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martes, 15 de diciembre de 2015

"ANACLETO GONZÁLEZ FLORES. MÁRTIR CRISTERO."

Mons. Orosco y Giménez y Anacleto


La actitud de Anacleto

Anacleto no se sentía inclinado al recurso de la lucha armada. En un medio como el mexicano, tan propenso a las soluciones violentas, prefería la resistencia pasiva, a la que había recurrido anteriormente y que ahora estaba dispuesto a replantear hasta en sus menores detalles. No porque en principio rechazase el uso de la fuerza, dada la situación a que se había llegado. Pero pensaba que yendo a las armas se le hacía el juego a Calles, enfrentándolo en un terreno donde ciertamente tendría ventaja. En cambio, sostenía, la fuerza bruta, arma única de la Revolución, se rompería como espada enmohecida al sentir no el choque del hierro sino de los caracteres que no capitulan, de aquellos capaces de repetir el grito de los que rodeaban a Napoleón en la derrota de Waterloo, el grito de los fuertes: «La guardia perece pero no se rinde». Ponía también como ejemplo la actitud serena y gallarda de los primeros mártires, agregando que en todos los tiempos el gesto del mártir ha sido el único que logró triunfar de los tiranos.

Por eso su mensaje era una permanente convocatoria al martirio. «Nos basta con la fuerza moral», decía. Y también: «La Iglesia está nutrida de sangre de león. No se tiene derecho de renunciar a la púrpura. Estamos obligados a mojarla con nuestra sangre». Por lo demás, «lo que se escribe con sangre queda escrito para siempre, el voto de los mártires no perece jamás». Era el famoso «plebiscito de los mártires», de que hablaría con emoción en uno de sus alegatos.

Anacleto no buscaba tanto el triunfo próximo cuanto la proclamación heroica y martirial de la ver-dad. Mártires ofrendó la Iglesia primitiva, escribía, mártires la epopeya de la cristianización de los indios, mártires produjo la Revolución francesa… En esta cadena de mártires echa sus raíces la esperanza moral de la Patria. Por ellos, y sólo por ellos, ha de llegar el día en que triunfe la verdad. Esta idea de González Flores nos trae al recuerdo una reflexión de Mons. Gay, obispo auxiliar del cardenal Pie, y es que la Iglesia vive de dos principios, de dos sangres; de la sangre de Cristo, que se vierte místicamente sobre el altar, y de la sangre de los mártires, que se derrama cruentamente sobre la tierra. Ni la Misa ni el martirio faltarán jamás en la Iglesia.  «Mientras la carne tiembla –afirma conmovido Anacleto–, el mártir, envuelto en la púrpura de su sangre como un rey que se tiende al morir, en un esfuerzo supremo y definitivo por salvar la soberanía del alma, abre grandemente sus ojos ante el perseguidor y exclama: creo. Ha sido la última palabra, pero también la expresión más fuerte y más alta de la majestad humana».


Cuando empezaron a caer los primeros mártires mexicanos, en las cercanías del templo de Guadalupe, escribió: «Hoy nos han caído cargas de flores, sobre el altar de la Reina… Hoy la Reina ha recibido la ofrenda de nuestros mártires; ha visto llenarse las cárceles con los audaces seguidores de su Hijo; ha oído resonar y temblar los calabozos, en un delirio de atrevimiento santo, de osadía sagrada… Y seguirá la ofrenda. Porque ya sabemos los católicos que hay que proclamar a Cristo por encima de las bayonetas, por encima de los  puños crispados de los verdugos, por encima de las cárceles, el potro, el martirio y de los resoplidos de la bestia infernal de la persecución. Y seguirá habiendo mártires y héroes hasta ganar la guerra y llevar el Ayate hecho bandera de victoria, hacia todos los vientos».

Por sublimes que fueran estos propósitos, no pensaba así monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla: «Si estos tales –aunque sean nuestros mismos gobernantes–, lejos de encauzarnos por la senda del bien nos arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a ponerle resistencia, en cuyo sentido de-ben explicarse aquellas palabras de Cristo: No he venido a traer la paz, sino la guerra; y aquellas otras: “No queráis temer a los que quitan la vida del cuerpo”… La resistencia puede ser activa o pasiva. El mártir que se deja descuartizar antes de renegar de su fe, resiste pasivamente. El soldado que defiende en el campo de batalla la libertad de adorar a su Dios, resiste activamente a sus perseguidores. En tratándose de los individuos, puede haber algunos casos en que sea preferible –por ser de mayor perfección– la resistencia pasiva. Pero el martirio no es la ley ordinaria de la lucha; los mártires son pocos; y sería una necedad, más bien dicho, sería tentar a Dios, pretender que todo un pueblo alcanzara la corona del martirio. Luego de ley ordinaria la lucha tiene que entablarse activamente».

Mons. Orozco y Jiménez trató de convencer a Anacleto de la conveniencia de la lucha armada, pero no logró persuadirlo del todo. Es cierto que ya la experiencia le había demostrado a éste último que dada la índole peculiar del pueblo mexicano, pero sobre todo la de los perseguidores, los medios pacíficos de resistencia a que hasta entonces se había recurrido, no parecían conducentes. Los asesinatos de laicos y sacerdotes se multiplicaban por doquier, juntamente con las más terribles vejaciones para todo lo que tuviese carácter católico.

Algo que lo inclinó a ir cambiando de postura fue el ver cómo muchos de sus compañeros se alistaban, uno tras otro, en las filas de los combatientes. Particularmente le impresionó la despedida que el 5 de enero de 1927 se le hizo a su gran amigo y compañero de luchas y de cárceles, Gómez Loza, quien había re-suelto agregarse a las huestes cristeras de los Altos de Jalisco. Y así poco a poco fue entendiendo, cada vez con mayor claridad, que era su deber cooperar de manera explícita con el movimiento. Una vez que dio el paso, lo nombraron enseguida Jefe Civil en Jalisco. No iría al campo de batalla, pero con el entusiasmo y tesón que siempre lo habían caracterizado, se dedicó a organizar, sostener y transmitir las órdenes que recibía del centro, referentes a dicha empresa. En Guadalajara, donde tenía su sede de Jefe Civil, comenzó a asistir sin falta a las reuniones secretas de los que se enrolaban para el combate, pronunciando vibrantes arengas con motivo de la partida de quienes se dirigían a los campos de batalla. No hubo anteriormente cobardía en su preferencia por los medios pacíficos. Era para él una cuestión prudencial, o de estrategia, si se quiere. Ahora veía las cosas de otro modo. Con todo, aunque consintió que la Unión Popular se lanzase al combate, no quiso que abandonara su anterior trabajo en pro de la cultura y de la formación en la ciudad, sin lo cual aquel combate habría carecido de logística. Hubiera preferido separar la obra de la Unión Popular y la organización del Ejército Nacional Libertador. Pero en aquellos momentos no era sino una distinción de gabinete. Y así invitó a los suyos a hacer con Dios «un pacto de sangre».

 4. La Guerra Cristera

El año 1926 señaló el comienzo de la gran epopeya mística, noble y santa, por la que numerosas per-sonas, a veces insignificantes, se convirtieron en héroes. La desigualdad de los dos bandos era enorme. De un lado, las fuerzas militares del Gobierno, perfectamente equipadas, que formaban el ejército de la Nación, con sus jefes y oficiales, debidamente entrenados. Del otro, grupos diversos de ciudadanos de toda condición, incluso mujeres y niños, por lo general ajenos a la milicia, carentes casi totalmente de elementos materiales y de pertrechos de guerra, pero animados de un coraje a toda prueba.

Para el lado gubernamental no faltó el apoyo del embajador de los Estados Unidos, el protestante y maquiavélico Dwight Morrow, íntimo amigo de Calles, quien logró un completo apoyo moral y militar del gobierno de los Estados Unidos a los perseguidores mexicanos, haciendo que se controlara con celosa vigilancia todos los movimientos de la frontera para que ni el más mínimo apoyo pudiera llegar a manos de los cristeros. Más aún, aquel país proveyó al ejército mexicano de bombarderos y de cazas Bristol, que operaban desde Texas, con pilotos norteamericanos. A esto debe agregarse la gran propaganda de Calles, expresamente apoyada por influencias masónicas y protestantes, y la conspiración de silencio casi total en los países extranjeros. El mismo arzobispo de Baltimore, Mons. Miguel L. Curley, reconocía la responsabilidad de sus compatriotas, incluidos muchos católicos, en los sucesos de esta guerra. «Las ametralladoras que se volvieron contra el clero y pueblo de San Luis Potosí, hace unas cuantas semanas, eran ametralladoras norteamericanas… Nosotros, mediante nuestro gobierno, armamos a los bandidos asalariados de Calles… Si Washington quisiera únicamente dejar solo a México e interrumpiera la desleal ayuda al presente régimen bolchevique, Calles y su pandilla no durarían ni un mes». «Los enviados del régimen –prosigue el Obispo– son bien recibidos en Estados Unidos y pueden volver diciendo: “Ya lo había dicho yo: el Tío Sam está con nosotros; podemos continuar nuestra obra de destrucción del catolicismo”».

Excedería los marcos de la presente semblanza declarar las alternativas de esta guerra que duró tres años. Destaquemos, eso sí, el derroche de bravura de que hizo gala el pueblo católico mexicano. ¡Cuántos ejemplos conmovedores, de hombres que lograron ensamblar en un solo heroísmo los dos más grandes amores del alma, ofreciendo su sangre al Dios del cielo y a la Patria de la tierra! Todo el pueblo católico no formó entonces sino un solo cuerpo, los que estaban en los montes y los que permanecían en los pueblos. Desde Guadalajara, zona ocupada por el enemigo, se colaboraba buscando y enviando municiones. Por ejemplo, un obrero que trabajaba en una fábrica de cemento, introducía en la bolsa de cemento paquetes de cartuchos para el frente, sin sospecha de nadie; un humilde verdulero ocultaba municiones en canastos, que luego llevaba en canoa hasta donde estaban los cristeros. Tuvieron también su parte las mujeres, sobre todo las que integraban las brigadas femeninas Santa Juana de Arco, verdaderas heroínas que iban y venían, en tren, en camiones de carga, o a lomo de mula, ocultando las municiones bajo sus vestidos, en chalecos que eran como camisas fruncidas para que se formaran multitud de pliegues donde se mantenían los cartuchos, de 500 a 700 por joven, con el fin de proveer a los soldados de Cristo. En caso de ser descubiertas, era la muerte.

Los campesinos constituyeron el contingente principal. El P. Navarrete, entonces oficial cristero, nos confiesa cómo se solazaba contemplando a aquellos Quijotes de Dios, tan humildes como llenos de docilidad y fortaleza. Eran los rancheros mexicanos, junto con sus mujeres, católicos hasta los tuétanos. Como aquel que, antes de partir, le preguntó a su esposa, quien acababa de dar a luz a un hijo, qué hubiera pensado si él se hubiese mostrado indiferente a la cuestión religiosa, a lo que ella respondió: Pues hubiera pensado que mi esposo no era digno de ser padre de este hijo mío que tanto quiero.

Quienes no combatían en los cerros, con el rifle en su mano, y tampoco podían actuar de «enlace» entre los pueblos y los lugares de batalla, luchaban en sus hogares por medio de la oración. A tan ininterrumpidas plegarias de los que, por una u otra razón, no podían combatir, niños, mujeres y ancianos, se debió, sin duda, la perseverancia, la fortaleza y el coraje admirable de aquellos guerreros cristianos. Cuando en los pueblos se oía a lo lejos el fragor del combate, aquella gente suspendía sus ocupaciones habituales y se ponían de rodillas, por lo general frente a una imagen; conforme aumentaba el estruendo de la batalla, oraban con mayor fervor.

Incluyamos en este cuadro de honor a tantos sacerdotes heroicos, que de una u otra forma, algunos, los menos, con las armas en las manos, otros, como capellanes de los combatientes, colaboraron estrecha-mente con los cristeros. Hablando más en general, de los 4100 sacerdotes que había en todo México, fueron muy pocos, menos de 10, los que a raíz de la persecución defeccionaron, haciéndose cismáticos con el desgraciado P. Pérez, autollamado Patriarca de una presunta Iglesia Católica Nacional, promovida por el régimen. Una fidelidad tan masiva constituye un caso quizás único en la historia de la Iglesia. Nombremos, entre tantos, al querido P. Pro, hoy beatificado como mártir, que recién llegado de Europa, no salía de su asombro al contemplar el heroísmo de tantos compatriotas suyos, especialmente en Jalisco. «Bendita tierra mía –decía–, que está dando su lección a México y al mundo. ¡Muy bien, muchachos! ¡Así se llevan con garbo las banderas de las grandes causas!» Cuando los cristeros se lanzaban al combate lo hacían invocando el nombre de Dios. Mientras los soldados de Gobierno gritaban: «Viva Satán», «Viva el Demonio», «Que mueran Cristo y su Madre», los cristeros exclamaban: «Viva la Virgen de Guadalupe», y sobre todo, «Viva Cristo Rey». Fue en razón de este grito, tantas veces repetido, que sus enemigos los llamaron los Cristos Reyes o los cristeros. Tal grito, íntimamente relacionado con el tema principal de la encíclica Quas primas de Pío XI, aparecida precisamente a fines de 1925, constituyó todo un programa expuesto en forma contundente, brevísimo pero completo. Y ese grito que escucharon los bosques de México, sus sierras, sus campos, con acento de heroísmo, es el mismo que repetían los cristeros ante sus jueces, regulares o improvisados, cuando eran detenidos, así como el saludo mutuo de los confesores de la fe. Y ante el pelotón de fusilamiento fue una especie de ritornello del martirio mexicano, la última palabra, la de San Pablo: «es necesario que Cristo reine», que en mexicano se tradujo: «¡Viva Cristo Rey!». Tanto este grito de guerra y de martirio, como el lema de la ACJM: «Por Dios y por la Patria», tendrían repercusión explícita, diez años después, en España. No en vano el Alcázar de Toledo fue liberado al grito de Viva Cristo Rey. La reciente gesta de México era bastante conocida por el pueblo español. Una madre de ese pueblo dijo: «Mi hijo murió exclamando: Viva Cristo Rey, como los mártires mexicanos». El heroísmo de los cristeros encontró un lugar privilegiado en los Altos de Jalisco. Refiriéndose a su población ha escrito José Vasconcelos: «Los hombres, de sangre española pura, se ven atezados y esbeltos en su traje de charrería conveniente para la faena campestre. Su fama de jinetes halla reconocimiento por todo el Bajío. Hace poco más 20 de un siglo, aquella comarca fue penetrada por colonos que todavía tuvieron que batirse, en pleno siglo XIX, con tribus de indios merodeadores. De suerte que el blanco, a semejanza de lo que más tarde ocurriría en el Far West americano, la hizo de guerrero y de cultivador. Cada familia encarnaba la misión de extender los dominios de la cultura latina por los territorios desiertos del Nuevo Mundo. Y así es cómo el español, aliado al mestizo, fue empujando y ocupando la tierra vacía muy hacia el Norte, hasta topar con el anglosajón que por el otro camino llenaba tarea parecida pero en beneficio de las razas protestantes de Europa».

Por eso, agrega Vasconcelos, la gente de los Altos, leal a sus costumbres castizas, se mostró, frente al callismo, como una reserva nacional étnica y política de la mejor calidad. Bien escribe Enrique Díaz Araujo: «Existen zonas selectas –la Vendée francesa de la contrarrevolución de los chouans, la Navarra española del tradicionalismo carlista, o el Don apacible del voluntariado ruso blanco– donde esa resistencia ha alcanzado caracteres épicos, dignos de la tragedia homérica. Por ellos, sin duda, se salvará el juicio de la época moderna. Los anales de la historia futura los recogerán como nuevas Troyas de la civilización, cata-cumbas benedictinas o termópilas numantinas, de los años de la decadencia de nuestra cultura. Quedarán como jalones blancos que marcarán el camino del renacimiento, pasado que sea –si así Dios lo dispone– el momento negativo del vendaval de la barbarie ideológica. Y, entre esos hitos notables, hallará su lugar peraltado, el Occidente mexicano, la tierra jalisciense, del núcleo tapatío que se irradia desde Guadalajara por Jalisco, Michoacán, Zacatecas y Colima…»

Según se ve, los que, al decir de Calles, integraban «el gallinero de la República» no eran tan «gallinas» como parecía. En la guerra cristera lucharon con un arrojo sin límites. Un arrojo no exento de humor. Se cuenta que, a veces, en medio del fragor de la batalla, se dejaba escuchar, de tanto en tanto, el clarín de sus tropas que se burlaba del enemigo, tocando las notas con que se anuncia la salida del toro en las lides, o la chusca canción popular La Cucaracha. La preparación de la biografía de Anacleto nos llevó a leer muchos libros donde se relatan las gestas cristeras y se describen a sus héroes. El que inauguró la era de los mártires, el 29 de julio de 1926, fue José García Farfán. José, que vivía en Puebla, era dueño de una pequeña tienda, con un kiosco de revistas a la calle. Un día puso en su local algunos letreros que decían: «Viva Cristo Rey», «Viva la Virgen de Guadalupe». El 28 de julio pasaba por allí el General Amaya. Furioso al ver los letreros, le mandó retirarlos. Don José se negó y fue detenido. Al día siguiente, Amaya ordenó fusilarlo. Estando ya todo preparado, le dijo –¡A ver ahora cómo mueren los católicos! –Así –respondió el anciano– y gritó: ¡Viva Cristo Rey! Numerosos patriotas mexicanos, incluidos niños, ancianos y mujeres, fueron llevados al paredón o colgados de los árboles. El heroísmo estaba a flor de piel, como si el espíritu de la caballería medieval hubiese resucitado.

Destaquemos, entre tantas, la figura de Luis Navarro Origel, gran caudillo católico, quien seguido por miles de voluntarios, llegaría a controlar la costa de Michoacán, teniendo bajo sus órdenes no menos de diez mil cristeros. De su compromiso inicial en la causa escribe un cronista: «Luis, después de haber sido armado Caballero con el nombre de Soldado de María, y tras de velar sus armas una noche y confortar su espíritu con la Sagrada Eucaristía, de acuerdo con los amigos de mayor confianza pertenecientes a los centros de la Liga que había fundado y después de ponerse bajo el amparo de San Miguel Arcángel, en el día de su fiesta, lanzó el grito de libertad que debió concertarse allí en los cielos con el ¡Quién como Dios! del primer paladín de la justicia eterna, en la ciudad de Pénjamo, la mañana del 29 de septiembre de 1926». Luego se despidió de su esposa diciéndole en una carta que la única solución para México pasaba por el sacrificio, las víctimas, la sangre, que todo lo fecunda, todo lo engrandece, todo lo santifica, desde que fue derramada aquella Sangre divina y que aún se inmola y seguirá inmolándose hasta la consumación de los siglos.

«¡Porque el valor de la sangre es insustituible, porque el clamor de la sangre es un clamor terrible, que siempre llega y conmueve el Corazón de Dios!». Y prosigue: «Nuestra Patria para salvarse sólo necesita vidas inmoladas, cuya inmolación está santificada por el amor de Cristo. Para lavarse de tanto horror, de tanta abominación de crímenes que van siendo ya seculares, este suelo necesita sangre, pues las afrentas y las ofensas terribles hechas a Dios por un pueblo, sólo con sangre se limpian…

«Y apenas ayer empezó a derramarse y es tanta y tan generosamente ofrecida la que estaba y está dispuesta a derramar nuestro pueblo que amenaza inundar este suelo y salpicarlo todo; esto es lo que hacía falta, que no quede rincón de este suelo amado que no se lave con sangre, que no se santifique con el sacrificio… Las victorias vendrán después seguramente; pero ahora sólo sangre, solamente vidas inmoladas generosamente se necesitan». Las diversas unidades de los cristeros tomaban los nombres de los caídos gloriosos, por ejemplo, Padre Pro, Miguel Gómez Loza, etc. En el juramento de los que se ofrecían para el combate se decía: «Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo sea: ¡Viva Cristo Rey!». Conmovido Pío XI al irse enterando de todo esto, concedió indulgencia plenaria in articulo mortis a los mexicanos por la invocación: «¡Viva Cristo Rey!». Dicho grito incluía, como lo hemos señalado, todo un programa de restauración católica, por lo que el mismo Papa pudo afirmar que «el México cristero supo cumplir con su magno destino providencial, proclamando que el Reinado Temporal de Cristo debe defenderse, mantenerse y reimplantarse, si es necesario, por medio de la fuerza», y que el testimonio dado por la Iglesia en México «se debe colocar definitivamente entre los hechos más ilustres de nuestra historia».

A lo que hacía eco el Arzobispo de Malinas, Card. Van Roey: «Vosotros escribís una de las páginas más gloriosas de la Historia de la Iglesia, una página con letras de sangre, una página indeleble, que dirá a las generaciones futuras a lo que puede y debe atreverse una fe verdaderamente sobrenatural y una caridad digna del nombre de cristiano». Como dijo un escritor: «Si ésta no fue una guerra justa, nunca ha existido ni existirá jamás una sola guerra justa en toda la historia del mundo».

Años después, en 1946, con motivo de la solemnidad de Cristo Rey, que es el día de las Fiestas Patronales de los cristeros, pudo decir el obispo de Huejutla, Mons. Manríquez y Zárate: «He aquí las dos más grandes manifestaciones de amor a Jesucristo, de que ha sido teatro la Nación Mexicana. La sangre del pueblo, sangre generosa y noble, ha corrido a torrentes en el campo de batalla, pe-ro también se ha derramado con admirable profusión en el ara augusta de los grandes sacrificios, de las grandes inmolaciones y heroísmos. Y si gallardas y gigantes aparecen las figuras de los campeones de la espada, que en los campos del honor han sabido vindicar para la Patria y para la Iglesia sus inviolables y sacrosantos derechos, más gallarda e imponente aún es la figura de los mártires que, en el misterioso silencio de la más sublime abnegación, han sabido tolerar, inermes y desvalidos, la furia implacable de los eternos enemigos del nombre cristiano.

«Y no se vaya a creer que estas dos fases de la epopeya sean como los polos de una grande esfera, distanciados y opuestos entre sí por la extensión inmensa del espacio. No, estos dos heroísmos no son más que dos demostraciones de uno y el mismo sentimiento, de uno y el mismo amor: dos ríos que salen del mismo océano, dos fulgores de una y la misma luz. La misma caridad de Jesucristo que impele al mártir a entregarse en las garras del sayón para ser despedazado en odio de la fe, es la misma que empuja al soldado a empuñar la espada vengadora y terrible que hace morder el polvo a los enemigos de Dios».

Todavía hoy en los Altos de Jalisco se evoca a aquellos héroes no olvidados. Pasando por San Miguel el Alto, que se encuentra en dicha zona, tuve la dicha de escuchar un corrido que me cantó «el cieguito José», en homenaje a uno de ellos, el legendario Victoriano Ramírez, apodado el Catorce. Los corridos mexicanos, que continúan el viejo romancero español, logran sus mejores expresiones en el encomio de los héroes regionales.


CONTINUA...
  

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