PRIMERA PARTE
EL
LIBERALISMO:
PRINCIPIOS
Y
APLICACIONES
CAPITULO
I
LOS
ORIGENES DEL LIBERALISMO
“¡Si
no leéis, tarde o temprano seréis traidores, porque no habréis comprendido la raíz del mal!”
Con estas fuertes palabras uno de mis colaboradores recomendaba a los seminaristas de Ecône la lectura de buenas obras que traten sobre
el liberalismo.No
se puede, en efecto, ni comprender la crisis actual de la Iglesia, ni conocer
la verdadera cara de los personajes de la Roma actual, ni, en consecuencia,
captar cuál es la actitud que se debe tomar frente a los hechos, si no se
buscan las causas, si no se remonta el curso histórico, si no se descubre la
fuente primera en ese liberalismo condenado por los Papas de los dos últimos
siglos.
Nuestra
luz: la voz de los Papas
Partiremos,
entonces, desde los orígenes, tal como lo hacen los Sumos Pontífices al
denunciar los graves trastornos en curso. Si bien acusan al liberalismo, los
Papas miran más lejos en el pasado, y todos, desde Pío VI hasta Benedicto XV,
relacionan la crisis con la lucha entablada contra la Iglesia en el siglo XVI
por el protestantismo y con el naturalismo, causado y propagado desde el
principio por esta herejía.
El
Renacimiento y el naturalismo
Encontramos
el naturalismo ya en el Renacimiento que, en su esfuerzo por recuperar las
riquezas de las culturas paganas antiguas, y en particular de la cultura y del
arte griegos, ha llevado a magnificar exageradamente al hombre, a la naturaleza
y a las fuerzas naturales. Exaltando la bondad y el poder de la naturaleza, se
menospreciaban y se hacían desaparecer del espíritu humano, la necesidad de la
gracia, la orientación de la humanidad al orden sobrenatural y la luz ofrecida
por la revelación. So pretexto de arte, se quiso entonces introducir por todas
partes, hasta en las iglesias, ese nudismo –se puede hablar sin exageración de
nudismo– que triunfa en la capilla Sixtina en Roma. Sin duda, consideradas
desde el punto de vista artístico, esas obras tienen su valor, pero por
desgracia, prima en ellas el lado sensual de exaltación de la carne, totalmente
opuesto a la enseñanza del Evangelio: “Pues la carne codicia contra el
espíritu, dice San Pablo, y el espíritu lucha contra la carne” (Gál. 5, 17). No
condeno ese arte, si se reserva a los museos profanos, pero no veo en él un
me-dio de expresar la verdad de la Redención, es decir, la feliz sumisión a la
gracia de la naturaleza reparada. Mi juicio es muy distinto con respecto al
arte barroco de la contrarreforma católica, especialmente en los países que
resistieron al protestantismo: el barroco hará uso todavía de angelitos
regordetes, pero ese arte de puro movimiento y de expresiones a veces patéticas,
es un grito de triunfo de la Redención y un canto de victoria del catolicismo
sobre el pesimismo de un protestantismo frío y desesperado.
El
protestantismo y el naturalismo
Puede
parecer extraño y paradójico calificar al protestantismo de naturalismo. Nada
hay en Lutero de esa exaltación de la bondad intrínseca de la naturaleza,
porque, según él, la naturaleza está irremediablemente caída y la
concupiscencia es invencible. Sin embargo, la mirada excesivamente nihilista
que el protestante tiene sobre sí mismo, desemboca en un naturalismo práctico:
a fuerza de menospreciar la naturaleza y de exaltar el poder de la sola fe, se
quedan la gracia divina y el orden sobrenatural en las nubes. Para los
protestantes, la gracia no opera una verdadera renovación interior; el bautismo
no es la restitución de un estado sobrenatural habitual, es, solamente, un acto
de fe en Jesucristo que justifica y salva. La naturaleza no ha sido restaurada
por la gracia, permanece intrínsecamente corrompida; y la fe sólo obtiene de
Dios que eche sobre nuestros pecados el manto púdico de Noé. De ahí que todo el
organismo sobrenatural que el bautismo agrega a la naturaleza enraizándose en
ella, todas las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, son reducidos
a la nada; se resumen en ese sólo acto furioso de fe-confianza en un Redentor
que no concede la gracia más que para alejarse de su criatura, dejando un abismo
insalvable entre el hombre definitivamente miserable y el Dios trascendente,
tres veces santo. Ese seudo-sobrenaturalismo, como lo llama el Padre
Garrigou-Lagrange, deja finalmente al hombre, a pesar de haber sido redimido,
librado a la sola fuerza de sus virtualidades naturales; se hunde
necesaria-mente en el naturalismo. ¡De manera que los extremos opuestos se
unen! Jacques Maritain expresa bien el desenlace naturalista del luteranismo: “Bastará
a la condición humana arrojar como un vano accesorio teológico el manto de una
gracia que no es nada para ella, y ampararse con su fe-confianza, para volverse
esa bonita bestia en libertad cuyo infalible y continuo progreso encanta hoy al
universo.”
Y
ese naturalismo se aplicará especialmente al orden cívico y social: reducida la
gracia a un sentimiento de “fe-confianza”, fiduciario, la Redención sólo
consistirá en una religiosidad individual y privada, sin consecuencias en la
vida pública. El orden público, económico y político queda condenado a vivir y
desarrollarse fuera de Nuestro Señor Jesucristo. En última instancia, el
protestantismo buscará en el éxito económico el criterio de su justificación
ante los ojos de Dios, inscribiendo de buen grado sobre la puerta de su casa
aquella frase del Antiguo Testamento: “Rinde honor a Dios de tus bienes, dale
primicias de tus ganancias, entonces tus graneros se llenarán abundantemente y
tus cubas desbordarán de vino” (Prov. 3, 9-10). Jacques
Maritain tiene excelentes páginas sobre este materialismo del protestantismo,
que dará luz al liberalismo económico y al capitalismo: “Tras
las invocaciones de Lutero al Cordero que salva, detrás de sus transportes de
confianza y su fe en el perdón de las culpas, hay una criatura humana que alza
la cresta y que hace muy bien sus cosas en el fango del pecado de Adán. Saldrá
airosa en la tierra, seguirá la voluntad de potencia, el instinto imperialista,
la ley de este mundo que es su mundo, hará su voluntad en la tierra. Dios no
será más que un aliado, un cooperador, un poderoso compañero.”
El
fruto del protestantismo es que los hombres se apegarán más aún a los bienes de
este mundo y olvidarán los bienes eternos. Y si un cierto puritanismo viene a
ejercer una vigilancia exterior sobre la moralidad pública, no impregnará los
corazones del espíritu verdaderamente cristiano, que es un espíritu
sobrenatural llamado primacía de lo espiritual. El protestantismo se verá
conducido necesariamente a proclamar la emancipación de lo temporal en relación
a lo espiritual. Ahora bien, es precisamente esta emancipación que vamos a
encontrar en el liberalismo. Los Papas denunciaron con mucho acierto al naturalismo
de inspiración protestante como fuente del liberalismo que, trastornará la
cristiandad en 1789 y 1848. Así León XIII: “Mas
esta osadía de tan pérfidos hombres, que amenaza cada día más graves ruinas a
la sociedad civil, y que estremece todos los ánimos en inquietante
preocupación, tomó su causa y origen de las ponzoñosas doctrinas que,
difundidas entre los pueblos como viciosas semillas en tiempos anteriores, han
dado a su tiempo tan pestíferos frutos. “Pues
bien sabéis, Venerables Hermanos, que la cruda guerra que se inició contra la
fe católica, ya desde el siglo decimosexto, por los novadores, y que ha
recrudecido con creciente furia de día en día hasta el presente, tendía
únicamente a desechar toda revelación y todo orden sobrenatural, para abrir la
puerta a los inventos, o más bien delirios de la sola razón.”
Y
más cercano a nosotros, el Papa Benedicto XV:
“Desde
los tres primeros siglos y desde los orígenes de la Iglesia, en el curso de los
cuáles la sangre de los cristianos fecunda la tierra entera, se puede decir que
jamás la Iglesia corrió tal peligro como aquél que se manifiesta a fines del
siglo XVIII. Entonces, una Filosofía en delirio, continuación de la herejía y
la apostasía de los Innovadores, adquirió sobre los espíritus un poder
universal de seducción y provocó una transformación total, con el propósito
determinado de destruir los cimientos cristianos de la sociedad, no sólo en
Francia, sino poco a poco en todas las naciones.”
Nacimiento
del naturalismo político
El
protestantismo constituyó un ataque muy duro contra la Iglesia y causó un desgarramiento
profundo de la cristiandad en el siglo XVI, pero no llegó a impregnar las naciones
católicas con el veneno de su naturalismo político y social, sino cuando ese
espíritu secularizante alcanzó a los universitarios, y luego a aquellos que
llamamos los filósofos de las luces.
En
última instancia, filosóficamente, el protestantismo y el positivismo jurídico
tienen origen común en el nominalismo surgido en la decadencia de la Edad
Media, que con-duce tanto a Lutero, con su concepción puramente extrínseca y
nominal de la Redención, como a Descartes, con su idea de una ley divina
indescifrable, sometida al puro arbitrio de la voluntad de Dios. Toda la
filosofía cristiana afirmaba por el contrario, con Santo Tomás de Aquino, la unidad
de la ley divina eterna y de la ley humana natural: “La ley natural sólo es una
participación de la ley eterna en la criatura razonable”, escribe el Doctor
Angélico (I-II, cuest. 91, art. 2). Pero con Descartes ya se pone un hiato
entre el derecho divino y el derecho humano natural. Tras él, los
universitarios y juristas, no tardarán en practicar la misma escisión. Así,
Hugo Grotius (1625) a quien resume Paul Hazard: “¿Y el derecho divino? Grotius trata de
salvaguardarlo. Lo que acabamos de decir, declara él, valdría aún cuando
otorgásemos –lo que no puede ser concedido sin un crimen– que no hay Dios, o
que los asuntos humanos no son el objeto de sus cuidados. Dios y la Providencia
existen sin ninguna duda, he aquí, entonces una fuente de derecho, además de
aquella que emana de la naturaleza. ‘Ese derecho natural mismo, puede ser
atribuido a Dios, porque la divinidad ha querido que tales principios
existieran en nosotros.’ La
Ley de Dios, la ley de la naturaleza..., continúa Paul Hazard, esta doble
fórmula, no es Grotius quien la inventa (...) la Edad Media la conocía ya.
¿Dónde está su carácter novedoso? ¿De dónde viene que sea criticada y condenada
por los doctores? ¿Para quién es escandalosa? La novedad consiste en la
naciente separación de dos términos; en su oposi-ción, que tiende a afirmarse y
en una tentativa de conciliación posterior, que por si sola supone la idea de
una ruptura.”
El
jurista Pufendorf (1672) y el filósofo Locke (1689) darán el último toque a la
secularización del derecho natural. La filosofía de las luces imagina un
“estado de naturaleza” que no tiene nada que ver con el realismo de la
filosofía cristiana y que culmina en el idealismo con el mito del buen salvaje
de Juan Jacobo Rousseau. La ley natural se reduce a un conjunto de sentimientos
del hombre respecto a sí mismo, sentimientos que comparte la mayor parte de los
hombres; en Voltaire se encuentra el diálogo siguiente:
“B. ¿Qué es la ley natural?
A. El instinto que nos hace sentir la justicia.
B. ¿A qué llama usted justo e injusto?
A. A lo que parece tal al universo entero.”
Tal
conclusión es el fruto de una razón desorientada, que en su sed de emancipación
con respecto a Dios y a su revelación, ha cortado igualmente los puentes con
los simples principios del orden natural, recordados por la revelación divina
sobrenatural y confirmados por el magisterio de la Iglesia. Si la Revolución ha
separado al poder civil del poder de la Iglesia, es, originariamente, porque,
desde hacía tiempo, ella había separado la fe y la razón en aquellos que se
engalanaban con el nombre de filósofos. No está fuera de lugar recordar lo que
enseña con respecto a este punto, el Concilio Vaticano I: “Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la
razón, sino que además se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra
los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta, ilustrada, cultiva la ciencia
de las cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los
errores y la provee de múltiples conocimientos.” Mas
precisamente, la Revolución se cumplió en nombre de la diosa Razón, de la razón
deificada, de la razón que se erige en norma suprema de lo verdadero y de lo
falso, del bien y del mal.
Naturalismo,
racionalismo, liberalismo
Ya
pueden entrever cómo todos esos errores están entrelazados los unos con otros:
liberalismo, naturalismo, racionalismo, no son más que aspectos complementarios
de lo que debe llamarse la Revolución. Allí donde la recta razón esclarecida
por la fe, no ve más que armonía
y subordinación, la razón deificada abre abismos y levanta murallas: la
naturaleza sin la gracia, la prosperidad material sin la búsqueda de los bienes
eternos, el poder civil separado del poder eclesiástico, la política sin Dios
ni Jesucristo, los derechos humanos contra los derechos de Dios, en fin, la
libertad sin la verdad. Con
ese espíritu se hizo la Revolución que se preparaba desde hacía ya más de dos
siglos en los espíritus, como he tratado de demostrarlo, pero sólo a fines del
siglo XVIII culmina y da sus frutos decisivos: los frutos políticos, gracias a
los escritos de los filósofos y de los enciclopedistas, y a la actividad
inimaginable de la masonería, que en algunas décadas había
penetrado e infiltrado toda la clase dirigente.
La
masonería propagadora de esos errores
Con
qué precisión y clarividencia los Sumos Pontífices denunciaron esta empresa, el
Papa León XIII lo demuestra en la encíclica Quod Apostolici ya citada, y
también en la encíclica Humanum Genus del 20 de abril de 1884 sobre la
secta de los masones: “En
nuestros días, todos los que favorecen la peor parte parecen conspirar a una y
pelean con la mayor vehemencia, siéndoles guía y auxilio la sociedad que llaman
de los Masones, extensamente dilatada y firmemente constituida. (...) Los
Romanos Pontífices, Nuestros Antecesores, velando solícitos por la salvación
del pueblo cristiano, conocieron bien pronto quién era y qué quería este
capital enemigo apenas asomaba entre las tinieblas de su oculta conjuración
(...)"
León
XIII, menciona allí los Papas que ya han condenado a la masonería: Clemente
XII, en la encíclica In Eminenti, del 28 de abril de 1738, fulminaba una
excomunión contra los masones; Benedicto XIV renovaba esta condenación en la
encíclica Providas del 16 de marzo de 1751; Pío VII por la encíclica Ecclesiam
del 13 de septiembre de 1821 denunciaba especialmente a los Carbonarios;
León XII, en su constitución apostólica Quo Graviora del 13 de marzo de
1826 descubría la sociedad secreta “La Universitaria” que trataba de pervertir
a la juventud; Pío VIII (encíclica Traditi del 21 de mayo de 1829), Pío
IX (alocución consistorial del 25 de septiembre de 1865 y encíclica Quanta
Cura del 8 de diciembre de 1864) hablaron en el mismo sentido.Después,
deplorando la poca importancia que dieron los gobernantes a tan graves
advertencias, León XIII toma nota de los progresos espantosos de la secta:
“Vemos
como resultado que en el espacio de un siglo y medio la secta de los masones ha
hecho increíbles progresos. Empleando a la vez la audacia y la astucia, ha
invadido todos los rangos de la jerarquía social y ha comenzado a tomar, en el
seno de los Estados modernos, un poder que equivale a la soberanía.”
¡Qué
diría ahora cuando todos los gobiernos obedecen a los decretos de las logias masónicas! Y ahora el espíritu masónico o la masonería misma sube
en grupos compactos al ataque de la jerarquía de la Iglesia. Pero, volveremos
sobre este tema.¿En
qué consiste el espíritu masónico? Helo aquí revelado en pocas palabras por
boca del senador Goblet d'Aviello, miembro del Gran-Oriente de Bélgica,
hablando el 5 de agosto de 1877 a la logia de los Amigos Filantrópicos de
Bruselas:
“Decid a los neófitos que la Masonería... es
ante todo una escuela de vulgarización y de perfeccionamiento, una especie de
laboratorio donde las grandes ideas del tiempo vienen a combinarse y a
afirmarse para después ser esparcidas por el mundo profano de modo tangible y
práctico. Decidles, en una palabra, que somos la filosofía del liberalismo.”De
ahí, queridos lectores, que aunque no la nombre siempre, la masonería es el centro
de los temas que voy a desarrollar en los capítulos siguientes.
CONTINUA...
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