10.
Historia de una Vocación.
Era por los años de 1575. El P.
Francisco Ximénez era por entonces Provincial y estaba al frente de los
conventos alcantarinos del reino de Valencia. Asuntos de familia le habían
llamado a Jerez de la Frontera, donde había nacido. Un hermano de Ximénez,
residente en el Perú, no escribía de algún tiempo atrás, y su cuñada vivía
cargada de muchos hijos y víctima de dificultades de todo género. Pues bien, a
raíz de la partida de Ximénez sobrevinieron en la Provincia muchos asuntos de importancia,
y el superior que ocupaba accidentalmente su puesto carecía de atribuciones
para resolverlas, debiendo por lo mismo atenerse en todo a las órdenes del
Provincial. En tal estado de cosas, el superior comisiona al Siervo de Dios
para poner a Ximénez al corriente de todo. Pascual obedece sin poner
dificultades, y hace el viaje según su costumbre, a pie y descalzo, mendigando
de puerta en puerta el alimento y pasando la noche a cielo abierto. A su
regreso trae en su compañía al pequeño sobrino del Provincial, llamado Juan
Ximénez,
que fue después religioso franciscano
y biógrafo del Santo. Los dos hicieron juntos un viaje de cien leguas, viaje
del que tenemos la noticia siguiente debida al mismo Juan.
«Tenía
yo, a la sazón, nos dice, como unos catorce años, y solía frecuentar el
convento de Jerez. Los religiosos me trataban con tanta amabilidad, que hasta
llegaban a permitirme asistir al coro y cantar con ellos.
«Cierto
día en que me hallaba en el Oficio de Tercia, vi entrar en la iglesia, en el
momento en que iba a darse principio a la Misa, a un hombre vestido con
remendada túnica, pero tan estrecha, que más bien que túnica parecía un saco.
No llevaba ni sandalias, ni manto. Después de signarse devotamente, vino a
arrodillarse a un rincón del coro, besó la tierra, unió las manos y se abismó
en la oración.
«Un
religioso le invita a ocupar una de las sillas y él accede y se porta durante
toda la ceremonia con tal piedad y recogimiento, que yo, a despecho de mi edad
poco dispuesta a admirar tales espectáculos, me sentí profundamente emocionado.
Era este tal el Siervo de Dios a quien yo veía entonces por vez primera. La
impresión que me produjo no puede nunca borrarse en mi memoria.
«Una
vez terminada la Misa, entra en el convento, habla con mi tío, y sale luego a
visitar a algunos bienhechores que deseaban hablarle y que le habían sido
indicados por el superior. Entre otros fue también a visitarnos a nosotros, en
cuya casa se habían ya engrandecido y celebrado más de una vez sus virtudes,
puesto que mi tío lo tenía en mucho aprecio y solía hacer de él grandes
elogios.
«Y de hecho, él hablaba con tanta
modestia y circunspección, y parecía tan bueno y tan amable, que yo, fascinado,
no podía apartar de él mis ojos. De súbito el varón de Dios clava en mí una
mirada escrutadora, y dice, volviéndose a mi madre:
–Entregadme este muchacho por el amor
de Jesús y de San Francisco.
«Estas
palabras fueron derechas a lacerar el corazón de mi pobre madre. ¡Ah! yo era su
primogénito; ella tenía puestas en mí sus esperanzas para el porvenir. La
familia se opondría a ello. Yo no estaba en disposición de hacer los estudios;
era aún muy joven para pensar en tal cosa. Y además ¡debía marchar tan
lejos!... No, mi madre no podía consentirlo en manera alguna.
«Con
todo, el Bienaventurado orilla con tanta habilidad todas estas dificultades,
que al fin mi madre exclama con voz entrecortada por los sollozos:
–Llevadlo, puesto que tal es la
voluntad de Dios, pero que no sepa nada la familia, porque lo impediría a todo
trance...
«Pascual,
a su vez, promete velar siempre por mí:
–Yo le atenderé, dice, con la
solicitud de una madre.
«Y
esta promesa no fue en sus labios una promesa vacía de sentido. Tendido en su
lecho de muerte y entre los estertores de la agonía, quiere que los presentes
me atestigüen lo bien que él había satisfecho esta deuda. Por otra parte, todos
los episodios desarrollados durante nuestro viaje bastan para demostrarlo bien
a las claras».
Juan Ximénez, a su vez, no se
mostraba disgustado por la partida. La perspectiva de un largo viaje tenía para
él sus atractivos, el guía era de su agrado, y dada su edad, no se preocupaba
lo más mínimo por lo que el porvenir pudiera traerle. Montaba Ximénez una
pequeña mula andaluza, muy robusta y briosa, que, a pesar de los esfuerzos del
jinete, trotaba de continuo, formando con los cascabeles que la adornaban un
sonido muy agradable para el muchacho.
Así que Pascual, para no perder de vista a su protegido, no tenía más remedio
que seguir la marcha del bruto; y esto muchas veces por caminos sembrados de
piedrecitas y en forma de pendiente, bajo el peso del cansancio y de los
ardores del sol... En resumen, el viaje era para nuestro Santo un sacrificio
continuo. Juan, adivinando la fatiga del Religioso, se empeña en hacerle subir
a la cabalgadura:
–Hermano, le dice, vayamos a caballo,
tú un poco y yo otro poco.
–No, no, mi pequeño, responde el
Santo, déjate estar, que yo voy a pie mucho mejor.
«Todas
cuantas instancias le hice, escribe Ximénez, fueron inútiles. Lo único que
conseguí de él, contra mi deseo, fue que se quitara el manto, que le habían
dado en Jerez, y que se sirviera de él para hacerme un asiento...
La madre de Ximenez había
proporcionado a su hijo dinero y provisiones para el viaje, pero Pascual no
consintió en que el niño le pagara cosa alguna. Mendigaba su pan y se resistía
a gustar las provisiones de su acompañante. Hubo, sin embargo, una excepción:
Juan arrojó al camino, como inservible, parte de su vianda, aquella que,
gastada por el calor, se hallaba en mal estado. El Bienaventurado se apresuró a
recogerla, y con ella se alimentó durante algunos días.
«Caminábamos
de ordinario a un mismo paso, pero algún tanto separados. Pascual ocupaba el tiempo
en rezar o en cantar gozos al Santísimo Sacramento. Sus cantos y su voz me
causaban agrado, y yo le hacía repetir los que me parecían más hermosos, sin
que nunca el Santo se negara a mis súplicas. De vez en cuando se aproximaba a
mí, e inspeccionaba los aparejos:
–¿Vas bien así, mi querido Juan?
¿Sientes cansancio? me decía. Vamos, ten ánimo, que descansarás dentro de poco.
¿No ves? Estamos ya cerca de una posada.
«¡Las
posadas! Los famosos albergues. Suelen estar rodeados por un huerto, en el que
crecen al pie de los árboles los dorados melones y las rojas sandías. En el
centro está la noria, recuerdo del tiempo de los moros, con su vieja rueda de
sacar agua, puesta en movimiento por un mulo. El albergue es un cobertizo
sostenido por pilares de piedra: a lo largo de las paredes toda una hilera de
caballos, jumentos y mulos; junto a la puerta carretas y fardos. En el fondo,
en una sala oscura, llamea el fuego de la hospitalidad. A la luz de este fuego
se cocina, se come, se fuma, se canta, se discute, se grita y, a ser posible,
se duerme.
«Cada
uno se acomoda por la noche lo mejor que puede. Éste se encarama sobre un
carro, el otro tiende su capa y se acuesta encima de ella, y el de más allá se
arrolla en una manta y se tira en un rincón a la buena de Dios. Sería demasiado
pretender mayores comodidades en una posada.
«Pascual
escoge un rincón para mí e improvisa una camilla, lo menos dura posible,
poniendo en ello todos los recursos de su habilidad. Luego me cubre con su
manto y queda de guarda a mi lado hasta que se persuade de que estoy dormido.
Al oírme roncar, se aleja.
«Yo
tuve curiosidad por saber qué es lo que iba a hacer a aquellas horas, y,
restregándome los ojos, le vi separarse a corta distancia, arrodillarse como en
el coro de Jerez y orar... ¡Dios mío, por cuanto tiempo! ... Y lo que hacía
entonces, lo hacía siempre, lo mismo en las posadas que en las granjas: orar por
espacio de muchas horas y dormir lo menos posible.
«A
veces el exceso del calor nos obligaba a caminar de noche. Entonces Pascual no
se separaba de mí un momento, me hablaba de muchas cosas buenas y desvanecía
mis aprensiones.
«Cuando
tropieza en el camino con algún viajero, esfuérzase por colmarlo de favores.
Cierto día hallamos a un hidalgo quien nos refiere toda una historia de
bandidos, que me es muy interesante y que aquél relata con gran prolijidad de
detalles. El Santo tomó pie en el percance
para
recomendarle la devoción a la Santísima Virgen y la necesidad de vivir
santamente. Y habló con tal convicción, que yo me sentí cambiado en otro
hombre, y formé propósitos de hacer una confesión general de toda mi vida,
«Otro día tocó la suerte a un pobre joven
quien, con los vestidos hechos jirones, el rostro cubierto de lágrimas y el
cuerpo lleno de mordeduras de perros, se acercó a pedirnos limosna. Su porte
daba a conocer bien a las claras que no había nacido en la miseria, y después
he llegado a
saber que pertenecía a una de las
principales familias.
«Dicho
joven había abandonado, en un momento de obcecación, el hogar paterno, a fin de
poder así entregarse más libremente a los placeres. Luego nos refirió sus
amarguras, su miseria, su cruel infortunio... ¡toda una historia tan larga y
tan triste!... Pascual lo consoló y le habló con inefable bondad, animándolo a
que volviera al lado de su padre, a que le pidiera perdón por su pasada
conducta, y a que se portara en adelante como buen hijo y buen cristiano. A
medida que hablaba el Santo, el pobre joven sentía renacer en su ánimo la
esperanza.
«Un
compañero de viaje, que era Hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, unióse entonces
a nosotros y principió, a su vez, a hablar al hijo pródigo. Éste, al fin, se dejó
convencer y prometió regresar a la casa paterna. ¡Había sufrido ya tanto! ...
«Más
tarde tuve noticia de que el joven había seguido las exhortaciones de ambos, y
que su situación era ya muy diversa. Él mismo vino en persona a Valencia, para
dar las gracias a sus
caritativos
consejeros. Pascual no habitaba ya allí: así que el joven sólo pudo hablar con
el Hermano jesuíta, el cual se apresuró a comunicar al Santo las buenas
noticias de la conversión de su protegido.
«Así
atravesamos toda Andalucía, en la que van alternando con las rientes colinas,
ligeramente ondulantes y cubiertas de olivares, las polvorientas llanuras y las
sedientas torrenteras.
«Granada
aparece a nuestros ojos. En el horizonte se columbran los picos dorados de
Sierra Nevada. Sobre un fondo que se asemeja a un mar de verdura, surge una
masa compacta de torres y cúpulas deslumbrantes a la luz del sol, en medio de
blancos muros, perforados por ventanas ojivales. Se dice por allá: “cuando Dios
quiere bien a alguno, lo lleva a vivir a Granada”.
«A
la entrada de la larga avenida de los álamos, se ve una capilla edificada por
Fernando el Católico, que trae a la memoria el 2 de enero de 1492. En dicho
día, el Cardenal Pedro de Mendoza, colocado al frente de los asaltantes,
clavaba a las tres de la tarde el signo de la Cruz en la más alta de las torres
de la Alhambra. Con esto dábase por conquistado el último refugio de los moros,
y por asegurado en España el principio de la unidad católica. Aun hoy día suele
acudirse a la susodicha capilla para rezar ciertas plegarias indulgenciadas y
para decir por la mañana, cual lo hace todo cristiano, la oración de la
cruzada.
«Nosotros
pudimos hacer nuestras devociones ante el sepulcro de los mártires franciscanos
Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, martirizados tiempo hace por
Mahomed-a-Bembalua, y visitar la antigua fortaleza de los sarracenos,
transformada en convento de los Frailes Menores. Pascual, en esta ocasión, me
dijo que procurara hacerme con un libro escrito por fray Luis de Granada, que
se llama: La Guía de Pecadores.
–Léelo, mi pequeño, agregó, pues es
muy hermoso y te será de provecho.
«No
bien salimos del convento, nos hallamos con un alguacil, que interceptándonos
el paso y tomando al Santo por un vagabundo, lo colma de insultos y hace ademán
de arrestarlo.
–Pero, si es un religioso... ¡un
religioso tan bueno!, grité yo entonces. Examina, al menos, sus papeles.
«El desconfiado oficial lee
detenidamente la obediencia de los superiores de la Orden, que era el pasaporte
del Santo, se la devuelve sin decir palabra y se aleja al momento. A todo esto Pascual
continuaba sonriendo con dulzura, sin que dejara salir de sus labios una sola
queja o injuria. Esta actitud me impresionó vivamente.
«En
otra ocasión, luego que salimos de Huéscar, se halló el Santo tan violentamente
indispuesto, que se creyó a punto de irse al otro mundo. Pero implacable
siempre consigo mismo, prosiguió a pesar de ello caminando y haciendo esfuerzos
por disimular sus dolores...¡De qué diverso modo obraba yo cuando era yo el que
sufría!
«Nos
hallábamos una vez distantes de Calasparra como unas cuatro leguas. Hacía un
calor tórrido; las hojas se desprendían marchitas de las ramas; los pájaros
volaban a flor de tierra y se agazapaban, con la cabeza bajo el ala, en los
huecos de los árboles y de las rocas, y el terrible solazo nos hería de lado.
Alrededor de nosotros dilatábase la llanura desierta y gris barrida con furia
por el huracán. Yo creía que me asfixiaba: mi garganta parecía de fuego.
Entonces exclamé:
–¡Agua, agua! ¡Me muero!...
«El
buen Hermano, sin cuidarse para nada de su propio cansancio, corre a derecha e
izquierda, en busca de un poco de agua... ¡Todo inútil!
–Animo, muchacho, me dice, que yo
daré con ella. Ten paciencia, que pronto será tu sed satisfecha...
«Al
fin logra descubrir algunos juncos.
–Mastícalos, me dice; de este modo
desaparecerá tu sed.
«Yo
obedecí. Ayudado y sostenido por él, pude llegar junto a un arroyuelo.
–Come antes un bocado de pan, y
después beberás, porque si no, puede hacerte daño.
«Poco
después llegábamos a la población. Al día siguiente por la mañana nos dirigimos
hacia Jumilla. Desgraciadamente nos desorientamos en la marcha, y nos
encontramos de pronto frente a un foso muy largo y lleno de agua enlodada.
Pascual tuvo que pasar el foso por encima de un tronco medio podrido. En el
momento en que llegaba al medio, el tronco y él se cayeron al foso, dando
volteretas. Tan cómica fue esta escena, que yo solté una estrepitosa
carcajada... El Santo entonces, sin acordarse de reñirme, se limpia y enjuga lo
mejor que puede, y celebra en tanto con chistes su poca suerte.
«Algún tiempo más tarde subíamos a
pie por la cuesta que conduce al convento. Esta cuesta era tan pendiente que
parecía estar cortada a pico, y yo no tenía ya fuerzas para proseguir adelante.
–Vamos, mi pequeño, yo te llevaré
sobre mis espaldas, exclamó Pascual de improviso.
«Pero
yo tuve vergüenza de mí mismo y respondí:
–No, no, iré por mis pies.
«Y
cogido al brazo del Santo llegué a la cumbre.
«Así,
pues, Pascual se portó conmigo como una verdadera madre, pensando a todo, rodeándome
de cuantas facilidades pueden imaginarse, y favoreciéndome con su cariñoso
trato. Se comprende, desde luego, que no es posible lleguen nunca a borrarse de
mi memoria tan gratos recuerdos. A él debo yo la gracia de haber llegado a ser
religioso».
No hay comentarios:
Publicar un comentario