Carta
Pastoral Nº 18:
VIVIR
SEGÚN LA VERDAD
Carta
Pastoral Nº 18:
VIVIR
SEGÚN LA VERDAD
La carta de nuestro Padre
Santo, el Papa Juan XXIII, dirigida al mundo en ocasión de la fiesta de Navidad
tuvo este año como tema la verdad.
Aspiración a la verdad
Quisiéramos hacer eco en nuestra diócesis a este mensaje tan
oportuno de nuestro Padre Santo el Papa y atraer vuestra atención, estimados
diocesanos, sobre la necesidad de huir de los errores y de las fuentes de error
para aferrarse con toda el alma a la verdad, tal como se nos trasmite por la
Iglesia. Muchos motivos deben suscitar en nuestra alma la sed de la verdad:
nuestras almas están hechas para la verdad; nuestras inteligencias -reflejos
del Espíritu divino- nos han sido dadas con vistas a conocer la verdad, a
darnos la luz que nos indicará el fin hacia el cual debe orientarse toda
nuestra vida. El Apóstol que expresó estas realidades con una profundidad de
pensamiento y una elocuencia emocionante, es el Apóstol San Juan. Su Evangelio,
sus cartas, imprimen en nuestras almas un deseo ardiente de acercarse a esta
luz “que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn. I, 9), como
Nicodemo, como la samaritana y muchos otros después de ellos. Es él también
quien nos narra el episodio del ciego de nacimiento y el comentario de Nuestro
Señor sobre los ciegos. Nuestro Señor, que alababa a aquellos que venían a Él
como ciegos, censuraba a los escribas y a los fariseos que, siendo ciegos,
pretendían ver la luz, tener la verdad. Son imagen de aquellos que vienen hacia la Iglesia -maestra de la
verdad- con la pretensión de imponerle sus ideas, sus propias concepciones, en
lugar de venir a ella con una inteligencia siempre sedienta de verdad y
dispuesta a recibirla y hacerla fructificar. Bienaventurados aquellos que abrevan en las
verdaderas fuentes de la luz y que evitan las que son dudosas y desaconsejadas
por la Iglesia. ¿Por qué este deseo tan
profundo de las almas hacia la verdad? Es que la verdad, como lo reafirma
nuestro Padre Santo el Papa, es la realidad: la inteligencia que está en lo
verdadero comulga
con la realidad del ser divino o del ser creado.
El error
Aquel que se forja su propia verdad, vive en la ilusión, en un
mundo imaginario; crea en su espíritu una película de pensamientos que no tiene
más que las apariencias de la realidad. Vivir en lo irreal y, sobre todo,
esforzarse en poner en práctica concepciones creadas en su totalidad por un
espíritu imaginativo es, ¡desgraciadamente!, la fuente de todos los males de la
humanidad. La corrupción de los pensamientos es mucho peor que la de las
costumbres... el escándalo de las costumbres es más limitado que el escándalo
de los errores. Ellos se difunden más rápidamente y corrompen pueblos enteros.
Deber de denunciar los errores
Por eso el deber más urgente de sus pastores – que deben
enseñarles la verdad – es diagnosticarles las enfermedades del espíritu, que
son los errores. La Iglesia no deja de enseñar la verdad y de señalar, por eso
mismo, el error. Pero, ¡desgraciadamente!, hay que reconocer que muchos
espíritus, aun entre los fieles, o no se preocupan de instruirse de las
verdades o cierran los oídos a las advertencias. Y, ¿cómo no deplorar – como lo
hacía ya San Pablo – que algunos de aquellos que han recibido la misión de
predicar la verdad no tienen más el ánimo de proclamarla, o la presentan de
manera tan equívoca que no se sabe más donde se encuentra el límite entre la
verdad y el error? Quisiéramos
señalarles, queridos fieles, en las breves consideraciones que siguen, el
peligro de algunas tendencias, a fin de que las eviten cuidadosamente; y, si
las reconocieran como suyas, tengan la virtud y el coraje de renunciar a ellas
buscando la verdadera luz donde se da con toda su pureza.
Lenguaje equívoco
Antes de denunciar algunas orientaciones de pensamiento, queremos
advertirles sobre la manera de expresar estas orientaciones por aquellos que las
profesan. Se puede decir que existe hoy
una cierta literatura religiosa – o que pretende ocuparse de religión – que
tiene el talento de emplear palabras equívocas o forjar neologismos, de tal
manera que no se sabe más a ciencia cierta lo que quieren decir. Los que
escriben o hablan de esta manera esperan mantener la aprobación de la Iglesia,
al mismo tiempo que dar satisfacción a aquellos que están fuera de la Iglesia o
que la persiguen. Así, en los términos libertad,
humanismo, civilización, socialismo, paternalismo, colectivismo – y podrían
agregarse muchos otros – se llega a afirmar lo contrario de lo que significan
esas palabras. Se evita definirlas, dar precisiones necesarias, e incluso se
las define de manera nueva y personal, de tal modo que uno se encuentra lejos
de la definición usual, mediante lo cual se satisface a aquellos que dan a
estas palabras su verdadero sentido y se disculpa el darles otro sentido. Esta concepción del lenguaje es la señal de la
corrupción de los pensamientos y, quizás en algunos, de una real cobardía. Es
además la señal de los espíritus débiles, que temen la luz y la claridad. ¡Cuán
numerosos son aquéllos que emplean un lenguaje al cual nos han acostumbrado los
comunistas y que, sin embargo, se resisten a abrazar su doctrina!
Peligro de la actitud ambigua
Esta manera de expresarse y de pensar proviene quizás de un buen
sentimiento: aquél de llegar a todo precio a un entendimiento con aquéllos que
están alejados de la Iglesia. En lugar
de buscar las causas profundas de este alejamiento y de otorgar a los medios
queridos por Nuestro Señor su plena eficacia, estos espíritus, bien
intencionados pero ignorantes de la verdadera doctrina de la Iglesia, se
esfuerzan en reducir las distancias – tanto doctrinales como morales y sociales
– entre la Iglesia y los que la desconocen o la combaten. A fin de aproximarse aun más a estos alejados, se considera un
deber afirmar y amplificar con ellos todo lo que en la Iglesia les parece
reprensible. En eso no dudarán en hacer coro a los enemigos de la Iglesia. Haciendo así, se ilusionan totalmente sobre el
resultado de su acción: no hacen más que consolidar en su error a los que son
ignorantes u opuestos a la Iglesia, y no dan a las almas la verdadera luz,
Nuestro Señor Jesucristo y su obra de predilección, la Iglesia. Ahora bien: aquellos que no ven, aspiran
íntimamente a la luz y quedan ellos mismos sorprendidos de ver abundar en su
sentido a aquellos que normalmente tendrían que oponerse a sus concepciones.
Su eficacia ilusoria:
... respecto de los paganos
Así, los paganos no esperan de nosotros que les justifiquemos
todas sus costumbres. Si hay algunas pocas asimilables, saben perfectamente que
la mayoría comportan actos inmorales o injustos. Esperan de Nuestro Señor
Jesucristo su gracia todopoderosa, su obra de redención y de misericordia a
través de nosotros.
... respecto de los protestantes
Los protestantes no esperan de los católicos que adopten todas sus
maneras de pensar y de juzgar. Conocen sus innumerables divisiones, tanto
doctrinales como pastorales. Ellos tampoco piden que abandonemos nuestra fe y
nuestra unidad. Más que razones doctrinales o de supuestos defectos de la
Iglesia, son hoy razones sociales, morales, una tradición secular, las que les
impiden regresar a la Iglesia.
... respecto de los musulmanes
Lo mismo vale para los musulmanes, que se sienten felices de
comprobar una cierta similitud de creencias entre ellos y los católicos, pero
que no entienden y desconfían – con razón – de los católicos que fingen no ver
más que similitudes entre el Islam y la Iglesia. Estos son considerados por los
musulmanes como gente falsa y peligrosa o como católicos poco convencidos de su
religión y, por ende, despreciables. ¿Cómo no dar la razón a los musulmanes,
que estiman al católico convencido, practicante, que cree firmemente en su
religión y se esfuerza en manifestar la verdad y sus beneficios? Hacia ellos va
su confianza y su preferencia sobre los otros.
... respecto de los ambientes descristianizados
Es necesario comparar estas actitudes con las adoptadas por estos
mismos católicos hacia los cristianos vueltos incrédulos o hacia los ambientes
que han perdido la práctica religiosa. No es asimilándose a ellos en su
lenguaje, sus hábitos y su trabajo como los atraeremos a nosotros, sobre todo
cuando se trata del sacerdote. El sacerdote es hombre de Dios y debe
presentarse como tal, y a ese título tiene el derecho de abordar a sus ovejas y
que la gracia de Nuestro Señor lo acompañe. Las almas han sido creadas con una necesidad
de Dios y de Nuestro Señor y, aun cuando rechacen a sus mensajeros, manifiestan
sus creencia íntimas.
... respecto de los comunistas
No completaríamos este análisis si no agregáramos la tendencia de
los católicos a una apertura hacia el comunismo. Es aquí nuevamente un grave
error el esforzarse a toda costa para encontrar en el comunismo lo que sería –
supuestamente – de asimilable: le elogian el éxito económico, científico,
técnico, etc...No se quiere admitir con la Iglesia que ese comunismo es una
concepción de la humanidad profundamente antinatural e inhumana. Es una
construcción ideológica fundada sobre unos principios políticos, sociales y
económicos totalmente opuestos a los de la Iglesia. Decir – como afirman
algunos – que así como la Iglesia condenó a la revolución francesa y ha
terminado hoy por aceptarla, del mismo modo el comunismo, hoy repudiado por la
Iglesia, será más tarde asimilado por ella, es una impostura. Pues es falso que
la Iglesia haya aceptado los errores de la revolución, los cuales ha
denunciado y denuncia siempre. Los que están sometidos a estas tendencias y las
expresan, traicionan igualmente a todos los cristianos mártires y a las
iglesias mártires por haber afirmado su fe y haber rechazado los errores. Y si
los comunistas aprovechan esta apertura de algunos católicos para activar su
lucha mundial contra la Iglesia, los desprecian profundamente y no los salvarán
el día en que ellos sean los patrones: tienen más estima por aquellos que
defienden con coraje su fe. Pero nos parece útil seguir analizando los ejemplos
de estas tendencias, a fin de ponerlas bien de relieve y ayudarlos, queridos
fieles, a reconocerlas y, eventualmente, a prevenirse de ellas. La Iglesia
varias veces ha precisado su pensamiento en materia de sociología o de
política, entendida en el sentido de los principios fundamentales de la
sociedad.
Peligro del equívoco en el socialismo
Nos parece bueno examinar bajo esta luz lo que hoy se llama socialismo.
Se puede, por supuesto, dar al término mismo de socialismo una definición
nueva, más compatible con los principios de la Iglesia; pero en esta manera de
expresarse existe el peligro de adoptar en los hechos la doctrina socialista a
pesar nuestro, pues la concepción socialista de la sociedad forma un conjunto
lógico del cual es bien difícil disociar los elementos. Decir que estamos por
un socialismo creyente o por un socialismo personalista es fácil
de expresar y significa que uno se esfuerza en repudiar un aspecto del
socialismo. Sin embargo, si se quiere aplicar lógicamente su creencia a la vida
pública y privada, hay que reconocer a Dios unos derechos sobre las personas,
las familias, las sociedades; reconocer que estas realidades tienen en Él su
origen y que, en consecuencia, la autoridad de los jefes de familia, de los
responsables de la sociedad, viene de Él, que no reside esencialmente en el
pueblo, lo que implica expresar afirmaciones contrarias a la teoría socialista.
Además, el socialismo no es solamente arreligioso, sino que en su negación de
Dios hace remitir supuestamente al pueblo soberano – aunque de hecho al Estado
– los atributos mismos de Dios. Las decisiones del Estado se convierten en
fundamento del derecho: ningún principio de derecho es superior al del Estado.
Por eso legislará sobre el derecho de las personas, el derecho de propiedad en
particular, sobre los derechos de las familias, la educación de los hijos, el
régimen matrimonial, el divorcio, sobre las asociaciones civiles, culturales,
religiosas, y todo esto según su sola voluntad.
Se ve cuán difícil es no despreciar los derechos de Dios
legislando sobre sus criaturas de una manera arbitraria. Es cierto: hay que ser
social en el sentido de la búsqueda del bien común para el progreso y el
bienestar de todos los ciudadanos, pero la coacción que sufren los ciudadanos
por las leyes que tienden a remitir al Estado toda iniciativa en la actividad
económica, social y cultural es absolutamente contraria a su expansión y su
progreso. El buen ordenamiento y la unidad del Estado no exigen la supresión de
las iniciativas privadas, aunque el Estado – mediante su organización y
armonización – dirigirá su participación y su actividad con vistas a un rápido
y espontáneo progreso de la sociedad entera, y eso con gastos considerablemente
reducidos. El socialismo, que coloca todo en manos del Estado, asfixia a la
sociedad con reglamentos y la aplasta con los impuestos. Su gestión, en efecto,
necesita de una burocracia monstruosa. Así como Dios ha puesto riquezas
insospechadas en la naturaleza, también ha puesto riquezas de inteligencia, de
arte, de espíritu de empresa, de inventiva, de caridad y de generosidad en los
espíritus y los corazones de los hombres, de las personas; riquezas insondables
que, para desarrollarse y alcanzar toda su eficacia, deben permanecer en el
marco natural querido por Dios. Si el Estado tiene algún derecho sobre el empleo de estas riquezas
con vistas al bien común, al querer apropiárselas y estatizarlas las extingue,
¡tal como ocurriría si quisiese desplazar un manantial de su lugar de origen, o
trasplantar un árbol frutal de su buena tierra para ponerlo en su casa y
aprovechar sus frutos! Dios, en su sabiduría, ha asignado a cada uno su papel,
sus competencias y sus responsabilidades. Al querer reemplazar a Dios, el
hombre destruye todo. Es verdad que es alentador comprobar que un buen número
de gobiernos africanos, aunque afirmando inspirarse en el socialismo, hayan
renegado públicamente de su ateísmo. Es de desear que este reconocimiento de
Dios no se limite al derecho de honrar a Dios públicamente sino que se extienda
también al reconocimiento de los fundamentos y de los principios del derecho
natural depositado por Dios mismo en la naturaleza de las personas, de las
familias, de las sociedades: principios que los responsables de la ciudad
pueden precisar por un derecho positivo, pero no pueden ignorar sin destruir la
obra de Dios y, por ese solo hecho, introducir injusticias cuyas víctimas son
generalmente quienes no tienen los medios para hacer valer sus derechos. Tales
son las consideraciones que nos ha parecido oportuno someter a su reflexión,
queridos diocesanos, y eso en toda caridad y solicitud, a fin de esclarecer
bien la orientación de sus pensamientos, según esta advertencia de Nuestro
Padre Santo el Papa Juan XXIII: “Es culpable no solamente aquel que desfigura
deliberadamente la verdad, sino igualmente aquel que, por miedo a no aparecer
íntegro y moderno, la traiciona por la ambigüedad de su actitud”.
Verdadera actitud del cristiano hacia la verdad
Quisiéramos, como complemento necesario a lo que acabamos de
expresar y para evitar esa culpabilidad de la cual nos habla el Padre Santo,
poner ante sus ojos alguna líneas del R.P. Daniélou (Cuadernos del Círculo
San Juan Bautista, Junio-Julio 1960) que expresan perfectamente la actitud
del cristiano para con la verdad. Serán para nosotros un aliento para seguir
adelante por un camino bien esclarecido por la luz de Nuestro Señor y de su
Iglesia. «Si no decimos la verdad a los otros quizás es porque sentimos que
no están dispuestos a recibirla, pero también muy a menudo es por cobardía, por
egoísmo, porque no tenemos el valor de enfrentar su disgusto. Porque tememos
desagradarlos no nos atrevemos a amarlos verdaderamente y hasta el fin; pues
amar a los otros es querer su bien, aun contra ellos mismos. Amar a los otros
es ayudarlos a hacer triunfar en ellos la verdad sobre su pobre realidad
diaria. Amar es ayudar a cada hombre a realizar en él el designio de Dios, y es
evidente que esta forma de caridad impide conceder a los otros lo que uno sabe
que no es para su bien. Quien verdaderamente ama es aquel que fielmente,
pacientemente, con realismo, en silencio (pues el amor es fiel, paciente,
inteligente, lleno de tacto) trata de ayudar a los otros a realizar en sí lo
mejor que hay en ellos». «En el mundo de hoy, millones de almas están privadas
del pan vivo de la verdad, y eso, que no tenemos el derecho de tolerar, lo
toleramos demasiado fácilmente. Soportar a alguien no es amarlo. No se trata
aquí de combatir, sino de salvar. Uno piensa – por lo general demasiado –
que no hay lugar entre el conflicto y la complicidad. Lo hay: es el amor, el
amor que no soporta ver a los hombres fuera de lo que sabe es la verdadera
vida, y que busca ayudarlos a realizar en ellos esta vida, que se dirige a
todos los hombres sin desmayo». «Pero si la primera de las caridades es
comunicar la verdad, esta verdad debe ser transmitida en la caridad. hay una
manera de servir a la verdad que, precisamente porque no se la sirve suficientemente
en la caridad, termina por hacer mal a la verdad. Sabemos muy bien que puede
existir algo muy impuro en nuestra manera de sentir la verdad: la verdad se
convierte en asunto nuestro, su triunfo es nuestro triunfo. A partir de ese
momento no es más a ella a la que servimos: es a nosotros. Y además estamos
satisfechos de poseer la verdad, mientras que otros no la poseen. Entonces
abordamos al otro con actitud de dueño». «La verdadera actitud es muy diferente:
yo soy tan pobre como el otro, por mí mismo no tengo absolutamente nada. La
verdad no es mi verdad: me ha sido dada y debería comprender cuán mal la
recibo. Por eso debo simplemente darle testimonio con el sentimiento de que soy
muy indigno. Lejos de decir a los otros: Hagan
como yo, debo decir: imiten a Jesucristo, Él es la verdadera vida; no
soy más que un testigo imperfecto que se puso en su seguimiento. Lo que
testimonio me ha sido dado, me sobrepasa infinitamente y es un bien común a
todos los hombres. Así podré servir a la verdad en la humildad, sin
humillar a la verdad. Esto es cierto también a nivel colectivo: si el Occidente
ha sido el primero en recibir al cristianismo, no es su dueño sino solamente su
depositario». «Otra deformación en la manera de presentar la verdad sería buscar
ante todo resultados aparentes y rápidos. Caritas patiens est, dijo San
Pablo. Ser paciente con alguien no significa tomar su partido. La paciencia es
una virtud eminentemente activa: sin forzar el designio de Dios uno entra en
sus largos plazos. Es entonces una actitud respetuosa de las personas, punto
medio entre un proselitismo intempestivo y una seudo tolerancia que colocaría
todo al mismo nivel». «Así vemos entonces que la unión de la caridad y la
verdad es algo íntimo. Pero hay que ir más lejos todavía: dar la verdad no
solamente es una forma de la caridad, sino que ella misma es caridad pues el
amor es su objeto. La verdad, en efecto – que sólo Cristo nos revela y que nos
devela el fondo de la realidad – es que Dios es caridad, puesto que en Él el
amor existe eternamente en el misterio trinitario; es que Dios nos ama y que
existir es ser amado por Él; es que debemos amarnos unos a otros como Cristo
nos ha amado; y debemos dar testimonio de esta verdad».
Este lenguaje es claro y límpido y nos ubica en el verdadero
pensamiento de la Iglesia, lejos de los compromisos, de las confusiones y de
los equívocos. Seamos y permanezcamos siempre fieles discípulos de Nuestro
Señor Jesucristo, firmemente cristianos, católicos, apegados a su Iglesia que
es nuestra Madre, siempre profundamente respetuosos de las personas pero
ardientemente deseosos de verlos compartir nuestra felicidad, listos para
soportar todo y sufrir todo por la salvación de las almas, salvación que está
en Nuestro Señor. Ojalá estas páginas les hagan entender mejor, queridísimos
diocesanos, que el verdadero y más seguro medio de ser caritativos y hacer
algún bien alrededor suyo, es que se muestren totalmente cristianos, que
Jesucristo se manifieste en ustedes y por ustedes, en sus palabras, en sus
acciones, en toda su vida. Que la Virgen María los ayude en todas las
circunstancias a llevar a Jesús en ustedes y a comunicarlo a las almas. Es
nuestro deseo más ardiente.
Monseñor Marcel Lefebvre
(Carta pastoral, Dakar, 26 de marzo de 1961)
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