Capítulo 8
La Iglesia.
Santo Tomás trató de la Iglesia más bien
ocasionalmente que “ex professo”. Con motivo de la “gratia capitis”, gracia
de la cabeza, que es la fuente de toda gracia santificante, y de la que se
beneficia el Cuerpo místico de la Iglesia, se pregunta cuáles son los miembros
de este Cuerpo místico cuya cabeza es Nuestro Señor. Su respuesta es muy
instructiva: distingue a quienes son miembros sólo en potencia, de quienes lo
son en acto, ya sea definitivamente —es la Iglesia triunfante, incluidos los
ángeles—, ya sea quienes lo son actualmente “in via” por la fe y por la
caridad, ya sea los pecadores que tienen fe, pero son miembros muertos por no
tener la caridad.
La Iglesia, considerada como Cuerpo místico, es
una realidad espiritual que incluye a todos los espíritus que viven de la Vida
divina comunicada por Nuestro Señor, como sarmientos vivos unidos a la vid.
Muchos, por desgracia, pueden separarse de la vid en esta vida y perecer; y
otros, al contrario, pueden ser injertados en ella por el bautismo válido y
fructífero, y vivir en ella.
Sin embargo, este Cuerpo místico e invisible
para nosotros, se presenta en esta vida como una sociedad jerárquica visible
fundada por Nuestro Señor, destinada a aumentar el Cuerpo místico según la
orden que Nuestro Señor dio a sus apóstoles: “Id, enseñad a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
Quien creyere se salvará, pero quien no creyere se condenará...”.
El fin último, que es la salvación, está ligado
ante todo a la fe. Toda la jerarquía instituida por Nuestro Señor está al
servicio de la fe, que ha de permitir al fiel saciarse en las fuentes de la
caridad, del Espíritu Santo y de su gracia. Toda la historia de la primitiva
Iglesia es una ilustración muy instructiva de la aplicación estricta de las
órdenes dadas por Nuestro Señor.
Con la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés
nace, con su vitalidad, la Iglesia que, por orden de Nuestro Señor, instituirá
para los bautizados una liturgia sacramental, que incluye la oración, la
predicación, el Oficio divino, la celebración de los misterios de la Cruz y de
la Eucaristía; la Iglesia que multiplicará rápidamente los obispos, los
sacerdotes y los demás órdenes, para la multiplicación y santificación de los
que creen.
Del Israel del Antiguo Testamento nace el nuevo
Israel del Nuevo Testamento, cuya cabeza es el Verbo encarnado, que conduce y
forma a su pueblo a lo largo de este desierto para conducirlo a la Tierra
Prometida, que es la mismísima Trinidad. Así como el Israel del Antiguo
Testamento tuvo una historia muy turbulenta por sus continuas infidelidades con
Dios, muchas veces debidas a sus jefes y a sus levitas, así también la Iglesia
militante en este mundo conoce sin cesar períodos de pruebas por causa de la
infidelidad de sus clérigos, por sus compromisos con el mundo.
Cuanto de más arriba vienen los escándalos,
tantos más desastres provocan. Cierto es que la Iglesia en sí misma conserva
toda su santidad y sus fuentes de santificación, pero la ocupación de sus
instituciones por papas infieles, y por obispos apóstatas, arruina la fe de los
clérigos y de los fieles, esteriliza los instrumentos de la gracia, favorece
los asaltos de todas las potencias del Infierno, que parecen triunfar.
Esta apostasía convierte a estos miembros en
adúlteros, en cismáticos opuestos a toda tradición, en ruptura con el pasado de
la Iglesia y, por lo tanto, con la Iglesia de hoy, en la medida en que
permanece fiel a la Iglesia de Nuestro Señor. Todo lo que sigue siendo fiel a
la verdadera Iglesia es objeto de persecuciones salvajes y continuas.
Pero no somos los primeros perseguidos por
falsos hermanos por haber conservado la fe y la tradición; el Martirologio nos
lo enseña cada día. Cuanto más ultrajada está la Iglesia, tanto más debemos
aferrarnos a Ella, en cuerpo y alma, y esforzarnos por defenderla y asegurarle
su continuidad, valiéndonos de sus tesoros de santidad para reconstruir la
Cristiandad.
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