponen la palabra de los
hombres y no la de Dios, hemos creído oportuno divulgar en lengua latina, y
recomendar a los Ordinarios el documento que, por mandato de Nuestro Predecesor
León XIII, fue publicado por la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, el
día 31 de julio de 1894, y enviado a los Ordinarios de Italia ya los Superiores
de las Familias y Congregaciones Religiosas :
Piedad
y doctrina.
1. º «En primer lugar, por lo que se refiere a las virtudes de que
deben estar adornados de manera muy eminente los oradores sagrados, tengan buen
cuidado los Ordinarios y los Superiores de las Familias religiosas de no
confiar es santo y salutífero ministerio de la palabra divina a quienes no sean
piadosos con Dios ni amen a Jesucristo, Hijo de Dios y Señor nuestro, y no
desborden de sí esta piedad y este amor. Si estas dotes faltan en los
predicadores de la doctrina católica, no conseguirán ser más que bronces que resuenan
o unos címbalos que tañen (18) ; jamás les debe faltar aquello de lo que
procede la fuerza y la eficacia de la predicación evangélica, es decir, el celo
por la gloria de Dios y por la salvación eterna de las almas. Esta necesaria
piedad que deben tener los oradores sagrados ha de traslucirse muy
particularmente en la manera de manifestarse su vida, no vaya a ser que la
conducta de quienes predican esté en contradicción con lo que recomiendan sobre
los preceptos y las costumbres cristianas, y no destruyan con obras lo que
edifican de palabra. Esa piedad no debe resentirse de nada profano: debe estar
adornada de gravedad, para que se vea que de verdad son ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios (19). De lo contrario, como acertadamente
advierte el Doctor Angélico: si la doctrina es buena y el predicador es malo,
éste es ocasión de blasfemia de la doctrina divina (20). Pero a la piedad y las
demás virtudes cristianas no les debe faltar ciencia; es evidente por sí, y la
experiencia así lo confirma, que quienes no poseen abundante doctrina
-principalmente doctrina sagrada- no pueden expresarse con sabiduría, no con
rigor sistemático, ni con fruto; y tampoco quienes confiados en su innata
facilidad de palabra, suben al púlpito con desenfado, casi sin prepararse.
Estos ciertamente dan palos en el vacío, e inconscientemente son causa de que
la palabra divina sea despreciada y objeto de burla; a ellos se les pueden
aplicar sin restricción las palabras divinas: Ya que tú has rechazado la ciencia,
yo te rechazaré también, para que no ejerzas mi sacerdocio (21)»
«Predicad
el Evangelio...»
2º. - «Por consiguiente, que los Obispos y los Ordinarios de las
Familias religiosas no confíen el ministerio de la palabra a ningún sacerdote,
sin que antes les conste que tiene una notable cantidad de piedad y de
doctrina. Vigilen atentamente para que sólo hablen de las cosas que son propias
de la predicación divina. En qué consisten estas cosas lo dijo el mismo Cristo
nuestro Señor: Predicad el Evangelio... (22). Enseñándoles a observar todo lo
que os he mandado (23). A lo cual Santo Tomás comenta: Los predicadores deben
dar luz en lo que hay que creer, orientar en lo que hay que hacer, decir lo que
hay que evitar, y ya apremiando, ya exhortando, no cesar de predicar a los hombres
(24). El Concilio de Trento dice: Poniéndoles de manifiesto los vicios que
deben abandonar, y las virtudes que les conviene adquirir, para que puedan
eludir la pena eterna y alcanzar la gloria del cielo (25). Todo esto lo resumió
Pío IX escribiendo así: Predicando a Cristo crucificado, y no a sí mismos,
anuncien al pueblo con claridad y sencillez los dogmas y preceptos de nuestra
santa religión, valiéndose de un lenguaje serio y elegante; expongan a todos
con detalle cuáles son sus correspondientes deberes, aparten a todos del
pecado, enciéndalos en piedad; de esta forma, los fieles, alimentados con la
palabra de Dios, se apartarán de todos los vicios, se sentirán inclinados a la
virtud y podrán verse a salvo de las penas eternas y alcanzarán la gloria del
cielo (26). De todo esto resulta evidente que los temas sobre los que hay que
predicar son el Símbolo de los Apóstoles, la ley de Dios, los Mandamientos de
la Iglesia, los Sacramentos, las virtudes y los vicios, los deberes de estado, los
Novísimos del hombre, y las demás verdades eternas».
Más
sermones y menos «conferencias»
3º - «Pero no es raro que a los modernos ministros de la palabra divina
se les dé poco de esta riquísima e importantísima cantidad de cosas; las dejan
de lado como si fueran algo desusado e inútil y casi las rechazan. Se han dado
cuenta de que estas cosas que hemos citado no son precisamente las más
apropiadas para arrancar esa popularidad que tanto apetecen; buscan sus propias
cosas, no las cosas de Jesucristo (27), y esto lo hacen incluso durante los
días de cuaresma y en los demás tiempos solemnes del año. No sólo le cambian el
nombre a todo, sino que ahora sustituyen los sermones de siempre por una
especie de discursos poco adecuados para dirigirse a las mentes, a los que
llaman CONFERENCIAS, que se prestan más a elucubraciones que a mover las
voluntades ya estimular las buenas costumbres. No se convencen de que los
sermones morales aprovechan a todos, mientras que las conferencias apenas si
son de provecho para unos pocos; si en la predicación se lleva a cabo un examen
detenido de las costumbres, inculcando la castidad, la humildad, la docilidad a
la autoridad de la Iglesia, de por sí se rectificarán las ideas equivocadas en
la fe y se dará acogida a la luz de la verdad con mejor disposición de ánimo.
Los conceptos equivocados que muchos tienen sobre la religión, sobre todo entre
los mismos católicos, se deben achacar más a las malas inclinaciones de la concupiscencia
que a una actitud errada de la inteligencia, como afirman estas palabras
divinas: Del corazón salen los malos pensamientos. ..las blasfemias (28).
Haciendo referencia a las palabras del Salmista: Dijo el insensato en su
corazón: Dios no existe (29), San Agustín comenta: en su corazón no en su cabeza».
Predicar
con sencillez.
4º - «De todas formas no hay que tomar lo que hemos dicho como si estas
maneras de dirigir la palabra sean por sí reprobables, sino por el contrario,
si se hace bien, pueden ser grandemente útiles e incluso necesarias para combatir
los errores con que la religión es atacada. Pero hay que eliminar absolutamente
del púlpito las maneras pomposas de hablar, que no hacen más que dar vueltas a las
cosas en vez de animar a la buena conducta; que se refieren a lo que es más
propio de la sociedad civil que de la religión; que miran más a la elegancia en
el decir que. al logro de frutos. Todas estas cosas son más propias de ensayos
literarios y de discursos académicos, pero no concuerdan en absoluto con la
dignidad y la categoría de la casa de Dios. Los Discursos o conferencias que
tienen por objeto defender la religión contra los ataques de los enemigos aun
cuando a veces sean necesarios, no son cosa que esté al alcance de todos, sino
que hay que ser muy capaz para ello. Pero incluso estos eximios oradores se han
de andar con gran cautela, pues estas defensas de la religión sólo convienen si
así lo aconsejan las circunstancias de lugar, de tiempo y de género de oyentes,
y cuando se vea que no van a quedar infructuosas: es innegable que el juicio
acerca de la oportunidad o no, corresponde a los Ordinarios. Además, en esta
clase de discursos confíese más en la fuerza de la doctrina sagrada que en las
palabras de la sabiduría humana; que la exposición tenga fuerza y sea lúcida,
no ocurra que en las mentes de los oyentes queden grabadas más profundamente
las teorías falsas que la verdad que se les opone, o que sobresalgan más las
objeciones que las respuestas. De manera especial habrá que no abusar de estos
discursos, sustituyendo por ellos a los sermones, como si éstos fuesen de menor
categoría y menos eficaces, dejándolos, por consiguiente, para predicadores y
oyentes vulgares; es muy cierto que a la gran masa de fieles les son altamente
necesarios los sermones sobre las buenas costumbres, pero esto no quiere decir
que deban tener menos categoría que los discursos apologéticos; de manera que
los sermones se han de predicar por oradores de gran prestigio, sin tener en
cuenta si el público oyente es de lo más elegante o de lo más corriente, y, al
menos de vez en cuando, se deberán organizar estos sermones con especial
cuidado. Si no se hace así, la mayoría de los fieles estará siempre oyendo
hablar de los errores, que casi todos ellos detestan; pero nunca oirá hablar de
los vicios y pecados que a ellos y a todos nos acechan y manchan».
La
Sagrada Escritura, fuente de predicación.
5º. - Cuando el tema escogido para los sermones no es desacertado, hay
otras cosas, muy graves, que producen lástima, si se consideran el estilo y la
forma del discurso. Como espléndidamente dice Santo Tomás de Aquino, para que
de verdad sea luz del mundo, el predicador de la palabra divina ha de reunir
tres condiciones: primero, la solidez de doctrina, para no desviar de la
verdad; segundo, claridad de exposición, para que su enseñanza no sea confusa;
tercero, eficacia, para buscar la alabanza de Dios y no la suya propia (30).
Pero la verdad es que, las más de las veces, la forma de hablar hoy día no está
poco lejos de esas claridad y sencillez evangélicas que deben ser sus
características, sino ...Que más bien está toda cifrada en filigranas oratorias
y en temas abstractos, que Superan la capacidad de entender del pueblo
corriente. Es cosa verdaderamente lamentable, dan ganas de llorar con e las
palabras del profeta: Las criaturas pidieron pan y no hubo quien se lo diera
(31). Y también es muy te triste que con frecuencia falte en los sermones
contenido religioso, ese soplo de piedad cristiana, esa fuerza divina y esa
virtud del Espíritu Santo que mueve las almas y las impulsa hacia el bien: para
conseguir esta fuerza y esta virtud, los predicadores sagrados siempre han de
tener presentes las palabras del Apóstol: Mi palabra y mi predicación no
consisten en persuasivos vocablos de sabiduría humana, sino en mostrar el espíritu
y la virtud (32). Quienes confían en persuasivos vocablos de sabiduría humana,
casi nada o nada tienen en cuenta la palabra divina ni las Sagradas Escrituras,
que ofrecen el más poderoso y abundante manantial para la predicación, como no
hace mucho tiempo enseñaba León XIII, con estas importantes palabras: «Esta
característica virtud de las Escrituras, que procede del soplo del Espíritu
Santo, es la que da autoridad al orador sagrado, le otorga la libertad de
apostolado, le confiere una elocuencia viva y convincente. Quienquiera que
esgrime al hablar el espíritu y la fuerza de la palabra divina, ése no habla
sólo con palabras, sino con firmeza, con el Espíritu Santo y lleno de confianza
(33). Hay que decir que actúan a la ligera y con imprudencia quienes predican
sus sermones y enseñan los preceptos divinos como si solamente utilizaran
palabras de ciencia y de prudencia humanas, apoyándose más en sus propios
argumentos que en los divinos. La oratoria de éstos, aun cuando sea brillante,
necesariamente carecerá de vigor y será fría, puesto que le falta el fuego de
la palabra de Dios, y por eso estará lejos de tener esa fuerza que es propia de
la palabra divina: Viva es la palabra de Dios, y eficaz, y penetrante como una
espada de doble filo que llega hasta los entresijos del alma (34). Además de
que las personas más sabias están de acuerdo en que las Sagradas Escrituras son
de una maravillosa, variada y rica elocuencia, adecuada a las cosas más
grandes, San Agustín también lo comprendió así y habló de ello ampliamente
(35); incluso es algo que se pone en evidencia en los oradores sagrados de
mayor categoría, y quienes deben su fama a una asidua frecuentación ya una
piadosa meditación de los Libros Sagrados así lo afirmaron, dando gracias a
Dios (36)». »La Biblia es, pues, la principal y más asequible fuente de elocuencia
sagrada. Pero quienes se constituyen en pregoneros de novedades, no alimentan
el acervo de sus discursos de la fuente de agua viva, sino que insensatamente y
equivocados se arriman a las cisternas agrietadas de la sabiduría humana; así,
dando de lado a la doctrina inspirada por Dios, o ala de los Padres de la
Iglesia y a la de los Concilios, todo se les vuelve airear los nombres y las
ideas de escritores profanos y recientes, que toda- vía viven: estas ideas dan
lugar con frecuencia a interpretaciones ambiguas o muy peligrosas».
Buscar
el fruto sobrenatural en la predicación.
»Otra manera de hacer daño es la de quienes hablan de las cosas de la
religión como si hubiesen de ser medidas según los cánones y las conveniencias
de esta vida que pasa, dando al olvido la vida eterna futura: hablan
brillantemente de los beneficios que la religión cristiana ha aportado a la
humanidad, pero silencian las obligaciones que impone; pregonan la caridad de
Jesucristo nuestro Salvador, pero nada dicen de la justicia. El fruto que esta
predicación produce es exiguo, ya que, después de oírla, cualquier profano
llega a persuadirse de que, sin necesidad de cambiar de vida, él es un buen
cristiano con tal de decir: Creo en Jesucristo (37)». <<¿Qué clase de
fruto quieren obtener estos predicadores? No tienen ciertamente ningún otro
propósito más que el de buscar por todos los medios ganarse adeptos
halagándoles los oídos, con tal de ver el templo lleno a rebosar, no les
importa que las almas queden vacías. Por eso es por lo que ni mencionan el
pecado, los novísimos, ni ninguna otra cosa importante, sino que se quedan sólo
en palabras complacientes, con una elocuencia más propia de un arenga profana
que de un sermón apostólico y sagrado, para conseguir el clamor y el aplauso;
contra estos oradores escribía San Jerónimo: Cuando enseñes en la Iglesia,
debes provocar no el clamor del pueblo, sino su compunción: las lágrimas de
quienes te oigan deben ser tu alabanza (38). Así también estos discursos se
rodean de un cierto aparato escénico, tengan lugar dentro o fuera de un lugar
sagrado, y prescinden de todo ambiente de santidad y de eficacia espiritual. De
ahí que no lleguen a los oídos del pueblo, y también de muchos del clero, las
delicias que brotan de la palabra divina; de ahí el desprecio de las cosas
buenas; de ahí el escaso o el nulo aprovechamiento que sacan los que andan en
el pecado, pues aunque acudan gustosos a escuchar, sobre todo si se trata de
esos temas cien veces seductores, como el progreso de la humanidad, la patria,
los más recientes avances de la ciencia, una vez que han aplaudido al perito de
turno, salen del templo igual que entraron, como aquellos que se llenaban de
admiración, pero no se convertían (39)».
Deber grave de los Obispos.
»Siendo, pues, deseo de esta Sagrada Congregación, por mandato de
nuestro Santísimo Señor el Papa, cortar tantos y tan grandes abusos, apremia a
los Obispos ya los Superiores de las Familias Religiosas para que con toda su
autoridad apostólica se opongan a ellos y cuiden de extirparlos con todo su
empeño. Habrán de recordar lo que les ordenaba el Concilio de Trento (40)
-tienen obligación de buscar personas idóneas para este oficio de predicar-,
conduciéndose en este asunto con la mayor diligencia y cautela. Si se tratase
de sacerdotes de su propia diócesis, cuiden los Ordinarios de no autorizar
nunca para predicar a nadie cuya vida, cuya ciencia y cuyas costumbres no hayan
sido antes probadas (41), es decir, si no se les ha encontrado idóneos por me-
dio de un examen o de algún otro modo. Si se trata de sacerdotes de otra
diócesis, no permitirán que suban al púlpito, sobre todo en las festividades
solemnes, si no consta antes por escrito la autorización de su propio Ordinario,
garantizando sus buenas costumbres y su aptitud para ese oficio. Los Superiores
de las Órdenes, Sociedades o Congregaciones Religiosas no autorizarán a ninguno
de sus súbditos para que prediquen, y mucho menos los recomendarán ante los
Ordinarios, si no están debidamente convencidos de su honestidad de vida y de
sus facultades para predicar. Si después de haber autorizado por escrito a un
predicador, comprueban que éste se aparta en su predicación de las normas que
en este documento establecemos, deberán obligarle a obedecer; y si no hiciera
caso, le deberán prohibir que predique, incluso si fuese menester con las penas
canónicas que parezcan oportunas».
Hemos creído conveniente prescribir y recordar todo esto, mandando que
se observe religiosamente; Nos vemos movidos a ello por la gravedad del mal que
aumenta día a día, y al que hay que salir al paso con toda energía. Ya no
tenemos que vernos, como en un primer momento, con adversarios disfrazados de
ovejas, sino con enemigos abiertos y descarados, dentro mismo de casa, que,
puestos de acuerdo con los principales adversarios de la Iglesia, tienen el
propósito de destruir la fe. Se trata de hombres cuya arrogancia frente a la
sabiduría del cielo se renueva todos los días, y se adjudican el derecho de
rectificarla, como si se estuviese corrompiendo; quieren renovarla, como si la
vejez la hubiese consumido; darle nuevo impulso y adaptar- la a los gustos del
mundo, al progreso, a los caprichos, como si se opusiese no a la ligereza de
unos pocos sino al bien de la sociedad. Nunca serán demasiadas la vigilancia y
la firmeza, con que se opongan a estas acometidas contra la doctrina evangélica
y contra la tradición eclesiástica, quienes tienen la responsabilidad de
custodiar fielmente su sagrado depósito. Hacemos públicas estas advertencias y
estos saludables mandatos, por medio de este Motu proprio y con conciencia de
lo que hacemos; habrán de ser observados por todos los Ordinarios del mundo
católico y por los Superiores Generales de las Órdenes Religiosas y de los
Institutos eclesiásticos; queremos y mandamos que se ratifique todo esto con
Nuestra firma y autoridad, sin que obste nada en contra.
Dado en Roma, junto a San Pedro,
el 1 de septiembre de 1910, año octavo de Nuestro Pontificado.
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