CAPITULO XXI:
HEMOS VISTO SU GLORIA
Las reflexiones a las que nos hemos entregado hasta
aquí, nos han permitido salir del mundo de las contingencias para elevarnos al
mundo eterno que, por lo menos, es permanente. Como hemos visto, Nuestro Señor afirma claramente su
unidad con el Padre, esta compenetración del Padre y del Hijo, esta
comunicación integral de naturaleza y de bienes que el Hijo ha recibido del
Padre, Principio único. Lo afirma claramente, sobre todo en su magnífica
oración sacerdotal, que tenemos que leer con frecuencia: es tan rica, tan
consoladora y tan hermosa. El primer párrafo, sin duda el más precioso, es como
una mirada sobre la Santísima Trinidad misma.«Esto dijo Jesús, y levantando
sus ojos al cielo, añadió: Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que
el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a
todos los que Tú le diste les dé El la vida eterna» (S. Juan 17, 1-2).
Nuestro Señor pide, pues, a su Padre que le dé esta
gloria, gloria que El mismo le dio a su Padre mientras estuvo en este mundo y
gloria que El comunicó también a los que el Padre le dio. Es decir, a todos los
que son sus fieles discípulos, y por consiguiente, esto se aplica también a
nosotros. Son realmente palabras de eternidad, palabras admirables, que revelan
perfectamente lo que realmente es Nuestro Señor, el Hijo eterno del Padre. Esta
palabra “gloria” la encontramos frecuentemente en los labios de Nuestro Señor.
Es la palabra que resume lo que la Iglesia siempre ha creído y enseñado sobre
la Eternidad, el cielo y la Santísima Trinidad. En todo momento, en nuestras
oraciones, repetimos el “Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto”, “Gloria
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Acabamos la lectura de todos los salmos
con este “Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto”, la recitación se
hace más solemne y más lenta, porque esta oración realmente es lo mejor que le
podemos decir a Dios: gloria a Ti.
¿Qué significa esta gloria? Es difícil de definir,
porque es algo eterno que es propio de Dios y la divinidad para nosotros sigue
siendo un gran misterio. Creo que podemos pensar que esta gloria, ese esplendor
y honor que se le debe a Dios, proviene de la riqueza del Ser divino que lo
contiene todo, que es el autor de todo, que tiene la omnipotencia, que es
eterno y que es una inteligencia infinita y un espíritu infinito. Esta irradiación espiritual tiene también
consecuencias en los cuerpos. Nuestro Señor lo mostró en su propio cuerpo. Pero
es evidente que se trata sobre todo de la gloria espiritual. Nuestro Señor mismo dijo:«Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único
Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (S. Juan 17, 3).
No se trata de que nos representemos en la imaginación
un fulgor espléndido o una luz como la que los apóstoles vieron en la
Transfiguración, sino de una luz espiritual, mucho más profunda, mucho más
íntima y mucho más rica que la luz puramente corporal y puramente física.
Nuestro Señor pide que le sea restituida la gloria que tuvo antes de que el
mundo existiese. Pero de hecho, durante su vida en este mundo Nuestro Señor
nunca perdió esta gloria sino que, sencillamente, no permitió que
transparentase de un modo habitual a través de su cuerpo. Al tener la visión
beatífica y ser el Hijo de Dios, Nuestro Señor no dejaba de estar en el seno de
la Trinidad, de estar en el gozo más perfecto en su alma, en su espíritu, en su
inteligencia, en su voluntad y en su corazón. Es imposible pensar que hubiese
un instante en el que el Hijo no le diese gloria a su Padre y en el que el
Padre no le comunicase su gloria a su Hijo.
Pero a los apóstoles, Nuestro Señor no se les aparecía
ni estaba ante ellos con esta gloria de un modo constante. Pide que su Padre le
vuelva a dar con la Resurrección esta gloria corporal. De esto mismo habla santo Tomás cuando se pregunta por
qué se dice que Nuestro Señor está a la diestra del Padre.
«¿Le conviene a Cristo sentarse
a la diestra de Dios Padre?
¿Le conviene según su
naturaleza divina?
¿Le conviene según su
naturaleza humana?
¿Le conviene como algo propio?»
(IIIª, cuest. 58)
Para santo Tomás y según san Juan Damasceno, por la
palabra diestra se puede comprender la gloria de la divinidad:«Sentarse a la diestra del
Padre no es sino poseer junto con el Padre la gloria de la divinidad, la
beatitud y la potestad de juzgar, y esto de modo inmutable y real. Esto es algo
que le conviene al Hijo por ser Dios...» (IIIª,
cuest. 58, art. 2).
También se puede comprender esta posición de Cristo a
la derecha del Padre como la dignidad comunicada a la naturaleza humana de
Jesús por la gracia de unión personal; o mejor aún, como «la gracia habitual que es más
abundante en Cristo que en las otras criaturas, en cuanto la misma naturaleza
humana es más bienaventurada en Cristo que en las demás criaturas y tiene sobre
las demás criaturas un poder real y de juez» (IIIª, cuest. 58, art. 3). Y santo Tomás resume y concluye:«Se dice que Cristo está
sentado a la diestra del Padre, en cuanto que según la naturaleza divina es
igual al Padre y según la naturaleza humana posee los bienes divinos de un modo
más excelente que las demás criaturas. Ambas cosas sólo le convienen a Cristo,
por lo que a nadie más, ni ángel ni hombre, le conviene estar sentado a la
diestra del Padre» (IIIª, cuest. 58,
art. 4).
Y añade una consideración:«Al ser Cristo nuestra cabeza,
se nos ha otorgado a nosotros todo lo que se le ha otorgado a El. Y por eso,
dice el Apóstol que al haber resucitado El, en cierto modo Dios nos ha
resucitado a nosotros, porque todavía no hemos resucitado en nosotros mismos
sino que tenemos que resucitar, según aquello de la epístola a los Romanos: “El
que resucitó a Jesucristo de entre los muertos, vivificará también nuestros
cuerpos mortales” (Rom. 8, 11)» (IIIª,
cuest. 58, art. 4, ad. 1).Siguiendo el mismo modo de expresarse, el Apóstol
escribe también: «Nos ha hecho sentarnos con El en el cielo» (Efes. 2, 6), «es decir, que nuestra cabeza,
que es Cristo, está sentado allí» (ibid.).
Así pues, si no podemos pretender estar sentados a la
diestra del Padre, porque somos pobres criaturas, sin embargo, a través de
Cristo, que es la cabeza del Cuerpo místico, podemos tener este privilegio. «El que medita sencillamente
estas elevaciones de la oración sacerdotal, dice el P. Bonsirven, puede ver el sentimiento de esta unidad
profunda con su Padre, de la que Cristo era consciente; esta comunión total,
que se expresa en el don del nombre divino y de la gloria divina, tiene como
fuente el amor que está en Dios, el cual se difunde primeramente en el Hijo
único para que por El se extienda sobre los demás hijos de Dios. Así
comprendemos la importancia de los títulos que se le dan a este Hijo: el muy
amado, el unigénito y el único engendrado, expresiones que dicen más que el
Hijo único».
La palabra consustancialidad puede parecernos
demasiado técnica y filosófica y sin embargo es la única que conviene. A causa
de su consustancialidad con el Padre, al Hijo se le da toda gloria y participa
realmente de todos los atributos del Padre. Hablando de la gloria de Nuestro Señor, el Padre Sauvé
escribe en su obra Jesús íntimo:«El cielo sólo será el
desarrollo completo, el florecimiento perfecto de la gloria de Jesús. Si
queremos empaparnos bien de esta verdad tan importante, cuya finalidad es la de
darnos una idea real de Nuestro Señor y también de nuestra unión eterna con El,
y de nuestra eterna dependencia hacia El, tenemos que considerarlo con fe y con
amor bajo sus diferentes aspectos». Y el P. Sauvé repasa todos los títulos por los que
Nuestro Señor tiene esta gloria y nos la comunica, precisamente porque como
hombre es la cabeza de la Iglesia triunfante al igual e incluso más
perfectamente que de la Iglesia de la tierra y del purgatorio.
«Así como la divinidad y el
alma santa de Nuestro Señor iban desarrollando durante su infancia y juventud,
con una perfección admirable, el cuerpo de Jesús que glorificaban por su
influencia eterna, la santa humanidad va desarrollando en el transcurso de los
tiempos su Cuerpo místico y lo va vivificando y santificando en la tierra,
purificándolo en este mundo y en el purgatorio, esperando que en la eternidad
lo animará más perfectamente y lo glorificará y lo beatificará por siempre. El
cielo no será más que Jesús colmando a todos los santos con su vida, su gozo y
su gloria. Será todo en todos» (I Cor.
15, 28). Estas páginas son muy hermosas y nos muestran cómo,
Nuestro Señor, en su humanidad gloriosa, nos comunica la gloria que ha recibido
de su Padre.
«Cómo me alegra este papel de
vuestra humanidad, oh Jesús; después de haber sido mi alimento en este mundo,
será bajo vuestra divinidad mi gloria en la eternidad (...) Cuál sería mi
locura si desde ahora no bebiese yo de esta fuente inagotable de la gracia, la
caridad, todos los días, a cada hora y sobre todo a la hora tan fecunda de los
sacramentos, de la comunión y de la absolución para beber un día en el cielo
con más abundancia la gloria y el amor eternos. Jesús objeto de admiración
eterna para todos santos. Jesús ejemplo y fuente de gloria será al mismo
tiempo, por su Sacrificio, el alma de sus adoraciones, de sus alabanzas y de
sus agradecimientos».
Esto es lo que podemos decir de la gloria de Nuestro
Señor y de la comunicación de la que gozaremos (esperémoslo) en el Cielo.
continua...
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