Mons. Orosco y Giménez y Anacleto |
La actitud de Anacleto
Anacleto
no se sentía inclinado al recurso de la lucha armada. En un medio como el
mexicano, tan propenso a las soluciones violentas, prefería la resistencia
pasiva, a la que había recurrido anteriormente y que ahora estaba dispuesto a
replantear hasta en sus menores detalles. No porque en principio rechazase el
uso de la fuerza, dada la situación a que se había llegado. Pero pensaba que
yendo a las armas se le hacía el juego a Calles, enfrentándolo en un terreno
donde ciertamente tendría ventaja. En cambio, sostenía, la fuerza bruta, arma
única de la Revolución, se rompería como espada enmohecida al sentir no el
choque del hierro sino de los caracteres que no capitulan, de aquellos capaces
de repetir el grito de los que rodeaban a Napoleón en la derrota de Waterloo,
el grito de los fuertes: «La guardia perece pero no se rinde». Ponía también
como ejemplo la actitud serena y gallarda de los primeros mártires, agregando
que en todos los tiempos el gesto del mártir ha sido el único que logró
triunfar de los tiranos.
Por
eso su mensaje era una permanente convocatoria al martirio. «Nos basta con la
fuerza moral», decía. Y también: «La Iglesia está nutrida de sangre de león. No
se tiene derecho de renunciar a la púrpura. Estamos obligados a mojarla con
nuestra sangre». Por lo demás, «lo que se escribe con sangre queda escrito para
siempre, el voto de los mártires no perece jamás». Era el famoso «plebiscito de
los mártires», de que hablaría con emoción en uno de sus alegatos.
Anacleto
no buscaba tanto el triunfo próximo cuanto la proclamación heroica y martirial
de la ver-dad. Mártires ofrendó la Iglesia primitiva, escribía, mártires la
epopeya de la cristianización de los indios, mártires produjo la Revolución
francesa… En esta cadena de mártires echa sus raíces la esperanza moral de la
Patria. Por ellos, y sólo por ellos, ha de llegar el día en que triunfe la
verdad. Esta idea de González Flores nos trae al recuerdo una reflexión de Mons.
Gay, obispo auxiliar del cardenal Pie, y es que la Iglesia vive de dos
principios, de dos sangres; de la sangre de Cristo, que se vierte místicamente
sobre el altar, y de la sangre de los mártires, que se derrama cruentamente
sobre la tierra. Ni la Misa ni el martirio faltarán jamás en la Iglesia. «Mientras la carne tiembla –afirma conmovido
Anacleto–, el mártir, envuelto en la púrpura de su sangre como un rey que se
tiende al morir, en un esfuerzo supremo y definitivo por salvar la soberanía
del alma, abre grandemente sus ojos ante el perseguidor y exclama: creo. Ha sido
la última palabra, pero también la expresión más fuerte y más alta de la
majestad humana».
Cuando
empezaron a caer los primeros mártires mexicanos, en las cercanías del templo
de Guadalupe, escribió: «Hoy nos han caído cargas de flores, sobre el altar de
la Reina… Hoy la Reina ha recibido la ofrenda de nuestros mártires; ha visto
llenarse las cárceles con los audaces seguidores de su Hijo; ha oído resonar y
temblar los calabozos, en un delirio de atrevimiento santo, de osadía sagrada…
Y seguirá la ofrenda. Porque ya sabemos los católicos que hay que proclamar a
Cristo por encima de las bayonetas, por encima de los puños crispados de los verdugos, por
encima de las cárceles, el potro, el martirio y de los resoplidos de la bestia
infernal de la persecución. Y seguirá habiendo mártires y héroes hasta ganar la
guerra y llevar el Ayate hecho bandera de victoria, hacia todos los vientos».
Por sublimes que fueran estos propósitos, no pensaba así monseñor José
de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla: «Si estos tales –aunque sean
nuestros mismos gobernantes–, lejos de encauzarnos por la senda del bien nos
arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a ponerle resistencia,
en cuyo sentido de-ben explicarse aquellas palabras de Cristo: No he venido a
traer la paz, sino la guerra; y aquellas otras: “No queráis temer a los que
quitan la vida del cuerpo”… La resistencia puede ser activa o pasiva. El mártir
que se deja descuartizar antes de renegar de su fe, resiste pasivamente. El
soldado que defiende en el campo de batalla la libertad de adorar a su Dios,
resiste activamente a sus perseguidores. En tratándose de los individuos, puede
haber algunos casos en que sea preferible –por ser de mayor perfección– la
resistencia pasiva. Pero el martirio no es la ley ordinaria de la lucha; los
mártires son pocos; y sería una necedad, más bien dicho, sería tentar a Dios,
pretender que todo un pueblo alcanzara la corona del martirio. Luego de ley
ordinaria la lucha tiene que entablarse activamente».
Mons. Orozco y Jiménez trató de convencer a Anacleto de la conveniencia
de la lucha armada, pero no logró persuadirlo del todo. Es cierto que ya la
experiencia le había demostrado a éste último que dada la índole peculiar del
pueblo mexicano, pero sobre todo la de los perseguidores, los medios pacíficos
de resistencia a que hasta entonces se había recurrido, no parecían
conducentes. Los asesinatos de laicos y sacerdotes se multiplicaban por
doquier, juntamente con las más terribles vejaciones para todo lo que tuviese
carácter católico.
Algo que lo inclinó a ir cambiando de postura fue el ver cómo muchos de
sus compañeros se alistaban, uno tras otro, en las filas de los combatientes.
Particularmente le impresionó la despedida que el 5 de enero de 1927 se le hizo
a su gran amigo y compañero de luchas y de cárceles, Gómez Loza, quien había
re-suelto agregarse a las huestes cristeras de los Altos de Jalisco. Y así poco
a poco fue entendiendo, cada vez con mayor claridad, que era su deber cooperar
de manera explícita con el movimiento. Una vez que dio el paso, lo nombraron
enseguida Jefe Civil en Jalisco. No iría al campo de batalla, pero con el
entusiasmo y tesón que siempre lo habían caracterizado, se dedicó a organizar,
sostener y transmitir las órdenes que recibía del centro, referentes a dicha
empresa. En Guadalajara, donde tenía su sede de Jefe Civil, comenzó a asistir
sin falta a las reuniones secretas de los que se enrolaban para el combate,
pronunciando vibrantes arengas con motivo de la partida de quienes se dirigían
a los campos de batalla. No hubo anteriormente cobardía en su preferencia por
los medios pacíficos. Era para él una cuestión prudencial, o de estrategia, si
se quiere. Ahora veía las cosas de otro modo. Con todo, aunque consintió que la
Unión Popular se lanzase al combate, no quiso que abandonara su anterior
trabajo en pro de la cultura y de la formación en la ciudad, sin lo cual aquel
combate habría carecido de logística. Hubiera preferido separar la obra de la
Unión Popular y la organización del Ejército Nacional Libertador. Pero en
aquellos momentos no era sino una distinción de gabinete. Y así invitó a los
suyos a hacer con Dios «un pacto de sangre».
El año 1926 señaló el comienzo de la gran epopeya mística, noble y
santa, por la que numerosas per-sonas, a veces insignificantes, se convirtieron
en héroes. La desigualdad de los dos bandos era enorme. De un lado, las fuerzas
militares del Gobierno, perfectamente equipadas, que formaban el ejército de la
Nación, con sus jefes y oficiales, debidamente entrenados. Del otro, grupos
diversos de ciudadanos de toda condición, incluso mujeres y niños, por lo
general ajenos a la milicia, carentes casi totalmente de elementos materiales y
de pertrechos de guerra, pero animados de un coraje a toda prueba.
Para el lado gubernamental no faltó el apoyo del embajador de los
Estados Unidos, el protestante y maquiavélico Dwight Morrow, íntimo amigo de
Calles, quien logró un completo apoyo moral y militar del gobierno de los
Estados Unidos a los perseguidores mexicanos, haciendo que se controlara con
celosa vigilancia todos los movimientos de la frontera para que ni el más
mínimo apoyo pudiera llegar a manos de los cristeros. Más aún, aquel país
proveyó al ejército mexicano de bombarderos y de cazas Bristol, que operaban
desde Texas, con pilotos norteamericanos. A esto debe agregarse la gran propaganda
de Calles, expresamente apoyada por influencias masónicas y protestantes, y la
conspiración de silencio casi total en los países extranjeros. El mismo
arzobispo de Baltimore, Mons. Miguel L. Curley, reconocía la responsabilidad de
sus compatriotas, incluidos muchos católicos, en los sucesos de esta guerra. «Las
ametralladoras que se volvieron contra el clero y pueblo de San Luis Potosí,
hace unas cuantas semanas, eran ametralladoras norteamericanas… Nosotros,
mediante nuestro gobierno, armamos a los bandidos asalariados de Calles… Si
Washington quisiera únicamente dejar solo a México e interrumpiera la desleal
ayuda al presente régimen bolchevique, Calles y su pandilla no durarían ni un
mes». «Los enviados del régimen –prosigue el Obispo– son
bien recibidos en Estados Unidos y pueden volver diciendo: “Ya lo había dicho
yo: el Tío Sam está con nosotros; podemos continuar nuestra obra de destrucción
del catolicismo”».
Excedería los marcos de la presente semblanza declarar las alternativas
de esta guerra que duró tres años. Destaquemos, eso sí, el derroche de bravura
de que hizo gala el pueblo católico mexicano. ¡Cuántos ejemplos conmovedores,
de hombres que lograron ensamblar en un solo heroísmo los dos más grandes
amores del alma, ofreciendo su sangre al Dios del cielo y a la Patria de la
tierra! Todo el pueblo católico no formó entonces sino un solo cuerpo, los que
estaban en los montes y los que permanecían en los pueblos. Desde Guadalajara,
zona ocupada por el enemigo, se colaboraba buscando y enviando municiones. Por
ejemplo, un obrero que trabajaba en una fábrica de cemento, introducía en la
bolsa de cemento paquetes de cartuchos para el frente, sin sospecha de nadie;
un humilde verdulero ocultaba municiones en canastos, que luego llevaba en
canoa hasta donde estaban los cristeros. Tuvieron también su parte las mujeres,
sobre todo las que integraban las brigadas femeninas Santa Juana de Arco,
verdaderas heroínas que iban y venían, en tren, en camiones de carga, o a lomo
de mula, ocultando las municiones bajo sus vestidos, en chalecos que eran como
camisas fruncidas para que se formaran multitud de pliegues donde se mantenían
los cartuchos, de 500 a 700 por joven, con el fin de proveer a los soldados de
Cristo. En caso de ser descubiertas, era la muerte.
Los campesinos constituyeron el contingente principal. El P. Navarrete,
entonces oficial cristero, nos confiesa cómo se solazaba contemplando a
aquellos Quijotes de Dios, tan humildes como llenos de docilidad y fortaleza.
Eran los rancheros mexicanos, junto con sus mujeres, católicos hasta los
tuétanos. Como aquel que, antes de partir, le preguntó a su esposa, quien
acababa de dar a luz a un hijo, qué hubiera pensado si él se hubiese mostrado
indiferente a la cuestión religiosa, a lo que ella respondió: Pues hubiera
pensado que mi esposo no era digno de ser padre de este hijo mío que tanto
quiero.
Quienes no combatían en los cerros, con el rifle en su mano, y tampoco
podían actuar de «enlace» entre los pueblos y los lugares de batalla, luchaban
en sus hogares por medio de la oración. A tan ininterrumpidas plegarias de los
que, por una u otra razón, no podían combatir, niños, mujeres y ancianos, se
debió, sin duda, la perseverancia, la fortaleza y el coraje admirable de
aquellos guerreros cristianos. Cuando en los pueblos se oía a lo lejos el
fragor del combate, aquella gente suspendía sus ocupaciones habituales y se
ponían de rodillas, por lo general frente a una imagen; conforme aumentaba el
estruendo de la batalla, oraban con mayor fervor.
Incluyamos en este cuadro de honor a tantos sacerdotes heroicos, que de
una u otra forma, algunos, los menos, con las armas en las manos, otros, como
capellanes de los combatientes, colaboraron estrecha-mente con los cristeros.
Hablando más en general, de los 4100 sacerdotes que había en todo México,
fueron muy pocos, menos de 10, los que a raíz de la persecución defeccionaron,
haciéndose cismáticos con el desgraciado P. Pérez, autollamado Patriarca de una
presunta Iglesia Católica Nacional, promovida por el régimen. Una fidelidad tan
masiva constituye un caso quizás único en la historia de la Iglesia. Nombremos,
entre tantos, al querido P. Pro, hoy beatificado como mártir, que recién
llegado de Europa, no salía de su asombro al contemplar el heroísmo de tantos
compatriotas suyos, especialmente en Jalisco. «Bendita tierra mía –decía–, que
está dando su lección a México y al mundo. ¡Muy bien, muchachos! ¡Así se llevan
con garbo las banderas de las grandes causas!» Cuando los cristeros se lanzaban
al combate lo hacían invocando el nombre de Dios. Mientras los soldados de Gobierno
gritaban: «Viva Satán», «Viva el Demonio», «Que mueran Cristo y su Madre», los
cristeros exclamaban: «Viva la Virgen de Guadalupe», y sobre todo, «Viva Cristo
Rey». Fue en razón de este grito, tantas veces repetido, que sus enemigos los
llamaron los Cristos Reyes o los cristeros. Tal grito, íntimamente relacionado
con el tema principal de la encíclica Quas primas de Pío XI, aparecida
precisamente a fines de 1925, constituyó todo un programa expuesto en forma
contundente, brevísimo pero completo. Y ese grito que escucharon los bosques de
México, sus sierras, sus campos, con acento de heroísmo, es el mismo que
repetían los cristeros ante sus jueces, regulares o improvisados, cuando eran
detenidos, así como el saludo mutuo de los confesores de la fe. Y ante el
pelotón de fusilamiento fue una especie de ritornello del martirio mexicano, la
última palabra, la de San Pablo: «es necesario que Cristo reine», que en
mexicano se tradujo: «¡Viva Cristo Rey!». Tanto este grito de guerra y de
martirio, como el lema de la ACJM: «Por Dios y por la Patria», tendrían
repercusión explícita, diez años después, en España. No en vano el Alcázar de
Toledo fue liberado al grito de Viva Cristo Rey. La reciente gesta de México
era bastante conocida por el pueblo español. Una madre de ese pueblo dijo: «Mi
hijo murió exclamando: Viva Cristo Rey, como los mártires mexicanos». El
heroísmo de los cristeros encontró un lugar privilegiado en los Altos de
Jalisco. Refiriéndose a su población ha escrito José Vasconcelos: «Los hombres,
de sangre española pura, se ven atezados y esbeltos en su traje de charrería
conveniente para la faena campestre. Su fama de jinetes halla reconocimiento
por todo el Bajío. Hace poco más 20 de un siglo, aquella comarca fue
penetrada por colonos que todavía tuvieron que batirse, en pleno siglo XIX, con
tribus de indios merodeadores. De suerte que el blanco, a semejanza de lo que
más tarde ocurriría en el Far West americano, la hizo de guerrero y de
cultivador. Cada familia encarnaba la misión de extender los dominios de la
cultura latina por los territorios desiertos del Nuevo Mundo. Y así es cómo el
español, aliado al mestizo, fue empujando y ocupando la tierra vacía muy hacia
el Norte, hasta topar con el anglosajón que por el otro camino llenaba tarea parecida
pero en beneficio de las razas protestantes de Europa».
Por eso, agrega Vasconcelos, la gente de los Altos, leal a sus
costumbres castizas, se mostró, frente al callismo, como una reserva nacional
étnica y política de la mejor calidad. Bien escribe Enrique Díaz Araujo: «Existen
zonas selectas –la Vendée francesa de la contrarrevolución de los chouans, la
Navarra española del tradicionalismo carlista, o el Don apacible del
voluntariado ruso blanco– donde esa resistencia ha alcanzado caracteres épicos,
dignos de la tragedia homérica. Por ellos, sin duda, se salvará el juicio de la
época moderna. Los anales de la historia futura los recogerán como nuevas
Troyas de la civilización, cata-cumbas benedictinas o termópilas numantinas, de
los años de la decadencia de nuestra cultura. Quedarán como jalones blancos que
marcarán el camino del renacimiento, pasado que sea –si así Dios lo dispone– el
momento negativo del vendaval de la barbarie ideológica. Y, entre esos hitos
notables, hallará su lugar peraltado, el Occidente mexicano, la tierra
jalisciense, del núcleo tapatío que se irradia desde Guadalajara por Jalisco,
Michoacán, Zacatecas y Colima…»
Según se ve, los que, al decir de Calles, integraban «el gallinero de la
República» no eran tan «gallinas» como parecía. En la guerra cristera lucharon
con un arrojo sin límites. Un arrojo no exento de humor. Se cuenta que, a
veces, en medio del fragor de la batalla, se dejaba escuchar, de tanto en
tanto, el clarín de sus tropas que se burlaba del enemigo, tocando las notas
con que se anuncia la salida del toro en las lides, o la chusca canción popular
La Cucaracha. La preparación de la biografía de Anacleto nos llevó a leer
muchos libros donde se relatan las gestas cristeras y se describen a sus
héroes. El que inauguró la era de los mártires, el 29 de julio de 1926, fue
José García Farfán. José, que vivía en Puebla, era dueño de una pequeña tienda,
con un kiosco de revistas a la calle. Un día puso en su local algunos letreros
que decían: «Viva Cristo Rey», «Viva la Virgen de Guadalupe». El 28 de julio
pasaba por allí el General Amaya. Furioso al ver los letreros, le mandó
retirarlos. Don José se negó y fue detenido. Al día siguiente, Amaya ordenó
fusilarlo. Estando ya todo preparado, le dijo –¡A ver ahora cómo mueren los
católicos! –Así –respondió el anciano– y gritó: ¡Viva Cristo Rey! Numerosos
patriotas mexicanos, incluidos niños, ancianos y mujeres, fueron llevados al
paredón o colgados de los árboles. El heroísmo estaba a flor de piel, como si
el espíritu de la caballería medieval hubiese resucitado.
Destaquemos, entre tantas, la figura de Luis Navarro Origel, gran
caudillo católico, quien seguido por miles de voluntarios, llegaría a controlar
la costa de Michoacán, teniendo bajo sus órdenes no menos de diez mil
cristeros. De su compromiso inicial en la causa escribe un cronista: «Luis,
después de haber sido armado Caballero con el nombre de Soldado de María, y
tras de velar sus armas una noche y confortar su espíritu con la Sagrada
Eucaristía, de acuerdo con los amigos de mayor confianza pertenecientes a los
centros de la Liga que había fundado y después de ponerse bajo el amparo de San
Miguel Arcángel, en el día de su fiesta, lanzó el grito de libertad que debió
concertarse allí en los cielos con el ¡Quién como Dios! del primer paladín de
la justicia eterna, en la ciudad de Pénjamo, la mañana del 29 de septiembre de
1926». Luego se despidió de su esposa diciéndole en una carta que la única
solución para México pasaba por el sacrificio, las víctimas, la sangre, que
todo lo fecunda, todo lo engrandece, todo lo santifica, desde que fue derramada
aquella Sangre divina y que aún se inmola y seguirá inmolándose hasta la
consumación de los siglos.
«¡Porque el valor de la sangre es insustituible, porque el clamor de la
sangre es un clamor terrible, que siempre llega y conmueve el Corazón de
Dios!». Y prosigue: «Nuestra Patria para salvarse sólo necesita vidas
inmoladas, cuya inmolación está santificada por el amor de Cristo. Para lavarse
de tanto horror, de tanta abominación de crímenes que van siendo ya seculares,
este suelo necesita sangre, pues las afrentas y las ofensas terribles hechas a
Dios por un pueblo, sólo con sangre se limpian…
«Y apenas ayer empezó a derramarse y es tanta y tan generosamente
ofrecida la que estaba y está dispuesta a derramar nuestro pueblo que amenaza
inundar este suelo y salpicarlo todo; esto es lo que hacía falta, que no quede
rincón de este suelo amado que no se lave con sangre, que no se santifique con
el sacrificio… Las victorias vendrán después seguramente; pero ahora sólo
sangre, solamente vidas inmoladas generosamente se necesitan». Las diversas
unidades de los cristeros tomaban los nombres de los caídos gloriosos, por
ejemplo, Padre Pro, Miguel Gómez Loza, etc. En el juramento de los que se
ofrecían para el combate se decía: «Concédeme que mi último grito en la tierra
y mi primer cántico en el cielo sea: ¡Viva Cristo Rey!». Conmovido Pío XI al
irse enterando de todo esto, concedió indulgencia plenaria in articulo mortis a
los mexicanos por la invocación: «¡Viva Cristo
Rey!». Dicho grito incluía, como lo hemos señalado, todo un programa de
restauración católica, por lo que el mismo Papa pudo afirmar que «el México cristero supo cumplir con su magno destino providencial,
proclamando que el Reinado Temporal de Cristo debe defenderse, mantenerse y
reimplantarse, si es necesario, por medio de la fuerza», y que el testimonio
dado por la Iglesia en México «se debe colocar definitivamente entre los hechos
más ilustres de nuestra historia».
A lo que hacía eco el Arzobispo de Malinas, Card. Van Roey: «Vosotros
escribís una de las páginas más gloriosas de la Historia de la Iglesia, una
página con letras de sangre, una página indeleble, que dirá a las generaciones
futuras a lo que puede y debe atreverse una fe verdaderamente sobrenatural y
una caridad digna del nombre de cristiano». Como dijo un escritor: «Si ésta no
fue una guerra justa, nunca ha existido ni existirá jamás una sola guerra justa
en toda la historia del mundo».
Años después, en 1946, con motivo de la solemnidad de Cristo Rey, que es
el día de las Fiestas Patronales de los cristeros, pudo decir el obispo de
Huejutla, Mons. Manríquez y Zárate: «He aquí las dos más grandes manifestaciones
de amor a Jesucristo, de que ha sido teatro la Nación Mexicana. La sangre del
pueblo, sangre generosa y noble, ha corrido a torrentes en el campo de batalla,
pe-ro también se ha derramado con admirable profusión en el ara augusta de los
grandes sacrificios, de las grandes inmolaciones y heroísmos. Y si gallardas y
gigantes aparecen las figuras de los campeones de la espada, que en los campos
del honor han sabido vindicar para la Patria y para la Iglesia sus inviolables
y sacrosantos derechos, más gallarda e imponente aún es la figura de los mártires
que, en el misterioso silencio de la más sublime abnegación, han sabido
tolerar, inermes y desvalidos, la furia implacable de los eternos enemigos del
nombre cristiano.
«Y no se vaya a creer que estas dos fases de la epopeya sean como los
polos de una grande esfera, distanciados y opuestos entre sí por la extensión
inmensa del espacio. No, estos dos heroísmos no son más que dos demostraciones
de uno y el mismo sentimiento, de uno y el mismo amor: dos ríos que salen del
mismo océano, dos fulgores de una y la misma luz. La misma caridad de
Jesucristo que impele al mártir a entregarse en las garras del sayón para ser
despedazado en odio de la fe, es la misma que empuja al soldado a empuñar la
espada vengadora y terrible que hace morder el polvo a los enemigos de Dios».
Todavía hoy en los Altos de Jalisco se evoca a
aquellos héroes no olvidados. Pasando por San Miguel el Alto, que se encuentra
en dicha zona, tuve la dicha de escuchar un corrido que me cantó «el cieguito
José», en homenaje a uno de ellos, el legendario Victoriano Ramírez, apodado el
Catorce. Los corridos mexicanos, que continúan el viejo romancero español,
logran sus mejores expresiones en el encomio de los héroes regionales.
CONTINUA...
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