SERMÓN SOBRE EL ORGULLO.
(Primera parte)
Yo no soy cómo los demás.
(S. Lucas, XVIII, 11.)
Tal es el lenguaje ordinario de la falsa virtud y el
de los orgullosos, quienes, siempre satisfechos de sí mismos, estén en todo
momento dispuestos a criticar y censurar el comportamiento de los demás. Tal es
también la manera de hablar de los ricos, que miran a los pobres como si fuesen
de una naturaleza distinta de la suya, y los tratan conforme a esta manera de
pensar. En una palabra, esta es la manera de hablar de casi todo el mundo. Son
contados, hasta entre la gente de la más baja condición, los que no estén
manchados con este maldito pecado, que no formen siempre buena opinión de si
mismos, que no se coloquen en todo momento por encima de sus iguales, y no
lleven su detestable orgullo hasta afirmarse en la creencia de que son ellos
mejores que muchos otros. De todo lo cual deduzco yo, que el orgullo es la
fuente de todos los vicios y la causa de todos los males que acontecen y
acontecerán hasta la consumación de los siglos. Llevamos hasta tal punto
nuestra ceguera, que muchas veces nos gloriamos de aquello que debería
llenarnos de confusión. Unos se muestran orgullosos porque creen tener mucho
talento; otros, porque poseen algunos palmos de tierra o algún dinero; más
todos éstos lo que debieran hacer es temblar ante la terrible cuenta que Dios
les pedirá algún día. Cuántos hay que necesitan hacer esta oración que San
Agustín dirigía a Dios Nuestro Señor: «Dios mío, haced que conozca lo que soy,
y nada más necesito para llenarme de confusión y desprecio» (Noverim me, ut
oderin me). Voy, pues, ahora a mostraros:
1.° Hasta qué punto el orgullo nos ciega y nos hace
odiosos a los ojos de Dios y de los hombres;
2.° De cuántas maneras lo cometemos; y
3.° Lo que debemos practicar para corregirnos.
I. Para daros una idea de la gravedad de ese maldito
pecado, sería preciso que Dios me permitiese ir a arrancar a Lucifer del fondo
de los abismos, y arrastrarle aquí, hasta este lugar que ocupo, para que el
mismo os pintase los horrores de ese crimen, mostrándoos los bienes que le ha
arrebatado, es decir el cielo, y los males que le ha causado, que no son otros
que las penas del infierno.
¡Ay! ¡Por un pecado que tal vez durara un solo
momento, un castigo que durará toda una eternidad! Y lo más terrible de ese
pecado es que, cuanto más domina al hombre, menos culpable se cree éste del
mismo. En efecto, jamás el orgulloso querrá convencerse de que lo es, ni jamás
reconocerá que no anda bien: todo cuanto hace y todo cuanto desea, esta bien
hecho y bien dicho. ¿Queréis haceros cargo de la gravedad de ese pecado? Mirad
lo que ha hecho Dios para expiarlo. ¿Por qué causa quiso nacer de padres
pobres, vivir en la oscuridad, aparecer en el mundo no ya en medio de gente de
mediana condición, sino como una persona de la más ínfima categoría? Pues
porque veía que ese pecado había de tal manera ultrajado a su Padre, que
solamente Él podía expiarlo rebajándose al estado más humillante y más
despreciable, cual es el de la pobreza; pues no hay como no poseer nada para
ser despreciado de unos y rechazados de otros.
Mirad cuan grandes sean los males que ese pecado
ocasionó. Sin él, no habría infierno. Sin dicho pecado, Adán estaría aún en el
paraíso terrenal, y nosotros todos, felices, sin enfermedades ni miseria alguna
de esas que a cada momento nos agobian; no habría muerte; no estaríamos sujetos
a aquel juicio que hace temblar a los santos; Ningún temor deberíamos tener de
una eternidad desgraciada; el cielo nos estaría asegurado. Felices en este
mundo, y aun más felices en el otro, pasaríamos nuestra vida bendiciendo la
grandeza y la bondad de nuestro Dios, y después subiríamos en cuerpo y alma a
continuar tan dichosa ocupación en el cielo. ¿Qué digo?, ¡sin ese maldito
pecado, Jesús no habría muerto!. ¡Cuántos tormentos se habrían evitado a
nuestro divino Salvador! … Pero, me diréis, ¿por que ese pecado ha causado
peores daños que nosotros? ¿Por qué? Oíd la razón. Si Lucifer y los demás
Ángeles malos no hubiesen caído en el pecado de orgullo, no existirían
demonios, y, por consiguiente, nadie habría tentado a nuestros primeros padres,
y así ellos hubieran tenido la suerte de perseverar. No ignoro que todos los
pecados ofenden a Dios, que todos los pecados mortales merecen eterno castigo;
el avaro, que sólo piensa en atesorar riquezas, dispuesto a sacrificar la
salud, la fama y hasta la misma vida para acumular dinero, con la esperanza de
proveer a su porvenir, ofende sin duda a la providencia de Dios, el cual nos
tiene prometido que, si nos ocupamos en servirle y amarle, Él cuidará de
nosotros. El que se entrega a los excesos de la bebida hasta perder la razón, y
se rebaja a un nivel inferior al de los brutos, ultraja también gravemente a
Dios, que le dio los bienes para usar rectamente de ellos consagrando sus
energías y su vida a servirle. El vengativo que se venga de las injurias
recibidas, desprecia cruelmente a Jesucristo, que, hace ya tantos meses o
quizás tantos años, le soporta sobre la tierra, y aún más, le provee de cuanto
necesita, cuando sólo merecería ser precipitado a las llamas del infierno. El
impúdico, al revolcarse en el fango de sus pasiones, se coloca en un nivel
inferior a las más inmundas bestias, pierde su alma y da muerte a su Dios;
convierte el templo del Espíritu Santo en templo de demonios, hace de los
miembros de Cristo, miembros de una infame prostitución; de hermano del Hijo de
Dios, se convierte, no ya en hermano de los demonios, sino en esclavo de Satán.
Todo esto son crímenes respecto a los cuales faltan palabras que expresen los
horrores y la magnitud de los tormentos que merecen. Pues bien, yo os digo que
todos estos pecados distan tanto del orgullo, en cuanto al ultraje que infieren
a Dios como el cielo dista de la tierra: nada más fácil de comprender. Al
cometer los demás pecados, o bien quebrantamos los preceptos de Dios, o bien
despreciamos sus beneficios; o, si queréis, convertimos en inútiles los
trabajos, los sufrimientos y la muerte de Jesús. Más el orgullo hace como un
súbdito que, no contento con despreciar y hollar debajo de sus plantas las
leyes y las ordenanzas de sus soberano, lleva su furor hasta el intento de
hundirle un puñal en el pecho, arrancarle del trono, hollarle debajo de sus
pies y ponerse en su lugar. ¿Puede concebirse mayor atrocidad? Pues bien, esto
es lo que hace la persona que halla motivo de vanidad en los éxitos alcanzados
con sus palabras u obras. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuán grande es el número de esos
infelices!
Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando del
orgullo: «Será aborrecido de Dios y de los hombres, pues el Señor detesta al
orgulloso y al soberbio». El mismo Jesucristo nos dice «que daba gracias a su
Padre por haber ocultado sus secretos a los orgullosos» (Matth., XI, 25.). En
efecto, si recorremos la Sagrada Escritura, veremos que los males con que Dios
aflige a los orgullosos son tan horribles y frecuentes que parece agotar su
furor y su poder en castigarlos, así cómo podemos observar también el especial
placer con que Dios se complace en humillar a los soberbios a medida que ellos
procuran elevarse. Acontece igualmente muchas veces ver al orgulloso caído en
algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra a los ojos del mundo.
Hallamos un caso ejemplar en la persona de
Nabucodonosor el Grande. Era aquel príncipe tan orgulloso, tenía tan elevada
opinión de si mismo, que pretendía ser considerado como Dios (Iudit, III, 13.)
Cuando más henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz de
lo alto diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para darle
a conocer que hay un Dios, Señor y dueño de los reinos terrenos, le sería
quitado su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los
hombres, para ir a habitar junto a las bestial feroces, donde comería hierbas y
raíces cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastorno de tal manera el
cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyó a la selva y allí llegó a conocer
su pequeñez (Dan., IV, 27-34.). Ved los castigos que Dios envió a Core, Dathán,
Abirón y a doscientos judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a
Moisés y a Aarón: «¿Y por que no hemos de tener también nosotros el honor de
ofrecer al Señor el incienso cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés
y a Aarón que todos se retirasen de ellos y de sus casas, pues quería
castigarlos. Apenas estuvieron separados, abrióse la tierra debajo de sus pies
y se hundieron vivos en el infierno (Num., XVI.). Mirad a Herodes, el que hizo
dar muerte a Santiago y encarceló a San Pablo. Era tan orgulloso, que un día,
vestido con su indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta
elocuencia al pueblo, que hubo quién llegó a decir: «No, éste que habla no es
un hombre, sino un dios». AL instante, un Ángel le hirió con una tan horrible
enfermedad, que los gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un
miserable. Quiso ser tenido por dios, y fue comido por los viles insectos
(Act., XII, 21-23.). Ved también a Amán, aquel, soberbio famoso, que había
decretado que todo súbdito debía doblar la rodilla delante de él. Irritado y
enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus órdenes, hizo levantar una horca
para darle muerte; pero Dios, que aborrece a los orgullosos, permitió que
aquella horca sirviese para el mismo Amán (Esther, VII, 10)…
En todos partes y en todos tiempos hallamos ejemplos
de cómo Dios se complace en confundir a los soberbios. Y no solamente el
orgulloso es aborrecible a los ojos de Dios, sino que también resulta
insoportable a los hombres. ¿Por qué causa?, me preguntaréis. - Pues porque no
puede avenirse con nadie: unas veces quiere elevarse por encima de sus iguales,
otras quiere igualarse con los que están sobre él, de manera que nunca puede
estar en paz con nadie. Así es que los orgullosos están siempre en controversia
con alguien, por lo cual todo el mundo los odia, huye de ellos y los desprecia.
No hay pecado que produzca un cambio tan radical en el que lo comete cómo el
orgullo; por él, un Ángel, la criatura más hermosa, se convirtió en el más
horrible demonio, y entre los hombres, a un hijo de Dios lo convierte en
esclavo de Satán.
II. Muy horrible es ese pecado, me diréis; preciso es
que quién lo comete no conozca ni los bienes que pierde, ni los males que atrae
sobre sí, ni, finalmente, los ultrajes que infiere a Dios y a su alma. Mas ¿de qué
modo podremos saber que hemos caído en él? - ¿Cómo, amigo mío? Helo Aquí.
Podemos muy bien decir que este pecado se halla en todas partes, acompaña al
hombre en todo cuanto dice o hace: viene a ser como una especie de condimento
que en todas partes entra. Escuchadme un momento y lo vais a ver. Jesucristo
nos presenta un ejemplo en el Evangelio, al hablarnos de aquel fariseo que fue
al templo a hacer su oración, permaneciendo de pie ante todo el mundo y
diciendo en alta voz: «Os doy gracias, Señor, porque no soy cómo los demás
lleno de pecados; empleo mi vida haciendo el bien y procurando agradaros». Aquí
tenéis el verdadero carácter del orgulloso: en vez de dar gracias a Dios por
haberse dignado servirse de él para el bien, mira a todo aquello como si
procediese de sí propio y no de Dios. Entremos a examinar esto con más
detención y veremos como casi nadie escapa a las redes del orgullo. Así los
viejos como los jóvenes, así los pobres como los ricos, todos se alaban y
glorían de lo que son y de lo que hicieron, o mejor, de lo que no son y de lo
que no hicieron. Todos se aplauden y gustan de ser aplaudidos; todos corren de una
parte a otra mendigando las alabanzas de los hombres, y cada uno trabaja por
atraerse a los demás a su partido. Así pasa la vida la mayor parte de la gente.
La puerta por la, cual el orgullo entra más copiosamente son las riquezas. En
cuanto una persona aumenta sus bienes, la veréis va mudar de vida; hace lo que
decía Jesucristo de los fariseos: «Esas gentes gustan de que les llamen
maestros, de que todo el mundo las salude; siempre aspiran a los primeros
puestos; se presentan ricamente vestida» (Matth., XXIII.); abandonan ya su
primitivo aire de sencillez; si los saludáis, ni se dignaran quitarse el
sombrero, apenas si inclinarán un poco la cabeza; andan con la cabeza erguida,
ponen especial cuidado en escoger las más bellas palabras, cuya significación
muchas veces ignoran, pero se complacen en repetirlas. Aquí hallaréis a un
hombre que os llenará la cabeza dándoos cuenta de las herencias que le han
tocado para hacer ostentación de la importancia de su fortuna. Toda su
preocupación está en que le alaben y le tengan en mucho. ¿Se ha visto coronada
por el éxito alguna empresa suya?, pues le falta tiempo para darlo a conocer, a
fin de hacer ostentación de su saber. ¿Ha dicho algo digno de aplauso?, no cesa
ya de repetirlo a cuántos le quieren escuchar, hasta fastidiarlos y dar pie a
que se burlen de su fatuidad. ¿Ha realizado, por ventura, algún viaje?
preparaos, pues, a oír cien veces sus narraciones, hinchadas y exageradas,
hablando de lo que vio y de lo que no vio con tanta desaprensión que llega a
inspirar lástima a los que le escuchan. Los pobres orgullosos piensan que de
esta manera lograrán ser tenidos por personas de talento, mas lo que ocurre es
que en la intimidad todo el mundo los desprecia. Ante las bravatas de cierta
gente, una persona seria no sabe abstenerse de formular para sus adentros este
o parecido juicio: ¡he Aquí un soberbio; el pobre piensa ser creído en todo
cuanto afirma!… Ved a un artesano contemplando la obra de otro; hallará en ella
mil defectos y dirá: ¿qué le vamos a hacer? ¡Su capacidad no da más de sí!
Pero, como el orgulloso no rebaja nunca a los demás sin elevarse a sí mismo,
entonces, a renglón seguido, os hablará de tal o cual obra por él realizada,
diciéndoos que ha llamado la atención de los inteligentes, que se ha hablado mucho
de ella… El orgulloso, al toparse con varias personas reunidas, generalmente
cree que hablan de él ya en bien ya en mal. ¿Se trata de una joven agraciada, o que tal cree ser?
La veréis andar con un aire de afectación, con una vanidad cual de princesa.
¿Está bien provista de vestidos y adornos? Pues con el mayor disimulo dejará
muchas veces su ropero abierto para que se enteren de ello los que frecuentan
su casa. Quién se enorgullece de su hogar y de sus bestias;
Quién de saber confesarse, de saber orar bien, de presentarse con mayor
modestia en el templo. Una madre se enorgullecerá de sus hijos; un labrador, de
tener las tierras mejor cultivadas que otros a quienes critica y se envanecerá
de su saber. Un joven petimetre lleva con ostentación una gran cadena en el
chaleco; pero, si se le pregunta qué hora es, no puede decirlo porque no tiene
reloj; otro, que lo lleva, a cada momento habla de si es tarde o temprano, para
tener ocasión de lucirlo ante los demás. Si es un jugador, tomará en su mano
todo lo que tiene o hasta lo que pidió prestado, para dar a entender que no le
importa perder unos pesos. ¡Y cuántos hay que, para asistir a una partida de
placer, tienen que pedir prestado no sólo el dinero sino también el vestido!
¿Es una persona que entra por primera vez en relaciones con una familia donde
no era conocida? En seguida la oiréis dar grandes explicaciones acerca de su
abolengo, sus bienes, su talento, y todo cuanto puede contribuir a que formen
de ella un elevado concepto. Nada más ridículo, nada más tonto que estar
siempre dispuesto a hablar de lo que se ha hecho, de lo que se ha dicho. Oíd a
un padre de familia, cuando sus hijos se hallan en estado de poder contraer
matrimonio. En cuanto se le ofrece ocasión, habla de esta manera, para que le
oiga todo el mundo: «Tengo prestados tantos miles de pesos, mis tierras rinden
tanto»; más pedidle tan sólo un real para los pobres, y os contestara que no
tiene nada. Un sastre o una modista habrán acertado en la confección de un
traje o un vestido; si se ofrece la ocasión de ver pasar a la persona que lo
lleva y alguien alaba el vestido y quiere saber su autor, pronto responden:
«¡Mirad bien, es obra mía!». ¿Por qué hablan? Pues para dar a conocer su
habilidad. Si no hubiesen acertado, y los comentarios fuesen desfavorables, se
guardarían muy bien de abrir la boca por temor a la humillación. Y no hablemos
de las mujeres en lo concerniente a las cosas del hogar… Mas he de advertiros
que este pecado debe ser aún más temido entre las personas que parecen profesar
una gran piedad. He Aquí un ejemplo (Orígenes… Pastor apostólico, tomo 1, p.
261. (Nota del Santo)).
Este maldito pecado del orgullo se desliza hasta entre
los que ejercen las más bajas funciones. Así un trabajador de tierras, un
podador, por ejemplo, si le ocurre practicar su oficio en lugares donde acude
mucha gente, veréis que pone en su obra todos sus cinco sentidos, «a fin, dirá
él, de que los que pasen por aquí no puedan decir que no sé mi obligación».
Este pecado se mezcla también con el crimen o con la virtud: ¡cuántos son los
que se glorían de haber hecho el mal! Escuchad la conversación de algunos
bebedores: «¡Ah!, dirá uno, el otro día me topé con fulano; apostamos a quién
bebería más sin embriagarse; y le gane.» Es también orgullo, desear riquezas
que no se tienen o envidiar las de los demás, por ser los ricos respetados en
el mundo.
Hallareis algunos que, según su manera de hablar, son
humildes en extremo, y llegan hasta despreciar su persona, cómo si públicamente
quisiesen confesar su pequeñez. Más decidles algo que los humille de verdad. A
la primera palabra les veréis erguirse, y plantaros cara, y hasta llegaran al
extremo de desacreditaros y volver contra vuestra reputación, por el pretendido
agravio que le habéis inferido. Mientras se los alabe y lisonjee, serán ellos
muy humildes. Otras veces sucede que, cuando delante de nosotros se habla con
encomio de otra persona, nos sentimos molestados, cual si aquello nos
humillara; ponemos mala cara, o bien decimos: «¡Ah!, ¡es como los demás, fue ella
quién hizo esto o lo de más allá, no posee las bellas cualidades que le
atribuís, se ve que no la conocéis».
He dicho que el orgullo se mete hasta en nuestras
buenas obras. Son muchos los que no darían limosna ni favorecerían al prójimo
si no fuese porque, mediante ello, son tenidos por personas caritativas y de
buenos sentimientos. Si ocurre tener que dar limosna delante de los demás, dan
mayor cantidad que cuando están a solas. Si desean hacer público el bien que
han practicado o los servicios que a los demás han prestado, comenzarán
hablando de esta manera: «Fulano es muy desgraciado, apenas puede vivir; tal
día vino a manifestarme su miseria y le di tal cosa».
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