XIV
La relación que indico entre la crisis de la (Iglesia
y la Revolución Francesa no es una simple metáfora. Nos encontramos hoy frente
a la continuidad de Los filósofos del siglo XVIII y del vuelco que sus ideas
provocaron en el mundo. Quienes transmitieron este veneno a la Iglesia lo
confiesan ellos mismos. El cardenal Suenens exclamaba por ejemplo; "El
concilio Vaticano II es el 1,789 en la Iglesia" y agregaba entre otras
declaraciones, desprovistas de precauciones oratorias: "Nada puede comprenderse
de la Revolución Francesa, o de la revolución rusa si, se ignora el antiguo
régimen a que ellas pusieron fin... De la misma manera, en materia eclesiástica
una reacción sólo se juzga en función del estado de cosas que la precedió".
Lo que la precedió y lo que el cardenal consideraba que debía ser abolido es el
maravilloso edificio jerárquico con el Papa en la cúspide, como vicario de
Jesucristo en la tierra. "El concilio Vaticano II marcó el fin de una
época y si bien se mira hasta marcó el fin de una serie de épocas, el fin de
una era." El padre Congar, uno de los artesanos de las reformas, no se
expresaba de manera diferente: "La Iglesia hizo pacíficamente su
revolución de octubre". Con plena conciencia observaba: "La
declaración sobre la libertad religiosa dice materialmente lo contrario del
Sílabo".
Podría citar cantidades de afirmaciones de este tipo.
En 1976, el padre Gélineau, uno de los jefes de fila del Centro Nacional de la
Pastoral Litúrgica, no dejaba ninguna ilusión a aquellos que querían ver en el
nuevo orden algo un poco diferente del rito que se celebraba universalmente
hasta entonces, pero nada fundamentalmente chocante: "La reforma
decidida por el segundo concilio del Vaticano dio la señal del deshielo...
Bloques enteros se resquebrajan... Que nadie se engañe: traducir no es decir la
misma cosa con otras palabras, es cambiar las formas...Si las formas cambian,
el rito cambia. Si un elemento cambió, la totalidad significante queda
modificada. .. Hay que decirlo sin ambages: el rito romano tal como lo
conocíamos ya no existe: Está destruido".
Los católicos liberales instauraron un Estado
revolucionario. En él libro de uno de ellos, el senador de Doubs, el señor
Prelót dice: "Nosotros luchamos durante un siglo y medio para hacer
prevalecer nuestras opiniones en el seno de la Iglesia y no lo logramos. Por
fin llegó el concilio Vaticano II y triunfamos. Ahora las tesis y los
principios del catolicismo liberal están definitivamente y oficialmente
aceptados por la Santa Iglesia". Al sesgo de este catolicismo liberal
la Revolución Francesa se introdujo en la Iglesia so pretexto de pacifismo, de
fraternidad universal. Los errores y los falsos principios del hombre moderno
penetraron en la (Iglesia y contaminaron al clero gracias a papas liberales
ellos mismos y al concilio Vaticano II.
Como siempre llega un momento en que es menester poner
las cosas en claro, recordaré que yo mismo era refractario a la reunión de un
concilio ecuménico en 1962. Por el contrario, lo
veía con grandes: esperanzas; Así lo atestigua hoy una carta que en 1963 dirigí
a los padres del Espíritu Santo y que fue publicada en una de mis obras
anteriores. En aquel momento escribí: "Digamos sin vacilación que
ciertas reformas litúrgicas eran necesarias y que es deseable que el concilio
continúe en ese camino". Yo reconocía que se imponía una renovación
para poner fin a cierta esclerosis que se debía al hecho de que se hubiera
abierto una brecha entre la oración (reducida a los límites de los lugares de
culto) y la acción, la escuela, la profesión, la vida urbana. Nombrado por el
Papa miembro de la comisión preparatoria central, participé en sus trabajos con
asiduidad y entusiasmo durante los dos años que duraron. La comisión central
estaba encargada de examinar y verificar todos los proyectos preparatorios que
redactaban comisiones especializadas. De manera que me encontraba en buena
posición para saber lo que se había hecho, lo que debía examinarse y lo que
debía presentarse a la asamblea. Ese trabajo se realizaba muy concienzudamente
y con profundidad. Tengo en mi poder los textos de setenta y dos proyectos
preparatorios; en ellos la doctrina de la Iglesia es absolutamente ortodoxa,
aunque en cierto modo los textos se adaptan a nuestra época pero con mucha
mesura y sabiduría. Todo estaba dispuesto para la fecha anunciada y el 11 de
octubre de 1962 los padres ocupaban un lugar en la nave de la basílica de San
Pedro de Roma. Pero ocurrió algo que no había sido previsto por la Santa Sede:
desde los primeros días, el concilio se vio invadido por las fuerzas
progresistas. Así lo experimentamos nosotros, así lo sentimos, y cuando digo
"nosotros" me refiero a la mayoría de los padres del concilio en
aquel momento. Tuvimos la impresión de que ocurría algo anormal y esa impresión
se confirmó rápidamente: a los quince días de la sesión inaugural ya no quedaba
ninguno de los setenta y dos proyectos. Todos habían sido rechazados,
abandonados, arrojados al cesto de los papeles. Esto ocurrió del modo
siguiente: el reglamento del concilio establecía que era menester alcanzar dos
tercios de los votos para rechazar un esquema preparatorio. Ahora bien, cuando
se procedió a la votación, hubo un 60 % de votos contra los proyectos y 40 % en
su favor. Por consiguiente, los opositores no alcanzaban a los dos tercios y
normalmente el concilio debía desarrollarse sobre la base de esos trabajos
preparatorios. Fue entonces cuando se manifestó una organización poderosa, muy
poderosa, dirigida por cardenales de orillas del Rin, con todo un secretariado
perfectamente dispuesto. Los cardenales fueron a entrevistar al papa Juan XXIII
y le dijeron: "Esto es inadmisible, Santo Padre; nos quieren hacer
estudiar proyectos que no fueron aprobados por la mayoría", y se
salieron con la suya, pues el inmenso trabajo realizado quedó relegado al
olvido y la asamblea se encontró con las manos vacías, sin ninguna preparación.
¿Qué presidente de directorio de una compañía por pequeña que ésta sea aceptará
una reunión sin un orden del día, sin expedientes? Sin embargo así comenzó el
concilio. Luego se presentó la cuestión de las comisiones conciliares que había
que nombrar, y ése era un problema arduo, pues hay que imaginar a los obispos
llegados de todos los países del mundo que se encontraban de pronto reunidos en
el recinto. La mayor parte de ellos no se conocían. Conocían personalmente a
tres o cuatro colegas y a algunos otros de nombre entre los 2400 que estaban
presentes. ¿Cómo podían saber qué padres eran los más aptos para componer la
comisión de sacerdocio, de liturgia, de derecho canónico, etcétera?
Muy legítimamente el cardenal Óttaviani hizo llegar a
todos la lista de los miembros de las comisiones preconciliares, personas que,
por consiguiente, habían sido elegidas por la Santa Sede y ya
habían trabajado sobre los temas que se iban a discutir. Esto podría ayudar a
elegir sin que hubiera obligación de atenerse a las listas y ciertamente era
deseable que algunos de esos hombres experimentados figuraran en las
comisiones. Pero entonces se elevó una voz; no tengo necesidad de recordar el
nombre del príncipe de la Iglesia que se puso de pie para decir lo siguiente: "Al
suministrar nombres se ejerce una presión intolerable en el concilio. Hay que
dejar en libertad a los padres conciliares. Una vez más la curia romana trata
de colocar a sus miembros". Un poco desconcertados y espantados ante
esa brutal intervención, los padres decidieron levantar la sesión y por la
tarde el secretario, monseñor Felici, anunció: "El Santo Padre reconoce
que tal vez es mejor que sean las conferencias episcopales las que se reúnan
para dar listas". Las conferencias episcopales eran en aquella época
algo embrionario; hicieron como pudieron las listas que se les pedían sin
haberse podido reunir como hubiera sido necesario, porque sólo se les
concedieron veinticuatro horas. Pero quienes habían urdido este pequeño golpe
de Estado estaban de acuerdo con hombres bien elegidos de diferentes países.
Lograron adelantar las conferencias y en verdad obtuvieron una gran mayoría de
votos. El resultado fue que las comisiones quedaban formadas por miembros
pertenecientes en las dos terceras partes a la fracción progresista, la tercera
parte fue nombrada por el Papa. Con bastante rapidez se elaboraron nuevos
proyectos de una orientación completamente diferente de la de los primeros.
Algún día me gustaría publicar unos y otros para que se pueda hacerla
comparación y comprobar cuál era la doctrina de la Iglesia aquel día que
precedió al concilio. Quien tenga alguna experiencia de las asambleas civiles o
clericales comprenderá en qué situación se encontraban los padres. Podían
modificarse algunas frases de aquellos nuevos proyectos, algunas proposiciones
a título de enmiendas, pero no se podía modificar lo esencial. Las consecuencias
de esto serán graves. Un texto tendencioso en su origen nunca se corrige
enteramente, siempre conserva la marca del redactor y del pensamiento que lo
inspira. A partir de ese momento el concilio ya estaba orientado. Un tercer
elemento contribuyó a dirigirlo en el sentido liberal. En lugar de los diez
presidentes del concilio que había nombrado Juan XXIII, el papa Pablo VI
designó para las dos últimas sesiones a cuatro moderadores de los cuales lo
menos que puede decirse es que no fueron elegidos entre los más mesurados de
los cardenales. Su influencia fue decisiva sobre el conjunto de los padres
conciliares. Los liberales constituían una minoría, pero una minoría activa,
organizada, apoyada por una multitud de teólogos modernistas entre los que se podían
encontrar los nombres de aquellos que lo decidían todo como Leclerc, Murphy,
Congar, Rahner, Küng, Schillebeeckx, Besret, Cardonnel, Chenu... Piénsese en la
enorme cantidad de impresos con que el IDOC, el centro de información holandesa
subvencionado por las conferencias episcopales alemana y holandesa, urgía en
todo momento a los padres a obrar en el sentido aguardado por la opinión
internacional y producía así una especie de psicosis: no había que defraudar
las esperanzas del mundo que esperaba ver a la iglesia adherida a sus puntos de
vista.
Los instigadores de este movimiento reclamaban la
instantánea adaptación de la iglesia al hombre moderno, es decir, al hombre que
quiere liberarse de todo. Hablaban de una Iglesia esclerosada, inadaptada,
impotente; lloraban lágrimas de sangre y se golpeaban el pecho a causa de sus
predecesores. Presentaban a los católicos tan culpables como los protestantes y
los ortodoxos por las divisiones de antaño. Los católicos debían pedir perdón a
los "hermanos separados" presentes en Roma, puesto que habían
sido invitados en gran número a participar en los trabajos. La Iglesia de la
tradición era culpable por sus riquezas, por su triunfalismo, y los padres del
concilio se sentían culpables por estar fuera del mundo, por no ser del mundo;
ya se avergonzaban de sus insignias episcopales y pronto se avergonzarían de
mostrarse en sotana. Esta atmósfera de liberación debía conquistar bien pronto
todos los dominios; el espíritu de colegiación sería la manta de Noé que se
arroja sobre la vergüenza de ejercer una autoridad personal tan contraria a la
mentalidad del hombre del siglo XX, ¡del hombre liberal! La libertad religiosa,
el ecumenismo, la investigación teológica, la revisión del derecho canónico
atenuarían el triunfalismo de una Iglesia que se proclamaba única arca de
salvación. Así como se dice que hay "pobres avergonzados de su
pobreza", hubo "obispos avergonzados" sobre los
cuales se ejercía influencia al infundirles remordimientos de conciencia. Éste
es un procedimiento que fue utilizado en todas las revoluciones. Sus efectos
están inscriptos en muchos pasajes de las actas del concilio. Léase, por
ejemplo, el comienzo del proyecto "La Iglesia en el mundo de este
tiempo" donde se hacen consideraciones sobre la mutación del mundo
moderno, el movimiento acelerado de la historia, las nuevas condiciones que
afectan la vida religiosa, el predominio de las ciencias y las técnicas. ¿Cómo
no ver en estos textos la expresión del más puro liberalismo? Habríamos podido
tener un magnífico concilio tomando como maestro sobre este tema al papa Pío
XII. No creo que haya un solo problema del mundo moderno, de la actualidad, que
ese papa no hubiera resuelto con toda su ciencia, toda su teología y toda su
santidad. Pío XII dio una solución casi definitiva a la cuestión al mirar las
cosas verdaderamente desde el punto de vista de la fe. Pero ahora no se las
podía ver así puesto que no se quería hacer un concilio dogmático. El concilio
Vaticano II es un concilio pastoral; así lo dijo Juan XXIII y así lo repitió
Pablo VI. En el curso de las sesiones, muchas veces quisimos hacer definir
algunos conceptos y nos respondieron: "Pero aquí no hacemos dogmatismo,
no hacemos filosofía, tratamos cuestiones pastorales". ¿Qué es la
libertad? ¿Qué es la dignidad humana? ¿Qué es el régimen colegiado? Uno no
tiene más remedio que analizar indefinidamente los textos para saber lo que hay
que entender por esas cosas y sólo se llega a aproximaciones, pues los términos
son ambiguos. Y esto no se debe a negligencia ni a casualidad; el padre
Schillebeeckx lo confesó: "En el concilio pusimos términos equívocos y
sabemos lo que luego podremos obtener de ellos". Sí, esa gente sabía
bien lo que hacía. Todos los otros concilios que hubo en el curso de los siglos
eran dogmáticos. Todos ellos combatieron errores. ¡Y sabe Dios si había errores
para combatir en nuestro tiempo! Un concilio dogmático habría sido muy
necesario. Recuerdo todavía al cardenal Wyszinsky que decía: "Pero
hagan ustedes pues un proyecto de declaración sobre el comunismo; si hoy hay un
error grave que amenaza al mundo, es ese error. Si el papa Pío XI creyó que
debía hacer una encíclica sobre el comunismo sería asimismo útil que nosotros,
reunidos aquí en asamblea plenaria, dedicáramos un proyecto de declaración a
esa cuestión".
El comunismo, el error más monstruoso que haya salido
del espíritu de Satanás, es oficialmente recibido en el Vaticano, su revolución
mundial se ve singularmente facilitada por la falta de
resistencia oficial de la Iglesia y hasta por los frecuentes apoyos que
encuentra en ella, a pesar de las advertencias desesperadas de los cardenales
que sufrieron prisión en los países del Este. El hecho de que este concilio
pastoral se haya negado condenarlo solemnemente basta para cubrirlo de
vergüenza ante toda la historia, si se piensa en las decenas de millones de
mártires, en los cristianos y en los disidentes científicos, despersonalizados
en los hospitales psiquiátricos, utilizados como conejillos de Indias en
experiencias. Pero el concilio pastoral se calló. Habíamos obtenido 450 firmas
de obispos en favor de una declaración contra el comunismo. Esas firmas quedaron
olvidadas en un cajón... Cuando el informante de Gaudium et Spes respondió
a nuestras preguntas, nos declaró: "Hubo dos solicitudes para pedir una
condenación del comunismo”. ¡Dos!, exclamamos nosotros, "Había más
de cuatrocientas". "Vaya, yo no estaba al corriente". Se
buscaron esas firmas y por fin se las encontró, pero demasiado tarde. Yo viví
todos esos hechos. Yo mismo había llevado aquellas firmas a monseñor Felici,
secretario del concilio, en compañía de monseñor de Proença Sigaud, arzobispo
de Diamantina, y me veo obligado a decir que ocurrieron cosas verdaderamente
inadmisibles. No lo digo para condenar el concilio y no ignoro que estas
cuestiones contribuyen mucho a acrecentar la perplejidad de los católicos, que
piensan: " ¡Al fin de cuentas el concilio está inspirado por el
Espíritu Santo!". No necesariamente. Un concilio pastoral, no
dogmático, es una predicación que por sí misma no toca a la infalibilidad.
Cuando al término de las sesiones preguntamos a monseñor Felici: "¿No
podría usted darnos lo que LOS teólogos llaman la nota del concilio?", él
nos respondió: "Hay que distinguir según los proyectos, los capítulos,
aquellos que en el pasado ya han sido objeto de definiciones dogmáticas; en
cuanto a las declaraciones que tienen un carácter de novedad, hay que hacer
algunas reservas". De manera que el concilio Vaticano II no fue un
concilio como los otros y por eso tenemos derecho a juzgarlo con prudencia y
con reservas. De este concilio y de las reformas acepto todo lo que está de acuerdo
con la tradición. La obra que fundé lo prueba ampliamente. Nuestros seminarios,
en particular, responden perfectamente a los deseos expresados por el concilio
y a la Ratio fundamentatis de la Sagrada Congregación para la enseñanza
católica. Pero es imposible sostener que únicamente las aplicaciones
posconciliares son malas. Las rebeliones de clérigos, las discusiones de la
autoridad pontificia, todas las extravagancias de la liturgia y de la nueva
teología, las iglesias vacías, ¿no tienen nada que ver, como se lo ha afirmado
recientemente, con el concilio? ¡Vamos! Todas estas cosas son sus frutos.
Comprendo que al decir esto no hago sino aumentar la perplejidad de los
lectores preocupados. Y sin embargo, en medio de todo este tumulto ha brillado
una luz que puede reducir a la nada los esfuerzos del mundo para terminar con
la Iglesia de Cristo: el 30 de junio de 1968 el Santo Padre proclamó su
profesión de fe. Éste es un acto que, desde el punto de vista dogmático, es más
importante que todo el concilio. Ese Credo, redactado por el sucesor de Pedro
para afirmar la fe dé Pedro, asumió una solemnidad absolutamente
extraordinaria. Cuando el Papa se puso de pie para pronunciarlo, los cardenales
también se levantaron y toda la multitud quiso imitarlos, pero el Papa hizo
sentar a todo el mundo; quería estar sólo él de pie como vicario de Cristo;
para proclamar su Credo, y lo hizo con las palabras más solemnes en nombre de
la Santísima Trinidad, ante los santos ángeles, ante toda la Iglesia. Por
consiguiente, el Papa llevó a cabo un acto que compromete la fe de la Iglesia.
Tenemos pues
éste consuelo y esta confianza de sentir que el Espíritu Santo no nos ha
abandonado. Se puede decir que el arca de la fe, apoyándose en el concilio
Vaticano I, torna a encontrar un nuevo punto
de apoyo en la profesión de fe de Pablo VI.
CONTINUA...
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