Akathistos
CAPITULO TERCERO
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Poco antes de
abandonar Irkustk fui a ver a mi padre espiritual, con el que había comunicado
frecuentemente, y le dije: -Estoy preparado para ir a Jerusalén; vengo a
saludaros y a daros las gracias por vuestro amor en Cristo para conmigo,
indigno. Me dijo: -¡Dios
bendiga tu viaje! Pero aún
no me has dicho quién
eres y de dónde
vienes. He oído
hablar de tus peregrinaciones, y me gustaría conocer algo sobre tu origen y tu
vida anterior.
-¡De buena gana!;
os lo contaré
todo -respondí-.
No es una historia larga. Nací
en una aldea en la Provincia de Orel [Rusia Central]. A la muerte de nuestros
padres, quedamos solos mi hermano y yo; él de diez años, yo de dos. Nos adoptó nuestro
abuelo. Era un anciano respetable, que vivía desahogadamente. Tenía una posada
junto a la carretera principal y, por su hospitalidad, muchos viajeros se detenían en ella.
Mi hermano, que estaba mal acostumbrado, pasaba la mayor parte del tiempo
corriendo con los golfillos del lugar; yo me quedaba de buena gana con el
abuelo. Los domingos y días
festivos íbamos
juntos a la iglesia y luego, en casa, mi abuelo se dedicaba a leer la Biblia,
esta misma Biblia que ahora es mía.
Mi hermano, cuando fue mayor, comenzó
a darse a la bebida. Una vez, contaba yo siete años, estábamos los dos tumbados sobre la trébede de la estufa.
Mi hermano me dio un empujón
tan fuerte que me caí,
lastimándome
el brazo izquierdo, que desde entonces quedó paralizado. El abuelo, viendo que
esto me impediría
trabajar en el campo, me enseñó
a leer; como no teníamos
silabario, lo hizo sobre la Biblia. Cuando comencé a deletrear, el abuelo, que iba perdiendo
la vista, quiso que yo leyese la Biblia. A nuestra posada venía con
frecuencia un escribano; escribía
muy bien, y me gustaba observarle mientras lo hacía. Imité su letra, y él comenzó a enseñarme; me daba
papel y tinta y me sacaba la punta a las plumas de oca. Poco a poco aprendí a escribir.
El abuelo se alegraba de ello y decía:
»-Con
el talento que Dios te ha dado, podrás llegar a ser rico. Da gracias a
Dios y practica la oración
cuanto te sea posible.
»Asistíamos a los diversos oficios y rezábamos con frecuencia en casa. Siempre
recitaba el Salmo Cincuenta, y el abuelo y la abuela hacían genuflexiones y postraciones hasta
el suelo. Cuando yo contaba diecisiete años, murió mi abuela. El abuelo me dijo:
»-Necesitamos
a una mujer en casa. Como tu hermano no sirve para nada, te buscaré a ti una compañera para que te cases.
»Me
opuse, diciendo que estaba lisiado, pero mi abuelo insistió. Halló una buena muchacha, juiciosa, de
veinte años,
y nos casamos. Un año
después
el abuelo se puso enfermo y, sintiéndose cercano a la muerte, me llamó y se despidió con estas palabras:
»Te
dejo mi casa y toda mi fortuna. Sé
honrado, no engañes
a nadie y ora al Señor,
porque todo nos viene de El. Confía
en El sólo.
Frecuenta la iglesia, lee la Biblia y acuérdate de mí y de la abuela en tus oraciones. Aquí tienes el dinero que quiero darte
también:
mil rublos. Guárdalo,
no lo gastes, pero no seas tampoco avaro; haz partícipes de él a Dios y a los pobres.» Dicho esto,
murió,
y yo le di cristiana sepultura.
»Mi
hermano tuvo envidia de que me hubiera dejado a mí la casa y el dinero. El enemigo de
nuestras almas le indujo a intentar matarme. Un día, cuando no había huéspedes en la posada y nosotros estábamos dormidos, desfondó el tabique de madera de la habitación donde yo guardaba el dinero; lo
cogió
del cofre y prendió
fuego al tabique desfondado. Sólo
nos dimos cuenta cuando ya toda la casa estaba en llamas. Pero aún tuvimos tiempo de saltar por la
ventana, en camisón,
de noche. Afortunadamente, la Biblia estaba debajo de la almohada y pudimos
cogerla y salvada con nosotros. Mientras veíamos arder nuestra casa, decíamos: «Gracias, Señor, que se ha salvado nuestra Biblia.
Será
un gran consuelo en nuestro dolor.»
»En
esto paró
nuestra riqueza.
»Mi
hermano nos abandonó
para siempre. Nos enteramos mucho tiempo después de quién había robado nuestro dinero e incendiado
nuestra casa; él
mismo se jactó
de ello, estando borracho. Desnudos como mendigos, tuvimos que pedir dinero
prestado para poder levantar una humilde choza.
Mi mujer sabía hilar,
tejer y coser; recibía
encargos y, trabajando día
y noche, ganaba el sustento de los dos. Yo, con mi brazo paralizado no era
capaz ni de tejer las abarcas de cortezas de árbol. Mientras mi mujer hilaba o tejía, yo estaba
a su lado y leía
la Biblia; ella escuchaba con atención
y, algunas veces, lloraba.
»-¿ Por qué lloras? -la preguntaba-o Vivimos
bien, gracias a Dios.
»[Es
tan bello lo que estás
leyendo, que me conmueve!
»Practicábamos todo lo que el abuelo nos había recomendado. Todas las mañanas cantábamos el Akathistos a la Santísima Virgen; todas las tardes hacíamos las mil genuflexiones para no
caer en tentación.
Así
pasaron dos años.
Lo sorprendente es que no teníamos
ni idea de la oración
interior que obra en nuestros corazones, ni habíamos ni siquiera oído hablar de ella; rezábamos con los labios y hacíamos nuestras genuflexiones sin
pensar en nada,' como dos trozos de madera. Sin embargo, la oración nos atraía siempre, y aquellos prolongados
ritos externos, que no comprendíamos,
nunca nos fueron penosos; al contrario, nos deleitaban. Con razón me decía un director espiritual que en el
fondo del corazón
humano vive una secreta oración;
el hombre no lo sabe, pero hay algo misterioso en su alma que le empuja a rezar
como puede, según
su entender.
»Después de dos años pasados en esta vida serena, mi
esposa cayó
enferma. Tuvo una fiebre altísima,
de la que murió
a los nueve días,
después
de haber recibido los Santos Sacramentos.
»Y
así
me quedé
solo en el mundo. Era inútil
para el trabajo, pero me daba vergüenza pedir limosna como un mendigo.
Además,
la muerte de mi esposa me sumió
en tan amargo dolor, que no sabía
qué
hacer. Cuando entraba en nuestra pobre choza y veía sus vestidos o algún objeto que le había pertenecido, caía a tierra convulso, sollozando,
hasta casi perder el sentido. Esta nostalgia se me hacía insoportable.
Vendí la choza en
veinte rublos y regalé
a los pobres sus vestidos y los míos.
Me procuré
un pasaporte, que me libraba de una vez para siempre, por inútil, de todos
los deberes comunales, cogí
mi Biblia y me fui, al principio sin saber dónde. Luego, reflexioné despacio, y
me dije: «¡Tengo
que ir a Kiev, donde sé
conservan tantas reliquias! Quiero pedir a los santos que me ayuden en mi
dolor.» Tomada esta decisión,
me sentí
más calmado y
me encaminé
tranquilamente hacia Kiev. Llevo ya trece años peregrinando de este modo. He
visitado muchas iglesias y monasterios, aunque prefiero hacer mi camino por la
estepa y por entre los bosques. No sé si Dios me
juzgará
digno de visitar la ciudad santa de Jerusalén; si me lo concede, quizá permita que
mis huesos de pecador encuentren allí
su último
reposo.
-¿ y cuántos años tienes?
-Treinta
y tres.
-¡Bien, hermano querido; has llegado a
la edad de Nuestro Señor
Jesucristo!
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