XXII
Ya
es hora de reaccionar. Cuando Gaudium et Spes habla del movimiento de la
historia que "se hace tan rápido que apenas se puede seguir", puede
entenderse ese movimiento como aquel en que las sociedades liberales se
precipitan hacia la disgregación y el caos. ¡Guardémonos de seguirlo! ¿Cómo
comprender que ciertos dirigentes que se proclaman de la religión cristiana
destruyan toda autoridad? Lo que importa es restablecer la autoridad que fue
querida por la Providencia en las dos sociedades naturales de derecho divino
cuya influencia aquí abajo es primordial: la familia y la sociedad civil. En
estos últimos tiempos fue la familia la que sufrió los golpes más rudos; el
paso al socialismo en países como Francia y España aceleró ese proceso. Las
leyes y medidas que se sucedieron muestran una gran cohesión en la voluntad de
destruir la institución de la familia: disminución de la autoridad paterna,
divorcio facilitado, desaparición de la responsabilidad en el acto de la
procreación, reconocimiento administrativo de las parejas irregulares y hasta
de las parejas homosexuales, cohabitación juvenil, matrimonio de prueba,
disminución de las ayudas sociales y fiscales a las familias numerosas. El
propio Estado, mirando ya a sus intereses, comienza a percibir las
consecuencias de esto en lo que se refiere a la baja natalidad y se pregunta
cómo, en un tiempo próximo, las jóvenes generaciones podrán asegurar los regímenes
de jubilación, de aquellas generaciones que han dejado de ser económicamente
activas. Pero los efectos son mucho más graves en el dominio espiritual. Los
católicos tienen el deber de intervenir con todo su peso, puesto que también
son ciudadanos, para restablecer el debido equilibrio. Por eso no pueden
permanecer al margen de la política. Pero su esfuerzo se hará notar sobre todo
en la educación que den a sus hijos. Sobre este punto, la autoridad paterna es
discutida en sus fuentes mismas por quienes declaran que "los padres no
son los propietarios de los hijos", con lo cual quieren decir que la
educación corresponde al Estado, con sus escuelas laicas, sus guarderías, sus
jardines de infantes'. Se acusa a los padres de no respetar la "libertad
de conciencia" de sus hijos cuando los educan según sus propias
convicciones religiosas. Estas ideas se remontan a los filósofos ingleses del
siglo XVII que querían ver en los hombres sólo individuos aislados,
independientes desde el nacimiento, iguales entre sí, sustraídos a toda
autoridad. Sabemos que todo eso es falso. El niño lo recibe todo de su padre y
de su madre, alimento corporal, intelectual, educación moral, social. Los
padres se hacen ayudar por maestros que en el espíritu de los educandos
compartirán la autoridad de los padres, pero lo cierto es que, por una vía o
por la otra, la casi totalidad de la ciencia adquirida durante la adolescencia
será más una ciencia aprendida, recibida, aceptada, que una ciencia deducida de
la observación y de la experiencia personal. Los conocimientos provienen en
gran parte de la autoridad que los transmite. El joven estudiante cree en sus
padres, en sus profesores, en sus libros, y así su saber se amplía.
Y
esto es aún más cierto en el caso de los conocimientos religiosos, de la
práctica de la religión, del ejercicio moral de conformidad con la fe, con las
tradiciones, con las costumbres. En general, los hombres viven en función de
las tradiciones familiares, como se observa
en toda la superficie del globo. Por eso la conversión a otra religión
diferente de aquella recibida durante la niñez encuentra serios obstáculos.
Esta extraordinaria influencia de la familia y del medio es algo querido por
Dios. Dios quiso que sus bienes se transmitan primero por la familia; por eso
dio al padre de familia una gran autoridad, un inmenso poder sobre la sociedad
familiar, sobre su esposa, sobre sus hijos. El niño nace con una debilidad tan
grande que bien se puede apreciar la necesidad absoluta de la permanencia del
hogar y de su indisolubilidad. Querer exaltar la personalidad y la conciencia
del niño en detrimento de la autoridad familiar es asegurar su desgracia,
empujarlo a la rebelión, al menosprecio de los padres, siendo así que la
longevidad está prometida a quienes honran a sus mayores. Al recordarlo, san
Pablo también dice que es deber de los padres no exasperar a sus hijos, sino
que éstos han de ser educados en la disciplina y el temor del Señor. Si hubiera
que esperar a poseer la inteligencia necesaria de la verdad religiosa para
creer y convertirse, habría bien pocos cristianos en el momento actual. Uno
cree en las verdades religiosas porque los testigos son dignos de crédito por
su santidad, su desinterés, su caridad. Además, como dice san Agustín, la fe
da la inteligencia. El papel de los padres se ha hecho hoy muy difícil.
Según vimos, la mayoría de las escuelas libres están laicizadas, ya no se
enseña en ellas la verdadera religión ni las ciencias profanas se enseñan a la
luz de la fe. Los catecismos difunden el modernismo religioso. La vida
vertiginosa absorbe todo el tiempo, las necesidades profesionales alejan a
padres e hijos de los abuelos y abuelas que antes participaban en la educación.
Los católicos no están solamente perplejos, sino que además están desarmados.
Pero no tanto que no puedan sin embargo asegurar lo esencial, la gracia de
Dios. ¿Qué hay que hacer? Existen escuelas verdaderamente católicas, aunque son
pocas. A ellas hay que enviar a los hijos aun cuando esto pueda pesar en el
presupuesto familiar. Habrá que fundar nuevas escuelas católicas, como algunas
personas ya lo han hecho. Si los hijos del lector sólo pueden frecuentar
aquellas escuelas en que la enseñanza está desnaturalizada, los padres deben
presentarse, reclamar y no dejar que los educadores hagan perder la fe a los
niños. El católico debe leer y volver a leer en familia el catecismo de Trento,
el más hermoso y el más completo. Puede organizar "catecismos
paralelos" con la dirección espiritual de buenos sacerdotes y no ha de
tener miedo de que se lo trate de "salvaje" como se hizo con
nosotros. Ya numerosos grupos funcionan en este sentido y ellos recibirán a los
niños. Hay que rechazar los libros que transmiten el veneno modernista. Es menester
hacerse aconsejar. Editores valientes publican excelentes obras y vuelven a
imprimir las que destruyeron los progresistas. No hay que comprar cualquier
Biblia; toda familia cristiana debería poseer la Vulgata, traducción latina
hecha por san Jerónimo en el siglo IV y canonizada por la Iglesia. Hay que
atenerse a la verdadera interpretación de las escrituras y conservar la
verdadera misa y los sacramentos como se administraban antes en todas
partes. Actualmente el demonio está desencadenado contra la Iglesia, pues
precisamente de eso se trata: quizás estamos asistiendo a una de sus últimas
batallas, una batalla general. El demonio ataca en todos los frentes y si
Nuestra Señora de Fátima dijo que un día el mismo demonio llegaría hasta las
más altas esferas de la Iglesia, eso significa que tal cosa podría ocurrir. No
afirmo nada por mí mismo, sin embargo se perciben signos que pueden hacernos
pensar que en los organismos romanos más elevados hay quienes han perdido la
fe.
Es
menester tomar urgentes medidas espirituales. Hay que rezar, hacer penitencia,
como lo pidió la Santa Virgen, recitar el rosario en familia. Como se vio en la
guerra, la gente se pone a rezar cuando las bombas comienzan a caer. Pero en
este momento precisamente están cayendo bombas: estamos a punto de perder la
fe. ¿Se da cuenta el lector de que esto sobrepasa en gravedad a todas las
catástrofes que los hombres temen, las crisis económicas mundiales o los
conflictos atómicos? Se imponen renuevos y no ha de creerse que no podamos
contar aquí con la juventud. Toda la juventud no está corrompida, como tratan
de hacernos creer. Muchos jóvenes tienen un ideal y en el caso de otros basta
proponerles uno. Abundan ejemplos de movimientos que apelan con éxito a la
generosidad de los jóvenes; los monasterios fieles a la tradición los atraen,
no faltan vocaciones de jóvenes seminaristas o novicios que solicitan ser
formados. Aquí puede realizarse un magnífico trabajo de acuerdo con las
consignas dadas por los apóstoles: Tenete traditiones. Permanete in lis quae
didicistis. El viejo mundo llamado a desaparecer es el mundo del aborto.
Las familias fieles a la tradición son al mismo tiempo familias numerosas a las
que su misma fe les asegura la posteridad. "Creced y
multiplicaos". Al cumplir con lo que la Iglesia siempre enseñó, el
hombre se proyecta al futuro.
CONTINUA...
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