CAPITULO XXVI: HUMILDAD
DIVINO-HUMANA.
En medio de todas las preocupaciones, de todas
los cuidados y de todas las dificultades que podemos encontrarnos, sobre todo
en estos tiempos dolorosos que atraviesa la Iglesia, nos es un gran consuelo
apoyarnos sobre el único fundamento que vale la pena: Nuestro Señor Jesucristo.
No hay ningún otro. Al estudiar la psicología de Nuestro Señor y más
particularmente el carácter de la unidad en su Persona, nos damos cuenta de que
une en Sí cosas que en apariencia no se parecen. Hubiese sido muy sencillo
comprender a Nuestro Señor si hubiese asumido sólo un cuerpo y no un alma: en
ese caso, se hubiera podido decir que Dios animaba directamente el cuerpo que
se presentaba a los habitantes de Palestina y a los Apóstoles y que era Dios en
un cuerpo humano. Más bien es en nosotros en quienes
puede haber una división, porque somos criaturas animadas por una persona
humana y por eso mismo, enteramente distintas de Dios. En Nuestro Señor no
cabía esta distinción porque la Persona que lo hacía subsistir era divina. En
Nuestro Señor había, pues, una unidad mucho más profunda que entre Dios y
nosotros. Nosotros tampoco podemos separarnos de Dios, porque es nuestro
Creador y el que nos sostiene y nos mueve en todos los instantes de nuestra
existencia, aunque El no es el responsable de nuestros actos. Entre Dios y
nuestros actos está la persona humana, que Dios mismo ha creado, y que es la
responsable, mientras que en Nuestro Señor, Dios mismo se convertía en el
responsable de todos los actos de Nuestro Señor.
Entre el alma de Nuestro Señor y Dios hay una unidad
infinitamente superior a la que hay entre nuestra persona y Dios mismo. Otro
aspecto interesante en el estudio de Nuestro Señor, para comprender mejor su
psicología interior, es el de su humildad. Entre los evangelistas, san Juan es
el que estudió mejor la psicología de Nuestro Señor y el que narra las palabras
que la esclarecen. En el evangelio de san Juan, hay lugares que nos sorprenden.
Si Nuestro Señor es Dios, ¿cómo pudo dar la impresión de humillarse ante su
Padre? Nosotros nos inclinaríamos a pensar que esta humildad nace de su
humanidad y del sentimiento vivo de ser sólo una criatura. Su cuerpo era una
criatura y su alma también: ¿Nuestro Señor habla desde el punto de vista de su
alma y de su cuerpo cuando se humilla ante Dios Padre? Pero ¿acaso el origen de
esta humanidad no está ya en la vida trinitaria, en la Trinidad misma?
Desde luego no se puede hablar de humildad en el interior de
la Santísima Trinidad, aunque si la humildad se define y no es mas que la
virtud de veracidad y la conciencia de haber recibido todo lo que somos y
tenemos, ¿en quién puede ser más viva esta conciencia que en el Verbo, que oye
constantemente: Ego hodie genui te, “Hoy te he engendrado” (Sal. 2, 7)? Este
hodie es la eternidad. Nuestro Señor es engendrado siempre por el Padre.
Nuestro Señor, el Hijo, se siente deudor eterno de todo su ser a su Padre. El
nunca ha tenido principio y es igual al Padre, pero el hecho de ser Hijo y, por
lo tanto, engendrado por su Padre, le hace reconocer que todo le viene del
Padre, y eso es verdad.
No es una humildad forzada ni un sentimiento incorrecto, y
Nuestro Señor lo dice de un modo muy explícito, no sólo por tener un alma
humana y un cuerpo humano sino también porque recibe de su Padre toda su
naturaleza divina, y porque recibe de su Padre toda su misión y toda su ciencia
divina. ¿Cómo podría ser que este Hijo, que es Dios, no le rindiese homenaje a
su Padre reconociendo su filiación? Eso es algo muy hermoso y que se extiende
sobre la humanidad de Nuestro Señor. Es, pues, muy normal que Nuestro Señor se
humille ante su Padre porque su alma y su cuerpo humanos están, evidentemente,
a un nivel infinitamente inferior a su Persona divina. Nadie ha hablado tan
bien de esta “humildad del Hijo encarnado” como el Padre Lebreton, en Los
orígenes del dogma de la Trinidad: «Desde que abrimos el Evangelio, nos
llaman la atención esos sentimientos de humildad tan nuevos en el judaísmo y
tan poderosos en todos los que se acercan a Cristo y son movidos por su
Espíritu. Pero si contemplamos a Cristo mismo, nos damos cuenta de que hay en
El una dependencia y un aniquilamiento ante su Padre del que nada nos puede dar
una idea en este mundo. Ni su doctrina es suya, ni sus obras, ni su vida; el
Padre le muestra lo que debe hacer, y Jesucristo habla, actúa y muere con los
ojos fijos en esta regla suprema y queridísima. Esta dependencia natural se ve
acompañada en el Hijo de Dios por una complacencia
infinita: así como el Padre derrama en El con un amor indecible, el Hijo halla
su gozo en recibir y en depender». Me parece que es un sentimiento muy hermoso
que debe hacernos meditar. Si Nuestro Señor ha expresado este sentimiento de
homenaje y de reconocimiento de que todo se lo debe a su Padre, nosotros que
somos tan inferiores, cómo no tendremos que estar en este sentimiento continuo
de que todo se lo debemos a Dios. Y si cada uno de nosotros tenemos una persona
que Dios quiso crear y que es responsable de nuestros actos, eso no quiere
decir que tengamos un deber menor de dar homenaje a Dios por lo que somos, sino
al contrario. Tenemos que someternos a Dios, por nuestra inteligencia y nuestra
voluntad, como lo hizo Nuestro Señor, pero evidentemente de un modo más
humilde, porque nuestra persona es creada; y de una manera más humilde, por lo
pequeños e insignificantes que somos en relación a Dios y a Nuestro Señor. Aunque
Nuestro Señor no podía querer sino lo que Dios quería, tenía, sin embargo, dos
voluntades distintas. El monofisismo y el monotelismo son
herejías. En Nuestro Señor hay dos voluntades: la voluntad divina y la voluntad
humana. Es evidente que no podía haber la menor oposición entre ambas
voluntades. Eso no puede imaginarse, pues había una sola Persona y por
consiguiente la voluntad humana de Nuestro Señor siempre estuvo plenamente
sumisa a la voluntad de Dios.
A ejemplo de Nuestro Señor, nosotros, que también tenemos
una voluntad humana, tenemos que someterla a la voluntad divina. Por desgracia,
nuestra voluntad, por un defecto de nuestra libertad, puede separarse e incluso
oponerse a la voluntad de Dios. Es algo que parece increíble pero que,
desgraciadamente, es así. Al meditar sobre esta actitud de Nuestro Señor con su
Padre, tenemos que procurar ver en ella el modelo de nuestras obras y de
nuestra actividad: «Eso es lo más íntimo de Nuestro Señor; y cuanto más nos
adentramos en el secreto de su vida, comprendemos mejor esas palabras de
humilde dependencia que invitan a los discípulos a elevarse hasta la fuente de
la vida, de la bondad y de la ciencia: Dios Padre. Este rasgo, destacado con
tanta nitidez en el Evangelio de san Juan, no sólo no compromete la filiación
sino que es un elemento esencial; no debe velarla a nuestros ojos sino
revelárnosla.
Los textos joánicos se podrían dividir en dos series;
establecer por una parte la dependencia del Hijo, y por otra su unidad
con el Padre, y fácilmente se concluiría en la incoherencia (entre esa
dependencia de Nuestro Señor y su divinidad que lo hace igual a Dios). Sin
embargo, tenemos que esforzarnos por entrar con el evangelista en la corriente
profunda del cristianismo para unirnos con Cristo, para contemplar su vida y
penetrarnos de su pensamiento, y así sentiremos la unidad de la verdad. Más tarde, sobre todo a partir del s.
IV, algunos teólogos mostraron que esas relaciones de origen y de dependencia
son las únicas que pueden distinguir entre sí a las Personas cuya naturaleza es
común y que, por consiguiente, esta dependencia del Hijo hacia el Padre, que a
primera vista parece atentar contra la unidad e incluso contra la igualdad de
ambas Personas, es la que la consagra y la que nos permite concebirla». Es
necesaria una distinción, ya que si no hay distinción en Dios, no hay Trinidad.
Al haber tres Personas, tiene que haber relaciones de filiación por parte del
Hijo, y de procesión por parte del Espíritu Santo y, por consiguiente,
relaciones de dependencia total. El Hijo depende del Padre en su ser, pero
nunca ha tenido principio, sino que ha existido siempre en la eternidad. Dios
es eterno y, una vez más, esta generación es el hodie eterno, lo que
hace que el Hijo sea completamente igual al Padre.
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